miércoles, 26 de enero de 2022

Noche de luna llena

 


El comisario paseaba por la sala de interrogatorios con las manos entrelazadas en la espalda.

—¿Por qué mató a su vecino?—preguntó en tono conciliador.

—No fui yo, La culpa la tuvo ella.

El comisario suspiró profundamente.

—¿Algún asunto de mujeres, pues?

—No, y le digo que no fui yo. 

—Negarlo no le a servir de nada. Le hemos encontrado a usted junto al cadáver y cubierto de sangre.

El hombre escondió la cabeza entre sus manos. 

—Ella me influye, me domina, me transforma...

—¿Pero quien es ella? ¿Su mujer, su madre , su hermana?

—Ella es la luna. Ella es la que me transforma en lobo.

El comisario estaba empezando a perder la paciencia.

—Qué lobo ni que...

—No le engaño. No fui yo.

El comisario puso las dos manos sobre la mesa y lo miró a los ojos.

—¿Está usted insinuando que es un hombre lobo?

—Se lo estoy diciendo. 

El comisario volvió a suspirar profundamente. Estaba cansado. Había sido un mal día: reyertas callejeras, peleas matrimoniales, y ahora lo que faltaba, el hombre lobo. 

—¡Martínez—gritó—. Mete al detenido en el calabozo y ponle un bozal, no vaya a ser que te muerda—añadió riendo. 

La luna llena apareció entre las nubes grises y algodonosas. El comisario volvió a su despacho. Sólo deseaba volver a casa, meter la cena en el microondas y echarse a dormir. El agente Martínez llamó a la puerta.

—Tiene una llamada, comisario, una llamada extraoficial. Son los resultados preliminares de la autopsia.

El comisario cogió el teléfono con desgana y escuchó.

—No puede ser. Es imposible. ¿Está usted completamente seguro?

Apenas dos minutos después el comisario colgó el teléfono. Estaba lívido. El agente Martínez permanecía de pie, expectante. 

—Comisario, ¿pasa algo?

—El forense dice que la causa de la muerte ha sido debida al ataque de un cánido, posiblemente de un lobo. 

Y en ese instante, desde los calabozos, llegó el aullido profundo y lastimoso de un lobo enjaulado.

jueves, 20 de enero de 2022

Sangre

 El olor a sangre llegaba hasta la puerta de la calle. Era un mediodía tórrido, el aire de poniente quemaba la piel. Entré en la cocina, suavemente iluminada por la luz que llegaba del patio, y allí estaba ella, mi tía Josefina, tan guapa como una actriz italiana, la misma que algunos años atrás se fugó con un soldado de la columna de hierro. Llevaba un cuchillo en la mano y su delantal estaba cubierto de sangre.

—¿Qué has hecho?—pregunté aterrorizada.
—Pues lo que tenía que hacer—repuso mirándome por encima del hombro.
—Pero me dijiste que no...
—Pues ha sido que sí—me interrumpió—. Alguien lo tenía que hacer y tu madre no tiene valor.
Yo apenas tenía siete años. Llevaba un vestido de batista azul, calcetines blancos de perlé y zapatillas pascueras.
—Es muy asqueroso—murmuré—. Aun se mueve.
La suela de mis zapatillas había comenzado a marcharse de sangre.
La tía Josefina se limpió las manos en el delantal y dijo:
—Anda, deja de mirarme y vete a jugar al patio. Me estás incordiando y aún tengo que rellenar el pollo.
Fue mi primera experiencia con la muerte.