viernes, 23 de diciembre de 2022

Una Nochebuena diferente


 Sopla el viento de poniente y hace calor. Nadie diría que estamos a 24 de diciembre. Mi hija trajina en la cocina. Se ha empeñado en hacer el postre. 

—Mamá, hay que poner las luces al árbol de Navidad. 

Niego con las manos. 

—Ni pensarlo, hija, lo que hay que hacer es esconderlo. 

—¿Qué estas diciendo? ¿Esconderlo?

—Sí. Que esta noche viene a cenar la tía Julieta y para ella lo de poner el árbol es un acto pagano que nada tiene que ver con  el espíritu de la Navidad. 

—Pero mamá,  si lo ponen hasta en el Vaticano —me contesta indignada mi hija. 

—Para ella es solo una perversión del cristianismo. Quita el árbol y pon un nacimiento. 

—!Pero si ya hay tres!

—Pues otro. 

—A San José le falta una oreja y al niño Jesús un pie.  

Mejor. Así no escuchará las tonterías que decimos durante la cena. Y guarda el árbol de una vez. 

Me siento agotada. Esto de ir en feria en feria cansa a cualquiera. Y también estoy un poco preocupada. He dejado a Polífilo solo, allá en el pueblo,y a saber lo que es capaz de hacer. Además, en Navidad los recuerdos escapan de sus escondrijos y nos asaltan como ruines bandoleros. Menos mal que pasa pronto. 

Lo siguiente que oigo es un sonoro estruendo y un grito. 

—¿Qué pasa?—chillo desde la cocina. 

Pasa de todo. Intentando esconder el árbol navideño en el estrecho ropero, a mi hija le ha caído la caja de herramientas encima. Un reguero de sangre fresca se desliza por su mejilla. 

—¡A urgencias! Rápido. Hijo, saca el coche. Tu hermana se ha descalabrado. 

—Vale. ¿Y la cena? Ya sabes lo que se suele decir, cuando entras en urgencias nunca sabes cuándo vas a salir. 

Y tanto que lo sé —pienso—. Un día entré y me quedé cuatro meses. 

—Dale las llaves a la vecina. Yo mandaré wasaps a todos para que las recojan y vayan cenando.  

—El tío Ernesto no tiene wasap. Lo odia. 

—Pues que no venga. Uno menos. Venga, vámonos que tu hermana no reacciona.  

La ciudad vestía de fiesta. Luces, árboles decorados, papas noeles somnolientos, niños vestidos de domingo y gente que caminaba deprisa, arrebujada en sus abrigos a pesar de que no hacía frío. 

A la altura del cementerio, un hombre se plantó en medio de la calzada con los brazos abiertos. 

—¿Qué hace ese loco? gritó mi hijo dando un volantazo a la izquierda.   

—Atropéllalo —susurró mi hija mientras se sostenía la cabeza con la mano ensangrentada. Igual es un zombi. 

—La niña delira. Acelera hijo. 

Pero el hombre volvió a situarse frente al coche de forma suicida.

—Para hijo. Sólo nos falta matar a alguien en Nochebuena. 

Bajé la ventanilla. El hombre parecía muy nervioso. Cerca de él había una mujer en avanzado estado de gestación que se cogía la panza con ambas manos. 

—Mi mujer va a dar a luz. Por favor, acérquenos al hospital. Se acaba el tiempo. 

— Vamos, venga suban. 

No era la nochebuena soñada, pero era lo que había. La mujer se quedó mirando a mi hija. 

—¿Qué le ha pasado a la chica?

—Le ha caído la caja de herramientas encima mientras escondía el árbol de Navidad. 

El hombre no dijo nada. Supongo que tampoco entendía nada. 

Nada más llegar al hospital se llevaron a la mujer a la sala de partos y a mi hija a hacerle un TAC. A los demás nos mandaron a la sala de espera. 

Curiosa sala de espera. Reyes magos al borde del coma etílico, Santas Claus que habían dado pasos en falsos y chicos de Glovo que se habían estampado contra un belén viviente con la bicicleta. 

El futuro padre se paseaba inquieto como un león enjaulado. 

—Vaya nochebuena —dijo con un hilo de voz. 

—Diferente —dije tratando de rebajar la tensión. 

En mi móvil escuché el sonido del wasap. Era el tío Feliciano que no encontraba la sidra el Gaitero. No contesté. Cada día la gente quiere las cosas más fáciles. Qué la busque, pensé. A los cinco minutos, otra vez el wasap. Era la nuera de mi prima Maruja,  la que vive enfrente de la Ximeta. Llamaba desde el pueblo. 

—¿Queeeeé? —dije en voz alta nada más leerlo. 

—¿Qué pasa ahora?—preguntó mi hijo dando un brinco de canguro. 

—Que se ha escapado Polífilo

—¿Su marido?—preguntó el futuro padre.

—No. Mi burro. Qué tragedia. ¿Adónde puede haber ido? 

Todos me miraban, incluidos los reyes magos alcoholizados. Y en ese tenso momento una enfermera se asomó a la puerta. 

—¿Familiares de Sofía?

—Yo —dije alzando la mano como una colegiala. 

—Familiares de María 

Y el futuro papá levantó una mano temblorosa. 

Acompañamos a la enfermera por un pasillo largo y excesivamente iluminado. Mi hija había salido indemne del  salvaje ataque de la caja de herramientas y el futuro papá ya era papá. Un niño de casi cuatro kilos y medio metro de alzada. 

Le di un abrazo como si lo conociera de toda la vida. 

—¿Cómo le vais a llamar? 

—¿En esta noche? ¿No se lo imagina?

Estaba claro. El hombre, que probablemente se llamaba José, se fue a abrazar a María y a conocer a Jesús. Nosotros volvimos a casa . La ciudad estaba en silencio. Era ya bien entrada la madrugada. El wassap volvió a sonar. Era de nuevo la nuera de mi prima. Leí

"Hemos encontrado a Polífilo. No os preocupéis. Está en el Belén de la plaza, junto al buey y la mula. Los niños le han echado una mantita por encima. Feliz navidad". 

Abracé a mi hija mientras miraba por la ventanilla del coche. Al fin , aquella nochebuena, y a pesar de todo, había sido una buena noche. 

Feliz Navidad y mejor año 23


PD. Pues al final sí va a ser una nochebuena diferente. Yo sigo con el Covid puesto. Voy a intentar secuestrar los langostinos. Sed felices. Seamos felices. Nos lo merecemos. 







 






martes, 20 de diciembre de 2022

Covid 19

 Cerrado por Covid 19. No puedo ni darle a la tecla. Mi hija por segunda vez, y yo me he estrenado. La Pandemia no ha acabado. Cuidadín. 

Y encima me he perdido la feria del alfiler afilado. 

Nos leemos. 

domingo, 11 de diciembre de 2022

Libros y feria de la cerámica



 A mi padre le gustaba coleccionar piezas de cerámica y alfarería. Era capaz de coger el coche y en el día más oscuro de noviembre dirigirse a cualquier pueblo de las provincias próximas para comprar un botijo determinado o compartir una charla con cualquier alfarero en vías de extinción. Hace ya más de veinte años que duerme el sueño de los justos, pero sus piezas, sus afanes, sus libros de cerámica, sus apuntes de alfarería, sus cántaros, sus vasijas, sus botijos,  siguen con nosotros. 

Por tal motivo, cuando vi que celebraba una feria de alfarería en Navarrete, cerca de Logroño, no tuve la menor duda. Me pasó justo lo contrario que en la feria de la miel.  Lo tenía claro y me fui de cabeza. ¿Qué si en mi libro aparece la cerámica? pues lo cierto es que no, pero como diría José Mota, debería ser que sí.

Ilusionada al cien por cien monté ni pequeño stand entre el de cerámica de Sargadelos y el de cerámica de Manises. La verdad es que se me iban los ojos, y no porque en aquella feria hubiera algún feriante de belleza singular, como ocurrió en la feria de la miel,  sino porque ese olor a barro cocido, a arcilla, a campo, y a aire sano me traía recuerdos que creía definitivamente perdidos. 

Al cabo de un rato, un hombre de mediana edad con aspecto de romano de principios del primer milenio se acercó a mí stand. 

—¿Le gusta la feria, señora?

—Me entusiasma —dije aunque apenas había podido verla. 

—¿Y su libro trata sobre cerámica?

Tierra trágame. 

—Pues la verdad es que  no. 

Su gesto cambió. Hasta tal punto que pensé me iba a echar a los leones. 

—¿Entonces?

Tenía que pedir clemencia y salvar mi dignidad. 

—Voy a decirle la verdad. Estoy realmente desesperada. Mi libro no se vende. Ocupa toda mi casa.Tengo libros en los armarios, en el botiquín, bajo el fregadero. Así que he decidido acudir a todas las ferias que se celebren en el país a ver si me deshago de ellos.

—¿Y ha probado a ir a alguna feria del libro? 

"Touché"

—¿Se puede creer que no? 

—Pues quizá debería empezar por ahí. 

No contesté. Realmente tenía ganas de echar a correr. Mira que estoy  haciendo deporte desde que me apunté a esto de las ferias. El "romano" se apiadó de mí.

—De todas formas, ¿sale alguna pieza de cerámica en su libro? 

—Un jarrón — repuse rápidamente. 

—Algo es algo.

Mi padre coleccionaba alfarería— añadí sin venir a cuento. Podría decirse que tengo una cultura alfarera. 

— Eso es bueno. La gente ya no aprecia nuestro trabajo. ¿Sabe a qué se dedica mi hijo?

—¿Sigue la tradición familiar?

—En absoluto, Es informático. Crea juegos de esos en los que todos acaban muertos. Parece que ese es el futuro. 

—Un futuro sin barro— dije apesadumbrada. 

—Un futuro de litio — repuso él—. Deme cinco libros, para mí cuadrilla. Y le regalo el botijo que más le guste. 

 Me gustaban todos. Y escogí uno de arcilla blanca con cuatro pitorros, ojos y orejas.

Y al volver a mi jardín de jazmines abandonados, pensé en mi padre y en lo que le hubiera gustado aquel hermoso botijo. Un futuro sin barro, pensé, y sin arcilla y sin manos expertas que les dieran forma y vida. 

¿Cómo se habría portado Polífilo durante mi ausencia?

Pues os lo digo ya. Se había zampado mi querido tarro de miel. Ahora tenía un burro hiperglucémico. 


jueves, 1 de diciembre de 2022

Libros y la Feria de la miel


 

Cuando era pequeña me picó una abeja. Fue una tarde de verano, en el caserío donde mis abuelos, a los que nunca conocí, tenían una casa de veraneo pintada de color rojo, entre campos de olivos y vides. Mis padres y mis tíos, al ver como mi mejilla se hinchaba más y más, me pusieron barro por toda la cara para rebajar la inflamación. Remedios caseros de la época.

Por esa razón, y porque hay recuerdos que a pesar del tiempo transcurrido permanecen diáfanos, cuando recibí una invitación para participar en la feria de la miel de Ayora, fruncí el ceño y dudé.

—Me han invitado a una feria de miel, le comenté a Polifilo que pacía tranquilo junto a mi. 

Por toda respuesta, el asno rebuznó y se topó contra mi como si de un gato se tratase. 

—¿Eso es un sí o un no?— le dije. 

Movió la cabeza de arriba a abajo porque una mosca no cesaba de molestarle. 

—Eso es  un sí— exclamé feliz de ser capaz de enfrentarme a uno de mis primeros miedos, las abejas, tan laboriosas, tan dulces ellas. 

Y me fui a Ayora, cargada con mis libros y mis ilusiones intactas. Mi sencillo stand de mesa de camping se hallaba situado entre el de la miel de flores silvestres y el de apicultura sedentaria. Afortunadamente, abejas no vi ni una. 

A la media hora de estar allí se me acercó el vecino apicultor. Una tiene ya sus años pero aún sabe apreciar la belleza, y qué belleza. 

—¿Vende usted libros en una feria de miel? 

Me sentí tan avergonzada que tentaciones me dieron de recoger mis cosas y salir corriendo de allí cual abeja reina.  

—Pues ya ve —fue todo lo que se me ocurrió decir. 

—¿Acaso su libro tiene algo que ver con el cultivo de la miel? 

Ni de casualidad, pero ladeé la cabeza de un lado a otro como un perro viejo. 

—Según se mire. Una buena rebanada con miel no le hubiera venido mal a alguno de mis protagonistas. 

—La miel es oro, señora. ¿Sabía usted que los egipcios hacían cerveza fermentando la miel?

Sabía yo tanto  de miel como de energía nuclear, o sea nada. 

—Algo había oído —mentí. 

—¿Y sabe que los griegos consideraban la miel el alimento de los dioses del Olimpo? 

—¡Hombre, claro! ¿Quién no sabe eso? 

Yo, evidentemente. 

—Pues le compro el libro y le regalo un tarro de miel. 

Enrojecí como una colegiala. 

—Es usted muy amable —susurré con voz ronca. 

 —¿Alguien la espera en casa? ¿Quiere cenar conmigo? 

Aquella sí era una ocasión de oro. 

—Bueno—dudé—, el caso es que en casa me espera Polifilo.

—¿Su compañero? 

—Así puede llamarse. 

—Seguro que habrá otra ocasión. 

—Quién sabe —repuse mientras parpadeaba como  si de repente el sol me hubiera deslumbrado. 

Pero en cuanto el bello apicultor se dio la vuelta, recogí mis libros y me fui al trote calle abajo. Una no está ya para determinadas tentaciones. 

Y mientras caminaba hacia la estación del tren creo que me picó una abeja, o una  avispa. Probablemente fuera un simple y asqueroso mosquito tigre.

Había vendido un solo libro, me habían regalado un tarro de miel, pero la mirada de aquel hombre me había quitado de encima unos doscientos años. 

O más. 





 


miércoles, 23 de noviembre de 2022

Libros y la feria de los burros


Qué barbaridad. Tengo un nuevo amigo. Se llama Polifilo. Lo he conocido en la última feria a la que he asistido y reconozco que fue amor a primera vista. Y aquí lo tengo, a mi vera, mirando cómo escribo estas líneas entre jazmines abandonados. 

El caso es que el pasado mes de octubre acudí a otra feria. Tengo que vender mis libros como sea. Están cogiendo polvo y amarilleando sus páginas. El tiempo siempre acaba siendo un pequeño y silencioso enemigo. Le feria en cuestión era la feria del burro, en San Viterino de Arriba.  Al principio no tenía muy claro si ir o no ir, porque burros lo que se  dice burros en mi novela no salen. Ni caballos, ni perros ni gatos, y esto último es realmente raro.  El que me conoce me entiende. Soy gatuna hasta la médula. 

Y hasta allí me fui, como tantas otras veces, cargada con mis libros y mis ilusiones. Eso sí, me puse una tirita fluorescente en el dedo por si, en una de aquellas, me caía al río Tajo. 

Qué bellos son los burros, qué mirada tan tierna, qué orejas tan grandes. No puedo comprender cómo los egipcios y los romanos les tenían tanta tirria y de qué forma se ha asociado el burro a la falta de conocimientos, a la más profunda ignorancia. 

Pero vayamos al grano.  Cómo siempre, no tardó en acercarse alguien a mi pequeño stand. 

—¿Libros en una feria dedicada a los burros? 

— Pues ya ve usted. 

El hombre era enorme, tenía una voz ronca, ojos saltones y una panza tensa y respetable.

—¿Sale algún burro en su libro?

—Debería—dije en un susurro—,y le aseguro que en mi próximo libro saldrá uno. 

—¿Como en Platero y yo? 

—Un libro inmenso ¿Lo ha leído? 

—Hace siglos,  en el colegio, y recuerdo que iba de un burro. 

—Usted lo ha dicho, aunque el  caso es que  yo no tengo burro. Y debería. ¿Sabe usted que en la Babilonia del siglo III antes de Cristo eran considerados animales sagrados?

—Nunca lo había oído.

Ni yo tampoco—pensé. 

—Y qué en la época de Nicodemo el regio tener un burro era señal de pertenecer a una familia de alta alcurnia?—Seguí mintiendo

—No me diga.

—Le digo más. La salida del arca de Noé se tuvo que retrasar porque la pareja de burros no quería subir a bordo.   

—Eso sí lo creo. Son muy suyos estos animalitos. 

Me estaba entusiasmando en mi propio caldo de mentiras.

—¡Cómo me gustaría tener un burro!

—Deseo cumplido. 

—¿Cómo?

—He traído diez hermosos ejemplares a la feria y he vendido nueve. Unas joyas peludas. Pero mire ese, ahí lo tiene. Ese no lo quiere nadie.Está cegato y artrósico y no lo voy a poder vender. Así que si nadie lo demanda,  lo llevó al sacrificio.

Me quedé muda. Cegato y artrósico, como yo misma. Miré al animal y él me miro a mi, como implorando. Hablé sin pensar. 

—Se lo cambio por diez libros. 

—Y para qué quiero yo tantos libros? Con cinco me apaño. Para la suegra y sus amigas de partida. ¿De verdad  quiere el burro? 

Recordé: Platero es un burro pequeño, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón. 

—Me lo llevo, dije resuelta. 

—Tengo un paisano que se lo puede llevar donde usted diga. 

—Hecho. 

Aquella noche, en el hostal del pueblo, apenas pude dormir. La emoción me embargaba.  Había cambiado cinco libros por un burro artrósico. Tendría que mudarme a la caseta del pueblo. Allí tenía un pequeño jardín de jazmines abandonados. Mis hijos Iban a pensar que me había vuelto loca. 

Yo ya lo estaba pensando. 














martes, 15 de noviembre de 2022

Feria de la tirita (II parte)

 

Con la tirita fluorescente pegada en la frente, me fui a la sección de apósitos opiáceos para tratar de vender algún libro más. La cesta de la compra ha subido de forma desorbitada y abusiva y hay que sacar dinero de debajo de las piedras, o de la venta de libros, que viene a ser lo mismo. 

Planté mi pequeño stand entre el de marihuana terapéutica y el de apósitos opiáceos. Un lugar estratégico que supuse me traería grandes ventas. 

Como suele ocurrir, no tardó en acercarse el tunante de turno. Tenía la tez pálida, las ojeras violáceas y las pupilas salvajemente dilatadas. 

—¿Libros, señora? Esta es una Feria de drogas terapéuticas y afines. 

Debía atacar de frente.

—¿Y qué mejor droga que un libro, caballero?—dije levantado la cabeza como un pavo real—. Historias que nos apartan de nuestra rutina cotidiana, nos hacen olvidar nuestra mísera vida y nos trasladan a mundos fascinantes y desconocidos. 

—Mi vida no es mísera, señora.  Soy un hombre de éxito. 

Observé sus manos y su cuello llenos de parches de opio. 

—¿Y por qué lleva usted tantos parches? ¿Acaso ha tenido un accidente? ¿Tiene artritis, artrosis, deudas, cualquier otra  cosa que duela?

El hombre pareció dudar 

—No, nada de eso. Tengo un problema con mi perro.

—Cuénteme.

— Es que mi perro me muerde.

—Caray, ¿qué es, un pastor alemán, un rotveiller? 

—Un caniche. 

No pude evitar soltar una carcajada. 

—¡Joder con el caniche!—exclamé. 

El hombre se acercó aún más y en un susurro me dijo:

—Yo hago que me muerda ¿sabe? Estos apósitos dan una gran sensación de calma y bienestar. Así cuando mi santa esposa me pregunta porqué llevo tantos apósitos le digo que me ha mordido el perro. 

—¿Y se lo cree?

El hombre afirmó con la cabeza.

—¿Y no se ha planteado usted nunca que pueda estar bastante enganchadillo?

—Cómo el atún al anzuelo, como el remolque al camión, como el pendiente a la oreja, como el...

—Vale ya, lo entiendo.

—Pues ya ve, una desgracia. El perro no quiere ya morderme. Huye cuando me ve. 

Tomé mi libro y se lo entregué.

—Se lo regalo —le dije—. Aquí hay amor, renuncia, traición, amistad, sacrificio, misterio. Vamos, lo que es la vida. Vuelva a su casa y acaricie a su pequeño perro y deje esos apósitos para los que realmente lo necesitan.

—Igual tiene usted razón. Estoy más mordido que una costilla adobada. 

—La tengo, sin duda alguna. Y me voy ya de aquí  que el humo de la marihuana está empezando a colocarme, de lo contrario no le habría regalado el libro. 

Y mientras hacía mutis por el foro vi que el hombre se iba despegando los apósitos, uno tras otro,con delicadeza, como si hubiera decidido dejar toda una vida atrás  y permitir que su pequeño caniche le lamiera las heridas. 

Incluso las del alma. 



martes, 8 de noviembre de 2022

Feria de la tirita y del apósito opiáceo


 Mi presencia en la Feria del Automóvil causó una revolución. Miles de personas se manifestaron por las calles de la ciudad reivindicando el coche de combustión y acusando al coche eléctrico de clasista y exclusivo. En esas estábamos cuando vi en Facebook el anuncio de una feria que podía ser interesante: la feria de la tirita y el apósito opiáceo. 

—¿Dónde se celebra?— Me pregunto mi hija siempre preocupada por saber en qué tugurios me metía. 

—En Colgados de Arriba, en la provincia de Madrid. 

— ¿Quieres que te acompañe?

—No, hija —le dije—, mantén a salvo tu dignidad mientras puedas y no te preocupes por mí.  Y hacia allí me fui cargada de ilusiones e incertidumbre. Colgados de Arriba estaba a unos tres kilómetros de Colgados de Abajo, y entre ellos se extendía una vasta llanura, un río serpenteante y una enemistad que se remontaba a miles de años atrás. 

La Feria se encontraba en medio de la nada, en medio de un árido descampado nada alentador. Mi stand era muy sencillo, una especie de paraeta  con un toldillo color butano y situada entre el stand de tiritas fluorescentes y el de apósitos con sabor a arándanos. No tardó de acercarse el vecino feriante. 

—¿ Libros? ¿Vende usted libros?

—Como usted puede ver. 

—Pero ésta es una feria farmacéutica, más o menos.

—Soy consciente de ello. Pero...Cuénteme de su producto— le dije mientras él ojeaba uno de mis ejemplares. 

—Verá, estamos comercializando unas tiritas que no se le despegarán jamás de la piel. Ya puede tratarse de una herida o de un molesto juanete. ¿En su libro hay heridos? 

Ni uno, pensé, pero mentí. 

—Imagínese que sale hasta la Gestapo, cómo no va a haber heridos. 

—Deme cuatro, uno para mi esposa, otro para mi primo, otro para mi suegra y otro para mi... Bueno, cuatro. 

Le empaqueté los cuatro volúmenes y se los entregué.

 —Pues hablando de mi producto —dijo el hombre—, Imagínese ahora usted que se va a las Cataratas del Niágara y se cae de cabeza al agua. Si lleva puesta una de nuestras tiritas, no le pasaría nada. 

—Hombre, me ahogaría, además de descalabrarme un poco.  

—Eso sí, es muy probable. Pero al contacto con el agua nuestras tiritas se vuelven fluorescentes, lo cual significa que los equipos de rescate no tardarían nada en encontrar su cadáver. ¿No me diga que no es una ventaja? 

—Hombre, visto así...

—Lo es. O, por ejemplo, la asaltan a usted y la dejan tirada en un descampado. Al caer la noche la tirita cobraría luz propia y no tardarían en encontrarla, viva o muerta.

Todo aquello me estaba pareciendo un poco siniestro, así que intente zanjar el asunto. 

 —Le compro diez tiritas rigor mortis ya que usted me ha comprado cuatro libros. 

—Hecho. Y si escribe usted otro libro no olvide incluirlas en su argumento. ¿Se imagina Una mano cadavérica saliendo de la tierra con una tirita en el dedo? 

Era demasiado imaginar. En cuanto el vecino tiritero se despistó,  guardé el dinero, recogí mi stand y salí de allí como alma que lleva el diablo. Necesitaba darme una vuelta por el departamento de apósitos opiaceos. Un poco de calma no me vendría mal.  No penséis mal. Con la valeriana me conformo.

 


miércoles, 22 de junio de 2022

Libros y gasolina

Libros y gasolina 

Por fin estaba entre los coches de gasolina y diesel, los de toda la vida. Mi pequeño stand se hallaba situado entre las marcas Fiat y  Renault. Qué de recuerdos vinieron a mi mente. El cuatro latas de color verde claro que, al coger una curva, se le abría la puerta. Pura adrenalina. Otros tiempos. 

No tardó mucho en llegar el ejecutivo de turno. Le tiraba así un aire a nuestro presidente, el Sánchez. 

—¿Libros?—dijo con una voz profunda y subyugante—. No sé si ha dado cuenta de que ésta es una feria de automóviles.

—Naturalmente, y por eso estoy aquí—repuse. 

—Creo que no la entiendo. 

—Pues yo se explico en menos que arranca un bemeuve. Verá, mi novela es una reivindicación de los automóviles de gasolina, de los de toda la vida. En uno de esos coches, mi protagonista se va con su novio, aunque ella no sabe que es su novio, en busca de una misteriosa lista con seis nombres de otros tantos desconocidos..

—Y eso tiene que ver...

—Claro que tiene que ver, acaballero. Nos están metiendo los eléctricos por los ojos a un precio que casi nadie puede pagar. Es por el planeta, es por el planeta — chillé—, pero nadie prohíbe los grandes cruceros que atracan en nuestro puerto. ¿Entiende? ¿Acaso el peón de albañil se puede comprar un eléctrico? ¿Acaso un reponedor de supermercado puede hacerlo? No podemos permanecer callados más tiempo —estaba salida de madre—. Hay que pasar a la acción. 

La gente se había arremolinado en torno a mí. Un joven comenzó a aplaudir. Yo estaba en la gloria bendita. Otro joven comenzó a gritar:

—Tiene razón la señora. La opresión del capitalismo se disfraza ahora de ecologismo. Van a salvar el planeta y van a matarnos as todos. 

Una vez más, aquello se me estaba yendo de las manos.

El joven siguió gritando. Tenía un aspecto encantador. 

—Vamos. No aguantemos más. Destrocemos esos monstruos eléctricos que nos discriminan y nos lanzan hacia un futuro incierto.¡A la carga!

Y allá que se fueron todos, como una manada de búfalos salvajes dispuestos a pisotear cuanto se pusiera a tiro. 

El ejecutivo me miró. 

—Mire lo que ha hecho con su arenga. 

—Usted no me ha visto ni me ha escuchado—susurré.

Le regalé el libro y salí pitando de la feria. Los gritos y los golpes podían escucharse desde la parada del tranvía. Respiré hondo. Hacía calor. Olía a jazmín y a tubo de escape. 

miércoles, 15 de junio de 2022

Libros, Marco Antonio y el mono pardo.



 Me despedí de Toro Salvaje en la estación del Norte. El se fue con Justiniano al manicomio y yo volví a casa exhausta pero contenta por mi éxito en la feria de bolillos. 

Mi hijo me esperaba en la puerta. Radiante. 

— Mamá, te he conseguido dos stand en la feria del automóvil, uno en la sección del eléctrico y otro en el de gasolina. No me acuerdo si en tu novela salen coches...

"!Pero bueno!"—pensé.

—Dos coches, hijo, un tren , un bus de línea y una moto. 

—Olvídate de la moto, del tren y del bus. Céntrate solo en los coches. 

Comencé a sentirme agobiada. 

—lo único que sé de coches es que tienen cuatro ruedas...

— Suficiente. Lo demás te lo inventas, como sueles hacer. 

Así pues, metí diez libros en la mochila cogí el metro y me fui a la feria. No me costó   nada encontrar mi discreto stand. Estaba entre las marcas Woslkwagen y Hiundai. No habían pasado ni dos minutos cuando se acercó un hombre  de rasgos asiáticos, presuntamente coreano. 

—¿libros? Me preguntó con una amable sonrisa. Esta es feria de automóviles. 

—Y por eso estoy aquí —dije haciendo una reverencia como había visto tantas veces en las pelis—. Mi libro aborda el estudio de una nueva forma de potenciar la energía eléctrica para que sea más ecobiológica.

El hombre ladeó la cabeza, como hacia mí jilguero cuando le decía cosas bonitas. 

,— Viene de antiguo—seguí diciendo más animada—, de la alquimia practicada por los magos de Oriente. Vera usted, ya en la antigua Grecia se mezclaba la arena del desierto con los excrementos de camello para producir energía saludable.

El hombre abrió los ojos todo lo que los puede abrir un coreano. 

— En Grecia no camello, no arena...

—¿He dicho Grecia?  Quería decir Egipto. Como le decía, el gran físico y sabio Gaspar, primo segundo de Cleopatra por parte paterna, se especializó en este tipo de experimentos que ahora — bajé la voz— se están llevan a cabo en Namibia. Y usted se preguntará por qué. 

El pobre hombre no se estaba preguntando nada. 

Y yo se lo digo —seguí poseída por mis propias mentiras—,porque Marco Antonio, que era el amante de Cleopatra y el sobrino de Plinio el joven, le robó la fórmula y se fue a Namibia donde desapareció de un día para otro.

— ¿Marco Antonio? 

-—No. El mono pardo que le sustrajo la fórmula y se perdió en la jungla. 

—¿Y ahora han encontrado a Marco Antonio? 

—No. Al mono, disecado. Se había comido la fórmula y ésta ha permanecido intacta. 

—Ooooh, muy interesante.  Alto secreto todo. ¿Y en su libro se habla de todo ello? 

Afirmé con la cabeza para no atragantarme con la risa. Aquello no era una trola. Era un trolón. Qué vergüenza.  Y acto seguido me compró diez libros, según dijo, para regalarlos a los miembros de su consejo de administración. 

Tras cobrarlos, salí pitando hacia el segundo stand que me había reservado mi hijo, en la zona destinada a coches nuevos y usados, de gasolina.

Allí, entre los coches de toda la vida, me sentí mejor. Ya os seguiré contando. La que se armó. 







martes, 7 de junio de 2022

De libros y bolillos



De cabeza me fui a la feria de bolillos. Estaba decidida a vender todos los libros que me quedaban. El stand estaba situado junto a la ermita de la Aurora, así que a la dicha  patrona le rogué tener más éxito que en Xátiva, petición bastante fácil de satisfacer, por cierto. 

Al cabo de unos minutos se acercaron varias mujeres. Tenían las manos grandes y los dedos largos, supongo que de tanto bolillear. 

-—¿Libros? dijo una de ellas. 

— Efectivamente —dije con una sonrisa de oreja a oreja. 

La mujer, alta como la luna, pasó sus dedos por la portada de mi libro. Sentí escalofríos. 

—¿Y de qué va tu libro?—preguntó. 

Tragué saliva. 

—A ver. Va de una mujer que se va a París y allí conoce a una prostituta y a un anciano que formó parte de la Resistencia francesa. Entonces, un día...

La mujer me miró. Yo diría que antes tenía los ojos verdes y ahora negros. Inquietante. 

— ¿Y que tiene eso que ver con los bolillos? 

Empecé a dudar. 

— ¿No querrá que le haga spoiler? —pregunté.

Vi el terror reflejado en el rostro de una de ellas. 

-Ay Maruja, vámonos que ésta te quiere hacer magia negra. 

—No, no por favor —grité— que el spoiler es solo un tipo de bolillos como el Cluny. 

—Cuéntenos entonces — ordenó la mujer alta como la luna con gesto serio. 

" De esta no salgo viva" — pensé —. Me estrangulan con las puntillas y tiran mi cadáver al río. 

— El caso es — dije con cierto aplomo— que las bolilleras de París se unieron a la Resistencia para tejer trampas a la Gestapo. Ponían puntillas de fino encaje entre los árboles y cuando llegaba un nazi, guantazo que se pegaba. Y luego lo remataban con los ganchillos. 

— ¡Dios mío !—exclamó otra mujer— eran auténticas heroínas. 

— De los pies a la cabeza — dije.

La tercera mujer afirmaba con la cabeza, muy convencida. 

— Joaquína, Díselo al Benito,  tu marido, que dice  que hacer bolillos no sirve para nada. 

— Pues claro que se lo voy a decir. Me va a escuchar esta noche cuando le diga que en la revolución francesa no quedo un Gestapo vivo gracias a las bolilleras guerrilleras.

Aquello se me estaba yendo de las manos. 

—  A ver, señoras. Es la Segunda Guerra Mundial, no la Revolución Francesa, aunque no me extrañaría que a María Antonieta le hubieran atado las manos con encajes de bolillos antes de cortarle la cabeza. 

— Que finos son los franceses —dijo la mal alta. 

—Y qué salvajes los nazis cortando cabezas en la guillotina —dijo otra. 

Ya no quise decir nada. Tampoco la historia era mi fuerte. Me compraron diez libros, ! Diez!

— ¿Y lleva patrones y plantillas? —me preguntó una de aquellas mujeres con cara de buena persona. Me dio hasta pena. 

— Patrones y protones. Ale, a disfrutar de la lectura y a seguir bolilleando. 

Y me fui de allí por patas. Al cabo de unos minutos escuché una cierta algarabía. Chillaban diciendo que el libro no llevaba patrones. Corriendo cual loca como iba no vi que un hombre me salía por la esquina y me caí de bruces.

—¡Toro salvaje! ¿Qué haces tú por aquí?

Parecía angustiado. 

—He perdido a Justiniano. No lo encuentro por ninguna parte. 

 —Tranquilo, Lo encontraremos. Pero ahora corre. Las bolilleras nos persiguen.

— ¿Y eso? 

—Están locas como cabras. Creo que quieren cortarnos la cabeza. 

Y por los pelos, cogimos el tren. Respiramos tranquilos hasta que nos dimos cuenta de que el maquinista era Justiniano. 


martes, 31 de mayo de 2022

Ferias y libros

 Estoy que me desmayo. La emoción me embarga. Me han invitado a presentar mi novela en una feria. Y me han otorgado la mejor situación, entre el tío vivo y los autos de choque.  Yupi 

Os cuento. Exitazo total en la feria del tío vivo, aunque cierto es que el ruido de los autos de choque me molestó un poco. Estoy tan feliz que levito como Santa Teresa con sus rezos. Y desde mi humilde situación, doy gracias al Universo, saludo al sol y a la carnicera de mi barrio. Vendí siete libros! Los cuatro primeros se los endosé a unos turistas japoneses que iban buscando una guía de la ciudad. Ahora deben estar completamente perdidos por el casco antiguo. Los dos siguientes me los compró una pareja de Testigos de Jehová diciéndoles que aquel libro era una nueva lectura de la Biblia desde el punto de vista de Jehová. Se fueron más contentos que unas pascuas. Y el último de los libros se lo regalé a un niño de nueve años que no tenía dinero para comprarle un regalo de cumpleaños a su madre. De alguna manera tenía que compensar las perversas ventas anteriores. 

Y ahora la noticia bomba. Me han invitado a presentar mi novela en la feria de Xátiva.Alli hace un calor que te mueres, pero me he comprometido a ir. Lo que no me han asegurado es si me pondrán entre los cerdos albinos o junto a los caballos de raza. Es una feria de ganado. Yupi.

Vais a alucinar. Al fin fui a la feria de Xativa cargada con mis libros. El calor era justiciero. El sol caía a plomo. Olía a boñiga caliente. Es lo que tiene ir a una feria de ganado. Mi stand, por llamarlo de alguna manera, estaba entre el recinto de los cerdos albinos y los asnos cartagineses. Qué de rebuznos y mugidos! De repente vi que un policía, guapo mozo él, se acercaba lentamente. "Malo, me dije, malo". Observó los libros y luego me miró a mí. 

-¿Sabe usted que ésta es una feria de ganado? 

Mire a mí alrededor. Puse mi mejor sonrisa. 

-Está claro. 

- ¿Y los libros?

"Qué bien le sentaba el uniforme a aquel hombre".

-Ah -dije resuelta-, se lo explico en un pis pas. El libro trata sobre un estudio realizado con células madre sobre el genoma del porcino albino para potenciar las partes suculentas del animal y reducir las toxinas.

El policía no entendía nada. Yo tampoco. 

- Pues mire -dijo con una sonrisa-, se lo voy a comprar. Mi suegro tiene una granja de cerdos. Le voy a dar una alegría. 

"No lo sabe bien"- pensé.

El hombre se alejó con el libro en las manos y algo en mi interior me alertó de un posible peligro. En mi libro no sale ni un cerdo, ni un perro, ni una célula, ni padre ni madre. 

Y el peligro no tardó en llegar. Con paso acelerado y levantando polvo, se dirigían hacia mí el policía guapo y un hombre regordete y sofocado que blandía mi libro como una bandera al viento. 

- ¡Mentirosa! - bramaba. 

Recogí los libros cual mantero experimentado y corrí hacia la estación del tren. Salté el torno como pude y subí al cercanías. A los diez minutos el revisor me pidió el billete y me obligó a bajarme en la primera estación: Enova. Y da la casualidad de que allí se celebraba una Feria de bolillos, lugar idóneo para promocionar mi libro. " De perdidos al río", pensé y hacia el río me fui.

jueves, 26 de mayo de 2022

La matanza de Texas

 No sé si existe el infierno, pero si no existe, alguien debería inventarlo. Ayer, en Texas, ocurrió algo terrible. Supongo que todos lo sabréis y no quiero recrearme en una tragedia tan enorme. 

Algunos medios de comunicación han empezado a especular con los motivos que tendría el chaval para cometer tal barbaridad. Dicen que si sufrió acoso en el colegio, que si su madre era drogadicta, que la situación económica de su hogar era desastrosa... Pero estos motivos no me valen cómo excusa para matar a 21 personas, de las cuales 19 eran niños de entre siete y diez años. Aquí, a mí entender, hay dos grandes problemas. Por una parte, la enorme facilidad que existe en EEUU para acceder a un arma, cuestionable derecho que ha causado más de una matanza en ese país. Y en segundo lugar, la falta de valores en esta sociedad enloquecida, permisiva e hiperprotectora. Respeto. No me cansaré de decirlo. Hay que enseñar respeto. Respeto a las plantas, a los animales, a las personas, a la vida. Esta sociedad está perdiendo el respeto a todo, se está volviendo débil, no soporta la frustración ni el fracaso. No acepta la disciplina ni valora el esfuerzo. Sé que estoy hablando como una vieja cascarrabias, pero tengo la suficiente edad para no dudar a la hora de decir lo que pienso. 

Mi pensamiento está con esos padres que han perdido a sus hijos. Respecto al asesino, que se pudra en el infierno o que lo devoren las estrellas. Lo mismo da. 

miércoles, 11 de mayo de 2022

La llamada

 Hoy me tomo la libertad de lanzaros una pregunta: ¿Alguna vez habéis estado en algún lugar y, de repente, habéis sentido la necesidad inmediata de volver a casa, de salir corriendo? ¿Habéis percibido que a alguien a quien amáis estaba a punto de sucederle algo malo? A mí ya me ha pasado varias veces y por esa razón tengo la sensación de que no puede ser una casualidad. Una amiga, cuando se lo conté, me dijo que era la llamada de los ángeles que te guardan. Otra me insinuó que eran los biofotones, pequeñas partículas invisibles que viajan a la velocidad de la luz. Pero yo sigo sin encontrarle explicación. ¿Acaso hay un hilo invisible, un cordón umbilical infinito que nos une de forma permanente a quienes amamos?

Así que hoy os pregunto: ¿habéis alguna vez sentido esa llamada, escuchado esa voz que, como un susurro, os avisa de que aquel a quien amáis está en peligro inminente?

Contadme. 

martes, 26 de abril de 2022

La amapola



 La amapola abrió sus pétalos al sol de primavera. Había crecido sobre la yerba pisoteada, pero se alzaba arrogante, delicada, roja como la sangre. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaban los tulipanes, los tréboles, las margaritas? ¿Por dónde corrían los niños y reían las ancianas? ¿Adónde habían ido los pájaros con sus molestos gorjeos?

Pero no obtuvo respuesta a ninguna de sus preguntas. Cuando llegó la noche, la amapola cerró sus pétalos y se durmió en medio de un silencio que no era agradable, sino inquietante. De vez en cuando escuchaba sonidos rotundos y resplandores que le hacían creer que ya había amanecido. 

Pero la amapola, delicada, roja como la sangre, no llegó a ver amanecer. Con la primera luz del día comenzó a abrir sus pétalos y solo vio ante sí la gran rueda de un viejo tanque que avanzaba sin compasión. ¿Dónde estaban los niños que corrían y dónde las ancianas que reían?

Fue lo último que pensó

martes, 19 de abril de 2022

La niña bajo la lluvia

 


Llovía a cántaros y unas nubes oscuras y deshilachadas cubrían la ciudad. La niña daba saltitos por el vestíbulo, como una alocada rana adolescente.

—¡Aitana!—gritó su madre desde la cocina—, coge la mochila y vete al colegio de una vez. Tienes el almuerzo en la encimera.

Pero la niña no contestó. Correteaba por la escalera, simulaba jugar al sambori sobre las baldosas del recibidor. 

A principios de curso, la tutora había convocado a padres y madres en el colegio para decirles que, a partir de los nueve años, podían ir solos a clase. Según ella, de esa forma se reafirmaba su seguridad e independencia. 

—¡Aitana!—volvió a gritar—. Te vas a encontrar la puerta del colegio cerrada a cal y canto. 

Al final la niña salió con igual ligereza del ave que escapa por una ventana. No había cogido ni la mochila ni el almuerzo.

—¡Por Dios!—exclamó la madre al verlo.

A sus espaldas se abrió una puerta. Era su marido, con el pelo alborotado y los ojos legañosos.

—¿Pero qué pasa? He oído gritos.

—Pues lo de siempre. Aitana ha vuelto a dejarse la mochila y el almuerzo. Ni siquiera ha cogido el paraguas con la que está cayendo. 

El hombre cogió a su mujer de la cintura y la llevó de nuevo a la cocina.

—No te preocupes. Sabes que no se mojará. Y sabes también que no necesita almuerzo.

La mujer palideció.

—No vuelvas a decirlo —rogó. 

—Pero tienes que escucharlo. Aitana murió hace ya cuatro meses y...

—No, no...-susurró ella mientras le daba la espalda.

—Tienes que aceptarlo. El psiquiatra ya nos dijo que es cuestión de tiempo que dejes de tener esas alucinaciones. Todo pasará —añadió abrazándola.

—La tutora —balbuceó ella— estaba equivocada. Aquel día, aquel hombre... El dolor no pasará nunca. 

El hombre sabía que ella tenía razón, pero no dijo nada, solo la abrazó con más fuerza. 

Mientras tanto, en la calle una niña corría bajo la lluvia, saltando de charco en charco, como una alocada rana adolescente. Una niña sin mochila, sin almuerzo y sin miedo. 

jueves, 7 de abril de 2022

Primer amor

 

En verano íbamos al pueblo, un pequeño pueblo del interior de Alicante, de ese Alicante seco, áspero, cuajado de castillos, olivos y vides. Aquel verano yo acaba de cumplir doce años. El tenía catorce. Era rubio, guapo y listo. Fue mi primer amor, el que no se olvida, el que te abre un mundo nuevo e inquietante, el que, es más que probable, te rompa el corazón en mil pedazos. 

Durante aquel largo y cálido verano hubo miradas, risas, alguna que otra palabra que podía interpretarse de muchas formas. Y antes de volver a Valencia, él me pidió mi dirección y me dijo que me escribiría. En aquel tiempo aún se escribían cartas. En aquel tiempo, cuando el cartero llamaba al telefonillo, te precipitabas por las escaleras con el mismo ímpetu que si se hubiera declarado un incendio. Y las cartas comenzaron a llegar. En ellas me hablaba del Instituto, de libros, de excursiones, de sus escritos —sí, también escribía—, y se despedía con un abrazo o con un beso, abrazos y besos que nunca nos habíamos dado, desde luego. 

Y así pasó un curso entero. Y yo me reconocí ilusionada, enamorada, satisfecha de aquella relación epistolar que sin duda prometía tiempos mejores. Y, de nuevo, llegó el verano. Yo ya había cumplido trece años y era toda una señorita. El andaba por los quince. 

Nada más llegar al pueblo, mis amigas y primas me dijeron que se habían peleado con los chicos, una riña pascuera que no había acabado de arreglarse. No me preocupé demasiado. El y yo, a través de las cartas, habíamos ganado en amistad y confianza. Tenía tantas ganas de verle...

Y no tardé mucho. Al día siguiente lo encontré por la calle principal. Mi corazón se aceleró. Los colores subieron a mis mejillas.  Y él pasó de largo, sin mirarme, como si no me conociera, como si nunca me hubiera escrito ni una sola letra. 

Y mi corazón se rompió. Primer amor. Primeras lágrimas. 

¿Cuál fue vuestro primer amor?

lunes, 28 de marzo de 2022

Los quince céntimos


 De mi padre heredé la tendencia a intentar conservar la dignidad, por encima de cualquier circunstancia. Confieso que a veces no lo he conseguido. Pero ayer sí. Era domingo y fui a comprar a un pequeño Charter de mi barrio que abre los festivos. Cogí cuatro cosas, entre ellas una botella de agua fría y una tarrina de helado. Y las apilé en el carrito de forma ordenada como veo que hacen las señoras de bien. Pagué religiosamente, y cuando repasé la factura — hacedlo siempre—, comprobé que me me habían cobrado 30 céntimos por no sabía qué. Sí, habéis oído bien, treinta céntimos. Pregunté, y la joven cajera me dijo que en mi compra había dos bebidas, el agua y un refresco, que había cogido de la nevera, y que esa era la razón del aumento de precio. Le dije que no, que de la nevera sólo había cogido el agua. Ella tomó el refresco y me miró con profunda desconfianza. 

—Pero esto está frío— me dijo con mirada acusadora.

— Porque estaba al lado de la botella de agua y la tarrina de helado—le dije yo. 

Volvió a mirarme con desconfianza. 

— Espere que llamo a la encargada. 

Vino la encargada y palpó la botella y el refresco con la minuciosidad de un cirujano antes de sacarte un ojo. 

—Este refresco lo ha cogido usted  de la nevera —dictaminó. 

Le volví a repetir que no, que yo no mentía, que para qué iba a mentir por 15 cochinos céntimos... Y la encargada me miró aún con más desconfianza que la cajera. Eran las dos contra mi versión, la verdad contra la sospecha. Al final, con una mirada de desprecio inenarrable, me dieron los malditos 15 céntimos. 

Valga como argumento para entender mi estúpida pataleta que el día anterior me habían cobrado tres euros de más en la misma tienda. Y eso es una fortuna. 

Lo siento. No voy a pasar ni una. Nos podrán quitar 15 céntimos, pero no nos arrebatarán la dignidad.  

lunes, 21 de marzo de 2022

¿Batalla o rendición?



 Estos días me cuesta escribir. Mucho. La pandemia, la guerra, la lluvia pertinaz, el cansancio, la ausencia de sol... Y me preguntó, y os pregunto, cuándo hay que rendirse, sacar la bandera blanca, tirar la toalla, como queráis llamarlo. 

Hace unos días, en casa, hablando con mis hijos sobre la invasión de Ucrania nos planteábamos en qué momento era más útil, o más inteligente, rendirse que seguir presentando batalla. Desde luego queda más heroico seguir en la batalla aunque se piense perdida, pero, hasta qué punto esa actitud nos puede llevar a la propia destrucción. 

Y llevando esa duda a nuestra vida cotidiana, me pregunto: cual es el momento de decir hasta aquí he llegado, mi propio sueño me destruye, lo que anhelo quizás no es lo que me conviene.

Y ahí dejo el interrogante, como un pañuelo al vuelo, por si alguien lo quiere recoger y dar una respuesta. 

¿Batalla o rendición?

sábado, 26 de febrero de 2022


 ¿De qué puedo hablar hoy sino de la guerra? De esa guerra indeseada por todos que nos ha abofeteado cuando comenzábamos a salir de una pandemia que ha causado millones de muertos en todo el mundo. ¿Cómo es posible —me preguntaba hace un par de días que la guerra haya estallado otra vez en Europa cuando todavía no hemos olvidado, al menos yo, la guerra en la antigua Yugoslavia, que comenzó en 1991 y acabó casi 11 años después. 

No aprendemos. No aprendemos nada. Y volvemos a caer en la trampa del odio, de la provocación, de la violencia. Hace un par de días, mientras esperaba el tren en un andén solitario y frío escuché cómo una persona decía: ¿Y qué se nos ha perdido a nosotros en esta guerra? Y voy a dejar que conteste Luther King, que de estas cosas sabía bastante: "La injusticia en cualquier lugar es una amenaza en todos lados".

La injusticia nos sacude a todos, o al menos debería hacerlo, para despertar de este cómodo letargo y decir a voz en grito que solo queremos vivir en paz, tranquilidad y justicia.

 Con todo mi corazón, NO a la invasión rusa.


martes, 15 de febrero de 2022

Amor

 Ayer quería escribir sobre el amor, pero por circunstancias que no vienen al caso, lo dejé para hoy. Quería escribir sobre ese amor que irrumpe en la vida como una tormenta de verano. De ese amor que escapa a la razón y la mesura. De ese amor que te hace más fuerte, más integra, más valiente. Y me quedé perdida en mis propios recuerdos cuando sabes ya, a ciencia cierta, que hay cosas que no volverán a pasar.

Por esos amores que se perdieron, por los que nunca llegamos a olvidar, por los que nos robaron... Valió la pena, siempre valió la pena. 

Por lo que fuimos capaces de sentir, feliz San Valentín. 

viernes, 11 de febrero de 2022

20 euros. Conclusión.

 Un mes. Un mes de incertidumbre y de espera. Pero ellos me infravaloraron. Seguramente pensarían: la baby boomer ésta ya no tendrá ni memoria. Pero se equivocaron. Tengo aún una memoria privilegiada, y lo que es peor, una paciencia a prueba de ineptos y garambainas. 

Ha pasado un mes y por fin se han decidido. CaixaBank me ha devuelto esos 20 euros por los que luché a brazo partido.  Y no era por el dinero, claro está, sino por la dignidad, el respeto, la justicia. Dadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. 

Y al banco le damos un cero patatero. Se lo ha ganado a pulso. 

miércoles, 9 de febrero de 2022

Mis 20 euros



 18.55. Llamo a Caixabank. Una vez más. Posiblemente he llamado más de 12 veces desde que el pasado 10 de enero el cajero de una oficina cerrada al público, una más de tantas, me apuntara 20 euros en la libreta, pero no me los dio en mi sucursal, después de dos horas de cola, me dijeron que nada podían hacer, así es que comencé a llamar a atención al cliente, día tras día, con la paciencia del santo Job. Hoy otra vez.

—Bienvenido al servicio de atención al cliente de...—dice el robot—. Diga el motivo de su llamada.
Lo digo, una vez más.
—Pulse uno si tiene DNI; pulse dos si...
Pulso uno.
—Diga de uno en uno los números de su DNI.
Los digo. Me los repite.
—Diga sí, si es correcto. En caso contrario...
—Siiiiiií...
—Diga uno si la libreta se ha quedado en el cajero, diga dos si ha perdido la tarjeta, diga...
—Quiero hablar con un operador.
—Diga uno si...
—¡ Que quiero hablar con un operador!—grito.
—Un momento, por favor.
Musiquita machacona. Son ya las 19.15.
—Buenas tardes. Habla usted con Sergio Bolinga. ¿En qué puedo ayudarle?
Le explico. Intento no alterarme sin conseguirlo. Le pregunto que debo hacer para recuperar mis 20 euros.
—¿Ha hablado usted con su gestor?—pregunta.
—No. MI gestor está en Burriana, a sesenta kilómetros de mi casa.
—Pero...¿ usted vive en Burriana?
—No. Yo nunca he vivido en Burriana. Vivo en Valencia de toda la vida.
Silencio.
—¿Se ha bajado la aplicación?
—No—le digo—. Para eso necesito un gestor y no tengo gestor porque está muy lejos. Yo solo quiero mis 20 euros.
—Le paso con Aplicaciones.
Musiquita machacona.
Diez minutos esperando. Cuelgo. Estoy de los nervios.
Vuelvo a llamar.
—Hola, buenas tardes. Le habla Candela del Alma, ¿en qué puedo ayudarle?
Otra vez el mimo rollo, DNI, fecha, incidencia...
Me cuelga.
Vuelvo a llamar. ¿tiene DNI? Pulse uno si... ¡Yo qué sé, ni me acuerdo del número ni de mi nombre. Igual hasta vivo en Burriana y no me he enterado. Yo solo quiero mis veinte euros. Por favooor...
Amenazo con poner una denuncia en la comisaria, pero lo único que deseo es ver arder la sucursal.
—Le habla Toribio Listo. ¿En que puedo ayudarle?
Pienso que ya solo puede ayudarme la Virgen de Fátima. Vuelvo a contar mi versión de los hechos.
—Perdone—me dice—. Voy a hacer una consulta.
Otros diez minutos de espera. Son casi las ocho de la tarde. Me retuerzo como una anguila. No puedo más.
—Me dice mi compañera que su incidencia se ha resuelto a las cuatro de la tarde.
Digiero la respuesta. Trago saliva.
—¿Qué quiere decir se ha resuelto?¿ Me devuelven mi dinero o qué?
—No puedo decirle.
—Es usted muy amable.
Cuelgo. Mañana os diré si me han devuelto los 20 euros. Yo a estas horas ya no salgo ni a rastras.

PD. Los nombres de los operadores son falsos. Todo lo demás es desgraciadamente real.



miércoles, 2 de febrero de 2022

Sombras de París

 

Un anciano camina por las calles de París, la que algunos llaman la ciudad de la luz. Hace un frío de mil demonios. El hombre resbala y cae al suelo. Está aturdido y dolorido. Siente que se ha roto algo porque no puede levantarse. La gente pasa junto a él y lo evita. Todos caminan rápido. Tienen prisa o fingen que la tienen. Un niño lo ve y exclama:

—Mira mamá, ese hombre...

—Calla y no mires. Será un borracho o igual está enfermo de Covid. Ya lo atenderá la policía. 

Y las horas pasan: una, dos, tres, cuatro cinco, seis, siete, ocho y nueve. Nueve horas tendido sobre una acera de París, con un frío que hiela el alma y paraliza el cuerpo hasta que la sangre apenas puede ya circular por sus venas.

Al cabo de nueve horas un vagabundo se acerca a él. El anciano aún respira, está vivo. El vagabundo llama a la policía. Sabe lo que es estar tirado en el suelo, sabe lo que es pasar frío en la calle. Unas horas después, el anciano muere en el hospital. El médico certifica la causa: muerte por hipotermia. Ha muerto de frío, pero también de indiferencia, de desidia, de falta de humanidad. El anciano es René Robert, un reconocido y afamado fotógrafo con una inmensa lista de instantáneas a sus espaldas.

Hay historias que dan mucho miedo. Y ésta es una de ellas. 

Las más sórdidas tinieblas se esconden entre las luces de París. 

miércoles, 26 de enero de 2022

Noche de luna llena

 


El comisario paseaba por la sala de interrogatorios con las manos entrelazadas en la espalda.

—¿Por qué mató a su vecino?—preguntó en tono conciliador.

—No fui yo, La culpa la tuvo ella.

El comisario suspiró profundamente.

—¿Algún asunto de mujeres, pues?

—No, y le digo que no fui yo. 

—Negarlo no le a servir de nada. Le hemos encontrado a usted junto al cadáver y cubierto de sangre.

El hombre escondió la cabeza entre sus manos. 

—Ella me influye, me domina, me transforma...

—¿Pero quien es ella? ¿Su mujer, su madre , su hermana?

—Ella es la luna. Ella es la que me transforma en lobo.

El comisario estaba empezando a perder la paciencia.

—Qué lobo ni que...

—No le engaño. No fui yo.

El comisario puso las dos manos sobre la mesa y lo miró a los ojos.

—¿Está usted insinuando que es un hombre lobo?

—Se lo estoy diciendo. 

El comisario volvió a suspirar profundamente. Estaba cansado. Había sido un mal día: reyertas callejeras, peleas matrimoniales, y ahora lo que faltaba, el hombre lobo. 

—¡Martínez—gritó—. Mete al detenido en el calabozo y ponle un bozal, no vaya a ser que te muerda—añadió riendo. 

La luna llena apareció entre las nubes grises y algodonosas. El comisario volvió a su despacho. Sólo deseaba volver a casa, meter la cena en el microondas y echarse a dormir. El agente Martínez llamó a la puerta.

—Tiene una llamada, comisario, una llamada extraoficial. Son los resultados preliminares de la autopsia.

El comisario cogió el teléfono con desgana y escuchó.

—No puede ser. Es imposible. ¿Está usted completamente seguro?

Apenas dos minutos después el comisario colgó el teléfono. Estaba lívido. El agente Martínez permanecía de pie, expectante. 

—Comisario, ¿pasa algo?

—El forense dice que la causa de la muerte ha sido debida al ataque de un cánido, posiblemente de un lobo. 

Y en ese instante, desde los calabozos, llegó el aullido profundo y lastimoso de un lobo enjaulado.

jueves, 20 de enero de 2022

Sangre

 El olor a sangre llegaba hasta la puerta de la calle. Era un mediodía tórrido, el aire de poniente quemaba la piel. Entré en la cocina, suavemente iluminada por la luz que llegaba del patio, y allí estaba ella, mi tía Josefina, tan guapa como una actriz italiana, la misma que algunos años atrás se fugó con un soldado de la columna de hierro. Llevaba un cuchillo en la mano y su delantal estaba cubierto de sangre.

—¿Qué has hecho?—pregunté aterrorizada.
—Pues lo que tenía que hacer—repuso mirándome por encima del hombro.
—Pero me dijiste que no...
—Pues ha sido que sí—me interrumpió—. Alguien lo tenía que hacer y tu madre no tiene valor.
Yo apenas tenía siete años. Llevaba un vestido de batista azul, calcetines blancos de perlé y zapatillas pascueras.
—Es muy asqueroso—murmuré—. Aun se mueve.
La suela de mis zapatillas había comenzado a marcharse de sangre.
La tía Josefina se limpió las manos en el delantal y dijo:
—Anda, deja de mirarme y vete a jugar al patio. Me estás incordiando y aún tengo que rellenar el pollo.
Fue mi primera experiencia con la muerte.