De mi padre heredé la tendencia a intentar conservar la dignidad, por encima de cualquier circunstancia. Confieso que a veces no lo he conseguido. Pero ayer sí. Era domingo y fui a comprar a un pequeño Charter de mi barrio que abre los festivos. Cogí cuatro cosas, entre ellas una botella de agua fría y una tarrina de helado. Y las apilé en el carrito de forma ordenada como veo que hacen las señoras de bien. Pagué religiosamente, y cuando repasé la factura — hacedlo siempre—, comprobé que me me habían cobrado 30 céntimos por no sabía qué. Sí, habéis oído bien, treinta céntimos. Pregunté, y la joven cajera me dijo que en mi compra había dos bebidas, el agua y un refresco, que había cogido de la nevera, y que esa era la razón del aumento de precio. Le dije que no, que de la nevera sólo había cogido el agua. Ella tomó el refresco y me miró con profunda desconfianza.
—Pero esto está frío— me dijo con mirada acusadora.
— Porque estaba al lado de la botella de agua y la tarrina de helado—le dije yo.
Volvió a mirarme con desconfianza.
— Espere que llamo a la encargada.
Vino la encargada y palpó la botella y el refresco con la minuciosidad de un cirujano antes de sacarte un ojo.
—Este refresco lo ha cogido usted de la nevera —dictaminó.
Le volví a repetir que no, que yo no mentía, que para qué iba a mentir por 15 cochinos céntimos... Y la encargada me miró aún con más desconfianza que la cajera. Eran las dos contra mi versión, la verdad contra la sospecha. Al final, con una mirada de desprecio inenarrable, me dieron los malditos 15 céntimos.
Valga como argumento para entender mi estúpida pataleta que el día anterior me habían cobrado tres euros de más en la misma tienda. Y eso es una fortuna.
Lo siento. No voy a pasar ni una. Nos podrán quitar 15 céntimos, pero no nos arrebatarán la dignidad.