sábado, 25 de abril de 2015

Un encuentro casual


¿No os ha pasado nunca? Vas por la calle tratando de esquivar a los numerosos viandantes que avanzan a paso rápido, cuando de repente alguien se planta frente a ti, a dos palmos escasos de distancia, y exclama:
- ¡Hooola! Cuánto tiempo sin verte.
Tu te quedas a cuadros mientras tu cerebro se devana a sí mismo intentando encontrar aquel rostro en tu base de datos ligeramente avejentada,
- ¡No te acuerdas de mí! -exclama a continuación la desconocida con una sonrisa entre pícara e indignada. 
- ¿Cómo no me voy a acordar?-dices presa del pánico-. Si tienes la misma cara.
Ni puta idea. 
- ¿Y tú? -sigue gritando la susodicha-. Si no has perdido ni las pecas. 
¿Es que con el tiempo se van perdiendo las pecas?- me pregunto-. 
Se suceden unos instantes de incómodo silencio. Pero pronto vuelve ella a la carga. 
- ¿Qué tal tu vida?- interroga todavía con la sonrisa puesta en los labios-. ¿Trabajas? ¿tienes hijos?
Le digo que sí, que trabajo y que tengo hijos, sin entrar en más detalles. Después de todo no sé con quién estoy hablando.
- Yo tengo uno -afirma satisfecha-, pero está en Bélgica haciendo un máster. 
¿Por qué todo el mundo tiene un hijo en Bélgica menos yo?
- ¿Te ves con alguien de la clase? -interroga-.
Me entran unas ganas tremendas de preguntarle: ¿Quién coj... eres? pero me reprimo. Ahora al menos ya sé que es una compañera del Insti. 
- Apenas- respondo. A alguien he encontrado en el faceb. 
- ¡Qué bien! - exclama como si hubiera visto una estrella fugaz atravesar el toldo de la heladería-. ¿Tu tienes facebook? 
A punto estoy de decirle que vivo allí. 
- Claro- le digo-. Búscame y pídeme amistad.
Se la ve emocionada. Viste casual, lleva el pelo recogido en una coleta y unas gafas de sol ligeramente vintage. Si es de mi clase, no hay duda que se conserva mejor que yo.
- En cuanto llegue a casa te pido amistad- afirma-.
Qué bien - pienso-, otro desconocido en mi faceb.
- Yo suelo ver a Alcañiz -dice- ¿te acuerdas de ella?
Ni puta idea otra vez, pero digo que claro, que cómo no me voy a acordar. Seguro que también tiene un hijo en Bélgica.
- Hizo oposiciones. Está en la embajada de España en Irán.
- ¡Joder! - exclamo en voz alta-, eso si que es llegar lejos. 
-Ya lo creo. Me tengo que ir. No sabes qué alegría.
Me da un par de sonoros besos y desaparece entre la multitud, entre los mendigos con perros, las terrazas llenas de guiris y las adolescentes uniformadas que vuelven en manadas del colegio de monjas. 
A partir de ese momento todo cambia.  Mi cerebro, de oreja a oreja, se pone a toda máquina. El ansia de saber quien es la desconocida que me ha abordado en plena calle y me ha sometido a un interrogatorio de tercer grado, se convierte en pensamiento dominante. Enfilo la calle "de los caramelos". Pensaba ir a la librería París Valencia a mirotear las ofertas de libros, pero ya no me apetece. También me había hecho la idea de entrar en el Hula hop ¿o es Ale hop? Bueno, el que tiene una vaca en la puerta, para saber si habían
incorporado alguna chorrada más a su muestrario, pero con el encontronazo se me han ido las ganas. 
Al llegar a casa, la rutinaria batalla comienza: lavadora, cena, plancha, doblar ropa, recoger habitaciones... hasta que de pronto, en medio de esa vorágine doméstica, una luz, como un rayo zigzagueante, se abre paso entre los recuerdos no sólo dormidos sino sepultados bajo otros muchos. La ves nítidamente, en la segunda fila, con su melena oscura y sus dientes de ratón. Es Ana, la canalla, la que copiaba en todos los exámenes, la que tenía un novio en el reformatorio por quemar las palmeras del paseo, la que le puso a la seño de dibujo una lagartija muerta en la silla. ¡Qué tiempos aquellos!
Recuperado el recuerdo, siento que ahora sí, ahora tengo ganas de darle un buen abrazo. Dejo la plancha, la cena, la ropa que doblar y corro hacia el ordenador. Tengo que saber si ya me ha pedido amistad en el faceb. 
Quizá hasta sea capaz de recordar a esa tal Alcañiz,  la que trabaja en Irán. Todo es cuestión de ir removiendo recuerdos. 

sábado, 18 de abril de 2015

Pesadilla en la ciudad

Paseando por mi jardín de Jazmines Abandonados, en un rincón, junto al porche luminoso y cálido, he encontrado este relato. Es del 2011, o sea, de muchas lunas atrás. Después he comprobado que no tenía ningún comentario y he decidido  airearlo un poco, que le de la brisa primaveral. Os dejo con él. 



Levantarse a las seis de la mañana debería estar prohibido por alguna constitución supranacional. A esa temprana hora es de noche, hace frío y el cuerpo se resiste a abandonar el suave abrazo de la funda nórdica.
Pero no. No está prohibido sino todo lo contrario. Forma parte de esta espantosa forma de vivir que nos obliga a estar doblando ropa a las doce de la noche y cepillándonos los dientes muy pocas horas después. Aquel día no fue una excepción. Con los ojos aún llenos de legañas, me calenté el café con leche, me duché, intenté recomponer de forma armónica mi rebelde cabello, cogí el bolso y la chaqueta,y salí a la calle. Las farolas aún estaban encendidas.
En la parada del autobús esperaban los de siempre. Un par de estudiantes con ojeras que les llegaban hasta mitad de sus mejillas, una mujer de mediana edad abrazada a su bolso como si éste fuera un bote salvavidas, un joven ejecutivo lustroso y repeinado, y dos mujeres latinas que, además del sueño interrumpido, llevaban escrita la añoranza en sus oscuras miradas.
Ahí llegaba el autobús, cruzando la avenida en dirección a nosotros. Rebusqué en el bolso. ¡Mierda! había olvidado el bonobús y ahora tendría que sacar el maldito billete disuasorio que andaba ya por el euro y pico. Tomé asiento donde siempre, hacia el fondo y junto a la ventanilla. ¿Por qué no amanecía de una vez? El vehículo volvió a la avenida y fue recogiendo a los pasajeros habituales en cada parada. El trayecto se me estaba haciendo interminable: semáforo en rojo, nueva parada, semáforo… Una vez pasada la rotonda de Benicalap, se detuvo junto al hospital universitario. Era éste el lugar donde se detenía más tiempo. Habitualmente, el chofer bajaba a la acera y estiraba las piernas mientras que los pasajeros, quizá pensando que podían haberse quedado cinco minutos más entre las sábanas, consultaban impacientes la hora en sus relojes y en sus móviles.
Esta vez la pausa duró apenas dos o tres minutos. El autobús se puso en marcha y, para desconcierto de todos, se saltó el primer semáforo en rojo que encontró en su camino. “Menos mal- pensé- sólo quedan diez minutos de trayecto para mi destino”. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el cristal.
El autobús debía dar la vuelta a la izquierda al llegar al cruce, luego cruzar el río y detenerse junto al colegio de los jesuitas. pero en lugar de eso, dio un violento giro a la derecha, emprendiendo una loca carrera en la que no había stops, paradas ni pausas. Mientras el vehículo quemaba ruedas como un bólido, dentro, la gente gritaba y trataba de sujetarse de cualquier forma. Furiosa, me levanté del asiento y avancé por el vehiculo como si anduviese por una patera en plena tormenta.
- ¿Qué hace?- grité-. ¿Adónde vamos? Esta no es la ruta.
En un primer momento no dijo nada, pero pude ver sus manos. Apenas tenían una capa de piel sobre los huesos y eran blancas como la niebla.
-¿Adónde vamos?- volví a gritar presa del pánico-.
Su rostro se volvió y quedé horrorizada. Aquel ser -no podía llamarse de otra manera-, no tenía ojos, y desde sus cuencas vacías brotaba un fluido viscoso que se deslizaba lentamente hasta su boca.
- Al infierno - chilló- ¡Vais todos al infierno!
Desperté y sentí que mi corazón latía por todas partes. Mi pijama estaba empapado de sudor y apenas podía respirar. Miré el móvil. Eran las seis y media. Me preparé el café aún con un nudo en el estómago, me duché, intenté recomponer de forma armónica mi cabello tan rebelde, cogí el bolso y la chaqueta, y salí a la calle. Las farolas aún estaban encendidas.
Llegué a la parada y pasé lista mentalmente. Allí estaban todos, con los rostros aturdidos por el sueño, dispuestos a irse al infierno.
Vi venir  mi autobús, y un leve temblor recorrió mis piernas. Quizás llegara un poco más tarde, pero esa mañana decidí que no me vendría nada mal darme un largo paseo.

lunes, 13 de abril de 2015

Un día de Pascua



Segundo domingo de Pascua, hace tantos años. Una bata de cuadros vichy recién estrenada y las zapatillas pascueras compradas en la calle Serranos. La cesta de mimbre y la mona de pascua. Sin olvidar la cuerda para saltar a la comba y el cachirulo de papel con cola de retales de tela. No hacía falta mucho para ser feliz, sólo un brazal cualquiera para sentarse al borde de una huerta. Atardeceres mágicos esfumados entre la boira de recuerdos apresados en la memoria. Fue entonces cuando había toda una vida por delante. Pero no éramos conscientes.
Olvidada por completo  la niña que fui, veo ahora que la Humanidad camina entre charcos de sangre, palabras de filo punzante y atrocidades inagotables. Y me pregunto dónde quedó la misericordia -divina o humana, qué más da-, y en qué lugar de la vieja casa guardé el último cachirulo. 
Quizás aún fuera capaz de alzar el vuelo. 

sábado, 11 de abril de 2015

Amapola, lindísima amapola.

Enrojeció la amapola con los rayos del sol,
entre ortigas,  romeros y almendros en flor.
Hostigada por el viento de levante
bailó la danza frenética entre las espigas de Pascua. 
Y al atardecer cerró sus pétalos de sangre quedándose a solas con el beso liviano de la luna.