miércoles, 7 de diciembre de 2011

El secreto de Maurice. Cap. IV


Dos días después de la tragedia, la decisión estaba tomada. No podía hacer otra cosa. Los castillos - Como solía decir Ana- no podían quedarse flotando en el aire porque corríamos el riesgo de que cayeran sobre nuestras cabezas. Así que pensé que era justo que sus sueños se hicieran realidad aunque finalmente no acabara alcanzándolos la persona que debiera, sino otra.

La despedida de Ana en el tanatorio del cementerio municipal había sido extremadamente dolorosa. Un familiar lejano había recitado unos versos del poema de Antonio Machado, esos que dicen “Dormirás muchas horas todavía sobre la orilla vieja, y encontrarás una mañana pura amarrada a tu ribera. Mientras de fondo, podía escucharse una bella canción de Silvio Rodríguez, uno de sus cantautores favorito. Yo, a pesar de mis buenas intenciones, no había podido contener las lágrimas durante la breve ceremonia. Tras una sentida oración, los restos de la pequeña Ana fueron a encontrarse con el fuego purificador. Una vez más me pregunté adónde van a parar los sueños incumplidos cuando se dice definitivamente adiós a esta vida terrenal. Pero una vez más, no encontré respuesta.

Sabía que, en ocasiones, la vida era cruel y despiadada, pero esta vez había desplegado toda su crudeza. La desaparición de Ana había sido como una bofetada inesperada, como una burla estúpida, un sin sentido que te hace dudar incluso del porqué de la vida. Pero las cosas no iban a quedar ahí, en lamentos y llantos, y si había algo que tenía muy claro es que el oso memorión tenía que llegar a París para que la pequeña Alice pudiera escuchar la tierna canción que Ana le había compuesto. Ya no tenía ninguna duda: yo lo llevaría a la ciudad de la luz, aunque en ello tuviera que arriesgar los pocos ahorros que tenía.

Bajé la maleta del altillo del armario y la dejé sobre la cama. Para cuatro o cinco días de estancia, era suficiente con unas cuantas camisetas, unos vaqueros, un par de faldas y otros tantos vestidos y dos pares de sandalias bien cómodas. Tragué saliva con dificultad. El nudo marinero que atenazaba mi garganta desde hacía dos días no conseguía deshacerse, pero el propio dolor que sentía por la desaparición de Ana me proporcionaba un valor inesperado donde no cabía la indecisión.

Cogí el teléfono y llamé a mi encargada.

- Necesito una semana, Susi. Tengo que llevar a Paris algunas cosas de Ana.

Hubo un silencio que yo supuse lleno de interrogantes.

- Será a cuenta de tus vacaciones, Asun. El fallecimiento de una amiga no da derecho a días libres.

- Naturalmente -respondí mientras notaba que mi voz temblaba-

- De acuerdo -dijo- pero el lunes te quiero aquí. El encargo de la condesa no puede esperar más. Me llama casi todos los días.

- No te preocupes - afirmé con un suspiro- voy y vengo.

- Que tengas un buen viaje, ah, y exprésale mi pésame al primo de Ana.

Colgué el teléfono con cuidado, como si sintiese que fuera a incendiarse de un momento a otro. ¡Bien!- exclamé en voz alta-. El oso memorión y yo nos íbamos a Paris. Pero, de alguna forma, Ana también venía con nosotros.

Nos esperaba un largo viaje.

Un largo viaje y seguramente mucho más complejo de lo que esperaba. Y la nostalgia como acompañante ni deseado ni invitado. Aunque seguro que ésta se apearía más pronto o más tarde del tren. Sólo había que darle tiempo al tiempo.

Pero había que dejar de mirar hacia el pasado y comenzar a solucionar problemas. Tenía las llaves del apartamento de Ana guardadas en el cajón de la cómoda. Habíamos hecho un intercambio de llaves en previsión de que “alguna vez pasara algo”, pero cuando lo hicimos estábamos pensando en cosas tan cotidianas como dejarse las llaves dentro de casa o no estar segura de haber apagado el fuego.

Sin embargo, había pasado algo, en mayúsculas, y yo debía hacer de tripas corazón, acercarme a su casa, recoger sus cosas, tirar aquello que ya no fuera necesario, y encontrar aquel billete con destino a París que para ella habría supuesto un vuelo hacia la libertad y para mí un deber que cumplir.

La casa estaba situada en una calle ancha y destartalada del barrio de Benicalap, en el extrarradio de la ciudad. Las fincas no tenían más de tres o cuatro alturas, y la mayoría de ellas ni siquiera contaba con ascensor. En la calle, unas cuantas palmeras se alineaban en un estrecho seto central. Justo enfrente de la casa de Ana, había un pequeño parque, lugar de encuentro de borrachines de fin de semana y discretos camellos que se dedicaban al menudeo de la droga al anochecer. Cuando algunas noches de verano cenaba en su casa, solíamos acabar escondidas entre las macetas de su balcón, espiando las idas y venidas de los jóvenes por el parque, amparado a aquellas horas en la semioscuridad que le proporcionaba el hecho de tener más de la mitad de sus farolas destrozadas.

A pesar de ser ya las seis de la tarde, el calor era aún insoportable y las calles estaban casi vacías. Entré en el portal y miré el buzón: dos cartas del banco y una propaganda de Carrefour. Subí a pie los dos pisos y me detuve un segundo frente a la puerta. Debía estar preparada para no encontrar a nadie, para saber que no escucharía aquella voz familiar y cantarina que siempre decía “Pasa y siéntate mientras me voy arreglando“. Y yo cogía un refresco del frigorífico y me sentaba en la sala de estar junto a una mesita llena de revistas del corazón.

Abrí la puerta y me respondió un silencio que arrugó mi corazón como una vieja esponja. En el vestíbulo, sobre un arcón de madera, estaba su paraguas de topos negros, y colgada en el perchero, una rebeca de lino beige con diminutos bordados en el cuello de la solapa.

Entré a la cocina donde aún estaban los restos de la cena del día anterior a su fallecimiento: una sartén sobre la encimera, y un par de platos y un vaso en el fregadero. Abrí el frigorífico y no pude dejar de estremecerme al ver que sólo había un brick de leche, media docena de huevos y una bolsa de fiambres. En el congelador, unas albóndigas con guisantes que seguramente había dejado preparadas para el fin de semana. Me conmoví al darme cuenta de que la casa estaba esperándola, como la hubiera esperado un gato o un perro durante horas, detrás de la puerta.

Pero ella no iba a volver, y la casa y yo debíamos hacernos el ánimo. Me puse un delantal que había detrás de la puerta de la cocina y comencé a fregar, pasé un estropajo por la encimera y el banco de la cocina y vacié la nevera guardando en una bolsa lo poco que contenía. Más tarde se lo pasaría a la vecina a ver si le interesaba quedárselo. A continuación, dí una barrida ligera y pasé el mocho.

Una vez recogida la cocina, fui al dormitorio. La cama no estaba hecha, y en el suelo, junto a la mesita de noche, estaban sus zapatillas de ir por casa. Hice la cama, no sin antes abrir la ventana de par en par y dejar que entrara la luz de la tarde. Abrí el armario de luna y vi su ropa colgada. Allí estaba su vestido blanco, de gasa muy fina y pequeños volantes, que había comprado en las rebajas y que pensaba estrenar el día de la batalla de flores, a finales de julio. Pero la batalla estaba ya perdida, así que cogí la ropa, la metí en dos enormes bolsas de plástico y la arrinconé junto a la ventana. Cuando volviera de Paris, con más calma, la llevaría a uno de esos contenedores que las instituciones benéficas habían instalado en cualquier esquina del barrio.

Tenía que encontrar el billete de tren y hacer las gestiones necesarias en la Renfe para el cambio de titular. Supuse que, dadas las circunstancias, no me pondrían ningún problema. Lo cierto era que me producía una enorme pereza pensar en aquel viaje, pero me sentía en la obligación de hacerlo. Y no sólo era para trasladar el oso memorión a su destino, evidentemente. Estaban también los papeles que nos acompañan durante la vida: la escritura de la casa, el plan de pensiones, sus libretas de ahorros, un par de anillos y un pequeño colgante de oro.

¿Pero dónde había puesto Ana el billete? Busqué por los cajones del armario, por los del arcón que tenía junto a la entrada, y después de revolver por todas partes como si fuera una vulgar desvalijadora de casas, encontré el maldito billete en el último cajón de la armariada de la cocina, junto a una cucaracha que yacía patas arriba. Pero aún me esperaba una sorpresa: el billete de tren era para el trayecto Valencia-Montpellier, y junto a él encontré otro de una compañía de autobuses, Montpellier-Paris. O sea, que me enfrentaba a un largo viaje con escalas. Suspiré y seguí mirando. En un pequeño sobre amarillo encontré una cuartilla donde Ana había apuntado: Rue de la Bucherie, Quai de Montebello, frente a Notre Dame.
No debía aquel ser un mal sitio para vivir, porque, a pesar de lo poco que sabía de París, sí que tenía claro que aquella enorme catedral estaba en el centro de la ciudad. Volví a introducir la nota en su sobre, cogí los billetes de tren y autobús, y lo guardé todo en mi bolso. No podía olvidar tirar la basura y coger el oso. Cerré las ventanas, bajé las persianas y antes de salir dí una última mirada.

- Adiós Ana - dije en un susurro- ya ves, por fin me has convencido y me voy a Paris.

 A continuación, le pasé a la vecina la comida que había encontrado en la nevera. La mujer, con la que me había encontrado cientos de veces en la escalera, me dio un abrazo y cerró la puerta después de darme las gracias.

Aunque eran casi las diez de la noche, aún no había anochecido del todo. El calor era asfixiante y no corría ni una pizca de aire. Desde luego, en el mes de julio los días eran exageradamente largos.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

El secreto de Maurice.Cap.III

Ana se fue más contenta que unas pascuas hacia la estación del suburbano, y yo volví a mi rutinario trabajo, aunque éste que tenía entre manos no lo era tanto y le daba ciertas alas a mi precaria creatividad. Se trataba de un encargo delicado y comprometido. La condesa de Nova-Garrigues, perteneciente a la pequeña nobleza valenciana, había solicitado un álbum de fotos de características muy especiales. Lo quería forrado con tapas de piel de antílope tintadas de púrpura, y adornado con minúsculas incrustaciones de cristales de Swarovski. Por lo visto, en aquellas páginas de suave color vainilla ribeteadas con un filo dorado, pensaba reunir las mejores fotos de sus antepasados, un elenco de damas y caballeros de rancia estirpe, la mayor parte de los cuales dormía ya el sueño de los justos. El álbum estaba cosido a mano y el cierre consistía en un murciélago de plata realizado en exclusiva por Peris Roca, uno de los mejores orfebres valencianos. Me estaba dejando los ojos en aquella ardua tarea, pero si me salía bien y la clienta quedaba satisfecha, era seguro que me ascenderían o, al menos, añadirían a mi modesta nómina un plus de productividad que haría crecer mi salario unos cuantos euros.

Estaba tan concentrada en mi trabajo que tardé tiempo en darme cuenta de que algo pasaba. Alertada por un alboroto poco habitual, alcé la cabeza hacia la garita de Susi. Todos los días, desde primeras horas, solía ponerse la radio para escucharla mientras ponía en orden sus papeles, pero aquella calurosa mañana de principios de julio se estaba pasando lo que se dice dos pueblos. La voz alterada del locutor se extendía por toda la nave como una niebla ruidosa y exasperante. Si al menos se le ocurriera poner algo ameno como los cuarenta principales, pero aquel parloteo continuo y excitado me estaba atacando los nervios. Muy a mi pesar, escuché:

"Por ahora, hay una absoluta confusión sobre las causas de este accidente. Coches de policía, bomberos y numerosas ambulancias se están dirigiendo al lugar donde se ha producido..."

El volumen de la radio bajó repentinamente. Susi se asomó a una especie de balconcillo que tenía la garita y llamó a voz en grito:

- ¡Enrique, sube un momento!

Enrique era el responsable del área comercial, un muchacho físicamente muy agraciado y que, además, sabía mantener una excelente relación con los clientes. En aquel momento hablaba con una operaria, muy cerca de la mesa que hasta unas horas antes había ocupado Ana. Mientras observaba cómo Enrique subía a toda prisa al despacho de Susi, seguí peleando con las malditas estrellas de cristal, tan pequeñas que se me escurrían entre los dedos como gotas de agua. La radio había subido de volumen, así que seguí escuchando.

"...El accidente se ha producido pocos minutos antes de que el convoy llegara a la estación de Jesús, en el barrio de Patraix. Todavía no se conocen las cifras de víctimas, aunque fuentes del Gobierno Civil han afirmado que, según los primeros datos, hay un gran número de personas afectadas, entre
muertos y heridos”.

Desconecté. Un horrible accidente había tenido lugar, y no quería saber más. Desde la trágica muerte de Pedro en la carretera, no podía escuchar ninguna noticia que tuviera relación con sucesos desagradables. Inmediatamente, se me ponía un nudo en el estómago que parecía extenderse como un ácido amargo y caliente hacia la garganta. Si las luctuosas noticias me sorprendían comiendo, tenía que levantarme corriendo de la mesa antes de llegar a tiempo de contemplar las horribles imágenes de coches destrozados, cuerpos inertes sobre el asfalto o trenes descarrillados junto a una pradera. Nunca había podido entender - y sigo sin comprenderlo- la razón por la que en la televisión, hacen coincidir la hora del aperitivo con la de las vísceras desparramadas en cualquier recodo del país. Y que me perdonen por estos egoístas pensamientos los que sufrieron tamañas desgracias.

De nuevo, el sonido de la radio se impuso sobre el silencio que reinaba en la sala de trabajo. No me quedaba más remedio que escuchar.

"Se da la circunstancia de que dentro de cuatro días, su Santidad el Papa Benedicto XVI visitará Valencia con motivo del Encuentro con las familias cristianas. Esto hace que las medidas de seguridad en la ciudad estén fuertemente reforzadas. En principio, se ha descartado la hipótesis de que se trate de un atentado terrorista.

Pensé en aquella pobre gente que de un instante a otro habían perdido lo mejor que tenían, su propia vida. Un trayecto rutinario que había acabado en la muerte, una muerte traumática y feroz en la que no había cabida para un adiós o para una caricia. Nunca había sido muy religiosa, pero en aquel momento sentí la necesidad imperiosa de rezar un Ave María en voz muy baja.

A las dos de la tarde, minuto arriba, minuto abajo, salí de la fábrica. Una hora antes, Enrique y Susi habían abandonado la empresa muy deprisa y sin dar explicaciones a nadie. Hoy tendría que comer sola porque Ana no había vuelto. Seguramente, había acabado las gestiones demasiado tarde y había vuelto directamente a su casa, aunque con el desbarajuste que había causado en la ciudad el accidente, igual las líneas estaban cortadas y aún estaba en Torrent atrapada como un hamster en su bola. La llamaría para estar más tranquila. Saqué el móvil de mi bolso, busqué su nombre en la agenda y lo dejé sonar. Pero el aparato sólo me devolvió un silencio largo y ni siquiera saltó el contestador. Resignada, entré en el bar. El menú del día no estaba mal, arroz al horno y calamares a la romana. Aunque lo único que necesitaba en aquellos momentos era una cerveza bien fría para poder hacer frente a aquel bochornoso mediodía.

Nada más entrar, noté más revuelo de lo que era habitual. Los trabajadores que diariamente comían allí al mediodía y que solían sentarse para degustar una refrescante sangría, estaban todos de pie, arremolinados junto al televisor. Oí cómo alguien exclamaba "Dios mío, qué desastre". El camarero estaba pálido y sudoroso.
- ¿Te has enterado? - me dijo-
- ¿De qué? ¿del accidente? Algo he oído por la radio, pero no sé muy bien qué ha pasado.
- El Metro ha descarrilado en la estación de Jesús. No te puedes imaginar... Una carnicería.
-¡Dios mío!- exclamé- ¿Pero hay muertos? ¿Tan grave ha sido?
- Y tanto, más de cuarenta, y heridos ni se sabe. Una tragedia, lo que se dice una tragedia.

Hay preguntas que nunca deberían hacerse.
- Dime Dani, ¿ Sabes adónde se dirigía el convoy?
- A Torrent, pero ya ves, han acabado en el mismísimo infierno.

Tuve un espantoso presentimiento, una corazonada que me traspasó el pecho impidiéndome respirar. No quería pensar en nada, pero mi cerebro iba por su cuenta y riesgo. Imaginé todos aquellos cuerpos destrozados entre un amasijo de hierros. Creí escuchar los gritos de dolor. Sentí vértigo, angustia, terror. Cogí de nuevo el móvil y llamé a Ana, pero nada, el mismo silencio como respuesta. Rechacé la cerveza helada que Dani había puesto frente a mí. No podía soportar más la incertidumbre. A pesar del calor, sentía mis mejillas frías y tensas. Fue en ese momento cuando noté que una mano se posaba con delicadeza sobre mi hombro. Era Susi, la encargada.

- No la llames, Asun. No te va a contestar.

La miré directamente a sus oscuros ojos y vi lágrimas rodar por las mejillas de aquella mujer a la que nunca había visto conmoverse por nada. Cogí mi bolso, salí del bar tropezando con todo el mundo y me fui directamente a mi casa en el autobús de línea. Aquella tarde no pensaba volver. Y si querían descontarme las horas, me importaba ya bien poco.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El secreto de Maurice Cap.II

 

Llevaba ya tres años trabajando en aquella empresa situada en el cercano poligono industrial Fuente del jarro. Desde que me casé me había quedado en casa ocupándome de mis tareas, aunque lo cierto es que había estudiado para poder trabajar. Pedro, mi marido, colaboraba a jornada completa en una consultoría y ganaba un buen sueldo. Sin embargo, un día de junio de 2002 mi tranquila vida se vino abajo y las circunstancias cambiaron de repente. Pedro volvía de Castellón, de visitar una empresa azulejera que pasaba por un mal trance económico. Hacía una noche infernal y llovía torrencialmente. Su coche patinó en una mancha de aceite que había sobre el asfalto, y la escasa visibilidad debida a la lluvia, había hecho el resto. Según el informe de la guardia civil de tráfico, el vehículo se había estampado contra la mediana. Por lo visto, la velocidad también era excesiva y el cinturon de seguridad no pudo hacer nada por salvarle la vida; el SAMU tampoco. Esa misma noche el médico forense me comunicó que la muerte se había producido en el acto, lo cual en ese momento me liberó ligeramente de mi intenso dolor.
Al cabo de unos meses del accidente, cuando la vida cotidiana volvía a poner cada cosa en su sitio, me dí cuenta una vez más de que la realidad siempre acaba imponiéndose a cualquier dolor por lacerante que éste sea. Y la realidad me hizo ver que la pensión de viudedad que me habían concedido era tan miserable que apenas me permitía llegar a fin de mes con un poco de dignidad; y lo segundo, que mi nuevo estado me había llevado a una situación de aislamiento social difícil de sobrellevar. Fue entonces cuando, en un encuentro casual con una vieja amiga, me enteré de que había una vacante en una empresa relacionada con material fotográfico. En principio, se trataba de una suplencia por enfermedad, pero pensé que no perdía nada por probar. A pesar de que había estudiado secretariado de dirección en una refinada academia para señoritas, y escribía y hablaba inglés correctamente, los tiempos no estaban para ser tiquismiquis. Me presenté a la entrevista de trabajo una lluviosa mañana de noviembre y dos días despúes comencé mi vida laboral.
Y como si nada, habían pasado ya tres años. Tres años, día tras día, en aquella sala profusamente iluminada con enormes y fríos tubos de neón. Tres años en los que me había ido acostumbrando a una rutina sin sobresaltos, a unas voces nuevas, a unos rostros que antes desconocía y ahora eran casi de la familia Al principio, el hecho de madrugar me había costado un gran esfuerzo, pero a la larga me dí cuenta de que era agradable salir a la calle cuando aún la ciudad dormía y las luces anaranjadas de las farolas seguían encendidas.

Una bolita de papel aterrizando sobre mi sien derecha me sacó violentamente de mis ensoñaciones. Otra vez Ana hacía toda clase de gestos con sus manos desde el otro lado de la sala. Ví que me señalaba la puerta de los los servicios y entendí que por fin iba a contarme algo. Dejé los útiles de trabajo sobre la mesa y fuí en la dirección indicada.
- No podía más- me dijo Ana al verme entrar-
- ¿Te meabas encima?
-No, tonta. Ya te he dicho que tenía algo que contarte.
- ¿No puedes esperar al mediodía? Date prisa antes de que Susi se de cuenta de que no estamos en nuestras mesas y venga a buscarnos. Ya sabes como se pòne esa bruja.
Ana tomó aire como un pavo real a punto de extender su hermosa cola. Apoyó ambas manos en la cadera y sonrió de forma extraña.
- ¡Me voy a Paris!- exclamó alzando la voz como una soprano-
Era más de lo que yo esperaba.
- ¿De vacaciones?
-Qué va. Me voy a trabajar. Estoy harta de estar aquí. No soporto más esta rutina. Todos nuestros días son iguales. Creo que espero algo más de la vida y… ya ves.
Estaba desconcertada. Esperaba, como había sucedido en otras ocasiones, que la novedad fuera que había comprado una chaqueta de Adolfo Dominguez en el mercadillo de los jueves o que se había encontrado con un antiguo amor mientras paseaba por el río.
- Pero ¿qué vas a hacer allí?
- Ya te lo he dicho, trabajar. Lo tengo todo planeado. No te pienses que ha sido un ímpetu, un pronto de esos que me da a mí de vez en cuando. Voy a cuidar a la niña de mi primo, una beba preciosa de año y medio.
No puedo negar que allá, en lo más hondo, junto a la sorpresa inicial, sentí una punzada de tristeza.
-¿Por qué no me lo has dicho antes?- protesté enfurruñada-
- Quería tenerlo claro. Ya sabes que yo a veces hago castillos en el aire…,
-¿ Cuando te vas?
-Dentro de cuatro días.
-Pero si eso ya está ahí.
- Ya ves.
Sería duro seguir viniendo cada día a la fábrica sin la compañía de la pequeña Ana, sin sus divertidas historias cotidianas, sin su sonrisa a toda hora, un tanto infantil, pero tremendamente sincera.
- Y los padres de la niña ¿qué hacen?
Lo quería saber todo, hasta el mínimo detalle, no fuera que aquella inconsciente se metiera en algún terrible asunto de trata de blancas o sucios negocios similares.
- Casi ni la ven. Mi primo trabaja en la Universidad, es palon.. paleon… bueno de esos que buscan ruinas y huesos. Y la madre creo que da charlas o algo así y se pasa el tiempo de aquí para allá. Así que ya ves. Pasearé con la nana junto al Sena, me tomaré un cafetito en el barrio latino y, más pronto o más tarde conoceré a un hombre moreno y alto que se enamorará de mí como un loco y me dará apasionados besos bajo la torre ifiel.
No quise corregirla. Estaba tan emocionada que se había imaginado hasta un presunto romance. Niñera en Paris. Una vida nueva, un horizonte distinto, otro idioma del que seguro no tenía ni puta idea. Otro perfume en las calles. Colores diversos y novedosos por todas partes. Y Ana y su niña paseando junto al Sena acompañada de un joven de profundos ojos negros y dulce acento francés.
Fue entonces cuando me dí cuenta de que junto a Ana había una enorme bolsa de plástico.
- ¿Y qué llevas ahí?
- Un regalo para Alice, Alice es la niña ¿sabes?
Y como si fuera un mago sacando un conejo de un sombrero de copa, Ana extrajo de la bolsa un gran oso blanco de peluche, un oso cabezón con babero de cuadros azules y blancos y un gran lazo rojo en el cuello.
¿A que es una monada?- me preguntó mientras sostenía al oso de ambas orejas-
Sin duda, era una pregunta retórica.
- Precioso, pero Igual es más grande que ella- dije riendo-
-Pues no sabes lo mejor, habla.
- ¿El oso?
Afirmó con la cabeza mientras manipulaba el enorme peluche.
- Apretando este botón verde, puedes grabar lo que quieras, hasta un cuento larguísimo. Después, le das a este botón rojo que tiene en la mano y lo repite todo. Es un oso memorión.
- No jodas.
- Ya verás.
Su entusiasmo desmedido hizo que el oso casi rodara por el suelo. Ana apretó la mano derecha del enorme peluche y por todo el recinto se pudo escuchar una melodía dulzona y mecánica.
Esta niña tan feliz
que dice llamarse Alice
es mi niña de Paris,
y si abrazas a este oso
nunca se pondrá celoso.
- ¿A qué es una cación muy dulce? ¿te lo puedes creer? La he compuesto yo -afirmó orgullosa-
Confieso que no sabía si reir a carcajadas o llorar. La emoción incontenible de Ana era tan contagiosa como la gripe española del 19 ¿Cómo no sentir ternura hacia aquel tremendo oso parlanchín y, por otra parte, pésimo poeta.
- Es una melodía muy bonita – mentí de buena gana- ¡y rima!
De pronto ví que en su rostro se dibujaba una sonrisa aún mayor.
-¡Vente! -propuso de repente- Vente conmigo. Seguro que allí encontrarás un buen trabajo. Tu tienes cultura y además sabes frances ¿no?
- Inglés- repuse- Del frances sólo manejo unas cuantas palabras.
Pues con eso te vale. Yo no sé ni una, bueno si, bonjur o algo así, que significa buenos días. Vente conmigo. Piensa…
No pudo terminar ni la palabra. La puerta del baño se abrió de golpe y en el marco apareció Susi con los brazos cruzados bajo sus enormes tetas. Su gesto no presagiaba nada bueno.
- Ana- dijo en un tono que no admitía réplica- ven un momento a mi despacho.
- Ya la hemos jodido – me dijo en un susurro antes de salir-
Ana se fue tras Susi como un cordero a punto de ser degollado. De todas formas-pensé- no podía perderse nada, puesto que Ana estaba a punto de dejar la empresa para siempre. Sin quererlo me estremecí. Desde que había cumplido los cuarenta y tantos años, habían dejado de gustarme los cambios inesperados y las sorpresas. Había llegado a la conclusión de que nada mejor que una tranquila y controlada rutina que no alterase los latidos del corazón. Nada más quedarme sola, me lavé las manos cuidadosamente como si quisiera aclararme de paso las mil sensaciones que bullían por mi cabeza, y abandoné el servicio en dirección a mi puesto de trabajo. Poco después, ví como Ana salía por la puerta del despacho de Susi con una carpeta entre las manos. Sonreía , como siempre. Bajó las escaleras dando pequeños saltitos y vino directamente hacia mí.
- Me voy a Torrent, a llevar unos albaranes que no admiten espera. Creía que me iba a dar el broncazo.
- Pero esa tarea no la hace siempre Chema, el auxiliar?
- Sí, pero está enfermo, así que me han elegido a mí para el escaqueo del día. ¿Comemos en el bar de Dani?
- Como siempre- contesté intentando que la emoción no me traicionara-
Dudó durante un instante.
-Bueno, si acabo muy tarde, me iré directamente a mi casa. Tengo que empezar a hacer el equipaje. Piénsate lo de Paris, por fa.
Ana salíó corriendo entre las mesas como una mariposa sobre las flores nuevas de primavera. Mientras volvía a mi faena no pude dejar de pensar. Vivir en paris, pasear junto al Sena, visitar los museos y mercadillos, buscar un nuevo trabajo, conocer, quizás, a un hombre que le diera un nuevo aire a mi aburrida vida. No quería ni pensarlo. Que Ana estuviera como una regadera no significaba que yo tuviera que seguirle la corriente ¿O si?

lunes, 31 de octubre de 2011

Una extraña junto al mar

Me habían dejado las llaves de un apartamento junto a la playa. Era a principios de noviembre pero algunos días, el sol aún intentaba hacernos creer que seguíamos en verano. Quizás no hacía tiempo ya de meterse en el mar hasta que el agua llegase a la barbilla, pero sí se podía pasear por la arena con los pies  descalzos y leer un buen libro bajo una sombrilla de paja. Así que no lo pensé más. Acepté las llaves con una tremenda sonrisa y llamé a mis dos amigas del alma, Carmen y Laura.
Ambas me hicieron la misma pregunta:
- ¿Nosotras solas? ¿sin hijos?
. Exactamente.
- ¿Todo un fin de semana?
- De viernes a domingo.
A través de la línea telefónica pude oir sus gritos de entusiasmo. Parecían colegialas el último día del curso, o el primero. Hacía décadas que no salíamos juntas. Miento. En los últimos años habíamos coincidido, en hospitales y entierros, entablando las conversaciones habituales en estos casos;: "Ya ves siempre nos vemos en malas circunstancias. A ver si quedamos un día" .pero luego, por pitos o por flautas,  no quedábamos. y el tiempo pasaba con la rapidez de una estrella fugaz. La vida cotidiana nos apresaba con sus hilos invisibles, y sólo de vez en cuando, mientras hacíamos la cena o poníamos la última lavadora del día, hablábamos algunos minutos por teléfono, apresuradamente.
Hice acopio de provisiones e incluso me atreví a añadir a la cesta una botella de ginebra barata. Seguro que había una noche para contar historias de miedo, o de desamores  o de decepciones. Y para arrancar una sonrisa entre lágrima y lágrima, nada mejor que dejar que el alcohol resbalara por nuestra garganta intentando anular nuestra consciencia.
Pero las cosas se torcieron dos días antes de nuestra partida. A Carmen le surgió lo que ella llamaba un ineludible encuentro familiar, y Laura perdió pie mientras cambiaba una bombilla subida a un inestable taburete y se hizo un esguince en el tobillo derecho donde ya acumulaba  antiguas lesiones. A mí el alma se me cayó al suelo, lo confieso. Allí estaba yo, rodeada de víveres suficientes para alimentar a un ejercito de orcos y con unas prometedoras llaves en la mano que podrían abrir la puerta de muy buenos momentos.
 Aunque nada estaba  saliendo como yo quería, después de pensarlo un poco, decidí irme. Era una ocasión única para tener tiempo para mí, leer, pensar, recordar, pasear junto al mar y decidir qué hacer con la vida que, posiblemente, aún me quedaba por delante.
Había tráfico en la carretera .La costumbre de ir a visistar a los respectivos difuntos el Día de Todos los Santos disparaba las salidas y todavía no sé por qué razón un porcentaje alto de ciudadanos tenían a sus tristementes desaparecidos parientes a cientos de kilómetros de sus vidas cotidianas. De todas formas, me lo tomé con paciencia y a eso de las cinco llegué a Peñiscola, escondida entre un mosaico de sol y sombra.
El apartamento era pequeño. Una cocina americana, un cuarto de baño minúsculo, una habitación donde apenas cabían dos estrechas camas pero, eso sí, una gran terraza con vistas al mar. Salí y apoyé los brazos en la barandilla mientras pensaba que sería maravilloso vivir allí, en aquella terraza amplia y supuse que, al menos por la mañanas, soleada.  Deshice el breve equipaje y lo introduje en uno de los armarios empotrados. Qué distinto hubiera sido si hubieran venido mis amigas. Ahora estaríamos saltando sobre las camas como alocadas adolescentes y dándonos almohadonazos en la cara unas a otras. Pero bueno. Hacía tiempo que tenía una enorme capacidad de resignación y sabía que había que contar con lo que realmente tenía entre las manos: una enorme bolsa de provisiones.
El frigorífico daba asco. Algún imbécil lo había dejado cerrado y al abrir la puerta el olor a moho se extendió por toda la cocina. Abrí la ventana de par en par,  Busqué unos guantes de goma, una botella de lejía y me puse manos a la obra.
En principio, no era el fin de semana con el que yo había soñado.

II

A las cinco de la tarde aquella guarida comenzó a parecer un hogar. El olor a cerrado se había escapado por las ventanas y la luz entraba a raudales por la terraza cuya puerta había abierto de par en par. El mar apenas se movía. Parecía una de esas postales en las que el cielo siempre sale exageradamente azul. Había llegado la hora de salir,  pisar la arena caliente y correterar por la orilla de la playa saltando la espuma de lo que antes habían sido grandes olas.
La playa estaba desierta a aquellas horas de la tarde. Se había nublado y el agua del mar había adquirido un suave tono gris. Extendí la toalla sobre la arena y me senté al tiempo que sacaba un libro de mi bolso: La Extraña, de.Sándor Márai. Leería un rato y después daría un paseo hasta la ciudad para detenerme en cada tienda de ropa y tomarme una cerveza muy fría en cualquier chiringuito. Echaba de menos a mis amigas, a mis hijos, a mis vecinos.  Necesitaba a alguien con quien hablar, con quien compartir aquellos momentos de ocio que cada vez se parecían más a profundos instantes de soledad. Si al menos tuviera un perro.
Alguien tosió cerca de mí, intencionadamente. Cerré el libro y me volví en esa dirección. No podía ser.
- ¿Daniel?
- Rosa, cuánto tiempo.
Quince años, quizás veinte, Toda una vida que parecía fundirse en apenas dos segundos. Me levanté de un salto mientras me sacudía la arena de mi falda.
- Qué es de tu vida? ¿Qué haces por aquí?
Sonrió de aquella forma que me cautivó siendo todavía una adolescente. Apenas había cambiado.
- Ya ves, pasear.
Reí abiertamente.
- Eso ya lo veo. ¿Qué haces en Peñíscola fuera de temporada?
Pude advertir un instante de duda.
- Mi empresa celebra una convención. Estaremos todo el fin de semana aquí. ¿y tú?
 Le expliqué el plan desde el principio: el apartamento prestado,. las amigas que no habían podido venir a causa de sus. desventuras, la ocasión de cambiar de aires, el deseo de descansar. Cuando acabé apenas tenía aliento.
- Entonces ¿tienes tiempo para dar un paseo?
Fue como volver al pasado a grandes zancadas.  Los recuerdos surgían a borbotones, como el agua de una tubería reventada. Nos conocimos en un campamento, a finales de los años ochenta. Fue un amor a primera vista, un amor que cambió el color de las cosas, el sabor de las comidas, la duración del tiempo. No recordaba haber vuelto a amar de aquella forma tan ciega. Y veinte años después estaba con él, paseando por una playa ajena, olvidando que ya algunas arrugas surcaban mi rostro y las canas habían desterrado el color cobrizo de mi cabello para siempre.
Comenzaba a caer la tarde, y la brisa, antes cálida, se volvió húmeda y fresca. El me tomó de la mano mientras seguía hablando de larguísimos viajes a Paris, a Alemania, a Londres. Yo callaba por no decirle que apenas salía de casa y lo más lejos que había ido en los últimos años era a Cuenca, en una insoportable excursión organizada por la asociación de vecinos del barrio.
Después de una larga caminata nos sentamos al abrigo de unas barcas que dormían sobre la arena. Nos miramos y no hizo falta más. La pasión que habíamos sentido años  atrás volvió con la fuerza de un huracán joven y feroz. Me besó en los labios, en el cuello. Me besó las manos como si yo fuera un bebé. Acarició mis mejillas como si no pudiera creerse que estábamos juntos, de nuevo, y que el concepto  del tiempo había cambiado por completo.

III
Abrí la puerta con sumo cuidado, como si temiera romperla.  Le dí al interruptor de una pequeña lámpara que había sobre la mesilla y me dejé caer en el sofá como un pesado fardo. Aún ardían mi cuello y mis labios,  y un hormigueo excitante recorría todo mi cuerpo.
La transformación anímica que  había sufrido parecía haberse contagiado a todo lo que me rodeaba. La pequeña estancia que daba a la terraza, y que antes me había parecido desolada y cutre, ahora semejaba  acogedora y tierna como un oso panda. Me quité los zapatos y dejé que la arena que guardaban se escurriese hasta el suelo.  ¿Cómo podían recuperarse en un par de horas sensaciones que creía perdidas, olvidadas para siempre? Miré mis manos y recordé sus besos suaves, como inocentes lametazos de chiuaua. Acaricié mi cuello y noté una protuberancia ¡Dios mío! un chupetón en toda regla. Aquello si que era la adolescencia recuperada. Afortunadamente, en mi ligero equipaje guardaba un pañuelo de seda que me acompañaba en cualquier desplazamiento.  Si aquella evidente prueba de pasión no cedía en las próximas horas, me vería obligada a hacer uso de ella.
Habíamos quedado a las diez para cenar y tomar una copa. Así que tenía apenas dos horas para parecer la más hermosa diosa del Olimpo. No había tiempo que perder.
Me duché, me lavé el cabello a conciencia para quitar cualquier rastro de arena, me maquillé con esmero y salí a la terraza para ver si aquel mar en calma conseguía transmitirme algo de sosiego. Me hubiera gustado ver una puesta de sol, pero evidentemete, el sol nunca se pondría por el Este. Además, densos y oscuros nubarrones habían cubierto el cielo hasta dejar oculta la más brillante de las estrellas.
Me pondría el vestido azul de punto, gasa y tul. Había copiado el modelo de la exitosa serie sexo en Nueva York, y lo cierto es que me había salido clavado. También es verdad que antes de ponerme manos a la obra, había recorrido toda la ciudad hasta encontrar los tejidos que creía más adecuados.  Después, lo había cosido en mi vieja máquina Singer y el resultado había sido espectacular. Cualquiera que no fuese un entendido en moda, hubiera pensado que aquel precioso vestido había salido directamente de la tienda más vintage de la Quinta avenida.
Las diez en punto. Tal y como habíamos quedado, Daniel llamaba al timbre de la portería. Sentía mis mejillas pálidas y frías, aunque mi corazón latía velozmente. Antes de abrir, y en busca de una seguridad que no llegaba a sentir, quise darme la última miradita en el espejo. Quería comprobar que realmente estaba preciosa. Abrí el armario de luna y me puse frente al espejo.¡ Dios! la falda de tul me hacía aparecer como un escarabajo pelotero entrado en años. Los michelines habían invadido lo que antes era mi cintura y se marcaban escandalosamente en la ligera tela de punto. Tenía el cabello crespado y sin brillo -maldito champú de marca blanca- y unas suaves ojeras violáceas sitiaban mis ojos cansados. ¿Quién era aquella extraña que me había sustituido y con la que ya no me identificaba?
El timbre seguía sonando con insistencia, pero no abrí la puerta.

No era el fin de semana con el que yo había soñado, pero en algunos instantes fue aún mejor.

jueves, 27 de octubre de 2011

Sueños


Sabeis que lo mío no es la poesía. Pero quiero compartir con vosotros este poema que presentè el pasado año al certamen de poesía Pastor Aicart. No gané, evidentemente, pero espero que os guste.





Sobreviviréis

a vuestros sueños más minúsculos,

aquellos que os embargaban

mientras la sombra

de vuestros pies pequeños

se confundía con las hojas de la vid,

se confiaba a la tierra húmeda donde crece el olivo,

al sendero incierto,

a la tarde vacía.

Caminaréis

sobre las letras de las cartas guardadas

alimentadas de polvo y nostalgia.

Y los labios agrietados

besarán las fotos donde ya nadie se reconoce

porque el tiempo,

violentamente,

ha borrado los gestos

y las sonrisas.

Recordaréis

a través de una dulce niebla de recuerdos,

los sueños a los que disteis caza mansamente

o a mano armada,

y aún así,

mirareis con anhelo

aquellos que quedaron en la cuneta,

agazapados en la oscuridad del puño cerrado.

Por miedo,

por medio de palabras

que, posiblemente, nunca fueron imaginadas.

Olvidaréis,

a pesar de todo,

la pasión que sentisteis por la vida,

y el odiado silencio que tapa la boca

se tragará la voz adolescente

que alguna vez

hubiera vomitado la garganta más oscura.

Porque vuestra alma

ya no esperará la victoria

sin temor a perderse.



Escucharéis

sin querer oír,

la música que sonaba en la tarde de domingo,

la risa o el llanto de cualquier amanecer,

el grito desgarrado del vencejo,

el frío del sudor sobre vuestra frente,

el beso callado,

la caricia reprimida.

la sombra del viento

entre los olmos enfermos.

Responderéis

con un temblor en la mirada,

que no era cierto,

que nada se ha quedado a la sombra del olvido,

que las cartas, todas, estaban sobre la mesa.

Pero en la soledad del tiempo perdido

todos sabrán que faltan huellas

sobre la luz

de una larga tarde de otoño.

Descubriréis, al fin,

que el pasado no pasa,

que se queda atrapado en la memoria

entre algodones y espinas,

acurrucado como una larva

dispuesta a despertar

en un eterno laberinto de impulsos.

Y el sueño volverá suavemente

como un soplo de aire nuevo,

como una tormenta de verano,

inesperada, feroz,

arreciando con la fuerza de la resurrección.

Soñad.

lunes, 24 de octubre de 2011

Frente al espejo

Aquel día lloré hasta quedarme sin lágrimas. Era una calurosa tarde de verano, de mediados de agosto. El son caía a plomo sobre las calles paralelas de aquel pequeño pueblo anclado en un estrecho valle.
Mis amigos me miraban en silencio, sin atreverse a decir nada. Yo había suplicado durante todo el día, lo había intentado de todas las formas posibles, incluso poniendo aquella carita de niña dulce que en más de una ocasión me había librado de una buena reprimenda.


Pero no convencí a nadie. Mi torrente de lágrimas fue a dar sobre tierras impermeables que no pudieron filtrar mi inocente pesar. “Es lo que siempre se hace cuando una niña ya ha tomado la comunión- me habían dicho- es lo que dicta la tradición”. Pero yo no entendía nada de estúpidas costumbres ancestrales que no encontraban respaldo en ninguna ley escrita.


A las cinco de la tarde me llevaron, como los toros a la arena del circo. Mis amigos me acompañaban en aquel breve paseo que me separaba del cruel sacrificio. Mi prima me tomó de la mano intentando darme ánimo. Ella ya había pasado por aquello hacía apenas un año.


La sala era oscura y destartalada y tenía sólo una pequeña ventana que daba a la calle. En la pared, había un espejo enorme que reflejaba mis ojos hinchados y mi rostro enrojecido por el llanto. Y sobre el espejo colgaba un retazo de guirnalda navideña pintada de purpurina que nadie se había preocupado de quitar.


Escuché unos pasos que se acercaban. Eran los de una mujer recia como un roble que entró en la habitación dando grandes zancadas.
- Siéntate frente al espejo -me dijo-
Pero yo no me moví.
- Siéntate guapa -volvió a decir en un tono más irritado- o tendré que atarte a la silla.


Su sonrisa era fría y fingida. Y creí descubrir, en el fondo de su mirada, un placer infinito que se nutría de mi dolor.


Me senté a regañadientes en aquella ajada butaca de skay, mientras mi pequeño séquito seguía observándome sin decir nada. Aquella mujer abrió un cajón de la cómoda que había bajo el espejo, y sacó una especie de sábana blanca que me puso alrededor del cuello. Parecía una minúscula doncella dispuesta a ser entregada como ofrenda a algún dios irascible. Después, cogió las tijeras mientras yo rompía de nuevo a llorar.
- Ni que te fuera a cortar la cabeza -dijo la mujer entre risas-
Primero cayó una y luego la otra. Sobre las desgastadas baldosas hidráulicas yacían mis dos trenzas, brillantes, gruesas, de un color cobrizo con múltiples reflejos.


Aquel día de verano sentí que la infancia comenzaba a alejarse de mí.

domingo, 23 de octubre de 2011

De tardes de verano, de perros, pájaros y serpientes.

  

El sol caía a plomo en aquella tranquila tarde de agosto. En la calle no se oía ni una mosca y yo dormía la siesta con la ventana abierta de par en par y la persiana bajada. No corría una pizca de aire, aunque de vez en cuando llegaba alguna racha de poniente que hacía aún más insoportable el ambiente. Estiré las piernas en la cama buscando una zona de frescor en algún rincón de las sábanas. Todo habría seguido siendo perfecto si la puerta de la habitación no se hubiera abierto de repente.
- Mamáaa, levántate. Tienes que acompañarnos.
Lo había olvidado por completo. Mi hija y sus amigas habían quedado para ir a tomar el baño a una cercana casa de campo a la que habían sido invitadas días atrás.
- Pero si es muy pronto- protesté pataleando como una cría caprichosa- A estas horas sales a la calle y te mueres de calor.
Mis pataleos no sirvieron para nada, así que diez minutos después estábamos bajo el sol abrasador. Ellas, con los bañadores, las toallas y la mejor de sus sonrisas puestas; yo, con el mal humor que suele causar una siesta interrumpida. Por las calles del pueblo no encontramos a nadie, y no era extraño, ya que el termómetro de la plaza superaba los cuarenta grados.
Pronto dejamos el pueblo atrás, y el polvo acumulado en el camino me recordó que no había llovido en todo el verano. Pasamos junto al antiguo lavadero buscando la más leve de las sombras, y a continuación, tomamos el camino que conducía a la finca. El interfono se hallaba curiosamente en una pequeña caseta situada al menos a trescientos metros de la puerta corrediza de entrada. Y no digo esto por hacer una descripción aún más detallada, sino por el hecho de que desde el momento que te abrían la puerta, tenías que salir corriendo por el camino para llegar a tiempo y no encontrarla de nuevo cerrada. Y esa carrera, claro está, se producía a las cinco de la tarde, en agosto y con una temperatura subsahariana.
Llegamos a la casa echando el higadillo, y nos recibió una alborozada Lola, la perra de cuatro meses que durante las pasadas Pascuas habíamos encontrado abandonada junto a un contenedor de basura. Aquel pequeño cachorro muerto de hambre y aterido de frío, estaba allí junto a nosotras, dando brincos de alegría, yendo y viniendo en locos y atropellados sprints.
Mientras yo hablaba con los dueños de la casa, las niñas salieron a curiosearlo todo con la agitación propia de quien ha conseguido lo que quería. Las encontré junto a las jaulas de los pájaros, situadas en un rincón, en un pequeño huerto de almendros y olivos. De repente, dí un paso atrás. En una de las jaulas había una gran serpiente que se retorcía con dificultad.
- Mirad -dije- hasta tienen una serpiente enjaulada.
Mientras yo hablaba alegremente, el animal trataba de salir de aquella estrecha prisión. Las niñas se habían quedado extasiadas viendo cómo el reptil hacía las mil maravillas tratando de escapar.
- Son un poco brutos aquí ¿eh? – dijo de pronto una de las niñas-
-¿Por qué? -inquirí- ¿no ves que les gustan los animales. Hay perros, pájaros, perdices… ¿por qué no pueden tener una serpiente?
- ¿Hasta el punto de darles de comer los propios pájaros?
Miré hacia la jaula y sentí una repentina inquietud. Era cierto. Dos o tres pajarillos yacían junto a la serpiente con las cabezas arrancadas y los pequeños cuerpos ensangrentados.
-Corred- dije a las niñas-, preguntadle a Carmen si por casualidad tiene alguna serpiente enjaulada.
Era un pregunta estúpida, lo reconozco y, por lo tanto, la respuesta fue inmediata. El hombre de la casa apareció por el camino armado con un palo de azada; detrás, las niñas chillando como poseídas y, cómo no, lola, que estaba disfrutando como el cachorro que era, en aquel caos imprevisto.
Efectivamente, la serpiente había acabado con la vida de cuatro pajarillos. Uno de ellos lo había engullido de una pieza, y de los otros había dejado restos sanguinolentos aquí y allá. El hombre comenzó a darle palazos al animal, mientras yo, como una histérica, gritaba.
- No la mates, no la mates!
A pesar de la masacre que había acabado de cometer aquel resbaladizo reptil, no dejaba de ser desagradable ver cómo moría apaleado.
El hombre cesó en sus golpes. El animal estaba ya moribundo. Lo cogió con el palo y lo sacó de los límites de la finca.
-Si puede sobrevivir, ya es cosa suya. – dijo-
Aquella tarde de verano, ardiente, hermosa, tranquila, se había roto en mil pedazos. La vida, la muerte y la supervivencia se habían concentrado a cuarenta grados a la sombra. Las niñas, con los ojos abiertos como soles, habían perdido su alegría. Pensé que era urgente romper el encantamiento, recuperar la sonrisa, regresar a la tarde plácida y feliz.
Venga- dije tratando de recuperar mi propio ánimo-,  a ver quien llega antes a la piscina.
Y, cómo no, la primera que llegó a la piscina fue Lola.

Pesadilla en el autobús

 

Levantarse a las seis de la mañana debería estar prohibido por alguna constitución supranacional. A esa temprana hora es de noche, hace frío y el cuerpo se resiste a abandonar el suave abrazo de la funda nórdica.
Pero no. No está prohibido sino todo lo contrario. Forma parte de esta espantosa forma de vivir que nos obliga a estar doblando ropa a las doce de la noche y cepillándonos los dientes muy pocas horas después. Aquel día no fue una excepción. Con los ojos aún llenos de legañas, me calenté el café con leche, me duché, intenté recomponer de forma armónica mi rebelde cabello, cogí el bolso y la chaqueta,y salí a la calle. Las farolas aún estaban encendidas.
En la parada del autobús esperaban los de siempre. Un par de estudiantes con ojeras que les llegaban hasta mitad de sus mejillas, una mujer de mediana edad abrazada a su bolso como si éste fuera un bote salvavidas, un joven ejecutivo lustroso y repeinado, y dos mujeres latinas que, además del sueño interrumpido, llevaban escrita la añoranza en sus oscuras miradas.
Ahí llegaba el autobús, cruzando la avenida en dirección a nosotros. Rebusqué en el bolso. ¡Mierda! había olvidado el bonobús y ahora tendría que sacar el maldito billete disuasorio que andaba ya por el euro y pico. Tomé asiento donde siempre, hacia el fondo y junto a la ventanilla. ¿Por qué no amanecía de una vez? El vehículo volvió a la avenida y fue recogiendo a los pasajeros habituales en cada parada. El trayecto se me estaba haciendo interminable: semáforo en rojo, nueva parada, semáforo… Una vez pasada la rotonda de Benicalap, se detuvo junto al hospital universitario. Era éste el lugar donde se detenía más tiempo. Habitualmente, el chofer bajaba a la acera y estiraba las piernas mientras que los pasajeros, quizá pensando que podían haberse quedado cinco minutos más entre las sábanas, consultaban impacientes la hora en sus relojes y en sus móviles.
Esta vez la pausa duró apenas dos o tres minutos. El autobús se puso en marcha y, para desconcierto de todos, se saltó el primer semáforo en rojo que encontró en su camino. “Menos mal- pensé- sólo quedan diez minutos de trayecto para mi destino”. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el cristal.
El autobus debía dar la vuelta a la izquierda al llegar al cruce, luego cruzar el río y detenerse junto al colegio de los jesuitas. pero en lugar de eso, dió un violento giro a la derecha, emprendiendo una loca carrera en la que no había stops, paradas ni pausas. Mientras el vehículo quemaba ruedas como un bólido, dentro, la gente gritaba y trataba de sujetarse de cualquier forma. Furiosa, me levanté del asiento y avancé como si anduviese por una patera en plena tormenta.
- ¿Qué hace- grité- ¿adónde vamos? ésta no es la ruta.
En un primer momento no dijo nada, pero pude ver sus manos. Apenas tenían una capa de piel sobre los huesos y eran blancas como la niebla.
-¿Adónde vamos?- volví a gritar presa del pánico-
Su rostro se volvió y quedé horrorizada. Aquel ser -no podía llamarse de otra manera- no tenía ojos, y desde sus cuencas vacías brotaba un fluido viscoso que se deslizaba lentamente hasta su boca.
- Al infierno- chilló- ¡Vais todos al infierno!
Desperté y sentí que mi corazón latía por todas partes. Mi pijama estaba empapado de sudor y apenas podía respirar. Miré el móvil. Eran las seis y media. Me preparé el café aún con un nudo en el estómago, me duché, intenté recomponer de forma armónica mi cabello tan rebelde, cogí el bolso y la chaqueta, y salí a la calle. Las farolas aún estaban encendidas.
Llegué a la parada y pasé lista mentalmente. Allí estaban todos, con los rostros aturdidos por el sueño, dispuestos a irse al infierno.
Ví venir el 90, mi autobús, y un leve temblor recorrió mis piernas. Quizás llegara un poco más tarde, pero esa mañana decidí que no me vendría nada mal darme un largo paseo.

La última carcajada

 

La muerte da siempre la última carcajada. Una carcajada cruel e intensa que borra de un zarpazo cualquier amago de sonrisa, cualquier intento de esperanza.
Ayer, a las seis menos cuarto de la tarde, dimos un último adiós a nuestra prima. Fue en un pequeño cementerio situado en un pueblo tranquilo del mediterraneo. Hacía frío y el aire estaba saturado de dolor. Hacía apenas mes y medio los hijos enterraban a su padre, una muerte anunciada tras años de silencioso padecimiento. Pero esta vez no. Esta vez la muerte había dado un golpe bajo y rastrero, miserable. Mi prima, una mujer alta, de dulces ojos azules y rostro bondadoso, se fue a dormir para no despertar. Se había pasado la vida entera cuidando a unos y a otros: padres, suegros, hijos, esposo… y ahora le tocaba vivir a ella, dejar atras su pequeño patio salpìcado de geranios y hiedra, y sentir que por fin era su momento. Un tiempo para ver atardecer bajo los olmos en el cercano caserío donde tenía una vieja casa pintada de rojo. Un tiempo para pasear entre los campos de olivos. Un tiempo para jugar con los nietos, sentarse en la calle, hablar con los vecinos. Se lo había ganado a pulso.
Pero no. Apenas pudo disfrurtar de esa libertad recuperada. Se fue en silencio como una bella durmiente sin principe posible, sin beso resucitador.
Una luna casi llena se colaba entre los cipreses mientras dejábamos atrás el cementerio y volvíamos al pueblo. El silencio era más elocuente que todas las palabras del mundo. Estábamos triste, pero sobre todo, enrabiados. Hacía frío, un frío seco de otoño que se colaba a través de los abrigos. Y desde algún lugar del valle llegaba el eco de la carcajada, una carcajada amarga, devastadora, capaz de aniquilar la más leve de las esperanzas.
Que la paz que ella supo dar a todos, la acompañe para siempre.

Marcelo


La relación no comenzó bien. En aquel verano ardiente de días interminables, la adrenalina estaba a flor de piel y los nervios se perdían con más facilidad que las llaves.
Aquella mañana él estaba tumbado sobre la cama con una mirada indolente. No sé ni cuando había entrado a casa. Era muy tarde y mi tren salía en apenas media hora. Le dije con firmeza que se fuera, pero hizo caso omiso.
Furiosa, encendí la luz de la habitación, abrí la ventana de par en par y me planté en jarras frente a él.
- Venga, vete – le dije- tengo que cerrar la casa.
Pero no hizo ningún movimiento.
Auello ya me sacó de mis casillas. El sudor corría por mi espalda como si brotara de un manantial inagotable. Pero yo estaba agotada y tenía mucha prisa. Alcé la voz una vez más.
- Vete.
Por fin saltó de la cama como una gacela y me plató cara. Ví la violencia reflejada en sus extraños ojos verdes.
Todo fue muy rápido. Yo hice ademán de darle una patada, pero él se me adelantó. Su agresión me dejó desconcertada, aterrada. Vi que la sangre corría por mi piel y pude escuchar mi propia respiración entrecortada.
- lárgate de una vez- repetí entre lágrimas.
Pero no eran lágrimas de dolor sino de rabia.
Pasaron los meses, y a pesar de todo, él siguió viniendo a casa. Contra todo pronóstico, aquel agresivo comienzo no tuvo continuidad. Poco a poco, el entendimiento se fue abriendo camino en el que yo creía un abismo para el que no había puente posible.
Llegó un momento en el que nos entendíamos con sólo mirarnos, y un día de principios de otoño surgieron las primeras caricias, los juegos y las risas.
Los días se hicieron más cortos y por las mañanas soplaba una brisa fresca que animaba a tirarse sobre los hombros una rebeca de algodón. Las hojas comenzaban a caer de los árboles y la gravilla de los parques se cubrió de una alfombra de tonos ocres y amarillos
Aquell mañana gris yo estaba dándome los últimos retoques frente al espejo del cuarto de baño. Un poco de colorete, rimmel ¿dónde? si ya apenas tenía pestañas. Escuché un ruido cerca de mí. Me volví a mirar y allí estaba él, junto a la puerta, esperando no se qué.
No lo había oído entrar, pero sin duda había vuelto a dejarme la puerta abierta.
- Tengo prisa – le dije esta vez sonriendo- pierdo el tren.
No dijo nada y siguió esperando junto a la puerta.
Salí del cuarto de baño, apagué la luz, busqué el bolso, me cercioré de si llevaba las llaves y el móvil y salí a la calle cerrando de un portazo. Ví que él me seguía con pasos cortos.
- ¿Me acompañas?
Llegamos a la estación con apenas cinco minutos de tiempo. La gente iba y venía con tal ansiedad como si en ello le fuera la vida. Mi tren llegó a su hora, abarrotado como siempre.
Antes de subir me volví hacia él y le dirigí una mirada que quería decirlo todo, pero no se si llegó a enterderme.
Aquel gato enorme de pelaje atigrado me había ganado el corazón.

No es país para viejos

 

Ni de coña. Victor de la Peña había cumplido los 55 años hacía dos meses. Su hijo había emigrado a Bruselas y tenía un buen trabajo en una empresa informática. Su mujer, Daría, había emigrado al otro mundo tras una espantosa y cruel enfermedad. Estaba solo como una fruta nacida a destiempo y nadie iba a obligarle a seguir trabajando hasta los 67 años. ¿Sobre qué sueños? ¿Para qué realidades? Seguir trabajando con el lumbago crónico, la hernia de hiato jodiendo a toda hora y un principio de artrosis en las rodillas, no era el plan que él había pensado para su vejez. “Este no es país para viejos”- pensó mientras hacía la maleta. Tenía algunos ahorros y una pequeña casa de campo perdida en la montaña. Con dos gallinas, dos conejos y algunas semillas saldría adelante. Nadie le iba a quitar el derecho de ver atardecer a la sombra de un pino piñonero. Nadie tampoco podría obligarle a trabajar ocho horas bajo la fría luz de neón cuando la muerte estaba ya a un tiro de piedra.
Sonrió Victor como un niño pequeño a punto de hacer una travesura. ¿Acaso un pobre vendedor ambulante no había conseguido con su inmolación levantar en rebeldía a todos los pueblos árabes? ¿Acaso era necesario aceptar que éste o aquel -qué importa quién- intentase romper nuestros legítimos sueños?
Llamó al trabajo y dijo tajantemente que no volvía más, que no quería morir repasando aburridos informes, que se fueran a tomar viento, que él tenía una casita en el monte, pequeña, como de cuento, donde pensaba que aún podía ser feliz. Cuando salió con su pequeña maleta de su casa y dió la vuelta a la llave se sintió el hombre más libre del mundo.

Chicos de mi barrio


Me apeé del autobús en la avenida de Burjasot, en la parada que estaba frente a la tienda de muebles de saldo. Avancé por la calle casi desierta abrazada a mi carpeta y llegué al paseo. Eran apenas las ocho y media pero parecía media noche. Eso es lo malo del invierno,  en aquellas tardes tan cortas te sorprendía la puesta de sol tomando el café de media tarde. La última clase había sido interesante, aunque yo había desconectado varias veces. ¿El Hombre, lobo para el Hombre o el hombre, bueno por naturaleza?-, había preguntado el profesor-. Nunca había sido extremista, así es que pensé, aunque no lo dije, que ni una cosa ni la otra. Los listillos de la clase habían defendido a capa y espada sus ideas frente al envarado catedrático de derecho natural. Yo intenté disimular un interminable bostezo durante toda la clase: personas buenas y malas siempre las había habido, no había por qué darle más vueltas.

Llegué al paseo- había dicho- y nada más llegar vi el seiscientos blanco de Juan aparcado junto a la acera. Eso quería decir que mi grupo no andaba lejos. Era jueves, día que solíamos ir a cantar con los chicos que hacían rehabilitación en el hospital, pero esperaba de corazón que todavía no se hubieran ido. En aquellos días, el barrio, a partir de ciertas horas, no era el lugar más seguro y, sobre todo, el mejor iluminado.
Y no es porque el paseo no tuviera farolas, pero un porcentaje muy alto de las mismas había perdido su luz a causa de las pedradas de vándalos incontrolados que habían convertido aquel paseo de jóvenes palmeras en su campo de batalla. Lo mismo ocurría con los bancos, de granito blanco, alguno de los cuales había sido partido por la mitad. Y Dios sabría con que increíbles utensilios. Pero lo que rompía de verdad el corazón en cien pedazos, lo que alarmaba más que la semipenumbra y el vandalismo, era descubrir de vez en cuando, alguna palmera quemada, negra como el carbón, todavía vacilante. Eso sí me hacía hervir la sangre en medio de aquel paisaje urbano de esperpento.
Faltaba poco para fin de año y la humedad de aquellos días de principios de invierno de 1975, atravesaba cualquier prenda de abrigo y calaba hasta los huesos. Franco llevaba ya algún tiempo intentando morir, pero seguramente alguien estaba interesado en alargar la agonía del dictador. La incertidumbre del futuro se presentía como una tormenta lejana precedida por un viento huracanado. Avancé por el paseo con paso firme, no porque sintiera ni una pizca de aplomo sino porque el sonido de mis pisadas sobre el cemento cuarteado me hacía sentir más valerosa. Efectivamente, no tardé en comprobar que mi grupo se había ido, y que sólo quedaban, al refugio de una escuálida palmera desconchada, tres o cuatro chavales de esos que la sociedad descarta en cuanto cumplen trece o catorce años: el Jesús, el Manolo, el rubio, Morena. Fumaban Dios sabe qué y hablaban en voz muy baja. Yo me acerqué a ellos. Llevaba el portafolios pegado literalmente a las tetas.
-¿ Habéis visto a la gente de mi grupo?
Me miraron sin interés. Para ellos era una de aquellas tontarronas que iba a la iglesia a cantar canciones en latín y se distraía al volver de clase entreteniendo a los magullados que permanecían en el hospital.
- Hace rato que se han ido- me dijo uno de ellos con voz ronca-.
Eran niños, pero la vida les había regalado una prematura voz de hombre.
- Bueno, pues me voy para allá - dije sin mucho convencimiento-.
Vi que hablaban unos segundos entre sí y uno de ellos me agarró del brazo.
- Ni se te ocurra ir sola por ahí. El paseo está lleno de chaperos y violadores.
Exageraban siempre. Pero no era menos cierto que aquel paseo hecho trizas era el lugar perfecto para una emboscada terrible. Los chaperos hacían su trabajo junto al parque, ocultos bajo las largas ramas de los eucaliptos. En los violadores. si es que había alguno, no quería ni pensar.
- Te acompañamos.
Y con aquel cortejo de delincuentes juveniles que apenas habían robado unos cuantos radio-casetes y alguna que otra mobylette, me sentía increíblemente segura. Solían acompañarme hasta la misma puerta del edificio de rehabilitación y apenas si me dirigían la palabra. Planeaban, con ilusión casi infantil, los próximos hurtos, y hablaban de los barrios dónde era más fácil abrir un coche, y de los coches que presentaban menos dificultades a la hora de ser desvalijados.
Con el tiempo, supe que algunos de aquellos chicos de barrio habían retomado el camino recto. Posiblemente habían conocido buenas chicas que les habían leído la cartilla y les habían hecho pasar por el altar, ya que por aquellos tiempos no se podía pasar por otro lugar para llegar a la cama. Sin embargo, otros – y aún tengo sus rostros en el recuerdo-, acabaron mal, se dejaron embaucar por el abrazo dulce de la droga, y cayeron, como por un tobogán grasiento, hacia el abismo del Sida. Alguno llegó, incluso, al crimen, a la locura de la amenaza y de la violencia.
Tantos años después me pregunto si todo aquello pudo ser de otra manera, pero no encuentro respuestas. Las palmeras, ahora, están bien cuidadas. Las farolas alumbran y los niños corretean y juegan por un paseo transitado por ancianas que hablan de sus recuerdos y jóvenes que apuestan por recorrer la ciudad en bicicleta.
¿El Hombre, lobo para el hombre o bueno por naturaleza? Supongo qué según qué días, a qué horas y en qué circunstancias.

sábado, 22 de octubre de 2011

La voz

 

Oía voces desde hacia un tiempo. Y esa voz siempre pronunciaba la misma palabra, “ma-má”. Cuando mis hijos, de buena mañana, se iban al instituto y la casa se quedaba en silencio, no tardaba mucho en oir débilmente esa extraña voz que parecía surgida de algún otro e incierto mundo. A veces, me asustaba tanto que cogía el bolso, la chaqueta, y me iba a dar una vuelta sin saber muy bien adónde ir.
Aquella tarde llovía a cántaros. Unas gotas enormes, como monedas de dos euros, había sido el aviso de lo que luego pasó a ser una densa cortina de agua. Fue entonces cuando lo escuché otra vez, ma-maa. Se oía claramente, o al menos eso creía yo. Sentí un escalofrío y unas ganas tremendas de salir de casa. Cogí el paraguas y me fui a la calle sintiendo una gran debilidad en las piernas. Aún eran las cuatro y media y mi hija no salía del colegio hasta las cinco. Las calles tenían todavía la tranquilidad del mediodía, pero esa soledad urbana me reconfortaba. Las gotas de lluvia caían del paraguas y se deslizaban por mi frente hasta mis labios. Cuando llegué al colegio jadeaba como si acabara de subir una descomunal montaña.
- Estás pálida -me dijo otra mamá sonriendo- cualquiera diría que has visto un fantasma.
- No -contesté respirando con dificultad- no lo he visto, pero creo que lo he oído.
Me miró con los ojos abiertos como canicas cristalinas. Y antes de que pudiese decir nada, se lo conté todo, de pe a pa. Advertí en su mirada un destello de desconfianza, de incredulidad. Yo era consciente en aquel momento de que me estaba exponiendo al más severo de los ridículos, pero no me importaba.
- Tengo un vecino – me dijo tras un buen rato de silencio- que es vidente. Si quieres ir, no pierdes nada.
Nada. estaba perdiendo la cabeza, la calma, la paz interior. Si aquellas voces seguían susurrando junto a mi oído, perdería todo lo que había conseguido en la vida. Me alejarían de mi familia. Dios sabe si quizás me encerrarían en un siniestro tugurio. Mi futuro se haría oscuro y sucio como un tubo de escape.
- Vamos en cuanto salgan las niñas -le dije resuelta- es cierto que no pierdo nada.
- Veinte euros – me aclaró sonriendo- es lo que cobra.
La sala de espera era pequeña y cuadrada. Tenía una ventana alargada que daba al patio de luces del que llegaba todo tipo de sonidos y olores. En aquella reducida habitación había unas cuantas sillas y un viejo sofá del año de Maricastaña. Sobre mi cabeza colgaba una descolorida lámina del nacimiento de Venus, y junto a ella, se extendía un gran lienzo de matices amanerados, que reflejaba un utópico paisaje en el que esbeltos ciervos y desproporcionadas ardillas compartían un verde prado junto a un riachuelo.
Me tocó el turno. Pasé, no sin cierta repugnancia, a un saloncito mucho más pequeño. La persiana estaba bajada y la escasa luz que iluminaba la estancia provenía de una lámpara instalada sobre un velador.
El hombre que tenía frente a mí no parecía un curandero ni persona capaz de presagiar lo venidero o descubrir el pasado. Me recibió vestido con vaqueros y una camiseta negra con un gran letrero en inglés acabado en un gigantesco interrogante. Cuando me tomó las manos sentí que una extraña energía recorría todo mi cuerpo como una corriente eléctrica. Después, pasó las manos sobre mi cabello, sin tocarlo apenas, sobre mis brazos desnudos y al fin, volvió a detenerse en mis manos. Tenía los ojos cerrados.
- Tuviste una pérdida – su voz había cambiado y se había hecho aguda como la de un niño-
- Perdí un hijo – dije notando que mi voz iba desapareciendo a medida que hablaba- bueno, en realidad no llegó a nacer…
- Murió durante el embarazo ¿no es así?
Asentí con la cabeza. Era incapaz de hablar.
- Y la voz que escuchas, te llama…
Seguía con los ojos cerrados.
- Puedo oírla claramente. Me dice mamá, pero distanciando las sílabas y alargando la última a. ma-máa.
Se alejó de mí y se apoyó en la pared, como si temiera perder el equilibrio.
- Para mí está claro lo que está sucediendo- dijo con una media sonrisa- aquel hijo que no llegó a nacer es quien la llama desde algún lugar cercano. No sé por qué, pero se resiste a ir hacia la luz. Quiere seguir con usted.
A mi pesar, comencé a temblar como una hoja caída y vapuleada por el viento.
- ¿ Pero qué es lo que quiere?
Aquel hombre me cogió de los hombros con tal fuerza que pensé iba a arrugarme como un acordeón.
- Lo que quieren todos los niños – su voz era muy suave- una caricia, que le lean un cuento, incluso que le den una regañina…
Comencé a sentirme mal. Un sudor frío cubría mi frente y se quedaba sobre mi piel produciéndome una incómoda sensación
- ¿Y qué puedo hacer yo?
El hombre de vaqueros y camiseta negra se acercó a una estantería y sacó un viejo libro en el que había múltiples anotaciones a mano.
- Cuando escuche su voz, tiene que decirle que se vaya, que se agarre al carro de una estrella fugaz, y marche hacia un lugar mejor que éste.
Lugares mejores que éste seguro que había a miles, pero no sabía si el dueño de aquella vocecilla era muy obediente o un rebelde sin causa. No muy convencida, pague los veinte euros de la consulta y salí a la calle acompañada de Sonia, la otra mamá, que me miraba en silencio. Seguía lloviendo pero no abrí el paraguas.
- Necesito un café.- dije- o algo más fuerte
Capítulo II
La explicación que mi médico de cabecera me dio al día siguiente fue bastante diferente, pero no menos angustiosa. Después de leer mi historial médico durante un buen rato, me habló con voz tranquilizadora.
- Sin duda- dijo mientras se repantigaba en su silla- sufre usted un trauma no asumido. A veces pensamos que hemos superado la cosas, pero no es así. Es bueno hablar de nuestras tragedias, sacar todo ese dolor que llevamos dentro y que puede manifestarse en cualquier momento y de cualquier forma. De todas formas- añadió- si sigue escuchando esas voces…
- ¿Me estoy volviendo loca? – pregunté sin rodeos-
- Yo no diría tanto. Haríamos alguna prueba antes de dar un diagnóstico. Quizás se trate de un leve brote de esquizofrenia. ¿tiene antecedentes familiares?
Salí de la consulta aterrada. Estaba perdiendo la cabeza. Me volvía majareta sin remedio. Quién sabía si dentro de poco las voces que escuchaba en mi cabeza irían incrementándose hasta obligarme a hacer cosas horribles e indeseables.
Volví a casa muy despacio, abriéndome paso entre patinadores kamikazes y paseantes de perros. Sin darme cuenta, me metí en el carril bici y casi se me llevan por delante. Pasé a la acera de enfrente donde las ramas de los eucaliptos me golpeaban la frente a cada paso que daba. Iba remoloneando, haciendo tiempo. Estaba segura de que las voces seguían allí, esperándome detrás de la puerta, dispuesta a torturarme aún más.
Fue mi hija la que abrió la puerta mientras yo buscaba las llaves en un bolso atestado. Por lo visto mi rostro hablaba por sí mismo.
- -Estás enferma, mama.
- No-mentí- ¿por qué había de estarlo?
- Porque tienes carusina.
Era lo que yo solía decirle a ella cuando, de pequeña, se ponía enferma. Esa palabra recuperada del pasado me hizo sonreír.
- No me pasa nada -volví a mentir-
- Mamá…
- Vale sí- reconocí- a veces creo escuchar voces que no existen -dudé antes de continuar, pero seguí confesando- Escucho una voz que me llama mamá.
Sus ojos, habitualmente como platos, se abrieron como ensaladeras..
- ¿Estas pirada, mama?
No lo podía haber dicho más claro.
- No digas eso – le respondí airada- Estoy cansada, muy cansada. El médico me ha dicho que hoy no haga nada, que me tumbe en el sofá y pase de todo ¿qué te parece?
Mi intento de quitarle leña al fuego había sido en vano.
- Mamá…
- Y ahora déjame descansar. Si algo necesito, es silencio.
- Pero mamá.
- Déjame un poquito en paz. Tengo muchos problemas y ninguna gana de afrontarlos. Te hago la cena y me acuesto.
- ¡Mamá!
- Qué! -chillé yo también y al instante me arrepentí de haberlo hecho.
- Que nuestro gato, Botines, habla.
“Dios”- pensé atribulada- mi enfermedad es contagiosa.
- ¿Qué dices?
- Que habla. ¿Nunca te has fijado? A veces dice miau, otras, mau, y cuando tiene hambre dice ma-maa.
No me lo podía creer, pero una sensación de alivio crecía dentro de mí como una de esas pelotas gástricas que te introducen en el estómago y te ayudan a adelgazar.
- Es eso cierto o me estás tomando el pelo?
- Es verdad. No sé como no te habías dado cuenta…
Corrí hacia el teléfono como si en la casa se hubiera prendido fuego. Tenía una cita con mi médico al día siguiente a las diez en punto. Me habían hecho un hueco en su agenda dado mi estado de ansiedad.
- Don Julián – dije muy alterada- soy Marisa, la que oye voces -añadí en un susurro-
Su voz sonó extremadamente tranquila.
- ¿Se encuentra bien?
- Perfectamente. Ya he descubierto el misterio de las voces…
Dígame.
- Es el gato, doctor. Mi gato habla y me llama mamá cuando tiene hambre.
Se hizo un silencio más largo de lo que yo hubiera deseado.
- Véngase esta misma tarde a la consulta.- me dijo- quizás esté usted un poco peor de lo que yo había valorado en un principio.
Pero no fui.
De todo eso han pasado ya dos años. Botines, el gato parlante, murió tras una breve enfermedad y una larga agonía. Pero esta mañana, mientras preparaba la comida, he escuchado claramente una voz que me llamaba.
- Ma.maa.

El cuarto de la plancha

 

La apariencia no le importaba. Nunca había sido alta ni guapa ni rubia. Así que, convencida de que la naturaleza tenía una no comprobada tendencia en ser justa, pensó que probablemente era inteligente. pero tampoco fué así. En el colegio se atascaba con las matemáticas y la gimnasia. En cuanto venía venir el balón hacia ella, corría en dirección contraria como si la persiguiera un lobo por el bosque. Lo intentó con la música pero cuando un día se puso a tocar la flauta entre clase y clase, la echaron del aula y le confiscaron el instrumento hasta final de curso. Ella era pequeña e inocente, y alguien le había enseñado a creer en Dios y en unos ángeles, cuatro en concreto, que cuidaban las cuatro esquinas de su cama. Y pensaba a menudo que, probablemente, algún día Dios sería justo y le concedería un don. Pero los días pasaban, los demás despuntaban en unas y otras cosas y ella seguía siendo tan anodina como siempre, incluso a veces pensaba que era transparente dada la poca respuesta que obtenía de los demás.
Hasta aquel día. Hasta aquella gris y húmeda tarde de mayo en que había sido castigada por negarse a comer aquel pastoso puré de verduras. Hacía apenas dos días que había cumplido doce años y la rebeldía propia de la incipiente adolescencia comenzaba a despertar al igual que su cuerpo, lentamente pero imparable. Estaba sentada en una silleta de playa en el cuarto de la plancha, leyendo una historia sobre princesas y centauros que debía resumir en apenas quince líneas.. “Es un rollo patatero”- le había chillado a Candela- pero ésta había cerrado la puerta lentamente no sin antes avisarle de que más tarde le haría algunas preguntas sobre el contenido del libro.
Leía en voz alta: la princesa tenía una cabellera tan larga que casi llegaba a sus tobillos, llevaba un vestido plateado y una diadema adornada de piedras preciosas.. Entonces la vió. Fue la primera vez pero no la última. Estaba en una esquina de la habitación, pegada a la pared como si no quisiera dejarse ver. Tenía los ojos muy claros y una cabellera que casi le llegaba a la cintura. La niña dejó caer el libro y salió corriendo de la habitación en dirección al comedor donde su tía hacía como que leía una revista de moda.
- En la habitacxión de la plancha hay alguien.
- Sin duda. Tú, cariño.
- Alguien más que yo.
La psicóloga del colegio ya la había advertido de que estas cosas podrían pasarle. A esa edad de inseguridades y cambios, las niñas sólo querían llamar la atención y eran capaces de inventarse cualquier cosa para despertar el interés de los demás, y más en las singulares circunstancias de la niña. Así que intentó no perder la calma, respiró despacio y, sobre todo, se imaginó que estaba en otro momento y en otro lugar.
- ¿Y quien está allí contigo, si puede saberse?-
- Una mujer, joven, con el pelo largo. Esta pegada a la pared y no hace más que mirarme. Parece un fantasma- añadió en voz muy baja.
Candela sintió un escalofrío por todo el cuerpo y tomó un sorbo de la copa que tenía frente a ella.
.-Tienes una maravillosa imaginacion ¿Por qué no escribes esa historia y la llevas al colegio?
La niña dudó.
- ¿Puedo escribir aquí?
- Si te comes el puré de verduras. Está en la nevera. No pienso hacerte otra cena.
Una arcada subió hasta su garganta, desafiando la gravedad, con un sabor agrio y repugnante.
- Me lo comeré, te lo prometo.
Carmen se sentó en la mesa del comedor y comenzó a escribir. Candela la miró de reojo mientras miraba en la revista las fotos de la boda del principe Guillermo de Inglaterra. Ni de coña iba a dejar que la niña llevara la redacción al colegio. Sólo faltaba que aquella estirada profesora de lengua castellana llegara a pensar que la niña veía fantasmas en el cuarto de la plancha. Y no estaba dispuesta a otro cambio de colegio. Aquel era el segundo, una migración obligatoria forzada por la desbordada imaginación de aquella chiquilla que, como más de una vez le habían dicho, vivía en un mundo oscuro y propio.
-Ya la he terminado ¿puedo cenar?
-Si te comes el puré, te daré un petit de fresa.
Al día siguiente, ambas se durmieron. Probablemente el despertador sonó con puntualidad mecánica, pero ninguna de ellas abandonó el mundo de los sueños para abrir los ojos al nuevo día. Sobre las ocho y media Carmen se despertó de un brinco. Rayos de sol salpicados de motas diminutas de polvo entraban por las rendijas de la persiana.
- ¡ Que llego tarde!
Candela se dió la vuelta en la cama como un gato perezoso. Sin abrir los ojos, le dijo.
- Ve tú. Tienes la tropa preparada y hay cereales en la cocina.
Carmen vió la botella de ginebra sobre la mesita y después contempló la mirada perdida de la mujer, su rostro hinchado,las ojeras que rodeaban sus ojos semicerrados. Cogió su ropa y fue a ducharse.
A media mañana, Candela comprobó con horror que la niña había entregado la redacción a la profesora que se creía la madre de todas las niñas. No tardaría mucho en llegarle la circular de dirección citándola en el colegio. No pasaría mucho tiempo antes de escuchar que la niña debía ir a un psicólogo particular, que ver visiones no era normal ni a esa ni a ninguna edad. Y este aviso le molestaría aún más que el de la existencia de piojos en las aulas, que llegaba cada primavera con pertinaz insistencia.
- ¿Por qué has entregado la redacción?
-¿Por qué no? Tú me dijiste que la escribiera.
- ¿Y qué decías?
- Cosas mías.
- Te tomarán por loca si escribes de gente que se aparece. Recuerda lo que te digo. Y ahora déjame en paz y vete al cuarto de la plancha
-Ya me iba.
El cuarto de la plancha olía a almidón y a cloro. Era un olor dulce y limpio que lo impregnaba todo. En un cesto de mimbre, junto a la ventana, la ropa recién planchada y bien plegada esperaba para ser guardada. Dos días a la semana venía Gloría, una chica que mandaba el Ayuntamiento para poner la casa en orden y hacer la plancha. Carmen se sentó en la vieja mesa de madera. Tenía que hacer cuatro raices cuadradas y una lámina de dibujo, pero no le apetecía. Miró por la ventana. Le gustaba aquella vista del parque. Los árboles , que en un principio habían sido raquíticos y espigados, habían crecido, y ahora casi tapaban la fuente. Junto a un macizo de rosas blancas, había dos columpios y un tobogán donde, a aquellas horas de la tarde, algunos niños jugaban vigilados por sus madres.
Notó su presencia antes de mirar. Allí estaba, otra vez. aquella mujer de clara mirada y largos cabellos. Pero esta vez Carmen no se asustó. Vió ternura en sus ojos y cómo sus manos temblaban. Parecía que quería decirle algo pero de sus labios no salían palabras ni sonido alguno. Carmen cogió el lápiz de dibujo y garabateó con letra temblorosa: escribe, escribe, escribe. Cuando levantó la vista, la mujer había desaparecido. Carmen salió corriendo en dirección a la sala de estar donde Candela dormitaba en el sofá. La niña le tiró una suave manta de algodón sobre las piernas y volvió de puntillas al cuarto de plancha. Y comenzó a escribir. De las tardes de verano, de su tía y su botella de ginebra, de los niños que jugaban en el parque, del olor de la ropa recién planchada, de la leche caliente de las mañanas, de las cenas en soledad.
Al día siguiente la castigaron sin recreo por no haber entregado los deberes de matemáticas. Sin embargo, y en ese mismo instante, la profesora de lengua lloraba en un rincón de la sala de profesores mientras leía la redacción de Carmen.
-¿ Te pasa algo? – le pregunto el profesor de latin, un adusto hombre de nariz perfecta que si no fuera porque estaba sentado frente al ordenador, hubiera parecido el mismo emperador Justiniano redactando su códice.
- Esta niña, Carmen, cómo escribe… Tengo que hablar con su madre.
. Vive con su tía. Su madre ¿no recuerdas?murió en el parto.
-Dios! Lo había olvidado.

Hacía una hora que Carmen se había acostado y Candela se tomaba la última copa frente al televisor. No lo había hecho bien. Nunca lo había hecho bien, Había dejado que aquella pobre huérfana creciese sintiendo que no servía para nada. No había sabido descubrir sus talentos y ahora aquella envarada profesora de lengua se lo echaba en cara sin ningún recato. Contempló el cuaderno que Carmen había dejado sobre la mesa antes de caer rendida de cansancio. Leyó: Cuando es casi de noche, pero aún no se ven las estrellas, la tía de Alice saca una copa mágica de la alacena que hay junto a la chimenea y empieza a beber y a beber hasta que sus ojos se vuelven de plata. pero sus penas nunca se ahogan porque nadan como jóvenes cisnes en el lago. Un día, estando en el bosque, creyó ver un hada que había muerto muchos años atrás a manos de un terrible oso gris, y aquella mujer de largos cabellos y oscura mirada le gritó entre los árboles ¡rompe la copa! rómpela!…
No habia escrito más pero era suficiente. Era inútil negarlo. No había podido soportarlo. Ni siquiera lo había intentado. Y cuando aquel médico con cara de circunstancias le había puesto el bebé en sus brazos, ella sólo sintió que le habían jodido la vida.
La rabia ahora subía hacia su garganta como un amargo jugo gástrico. No era tarde. Nunca era tarde. Lanzó la botella contra la pared y vio fascinada cómo saltaban los cristales en todas direcciones. Después entró en el cuarto de la plancha y respiró profundamente el olor a jabón de lavanda. Comenzó a planchar. Como doce años atrás.

Diálogos al atardecer


Y mira que le dije a mi hijo que a ver a quien metía en casa. Los amigos hay que saber elegirlos y mirarlos con lupa. Y, aún así, a veces, pasa lo que pasa.
El caso es que, casi sin darnos cuenta, se instaló en nuestro salón. Aquí lo teníamos todos los días, precisamente a la caída la tarde, cuando las ojeras llegan a media mejilla y el cansancio es algo más que una leve y desagradable sensación. 
Hablando a todas horas, enzarzado en diálogos interminables, rompiendo la sana sencillez de nuestras vidas y la austeridad de nuestras palabras. Y no hablaba de cualquier cosa, no. Que si la justicia, que si la injusticia, que si el bien , que si el mal, grandes temas para rincones cotidianos y vidas anónimas. Yo, mientras él disertaba, iba poniendo la mesa para cenar, a ver si así cerraba la boca de una vez.
Pero ni por esas. Hace ya varios días me harté de tanta palabra culta y grité:
- Que la vida no es justa. Mas bien diría que es totalmente injusta. Cuanto más bueno eres, más te…
-Pero mamá… -me interrumpió mi hijo nervioso-, que él sólo cuestiona si seríamos igual de buenos o malos si no existiesen premios o castigos.
Sus ojos todavía reflejaban la inocencia aún no perdida.
Volví a gritar. Estaba cansada.
- ¿Y a mí que más me da el cielo o el infierno? Los que nacimos tontos, tontos moriremos.
Y el caso es que, a pesar de todo, se estaba convirtiendo en uno de la familia. Una noche, después de cenar, se quedó mirándome fijamente desde sus ojos duros como piedras. ¡Estaba echado en el sofá y guardaba silencio! Sentí ganas de echarle una manta de algodón por encima y dejarlo allí, al calor del radiador, hasta el amanecer.
-¿De que nos va a hablar esta tarde el joven barbudo -pregunté-. Estoy harta de que la cena se quede fría.
No tardó mucho en aparecer. Como siempre, con las últimas luces del día, cuando en la calle se encendían las farolas y la gente corría presurosa hacia sus hogares. Aquella tarde de nubes algodonosas y brisa cálida, después de un breve silencio, se puso a hablar del alma. ¡Dios bendito! Apenas puedo recordar lo que decía, pero sí me quedó claro una cosa, que el alma se sentía atrapada en el cuerpo, sumida en un desasosiego que sólo acababa con la muerte y el regreso a un mundo ideal.
- Pues sí- dije en un arranque de atrevimiento- En eso ya estoy más de acuerdo. Mi cuerpo y mi alma hace ya tiempo que cogieron caminos diferentes. Cuando me miro al espejo ya no me reconozco. Sin duda, yo soy más guapa y más joven, tengo el pelo más largo y brillante que esa gorda pecosa que se atreve a mirarme desde el otro lado del espejo. Tienes razón, muchacho. Mi alma se rebela y supongo que encontrará la paz cuando halle la salida definitiva.
Llegó la primavera con tal ímpetu que casi nos tira de espaldas. La luz se hizo más intensa, la tarde más larga, los diálogos llegaban hasta el anochecer. La belleza, la justicia, el alma, el conocimiento, la verdad, la razón, la vida. Un día tras otro, un tema tras otro. Lo cierto es que aquel muchacho de largo cabello rizado cada vez me caía mejor. Sin darme cuenta me fui acostumbrando a sus largas parrafadas y descubrí en él un alma pura, sencilla, inocente, lúcida. Mientras, el sol, como un dios de segunda categoría, se ponía tras las terrazas de los áticos como una enorme naranja incendiada.
Pero aquella tarde de finales de mayo fue distinto. Anochecía y por la puerta semiabierta del balcón entraba el aire perfumado de azahar.
-Bueno -dije-, ¿hoy qué? ¿de qué hablamos?
Mi hijo guardaba los libros en la mochila.
- Se acabó, mamá.
- ¿Cómo que se acabó?
Sonreía de oreja a oreja.
- Y deberías estar contenta, muy contenta -dijo-
Sentí un leve escalofrío.
- Se acabaron los diálogos, mamá. He aprobado filosofía. Ya no tendremos que estar todas las tardes leyendo a Platón.
Juro que aún lo echo de menos.

Catorce años atrás


 

Guardamos secretos. Los escondemos en el fondo de la memoria no para que los demás no los conozcan, sino para no poder recordarlos. Pero un día como otro cualquiera, hoy mismo, un viernes por la tarde, mientras anochece lentamente, los secretos se rebelan y tratar de salir a la leve luz de la puesta de sol.
Han pasado catorce años pero los recuerdos están nítidos, se resisten a pasar a la carpeta del olvido. Son como un relámpago mortal que queda prendido en la retina por mucho tiempo. Al día siguiente de aquel jueves de febrero tenía que hacerme una analítica, una de esas en las que te sacan tanta sangre que llegas a pensar que vas a caer redonda ante la joven enfermera. No estaba enferma, sino felizmente embarazada. Sólo había un problema en aquel panorama dulce y esperanzado. Todavía no había comunicado a mi empresa el feliz acontecimiento. Y reconozco que el hecho de decirlo me producía una sensación bastante próxima al pánico.
Pero no había más remedio. Hinché mis pulmones como si fuera a sumergirme en el más profundo de los océanos y subí a hablar con la jefa, una mujer malhumorada y cruel que no lanzó fuegos artificiales al conocer mi novedad. Antes, más bien, su mirada se volvió gélida y dura.
-Qué sorpresa – me dijo con sequedad- ¿te lo has pensado bien?
- Claro -respondí-
- ¿Y crees que vas a poder con tu trabajo y dos niños a tu cargo? – su voz ser había vuelto aún más dura-
- Estoy segura.
Sonrió con maldad.
- ¿Seguro que tu marido te ayuda en casa? Igual no vas a poder con todo.
- Bueno -dudé- mi marido ayuda un poco, como todos los hombres.
¿Pero por qué estaba respondiendo a aquel absurdo interrogatorio? ¿Por qué no recobraba mi dignidad de una vez y le preguntaba yo a ella a qué santo venía aquella reacción tan estúpida? ¿Qué clase de cobardía paralizante me estaba trabando la lengua hasta sentir casi que me ahogaba? Pero ella siguió, con la sangre de hielo recorriéndole las venas.
- Tú sabrás lo que haces. Ya veremos si cuando vuelvas de tu baja eres capaz de hacer frente a todo. Y si no, ya sabes…
- Aún estoy de cuatro meses. Ya me iré organizando.
- Eso espero, que sepas organizarte. Entonces, ¿mañana no vienes?
- Yo no he dicho eso. Sólo que llegaré un poco más tarde.
- Tú sabras lo que haces- y siguió mirando los papeles que tenía sobre la mesa como una forma de decirme “Ya puedes irte por donde has venido”.
Cuando salí de su despacho, la barbilla me temblaba como a un bebé apenado y las lágrimas ya corrían a chorros por mis mejillas. Antes de entrar en mi oficina, me refugié en el cuarto de baño y lloré hasta que me dolió todo el cuerpo. “Puta”-pensé- ¿quién te has creído que eres para tratarme así? ¿Qué clase de monstruo llevas dentro que te impide darme la enhorabuena y desearme que todo vaya bien?
Aquella noche apenas dormí. Las hormonas alteradas del embarazo se aliaron contra mí y me hicieron sentir toda la pena del mundo. Al día siguiente no pude desayunar y cuando me crucé con ella por el pasillo, bajé la vista como una rata acorralada. Mi felicidad se había evaporado como el agua de un charco. Ya sólo quedaba el barro.
Una semana después sangré levemente. No le dí importancia pero, por si las moscas, me acerqué al hospital. Mientras me sentaban en el horrible potro, pensaba que aún no había comprado la cena. !Dios! y tenía que hacer varias llamadas para concertar un par de entrevistas. Aquel “tú sabrás lo que haces” me había sonado a clara y abierta amenaza. La doctora me miró y volvió a mirar el monitor.
- Ha dado algún traspiés recientemente? ¿Ha tenido alguna caída?
Negué con la cabeza.
- ¿Alguna mala noticia? ¿algún disgusto?
-Sí.
Las doctoras, muy jóvenes, se miraron y luego me miraron a mí.
- Lo siento- dijo una de ellas- el feto está muerto. No se mueve. No tiene ritmo cardiaco.
Esta vez las lágrimas brotaron lentamente y resbalaron por mis mejillas hasta la comisura de mis labios resecos. Era domingo, hacía frío y estaba anocheciendo, como ahora mismo, una tarde cualquiera de invierno.