lunes, 31 de octubre de 2011

Una extraña junto al mar

Me habían dejado las llaves de un apartamento junto a la playa. Era a principios de noviembre pero algunos días, el sol aún intentaba hacernos creer que seguíamos en verano. Quizás no hacía tiempo ya de meterse en el mar hasta que el agua llegase a la barbilla, pero sí se podía pasear por la arena con los pies  descalzos y leer un buen libro bajo una sombrilla de paja. Así que no lo pensé más. Acepté las llaves con una tremenda sonrisa y llamé a mis dos amigas del alma, Carmen y Laura.
Ambas me hicieron la misma pregunta:
- ¿Nosotras solas? ¿sin hijos?
. Exactamente.
- ¿Todo un fin de semana?
- De viernes a domingo.
A través de la línea telefónica pude oir sus gritos de entusiasmo. Parecían colegialas el último día del curso, o el primero. Hacía décadas que no salíamos juntas. Miento. En los últimos años habíamos coincidido, en hospitales y entierros, entablando las conversaciones habituales en estos casos;: "Ya ves siempre nos vemos en malas circunstancias. A ver si quedamos un día" .pero luego, por pitos o por flautas,  no quedábamos. y el tiempo pasaba con la rapidez de una estrella fugaz. La vida cotidiana nos apresaba con sus hilos invisibles, y sólo de vez en cuando, mientras hacíamos la cena o poníamos la última lavadora del día, hablábamos algunos minutos por teléfono, apresuradamente.
Hice acopio de provisiones e incluso me atreví a añadir a la cesta una botella de ginebra barata. Seguro que había una noche para contar historias de miedo, o de desamores  o de decepciones. Y para arrancar una sonrisa entre lágrima y lágrima, nada mejor que dejar que el alcohol resbalara por nuestra garganta intentando anular nuestra consciencia.
Pero las cosas se torcieron dos días antes de nuestra partida. A Carmen le surgió lo que ella llamaba un ineludible encuentro familiar, y Laura perdió pie mientras cambiaba una bombilla subida a un inestable taburete y se hizo un esguince en el tobillo derecho donde ya acumulaba  antiguas lesiones. A mí el alma se me cayó al suelo, lo confieso. Allí estaba yo, rodeada de víveres suficientes para alimentar a un ejercito de orcos y con unas prometedoras llaves en la mano que podrían abrir la puerta de muy buenos momentos.
 Aunque nada estaba  saliendo como yo quería, después de pensarlo un poco, decidí irme. Era una ocasión única para tener tiempo para mí, leer, pensar, recordar, pasear junto al mar y decidir qué hacer con la vida que, posiblemente, aún me quedaba por delante.
Había tráfico en la carretera .La costumbre de ir a visistar a los respectivos difuntos el Día de Todos los Santos disparaba las salidas y todavía no sé por qué razón un porcentaje alto de ciudadanos tenían a sus tristementes desaparecidos parientes a cientos de kilómetros de sus vidas cotidianas. De todas formas, me lo tomé con paciencia y a eso de las cinco llegué a Peñiscola, escondida entre un mosaico de sol y sombra.
El apartamento era pequeño. Una cocina americana, un cuarto de baño minúsculo, una habitación donde apenas cabían dos estrechas camas pero, eso sí, una gran terraza con vistas al mar. Salí y apoyé los brazos en la barandilla mientras pensaba que sería maravilloso vivir allí, en aquella terraza amplia y supuse que, al menos por la mañanas, soleada.  Deshice el breve equipaje y lo introduje en uno de los armarios empotrados. Qué distinto hubiera sido si hubieran venido mis amigas. Ahora estaríamos saltando sobre las camas como alocadas adolescentes y dándonos almohadonazos en la cara unas a otras. Pero bueno. Hacía tiempo que tenía una enorme capacidad de resignación y sabía que había que contar con lo que realmente tenía entre las manos: una enorme bolsa de provisiones.
El frigorífico daba asco. Algún imbécil lo había dejado cerrado y al abrir la puerta el olor a moho se extendió por toda la cocina. Abrí la ventana de par en par,  Busqué unos guantes de goma, una botella de lejía y me puse manos a la obra.
En principio, no era el fin de semana con el que yo había soñado.

II

A las cinco de la tarde aquella guarida comenzó a parecer un hogar. El olor a cerrado se había escapado por las ventanas y la luz entraba a raudales por la terraza cuya puerta había abierto de par en par. El mar apenas se movía. Parecía una de esas postales en las que el cielo siempre sale exageradamente azul. Había llegado la hora de salir,  pisar la arena caliente y correterar por la orilla de la playa saltando la espuma de lo que antes habían sido grandes olas.
La playa estaba desierta a aquellas horas de la tarde. Se había nublado y el agua del mar había adquirido un suave tono gris. Extendí la toalla sobre la arena y me senté al tiempo que sacaba un libro de mi bolso: La Extraña, de.Sándor Márai. Leería un rato y después daría un paseo hasta la ciudad para detenerme en cada tienda de ropa y tomarme una cerveza muy fría en cualquier chiringuito. Echaba de menos a mis amigas, a mis hijos, a mis vecinos.  Necesitaba a alguien con quien hablar, con quien compartir aquellos momentos de ocio que cada vez se parecían más a profundos instantes de soledad. Si al menos tuviera un perro.
Alguien tosió cerca de mí, intencionadamente. Cerré el libro y me volví en esa dirección. No podía ser.
- ¿Daniel?
- Rosa, cuánto tiempo.
Quince años, quizás veinte, Toda una vida que parecía fundirse en apenas dos segundos. Me levanté de un salto mientras me sacudía la arena de mi falda.
- Qué es de tu vida? ¿Qué haces por aquí?
Sonrió de aquella forma que me cautivó siendo todavía una adolescente. Apenas había cambiado.
- Ya ves, pasear.
Reí abiertamente.
- Eso ya lo veo. ¿Qué haces en Peñíscola fuera de temporada?
Pude advertir un instante de duda.
- Mi empresa celebra una convención. Estaremos todo el fin de semana aquí. ¿y tú?
 Le expliqué el plan desde el principio: el apartamento prestado,. las amigas que no habían podido venir a causa de sus. desventuras, la ocasión de cambiar de aires, el deseo de descansar. Cuando acabé apenas tenía aliento.
- Entonces ¿tienes tiempo para dar un paseo?
Fue como volver al pasado a grandes zancadas.  Los recuerdos surgían a borbotones, como el agua de una tubería reventada. Nos conocimos en un campamento, a finales de los años ochenta. Fue un amor a primera vista, un amor que cambió el color de las cosas, el sabor de las comidas, la duración del tiempo. No recordaba haber vuelto a amar de aquella forma tan ciega. Y veinte años después estaba con él, paseando por una playa ajena, olvidando que ya algunas arrugas surcaban mi rostro y las canas habían desterrado el color cobrizo de mi cabello para siempre.
Comenzaba a caer la tarde, y la brisa, antes cálida, se volvió húmeda y fresca. El me tomó de la mano mientras seguía hablando de larguísimos viajes a Paris, a Alemania, a Londres. Yo callaba por no decirle que apenas salía de casa y lo más lejos que había ido en los últimos años era a Cuenca, en una insoportable excursión organizada por la asociación de vecinos del barrio.
Después de una larga caminata nos sentamos al abrigo de unas barcas que dormían sobre la arena. Nos miramos y no hizo falta más. La pasión que habíamos sentido años  atrás volvió con la fuerza de un huracán joven y feroz. Me besó en los labios, en el cuello. Me besó las manos como si yo fuera un bebé. Acarició mis mejillas como si no pudiera creerse que estábamos juntos, de nuevo, y que el concepto  del tiempo había cambiado por completo.

III
Abrí la puerta con sumo cuidado, como si temiera romperla.  Le dí al interruptor de una pequeña lámpara que había sobre la mesilla y me dejé caer en el sofá como un pesado fardo. Aún ardían mi cuello y mis labios,  y un hormigueo excitante recorría todo mi cuerpo.
La transformación anímica que  había sufrido parecía haberse contagiado a todo lo que me rodeaba. La pequeña estancia que daba a la terraza, y que antes me había parecido desolada y cutre, ahora semejaba  acogedora y tierna como un oso panda. Me quité los zapatos y dejé que la arena que guardaban se escurriese hasta el suelo.  ¿Cómo podían recuperarse en un par de horas sensaciones que creía perdidas, olvidadas para siempre? Miré mis manos y recordé sus besos suaves, como inocentes lametazos de chiuaua. Acaricié mi cuello y noté una protuberancia ¡Dios mío! un chupetón en toda regla. Aquello si que era la adolescencia recuperada. Afortunadamente, en mi ligero equipaje guardaba un pañuelo de seda que me acompañaba en cualquier desplazamiento.  Si aquella evidente prueba de pasión no cedía en las próximas horas, me vería obligada a hacer uso de ella.
Habíamos quedado a las diez para cenar y tomar una copa. Así que tenía apenas dos horas para parecer la más hermosa diosa del Olimpo. No había tiempo que perder.
Me duché, me lavé el cabello a conciencia para quitar cualquier rastro de arena, me maquillé con esmero y salí a la terraza para ver si aquel mar en calma conseguía transmitirme algo de sosiego. Me hubiera gustado ver una puesta de sol, pero evidentemete, el sol nunca se pondría por el Este. Además, densos y oscuros nubarrones habían cubierto el cielo hasta dejar oculta la más brillante de las estrellas.
Me pondría el vestido azul de punto, gasa y tul. Había copiado el modelo de la exitosa serie sexo en Nueva York, y lo cierto es que me había salido clavado. También es verdad que antes de ponerme manos a la obra, había recorrido toda la ciudad hasta encontrar los tejidos que creía más adecuados.  Después, lo había cosido en mi vieja máquina Singer y el resultado había sido espectacular. Cualquiera que no fuese un entendido en moda, hubiera pensado que aquel precioso vestido había salido directamente de la tienda más vintage de la Quinta avenida.
Las diez en punto. Tal y como habíamos quedado, Daniel llamaba al timbre de la portería. Sentía mis mejillas pálidas y frías, aunque mi corazón latía velozmente. Antes de abrir, y en busca de una seguridad que no llegaba a sentir, quise darme la última miradita en el espejo. Quería comprobar que realmente estaba preciosa. Abrí el armario de luna y me puse frente al espejo.¡ Dios! la falda de tul me hacía aparecer como un escarabajo pelotero entrado en años. Los michelines habían invadido lo que antes era mi cintura y se marcaban escandalosamente en la ligera tela de punto. Tenía el cabello crespado y sin brillo -maldito champú de marca blanca- y unas suaves ojeras violáceas sitiaban mis ojos cansados. ¿Quién era aquella extraña que me había sustituido y con la que ya no me identificaba?
El timbre seguía sonando con insistencia, pero no abrí la puerta.

No era el fin de semana con el que yo había soñado, pero en algunos instantes fue aún mejor.

6 comentarios:

  1. Amparo, me fascina tu naturalidad al escribir. Disfruto leyéndote.Un beso.

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  2. Precioso Amparo. Y con esa incertidumbre de si al final pasó o no lo que parecía que fuese a pasar..., me ha encantado.
    Un saludo.

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  3. Me gusta mucho tu manera de describir las sensaciones. Ya me sentía habitando ese cuerpo entrado en años con la brisa del mar en mi piel.

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  4. Trepidante, lo que parecía algo relajado se va convirtiendo en un sin vivir por las sensaciones inexperadas que manifiesta la protagonista. Y luego ese final -sopongo que definitivo- del relato tan sorprendente, de los que deja con los pies colgando.
    Felicidades
    Un beso

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  5. Querida Amparo, ni te imagina como me siento y lo impresionado que estoy
    que después de treinta años, pueda leerte de nuevo. Es para mi un orgullo
    poder hacerlo con la persona que en cierta manera me ha ayudado durante
    estos años a no dejar que me convierta en un “Pepe J”.
    Siempre he dicho que nunca, absolutamente nunca, ocurren las cosas al azar.
    Todo está predeterminado de antemano. Todo ocurre por una razón.
    ¿Te puedes imaginar la de probabilidades que hay en contra del hecho de que
    tu pudieras leer tu artículo treinta años después en un blog?

    !!Con los millones de blogs que hay en la Red, haz topado con el único que
    ha publicado algo tuyo hace treinta años!!
    !!Es alucinante!! la verdad.
    Por eso te reafirmo que no hay nada al azar. Todo tiene un por qué y estoy
    seguro que si tu y yo nos estamos escribiendo es porque así tenía que ser.
    Que lastima que no publicara antes tu artículo, porque de haber sido así,
    no hubiéramos conocidos personalmente, porque no hace mucho tiempo pasé
    unas cortas vacaciones con mi esposa y mi hija en Valencia, ciudad que me
    ha encantado, y tal vez nos podríamos haber conocido. Pero tal como están
    las cosas y como se han desarrollado los acontecimientos, no me extraña que
    en el futuro así lo hagamos.
    Por supuesto que voy a visitar tu blog, no faltaría menos, y de antemano te
    digo que me encantará y deseo que me des permiso para publicar algo nuevo
    tuyo.

    Querida Amparo, estoy profundamente impresionado por lo que ha ocurrido y
    emocionalmente aturdido, como verás en la copia de tu artículo aquí
    publicado, tiene ya mucha batalla dado en mi cartera . Y allí seguirá
    mientra viva, aunque ahora protegido con un plástico para que el paso del
    tiempo no le afecte en demasía.
    Espero que sigas entrando en este blog que a partir de ahora es tu casa y
    que al mismo tiempo no perdamos el contacto, aunque sea vía epistolar.

    Me despido de ti profundamente impresionado y satisfecho a la vez,
    esperando recibir prontas noticias tuya.

    Martin Lasky (*)


    (*): Martin Lasky es el seudónimo que utilizo en el blog, mi verdadero nombre como habrás visto en el encabezado del E-mail, es Manuel Fuerte y soy de Sevilla. Pero tu puedes llamarme Manolo, que es como me llaman mis amigos y como es obvio, tu ya forma parte de ese circulo de amistades.

    Un beso muy fuerte desde Sevilla para ti Amparo.

    Manolo

    P.D. : Te he mandado este comentario aquí por que me es imposible mandarlo a tu correo electrónico, porque me lo devuelve con el epigrafe "correo fallido". Espero que me hagas saber otro correo donde poder contactar contigo.

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  6. Como siempre querida Amparo, escribes de lujo, o si me lo permites, lo haré con una expresión muy andaluza, aunque algo vulgar si se quiere, pero que por aquí la usamos en tono cariñoso:
    !QUE BIEN ESCRIBE JOÍA!

    Me alegro que sigas escribiendo también como hace treinta años amiga.
    Un beso muy fuerte para ti y gracias por compartir.

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