lunes, 23 de diciembre de 2013

Hilaridad fatal



Veníamos de un entierro, hace tanto tiempo que ya no recuerdo de quién. Dentro del coche reinaba ese silencio tenso y triste que sigue a los sepelios. De repente, alguien se puso a cantar: 
Qué bonito es un entierro con sus caballitos blancos y sus caballitos negros..." ¿Asociación de ideas? ¿miedos encubiertos? Todos nos quedamos mirando con asombro a nuestra amiga hasta que ella murmuró una disculpa un tanto aflijida. Después vinieron las primeras sonrisas, tímidas, asombradas, inevitables, y luego ya las carcajadas limpias, ansiadas, a destiempo, esas carcajadas incontroladas que hacen correr lágrimas por la cara y te ponen al borde de la asfixia. 
¿Nunca os ha pasado? Sentir que la risa, como lava volcánica, como vómito indeseado, aparece en el peor de los momentos, en el más dilatado de los silencios, desafiando incluso nuestros propios principios de respeto y educación.
Y es entonces cuando decimos: "casi me muero de risa", y es que entre carcajada y carcajada apenas hay tiempo para respirar. Pero esta frase no es simplemente una forma de hablar coloquial ya que a lo largo de la historia podemos encontrar numerosos ejemplos de personas, de todas las edades y condiciones sociales, que, realmente, han muerto de risa. 
Se cuenta que en el siglo III a. d. C el filosofo griego Crísipo murió de risa después de emborrachar a su asno y ver cómo éste trataba de alimentarse comiendo unos higos. Personalmente sospecho que el buen Crísipo estaba tan borracho como su burro. 
Según algunas fuentes, en 1599 el rey de Birmania murió de risa al escuchar de boca de un mercader italiano que Venecia era un Estado libre en el que no había rey.
En 1410, Martin I de Aragón murió de risa mientras su hermana le contaba un relato erótico festivo, aunque también hay otra versión que afirma que fue la suma de una mala digestión y un ataque de risa.  
Y así habría mil ejemplos más. Pero, ¿por qué razón se puede llegar a morir de risa? Según fuentes médicas, cuando alguien se ríe, aumenta el ritmo del corazón, pero si la risa se prolonga en el tiempo, el corazón puede llegar a no resistir y se llega a un ataque cardíaco. Además, otra causa de muerte por risa puede ser debido a la asfixia que provoca la exhalación de aire sin oportunidad de inhalación.
Sin embargo, y a pesar de todos estos inconvenientes, pienso que es mejor morir riendo que vivir llorando, sobre todo después de conocer las numerosas ventajas de la risa.  Según diversas fuentes internéticas, la risa equivale a un ejercicio aeróbico y disminuye la presencia de colesterol en la sangre. Además, al aumentar el ritmo cardíaco, estimula la liberación de las endorfinas, que a su vez mantienen la elasticidad de las arterias coronarias. Y por si esto fuera poco, la risa ayuda a reducir la glucosa en sangre y favorece la digestión. Desde un punto de vista anímico, la risa contribuye a aplacar la ira, produce un cambio de actitud mental que favorece la disminución de las enfermedades, y nos libera del temor y de la angustia, al tiempo que reduce el maldito stress.
Así que reid benditos, que para llorar siempre estamos a tiempo. 
Pero no os encanéis porque ese puede ser el principio del fin.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Corazón de León


Eran apenas las siete de la tarde y el día caía envuelto en una luz rojiza. Gustavo volvía a casa despacio, casi paseando, atravesando las estrechas calles del barrio del Carmen. Dejó atrás el kiosco de prensa y el refugio mal conservado de la guerra civil. Al pasar junto a un oscuro garito aspiró la aleación de olores que formaban la marihuana y el café. No tenía ganas de volver a casa y dar explicaciones.  Aquella tarde la bronca con el jefe había sido excesiva y es que aquel, como perro perdiguero, le perseguía hasta encontrar a la víctima que había en el,  encerrada bajo aquel aspecto de dandy despechado y agotado. 
Gustavo era camarero pero parecía un marqués. Alto, de mirada fría y movimientos felinos, se movía entre las mesas como suave brisa de levante. Ejercitaba un ballet con la bandeja en la mano y se vanagloriaba de que en su ya larga vida no había dejado caer ninguna bebida, ni fría ni caliente, sobre un cliente. Sin embargo, desde hacía un tiempo, su jefe y él mismo se habían dado cuenta de algo evidente, de que los años no pasan en balde y de que aquel improvisado ballet entre las mesas del establecimiento se estaba convirtiendo en una danza torpe y arrítmica. Todos los días llegaban a la barra mocetones cuadrados como armarios y ágiles como gacelas con curriculums jalonados de toda serie de habilidades. Él comenzó a sentirse como ese peso superfluo que dejamos abandonado a un lado del camino cuando pensamos que el esfuerzo de soportarlo ya no vale la pena.
En una palabra, el cabrón del jefe le estaba haciendo la vida imposible. Eran pequeños detalles, como dardos envenenados, que se clavaban en su alma causando pequeñas pero mortíferas heridas. Cada vez que salía de casa, su mujer le decía: "tu aguanta, lo que quiere ese desalmado es que te vayas para ahorrarse la pasta". Y tenía razón, pero Gustavo pensaba a menudo que no era ella la que luego tenía que enfrentarse al abanico de humillaciones que aquel cabrito tuviera a mal poner en práctica. 
Se sentía fracasado, pero no esporádicamente fracasado, sino profundamente fracasado. Lejos, demasiado lejos, quedaban los sueños de la infancia, aquel tiempo en el que ansiaba ser el intrépido Capitán Trueno, el valiente Jabato, o el aguerrido Ricardo Corazón de León,  héroes en desuso tan olvidados como sus propios sueños. No estaba dispuesto a aguantar más. Esa noche le diría a Enriqueta, su mujer, que estaba harto y que lo iba a dejar. Sabía que ella se iba a poner de los nervios, que iba a ir de un lado a otro del comedor alzando los brazos al cielo y preguntando "Y ahora cómo vamos a vivir? y él le diría que como fuera, que no podía más, que iba a volverse loco, y ella acabaría llorando en la habitación que, previamente, habría cerrado de un portazo. 
Cuando enfiló la calle baja para ir a salir a la plaza del Carmen, oyó un revuelo inusual. Podían escucharse gritos y un humo oscuro y denso salía de la primera bocacalle. Gustavo corrió. Todo el mundo corría. Al doblar la esquina se encontró de cara con la tragedia. En el balcón de un segundo piso de un viejo edificio, una mujer y un niño pequeño se abrazaban. Detrás, las llamas de un incendio lamían el espacio y amenazaban con devorarlos. Un joven salía del portal con el rostro ennegrecido y con dificultades para respirar. Algunos vecinos habían puesto colchones en el suelo y gritaban para que la mujer se tirase junto a su hijo. Pero el pánico podía más que el instinto de supervivencia y ésta se agarraba a la barandilla del balcón como si con sólo este gesto pudiera salvarse. Gustavo estaba aterrorizado. También el miedo estaba bloqueando la sangre que corría veloz por sus venas. 
 Sin embargo, de repente, la furia que había sentido durante toda la tarde se comprimió en algún lugar que era probablemente su alma. En un instante se sintió audaz como el Jabato, valiente como el Capitán Trueno, poderoso como Corazón de león.  Sin apenas pensar, corrió hacia el portal, se tapó la boca con un pañuelo y subió las escaleras. Los vecinos contuvieron la respiración mientras se preguntaban de dónde había salido aquel loco suicida.
A  los pocos minutos la mujer y el crío salían por la puerta, justo en el momento en el que llegaban los bomberos. La gente alzaba el cuello como palomos en celo. ¿Dónde estaba el insensato que les había salvado la vida? Un gran estruendo fue la respuesta que vino acompañada de una lengua de fuego intensa y rápida. Los bomberos comenzaron a desalojar la calle. Los chorros de agua caían como aguaceros veraniegos sobre la fachada. 
Dos horas más tarde encontraron el cuerpo de Gustavo, calcinado y roto. Al día siguiente, los periódicos destacaban en primera página la noticia: "Un camarero se convierte en héroe al salvar de una muerte segura a una madre y a su pequeño hijo en un incendio".  
Nadie supo nunca que el sueño de Gustavo no se consumió entre las cenizas.