martes, 29 de mayo de 2012

El secreto de Maurice. Capítulo VIII

Supongo que ningún lector de este blog se acuerda ya de esta novela, El secreto de Maurice. Diversas circunstancias que algunos conocéis y el proyecto de editar un libro de relatos cuyos beneficios irán destinados al proyecto Lazarus, le dieron un parón a esta novela cuyo resumen sería el siguiente: Asun y Ana son dos amigas que trabajan en una fábrica situada en un polígono industrial de la ciudad de Valencia. Un día, Ana le dice a su amiga que va a dejar el trabajo y se va a trasladar a París para cuidar de la hija de su primo Javier, la pequeña Alice, y le enseña un gran oso de peluche que le ha comprado para tal ocasión. Pero esa misma mañana, Ana muere en un accidente de metro y Asun se ve obligada a viajar a París para arreglar algunos asuntos de Ana y para entregar el oso a la pequeña Alice. Tras un largo viaje, llega a la ciudad del Sena y se instala en la casa de Javier y Juliette, su esposa. Tiene dos o tres días para conocer la ciudad y hacer un poco de turismo, pero los planes de Javier son otros... Capítulo VIII

Capítulo VIII
La escalerilla sube al barco directamente. Yo llevo un bolso menudo y gris pegado al cuerpo. Paseo entre la gente que dice adiós con la mano. Sin embargo, busco con la mirada pero no encuentro de quien despedirme. Aún así, agito la mano con vehemencia hacia la multitud concentrada en el muelle. Cuando el barco abandona el puerto, trato de encontrar mi camarote, el número 14. Entro. Dejo el bolso gris sobre la cama y me siento en la silla metálica que hay junto a una pequeña mesa de lectura. El camarote no es muy grande. Tampoco es acogedor. Parece un calabozo oscuro y gris. Me tumbo esperando no marearme demasiado. De pronto, escucho un golpe en el puerta, y otro. Alguien llama con los nudillos de la mano: toc, toc. El barco se mueve. pienso que ya está en alta mar ¿pero quién...?

- Asun, ¿puedes abrir por favor?

Desperté sobresaltada. Efectivamente, alguien tocaba a la puerta, pero no del camarote, sino de la casa. Abrí los ojos y comprobé que la luz del día apenas entraba por la ventana, por lo que deduje que debía ser muy pronto. Todo había sido un sueño, un sueño del que me costaba despertar. Me levanté de un salto y sentí un leve mareo. Al otro lado de la puerta estaba Javier y llevaba a la pequeña Alice en brazos, envuelta en una suave manta de terciopelo de alegres colores.

- ¿Te he despertado?

- No - mentí disimulando un bostezo- Estaba a punto de levantarme.

- Verás, acaba de llamar Cinthia, la joven que estos días cuida de Alice. Parece ser que se encuentra un poco indispuesta. Sé que es mucho pedir pero ¿podrías quedarte hoy con la niña? Juliette tiene que desplazarse hasta Reims para dar una charla en una escuela y yo ya debía estar trabajando hace un buen rato.

En su voz advertí desesperación. Realmente, yo era su única opción y no estaba dispuesta a defraudarles.

- Naturalmente que puedo - contesté intentando despertarme del todo- Será un placer. ¿Ha desayunado la peque?

- Aún no. Te traigo el biberón y la ropa de calle. No sabes cuanto te lo agradezco. Me sacas de un buen apuro.

-No hay nada que agradecer - dije de corazón- ¿Puedo sacarla a pasear cuando el sol esté ya un poquito alto?

- Naturalmente. Bajo, junto a la portería, está su silla de paseo. Le encanta ir a Notre Dame y, además, está muy cerca. Pasas el puente y...

- Estupendo- interrumpí sin saber por qué- todavía no he tenido la oportunidad de visitarla.

-Bueno, pues hasta la noche, y no te olvides de ver la estatua de Juana de Arco en la catedral... es impresionante.

- ¿Y qué hace allí?

Puso cara de extrañeza ante mi ignorancia.

- Es una insigne santa de la iglesia católica.. ¡Pobre niña loca! pensar que Dios le había ordenado liderar un ejercito... ¿Conoces la historia?

- Muy poco- admití-

- Ya te la contaré algún día. ¡Ah!, y ten cuidado, no vayas a toparte con el jorobado.

- El jorobado?

- El que vive en Notre Dame- sonrió ya totalmente relajado- Ahí en la estantería tienes el libro de Víctor Hugo por si te apetece darle una mirada. Aún es muy pronto. Alice se volverá a dormir.

Y así fue. Alice se durmió como un lirón en su cuna, pero yo estaba ya completamente despejada; bueno, más o menos, porque la resaca, consecuencia de los excesos de la noche anterior, aún pululaba a la altura de mis sienes, y me había revuelto el estómago por completo. Me preparé un café con leche mientras buscaba una aspirina en el botiquín. Me la tomé con un gran vaso de agua y me senté en el sofá frente a mi desayuno. Javier, junto a la bolsa con la ropa de la pequeña, me había entregado otra más pequeña que contenía unas galletas de trigo y almendra. Era consciente de que debía programar bien el día porque tenía una pequeña acompañante que introducía sin querer cambios considerables en los planes que ya me había hecho. Aquella mañana había previsto acercarme hasta el museo del Louvre, pero estaba claro que aquel no era el mejor lugar para un bebé de poco más de un año. Javier me había hablado de la catedral de Notre Dame y pensé que ese, sin duda, era un plan perfecto. Realmente, estaba muy cerca y todavía no la había visitado. Me levanté perezosamente y cogí el libro de la estantería. Hasta que Alice se despertase tenía tiempo para leer un poco. Al azar, abrí el libro más o menos, por la mitad: En el primer párrafo encontré algunas palabras subrayadas: hombres, mujeres y niños y una frase entera "ese era el color con que el verdugo pintaba los edificios infames". Víctor Hugo seguía con una exhaustiva descripción de las diversas barbaridades que los científicos del arte, los arquitectos, habían ido introduciendo a lo largo de la historia en la catedral de Notre Dame, y un poco más allá del texto, encontré otras tres palabras Igualmente subrayadas: brutalidades, contusiones y fracturas. Se me cerraban los párpados, así que dejé el libro sobre la mesa y volví a coger un sueño ligero y breve.

Alice comenzó a parlotear sobre las diez de la mañana, cuando más dormida me había quedado. Al sacarla de la cuna me miró con desconfianza y lanzó un pequeño grito, como si se tratara de una gaviota sobrevolando la orilla del mar. Yo le hablé con un tono de voz muy suave y la cogí en brazos. Le preparé el biberón y se lo dí. Eso la tranquilizó y el cambio de pañal aún más. Javier me había dejado un body de algodón blanco, un precioso vestido amarillo con pequeños topos anaranjados y unas pequeñas sandalias blancas. Para la cabeza, un sombrerito con idéntico estampado que el vestido y una diminuta flor bordada.

- Pero si eres una princesa de Disney - le dije mientras le cogía de ambas manitas-

Y era cierto. Era como una muñeca de porcelana de dulce rostro y piel muy pálida. El vestido le había gustado mucho, hasta el punto que no paraba de mordisquear la puntilla de la enagua que sobresalía de la falda.

Abrí la ventana y comprobé que, a pesar de que era temprano, ya hacía calor. Las noticias de la noche anterior habían anunciado que un frente muy cálido atravesaría el país, y que las temperaturas superarían los treinta grados. Con tal pronóstico, lo único que podía ponerme era un vestido de tirantes muy fresco y mis más que usadas sandalias destalonadas. Cogí el neceser de Alice y salí de la casa con la niña en brazos. De nuevo, sentí que Ana estaba allí, junto a mí, siguiendo mis pasos como una sombra cercana y cálida, sonriendo desde cualquier rincón de la casa.

Una vez en la calle, busqué el paso cebra y unos minutos más tarde estábamos cruzando el puente que nos llevó hasta Notre Dame. A mitad de camino me detuve a mirar las aguas del Sena que reflejaban la imagen temblorosa de la catedral. A Alice parecía encantarle la excursión porque todo el tiempo palmoteaba y lo miraba todo con suma atención. La explanada que se extendía frente a la fachada principal de la abadía estaba llena de turistas que deambulaban sin prisa y hacían fotos desde cámaras, móviles y otros cachivaches digitales cuyos nombres y apellidos escapaban ya de mis conocimientos. Me senté en un banco para contemplar la grandeza del edificio. Qué privilegio - pensé- el de las cosas inertes que permanecen en el tiempo mucho más que nosotros. Imaginé la misma escena hace cien, doscientos, trescientos años: una mujer y una niña sentadas al sol en la isla de la Cité, contemplando la catedral de Nuestra Señora. Desde luego, aquello no era la eternidad, pero se le parecía mucho.

Entré en el recinto de la basílica y sentí un agradable frescor. Imaginé a Quasimodo con Esmeralda de la mano, gritando como un poseído ¡Asilo, asilo!. La casa de Nuestra Señora era el único lugar donde las hordas enfurecidas no podían vulnerar ni la libertad ni la vida de aquel desgraciado jorobado.

La altura de la nave era impresionante. Me pareció aquella una iglesia construida para gigantes. La luz del día atravesaba los vitrales circulares, convirtiendo los haces de luz en caminos diseñados a través del aire. Alice lo miraba todo ensimismada, como si recelase de toda aquella grandeza, Avancé hacia el coro donde destacaba un bajorrelieve que representaba la muerte temporal de la Virgen María. La belleza y el dramatismo de la imagen me subyugó. Alice comenzaba a impacientarse y lo manifestaba dando patadas rítmicas sobre el reposapiés del carrito. Estaba claro que prefería el sol del exterior a aquella penumbra salteada de imágenes con miradas de piedra. Pero yo no podía salir de allí sin echar una mirada rápida y fascinada. Me habían hablado del órgano, una obra impresionante de Cavaille-coll. Sin duda, habría que escucharlo algún día con tranquilidad y sin niña. Avancé por la nave central mientras Alice se iba poniendo más y más nerviosa. ¿Dónde estaría la estatua de Juana de Arco de la que me había hablado Javier? Fui recorriendo las naves laterales mientras le cantaba una canción a Alice en voz muy baja. Hasta que la hallé. Allí, vestida de guerrero y adornada con casco y espada, estaba aquella joven que fue capaz de enfrentarse al ejercito inglés, desafiando, desde su leyenda, al turista timorato que pasaba junto a ella sin casi mirarla. Quizá no había valido la pena morir en la hoguera.

Alice empezó a llorar. Supuse que era su última estrategia para abandonar aquel lugar. Aceleré el paso, atravesé el haz de luz que derramaba la vidriera como una mariposa torpe, y salí a la plaza donde un nutrido grupo de japoneses, cámara en mano, se preparaba para entrar.

Nada más salir me dí cuenta de que el disgusto de Alice se debía, entre otras cosas, a que tenía un hambre voraz. Se restregaba los ojos hasta enrojecerlos y el rictus de su boca era ya una muestra de hartazgo. Y la verdad es que yo también empezaba a sentir algo de hambre. Por la mañana, Javier me había dejado dos potitos para Alice, uno de pescado y otro de frutas, así que la mejor opción era buscar un supermercado y comprar un poco de carne y verduras para preparar mi comida.

Me dio el tiempo justo de darle los potitos a Alice antes de que cayera dormida. Yo me preparé una ensalada sencilla y una pechuga de pollo salpicada de orégano. En el supermercado había visto muchas cosas con aspecto realmente suculento pero, por el momento, prefería moverme en terrenos culinarios conocidos.

Tenía dos horas y media para leer, o quedarme yo también como un leño. La luz y el calor que entraban por las ventanas invitaban a no hacer nada, a la holgazanería en todo el sentido de la palabra. Apenas llevaba dos días en aquella ciudad y ya sentía que me estaba atrapando entre sus brazos, tan fuertes como etéreos. Alice dormía junto a mí en el sofá. La miré y sentí una inmensa ternura al tiempo que me asaltaba un terrible interrogante: ¿Cuál era realmente el concepto de niño abandonado? ¿El que sobrevive a duras penas en la calle pasando como un paquete de unos familiares a otros? ¿el que se deja en una gasolinera porque nadie puede, o quiere, mantenerlo? ¿el que vive en una familia burguesa y acomodada y al que ni siquiera su familia tiene tiempo de hacerle una caricia?

Supuse que no era yo quien para juzgar y que las razones de cada cual a veces no son comprensibles ni conocidas para los demás, así que me levanté del sofá intentando que Alice no se despertara y cogí de nuevo el libro de Víctor Hugo, leyendo al azar.

.."Un espectáculo sui generis del que sólo pueden hacerse una idea aquellos lectores que hayan tenido la fortuna de ver una villa gótica entera, completa, homogénea como todavía existen algunas en Nuremberg..."
Y esta última palabra, aparecía nuevamente subrayada con una delgada línea roja.

Aquel debía ser sin duda uno de aquellos textos que habitualmente forman parte del temario de algún curso de secundaria o bachiller. Ese tipo de lectura obligada que convierte el placer de leer en un inexcusable e insoportable deber.

Alice se desperezaba en el sofá y despertaba con una enorme sonrisa. Pasaban unos minutos de las cinco de la tarde y me sentía demasiado cansada para salir. Jugaría un rato con la niña y esperaría a que vinieran a por ella. Le dí un petit sin tropezones mientras la niña me miraba con curiosidad con sus preciosos ojos verdes donde se reflejaba un inmenso interrogante. Sin duda, se estaba preguntando quien era aquella señora que le hablaba en una jerga que ella no podía entender, ya que tanto Javier como Juliette le hablaban habitualmente en francés.

Cuando faltaban cinco minutos para las siete de la tarde llamaron a la puerta. Cogí a Alice en brazos y fui a abrir. Javier tenía un aspecto de profundo cansancio.

- ¿Cómo ha ido todo? - preguntó intentando esbozar una tímida sonrisa-

- Muy bien - contesté mientras también intentaba ocultar mi sensación de fatiga- Alice se ha portado de maravilla. Ha comido bien, ha hecho su siesta, y ya la ves - dije haciendo un ademán con la cabeza- está muy contenta.

- No sabes cuánto te lo agradezco... ¿Habéis visitado Notre Dame

. ¡Cómo no! Me ha impresionado mucho, aunque harían falta unas cuantas horas para verla bien, con detenimiento.

- Ya lo creo. ¿Has visto la estatua de Juana de Arco?

- Me ha costado, pero la he encontrado. Impresionante.

. Su historia, más -dudó durante un instante- ¿Puedo pasar un momento?

- Desde luego. Te recuerdo que ésta es tu casa.

Se sentó junto a mí en el sofá mientras yo mantenía a la niña sentada sobre mis rodillas. No sabía por qué pero no dejaba de sentirme un tanto incómoda.

- Tengo que pedirte un favor- susurró como si temiera que alguien pudiera escucharle- un enorme favor.

- ¿Que me quede mañana con la niña?- pregunté para rebajar la tensión que se iba acumulando minuto a minuto en el ambiente.

- Más aún. Quiero que cuides a Alice todos los días.

Mi inquietud seguía creciendo, pero ya no era controlable.

- ¿Estas diciendo que...?

- Que te quedes con el trabajo que iba a hacer Ana ¿Quién mejor que tú? Y, además, mírala, está contenta y feliz.

No encontraba las palabras.

-Pero yo le aseguré a mi jefa que volvía en una semana, que este era un viaje de... compromiso.

No parecía dispuesto a claudicar.

- Me das el teléfono de tu empresa y yo lo arreglo, bueno, eso si decides quedarte.

No quería ser descortés, pero me estaba empezando a faltar el aire. Sencillamente, no era lo que yo había previsto.

- Deja que me lo piense -conseguí decir a pesar de mi confusión- Me has pillado tan de sorpresa...

- Lo entiendo. Hay algo más - añadió-

Pensé que al menos Alice, en casos desesperados como éste podía ponerse a llorar o a gritar, pero yo ni eso.

- Dime.

- Juliette, mi esposa, tiene graves problemas de insomnio desde que nació la niña. Su llanto la saca de quicio, y el psicólogo nos ha dicho que es cuestión de tiempo. ¿Me entiendes?

- No lo sé -contesté mientras sonreía como una estúpida-

Javier tomó aire.

- A pesar suyo, Juliette no acaba de aceptar a la niña. Tiene... -dudó de nuevo- sentimientos encontrados.

Mis sospechas comenzaban a confirmarse.

- Es muy duro lo que me dices.

Javier volvió a respirar hondo, como si aquella conversación le resultara muy fatigosa.

- Pues así son las cosas. Parece ser que la situación se irá normalizando poco a poco, pero hoy por hoy, Juliette no puede hacerse cargo de Alice.

-Y, por tanto, necesita una niñera que cuide de ella.

-Tú lo has dicho.


No quería tomar una decisión precipitada de la que luego podía arrepentirme.

- ¿Me das veinticuatro horas?

- Naturalmente -contestó algo más animado- Es una decisión que va a cambiar tu vida.

Era mejor no hacer ningún comentario sobre esta última frase que me produjo una repentina sensación de vértigo.

- ¿Quieres que hoy Alice se quede a dormir aquí?- insinué-

- Tranquila. Esta noche puedo ocuparme yo de ella. Mañana ya me dices.

Javier cogió a la niña en brazos y le dio un dulce beso en la frente mientras se la llevaba hacia el estrecho recibidor. Yo cerré la puerta mientras intentaba recuperar el aliento: Un trabajo en Paris, una casa preciosa junto al Sena, una niña dulce, una buena familia ¿Dónde estaba el truco de este trato? Necesitaba aire. Abrí la ventana y me encontré frente a frente con la magnífica imagen de Notre Dame iluminada, a pesar de que aún no había anochecido del todo.

Era incapaz de pensar con claridad, de ver los pros y los contras de aquella propuesta. No sabía qué hacer, así que volví a curiosear los libros de la estanterías. Además de la novela de Víctor Hugo, había dos o tres libros más: uno sobre la segunda guerra mundial, la biografía de Charles de Gaulle y El Avaro, de Moliere.

Visto lo visto, volví al encuentro de Quasimodo. Y la noche llegó sin darme cuenta, mientras yo intentaba tomar una decisión que cambiaría mi vida y Esmeralda moría entre los brazos del deforme campanero.

Y los sueños, sueños son




Sobreviviréis a vuestros sueños más breves, aquellos que os embargaban mientras la sombra de vuestros pequeños pies, se confundía con las hojas de la vid, jugando con la tierra fértil que abraza el río, en cada tarde vacía.


Caminaréis sobre las letras de las cartas guardadas, alimentadas de polvo y nostalgia. Y los labios, agrietados por el paso de los años, besarán las fotografías donde ya nadie se reconoce porque el tiempo, violentamente, ha borrado los gestos y hasta las sonrisas.

Recordaréis, a través de una dulce niebla de remembranza, los sueños a los que disteis caza mansamente o a mano armada, y aún así, seguiréis mirando con anhelo aquellos que quedaron en la cuneta, agazapados en la oscuridad del puño cerrado. Por miedo, por medio de palabras que, posiblemente, nunca fueron imaginadas.

Olvidaréis, a pesar de todo, la pasión que sentisteis por la vida, y el odiado silencio que tapa la boca, se tragará la voz adolescente que alguna vez hubiera vomitado la garganta más oscura. Porque vuestra alma ya no esperará la victoria sin temor a perderse.

Escucharéis, sin querer oír, la música que sonaba aquella tarde de domingo, la risa o el llanto de cualquier amanecer, el grito desgarrado del vencejo, el frío del sudor sobre vuestra frente, el beso callado, la caricia reprimida, la sombra del viento entre los olmos enfermos.

Responderéis con un leve temblor en la mirada, que no era cierto, que nada se ha quedado en la sombra del olvido, que las cartas, todas, estaban sobre la mesa. pero en la soledad del tiempo perdido, todos sabrán que faltan huellas sobre la luz de una larga tarde de otoño.

Pretenderéis convenceros de que todo yace en el olvido, de que los años pasados han sepultado bajo cascotes las palabras y las risas. Pero la certeza sepultada crecerá como planta nueva, con tallos más fuertes y hojas más verdes.

Susurraréis, en voz muy baja, el poema que aprendisteis en la clase de primaria. Y si la vida son los ríos que van a dar a la mar, os preguntaréis en qué incierta tierra de tinieblas se pierden los sueños insensatos, aquellos que hacen de la noche más lúgubre una acuarela de cielos estrellados.

Descubriréis, al fin, que el pasado no pasa, que se queda atrapado en la memoria, entre suaves algodones y espinas punzantes, acurrucado como una larva dispuesta a despertar en un eterno laberinto de impulsos. Y el sueño volverá suavemente como un soplo de aire nuevo, como una tormenta de verano, inesperada, feroz, arreciando con la fuerza de la resurrección.

Soñad.


 

lunes, 28 de mayo de 2012

Este no es país para viejos




Ni de casualidad. Víctor de la Peña había cumplido los 55 años hacia apenas dos meses. Su hijo, ingeniero técnico, había emigrado a Bruselas recientemente huyendo de la pertinaz crisis que asolaba el país. Daría, su fiel esposa, había partido hacia el otro mundo, si es que éste se hallaba en algún lugar del universo, tras una espantosa y cruel enfermedad. Así que se había quedado solo como una fruta nacida a destiempo, como una flor decidida a crecer en pleno invierno. Y lo había pensado muy bien, tanto que incluso algunas noches no había podido dormir. Nadie iba a poder obligarle a seguir trabajando hasta los 67 años. Víctor se preguntaba a menudo: ¿Sobre qué sueños? ¿Para qué realidades? ¿Valía la pena seguir trabajando con el lumbago crónico, la hernia de hiato soltando arcadas de dolor a toda hora, y un principio de artrosis en las rodillas que no presagiaba nada bueno?

No era el plan que él había pensado para su vejez, y aunque se sentía aún joven- más de espíritu que de cuerpo, sabía que el reloj había comenzado la cuenta atrás. Aunque llegara a vivir cien años -cosa que sinceramente dudaba- ya había superado con creces la mitad de su vida. "Este no es país para viejos", pensó mientras hacía la maleta y metía cuatro cosas imprescindibles en ella, aunque -se preguntó- ¿acaso algo era imprescindible?

Tenía algunos ahorros de un plazo fijo y una pequeña casa de campo perdida en la montaña, entre pinos, olivos y carrascas. Con dos conejos, dos gallinas, un gallo y algunas semillas, saldría adelante. La vida no era tan complicada como le habían hecho creer en la sociedad de la mentira organizada. Nadie le iba a quitar el derecho de ver atardecer a la sombra de un viejo pino piñonero. Tampoco nadie podía obligarle a trabajar durante ocho horas bajo las frías luces de neón de la oficina, mientras la vida vibraba más allá de las ventanas y la muerte estaba ya a un tiro de piedra.

Sonrió Víctor mientras cerraba la maleta como si fuera un niño a punto de hacer una travesura. ¿Acaso un pobre vendedor ambulante no había conseguido con su inmolación levantar en rebeldía a todos los pueblos árabes contra sus propios tiranos? ¿Acaso era legítimo aceptar que éste o aquel -qué importa quien- intentase destrozar desde la amenaza sus más legítimos sueños?

Una vez cerrada la maleta, bajadas las persianas, apagado el gas y regado las plantas, Víctor llamó al trabajo para decir que no volvía más. Su jefe pensó que el stress le había vuelto loco y le recomendó que descansara en casa un par de días. Pero él volvió a decir que no, que no quería pasar el resto de su vida repasando y corrigiendo aburridos informes que después nadie leía, que se fuera a tomar viento, que él tenía una casita en el monte, minúscula y pintada de verde, donde pensaba que, a pesar de todo, aún podía ser feliz.

Cuando salió con su pequeña maleta de casa y dio la vuelta definitiva a la llave, sintió que había tomado la decisión más acertada de su vida.

domingo, 27 de mayo de 2012

Una casa en la colina





El camino subía serpenteando la suave colina. Había sido trazado muchos años atrás, y en su orilla, de cuando en cuando, se producían pequeños desprendimientos que causaban leves avalanchas de tierra ladera abajo.

Una flora exigua y agotada, pegada a la arcilla rojiza, achicharrada por el sol, se extendía a uno y otro lado del camino, llenando de pequeños puntos verdosos la tierra reseca. Algún algarrobo abandonado recordaba que en aquel lugar, alguna vez, hubo una agricultura cuidada a la que alguien dedicó todo su tiempo.

Hacía demasiado calor para ser un día de mediados de abril. No faltaría ni una hora para el anochecer, y el sol destacaba en el cielo azulón como una mandarina madura. La calma era abrumadora.

Antonio detuvo su caminata para recuperar el aliento. El camino ascendía sin piedad y las piedras sueltas dificultaban más la fatigosa ascensión. Miró hacía atrás y sintió un leve mareo. Había recorrido sólo un par de kilómetros y estaba exhausto, Una vez más se preguntó por qué había dejado aparcado el coche junto a la antigua era y había decidido seguir el camino a pie.

Al final de aquel angosto sendero estaba la casa, una casa de dimensiones desproporcionadas que su abuelo Vicente había hecho construir muchos años atrás, lejos de todo y de todos. El abuelo había muerto hacía unas semanas tras una larga e insoportable enfermedad, y contra todo pronóstico - él no era precisamente el nieto preferido- le había dejado en herencia la vieja casa y las tierras que la rodeaban.

Había sido difícil volver allí, y aunque los recuerdos de su infancia en aquel lugar estaban adormecidos por el tiempo, era consciente de que nada mejor para despertarlos que volver al lugar donde nacieron. Por esa razón, había decidido que la visita sería muy rápida. Un vistazo por las viejas estancias, una mirada para ver cómo estaban los tejados, un breve paseo por el jardín, unas cuantas fotos de todo ello, y de vuelta a casa.

Cuando se encontraba a sólo unos cien metros del caserón, volvió a detenerse. Esta vez no le faltaba el aire, pero quería observar a la suave luz de la puesta de sol, aquella muestra de prepotencia construida sobre un promontorio de rocas para parecer aún más alta, maquillada de cal para brillar en los mediodías más radiantes. No sería complicado venderla. Por caserones mustios como aquel, había gente dispuesta a pagar miles de euros, y él estaba preparado para escuchar y aceptar la mejor de las ofertas.

Prosiguió el camino ya sin esfuerzo, mientras miraba a uno y otro lado y su mente se iba abriendo de par en par, trayéndole al presente voces ya ausentes, perfumes olvidados, sonidos que nunca más había vuelto a escuchar.

Ya faltaba poco, Un par de curvas y entraría por la puerta de madera y hierro forjado que daba a lo que en su día, había sido un tupido jardín de espesos setos donde crecían los lirios azules y las rosas blancas. Ahora, sin embargo, aparecía lleno de hierbas que, abrazadas unas a otras, formaban un remolino impenetrable. Comprobó desde lejos que ya no estaban los dos bancos de obra recubiertos de coloristas azulejos donde, después de cenar, se sentaban a contar interminables historias de familia. Le recorrió un escalofrío por el cuerpo al recordar la foto del tío Mateo, situada a los pies de la escalera principal, con esa mirada fija y ausente que no dejaba ver claramente si en el instante que se la hicieron estaba vivo o muerto.

Por fin había llegado, y la sensación de inquietud que tanto había temido, ahora le dominaba por completo. Tenía prisa, prisa por echar una ojeada y salir lo antes posible de aquel odioso lugar. La casa, a aquella hora incierta del atardecer, aparecía desafiante en su grandeza, insolente en su soledad, digna a pesar de todo, en medio de su abandono.

Antonio sacó la vieja llave de su bolsillo y abrió el candado del portalón. Las hierbas silvestres habían crecido libremente y era imposible adivinar el trazado del estrecho sendero que algún día recorrió el jardín. La naturaleza había ido tomando posesión de cada rincón, de cada glorieta, hasta convertirlo todo en una improvisada selva donde, sin embargo, la armonía era sorprendente. Verdes azulados, marrones pálidos, tonos oliváceos junto a pequeñas flores amarillas. Un jardín espontáneo, alimentado a fuerza de abandono y olvido. Antonio Saltó sobre la maleza dando pequeños brincos como un gazapo asustado, evitando pisar la tapa del aljibe, una construcción esférica y profunda que se había construido muy cerca de la casa para recoger el agua de la lluvia. Poco a poco, los recuerdos iban llegando a bandadas, como los vencejos en los meses de verano, y le golpeaban con la fuerza de una vara de hierro sobre su espalda. Al fin, alcanzó la pequeña escalinata que conducía a una desnuda terraza desde la que se accedía a la casa. Antes de entrar, miró a su alrededor como si presintiera la presencia de todos aquellos que la habían habitado, como si cada risa, cada llanto, cada gesto, se hubiera quedado adherido para siempre al aire recalentado de la tarde.

Cuando abrió la puerta de la casa, un olor a cerrado impregnó sus pituitarias y pasó rápidamente a sus pulmones. Había esperado encontrar un lugar triste y desolado pero no fue así. El sol de la tarde que entraba por el gran ventanal situado sobre la escalera, iluminaba las motas de polvo que flotaban en al aire como pequeñas nubes. Las baldosas del suelo, que antaño fueron de un color rojizo, ahora aparecían blancas comidas por babas de humedad que emergían como minúsculas colinas de salitre. Aún así, y a pesar de que el ambiente no le resultaba tan lúgubre como había supuesto, tenía la extraña sensación de que no estaba solo en aquella casa abandonada. Era como si alguien siguiera sus pasos, a su mismo ritmo, tan pegado a su cuerpo como un halo invisible.

Debía concentrarse y no dejarse llevar por fantasías indeseables, Se apartó el cabello de la frente como queriendo desechar los malos pensamientos, y fue a descorrer las pesadas cortinas de terciopelo para poder abrir las ventanas. Necesitaba que la brisa húmeda que soplaba aquella tarde airease cada rincón de la casa para que la vida volviera a fluir por los oscuros corredores y las habitaciones vacías.

Subió por la escalera forrada de madera, sintiendo como crujían los escalones, en otra época brillantes y barnizados y ahora comidos por termitas voraces que habían hecho de aquellos nobles peldaños su sórdido hogar. La puerta de la que un día fuera su habitación estaba cerrada, pero un leve empujón bastó para que se deslizara sobre el suelo como una grácil bailarina. Todo estaba igual, en una espera contenida e interminable. El viento había abierto allí las contraventanas que ahora golpeaban violentamente unas contra otras. Era, sin duda, el anuncio de la tormenta que las previsiones del tiempo habían anunciado para esa noche. Antonio cerró las ventanas en un intento vano de sentirse protegido y salió de la habitación sin detenerse a mirar nada más. Allí estaba su cama cubierta por una vieja colcha floreada, su deslucida mesa de estudio y una estantería donde aún permanecían algunos libros polvorientos. Una vez en el salón, apiló unos cuantos troncos de leña seca en la chimenea y encendió fuego. Repentinamente, la casa pareció otra.

Sentado frente al fuego que chisporroteaba con entusiasmo, Antonio sintió otra oleada de recuerdos que empujaba su ánimo hacia el pasado. Estaban allí, atrapados entre aquellas cuatro paredes, esperando su llegada durante años, ávidos de saldar cuentas, de obligarle a mirar hacia atrás, allá donde el tiempo era incierto y oscuro. Incluso la incipiente tormenta parecía prevista en aquel guión garabateado por los fantasmas del pasado. Había dejado el coche aparcado al pie de la ladera, a unos cuantos kilómetros cuesta abajo. Y ahora comenzaban a caer las primeras gotas. La noche se había adelantado y el abrazo de la casa se cerraba en torno a él, haciéndole sentir que había caído en una trampa inesperada y cruel.

No podía demorar más el encuentro con su pasado. Se levantó despacio, fue hacia la despensa y una vez allí, encendió la luz del pequeño habitáculo situado en el hueco que había bajo la escalera principal. Apenas quedaban dos botes de porcelana blanca para las legumbres y unos cuantos vasos de vidrio tallado. Sin embargo, en aquel cuartucho invadido por la humedad, se encontró a sí mismo, cuando aún era un niño, arrinconado contra una esquina, con los mocos cayendo sobre sus labios y las mejillas aún enrojecidas por los bofetones. Cerró los ojos y sintió nauseas. Ahora, ya sin compasión, los recuerdos venían en tropel, empujándose unos a otros, buscando un hueco para instalarse en el presente.


Ella estaba enferma, muy enferma, pero el abuelo no había querido mandarla a ningún hospital para dementes, como le había aconsejado don Ramón, el médico del pueblo. Tenía crisis intermitentes, e Igual lloraba que reía, pero sobre todo gritaba, gritaba sin motivo ni razón, y aquella tarde Antonio fue su víctima.

De un certero balonazo, él había roto el valioso jarrón que su abuelo había comprado en un anticuario de Palma de Mallorca durante el viaje de novios. Cuando ella vio el destrozo, enloqueció, perdió por completo los estribos. Le pegó hasta que se quedó sin fuerzas y luego lo arrastró hasta la despensa. Sin mirarle siquiera, lo dejó allí encerrado horas y horas. La reducida estancia no tenía luz por aquel entonces y Antonio- Tonin como le llamaban en su niñez- podía sentir cómo las arañas de patas largas se paseaban por sus pantorrillas haciéndole desagradables cosquillas. Lloró de impotencia hasta que se quedó dormido. Sabía que nadie podía escucharle. El abuelo estaba de visita
en el pueblo, y la cocinera que acudía a la casa diariamente, no había llegado todavía. Pasaron muchas horas hasta que escuchó pasos que se acercaban y la puerta se abrió. Era su madre y en la mano llevaba un mendrugo de pan y una manzana.

- Me voy al pueblo -. le dijo, y después volvió
a cerrar la puerta con pestillo-


 

Antonio cerró los ojos anegados en lágrimas para no recordar más. Salió de la despensa y regresó al calor del fuego. Sudaba a chorros a pesar de que la casa comenzaba a quedarse helada. Afortunadamente, el impertinente sonido del móvil le arrancó de su pesadilla.

- ¿Antonio Martí?

La voz sonaba dulce y aniñada.

- Soy yo.

-Llamo de la inmobiliaria con la usted se puso en contacto para la venta de una casa... No se si me recuerda.

- Claro que la recuerdo. Dígame. Precisamente, estoy en la casa.

- ¡Oh, estupendo! - exclamó la voz cantarina al otro lado del hilo- Sólo le llamo para recordarle que debe hacer usted un buen número de fotos, tanto de la casa como del jardín. Evite sacar paredes con desconchados o rincones deteriorados. Después, ya escogeremos las más idóneas.

- Muy bien. Las haré mañana. Está diluviando y todo se ve ahora muy triste. El jardín no es ni sombra de lo que fue.

- No se preocupe. Usted haga las fotos y ya las vemos.

- De acuerdo.

- Que pase una noche agradable.

El sonrió aunque ella no pudiera verlo.

- No estoy tan seguro.

Su interlocutora rió exageradamente y colgó. Era ya muy tarde. Antonio la imaginó cerrando su carpeta de ventas. cogiendo su bolso y su chaqueta y saliendo a la oscuridad de la calle con la sensación del deber cumplido. Vender una mansión como aquella debía tener sin duda una buena comisión y Antonio tuvo la certeza de que aquella vieja y destartalada casa pronto se convertiría en el sueño de algún ingenuo. La llamada de... ya no recordaba su nombre, cortés y muy profesional, le había devuelto por un instante a la realidad, a la ansiada y monótona tranquilidad del día corriente.

Debía ser práctico. Las fotos las haría al día siguiente, así que buscó su ajada mochila con la mirada y la encontró en un rincón del zaguán. Había traído un par de bocadillos, una caja de galletas y un refresco, por si acaso. Una vez más, Recordó la voz de su maestra de primaria: sed siempre precavidos. Nunca se sabe lo que puede pasar". Aquella sentencia, repetida y escuchada hasta la saciedad en sus años escolares, ahora le parecía un sabio consejo. Con aquel ligero avituallamiento, se instalaría en el salón, junto a la chimenea, y aguantaría el chaparrón. Al fin y la cabo sólo era una noche, una noche de perros pero que, como todas, moriría con el amanecer.

Más animado, salió al jardín para cerrar la puerta principal que había dejado entreabierta. Caminó despacio sobre la hierba húmeda y pasó de nuevo junto al aljibe. Esta vez se quedó paralizado. Volvió a sentir aquella angustia repentina y el sudor helado por toda su frente. Aún podía escuchar sus gritos desesperados, gritos que pedían ayuda en una noche tan parecida a aquella. Había sido después de otra de sus trastadas, no recordaba ya cual.


Estaban por aquel entonces construyendo el aljibe y había un enorme socavón en medio de la glorieta. Su madre le había dado el primer tirón de pelo en la cocina y él había salido corriendo al jardín como alma que lleva el diablo. Y sin duda el diablo no debía andar muy lejos. Corría tanto que le lloraban los ojos y ni miraba por donde iba en su loca carrera. No quería volver a la despensa, y sólo sentía que ella corría detrás de él con los nervios perdidos y la cabeza enloquecida. Fue entonces cuando escuchó un ruido sordo y luego un gemido de dolor. Había una niebla baja y pegajosa y al girarse, no vio a nadie. Sólo sintió pánico, un pánico indescriptible que le obligó a seguir corriendo. Entró en la casa, subió al desván, y se escondió llorando tras un viejo arcón de madera. Así pasó mucho tiempo, o quizás sólo minutos, mientras cálidos lagrimones se deslizaban por sus mejillas hasta encontrar la tierna curva de su cuello.


Antonio se frotó la frente con fuerza como si quisiera arrancar de cuajo aquellos amargos recuerdos. Volvió a la casa metiéndose en todos los charcos que encontraba a su paso, evitando de cualquier forma acercarse a aquella construcción odiosa que ahora aparecía casi oculta entre la maleza. Entró precipitadamente en la casa y cerró de un portazo. Le faltaba el aire, más por la ansiedad que por la carrera. Fue hasta el salón donde había dejado el fuego encendido y se sentó frente a él. Debía controlar la respiración y evitar de cualquier forma el pánico. Debía pensar en positivo, buscar recuerdos amables que acariciasen su alma y relajasen su espíritu, pero no podía Si realmente era cierto que los fantasmas existían, debían estar allí, junto a él, susurrándole al oído lo que no quería escuchar.


Su abuelo lo encontró dormido en el desván. Temblaba de frío y de miedo. Lo arropó con una manta mientras le comunicaba que su madre se había caído en el aljibe y había estado inconsciente durante muchas horas. El no dijo nada. Las palabras no salían de su boca. Era como si se hubiese quedado mudo y, además, tenía hambre y miedo
. Su madre cogió una neumonía que no pudo superar. Las horas transcurridas en aquella húmeda sima le habían pasado una factura mortal. Un mes después del suceso, ella murió. A él nadie le dijo nada. Nadie quería saber qué hacía ella corriendo por el jardín. Nadie le preguntó qué hacía él escondido en el desván. Sólo su abuelo le dio un abrazo capaz de romperle todas las costillas.


- ¡Fuera, fuera fantasmas de mierda!- gritó Antonio en voz alta como si estuviera siendo atacado por un enjambre de abejas-. ¡Yo no hice nada! ¡no hice nada! Sólo era un niño asustado.


Las tímidas lágrimas que habían comenzado a brotar de sus ojos como perlas sucias, se convirtieron en un sollozo profundo, prolongado, silenciado durante años. Sus gritos desencajados habían roto un silencio pactado consigo mismo, y ahora parecía que la casa cobraba vida, que cada madera, cada puerta, cada cortina, era un reproche, una mirada pérfida, una sutil amenaza. De repente, en el primer piso se abrieron las contraventanas y el aire de la tormenta entró arrastrándolo todo a su paso. Miró a su alrededor con tristeza. Nadie podía ser feliz en aquella casa impregnada de miedo y dolor. Estaba convencido. El fuego crepitaba frente a él. Y le hablaba. Igual que le hablaban las puertas, las paredes, los pasillos. Sin saber cómo, llevó la vieja alfombra de lana hasta la chimenea. La mas leve chispa podía encenderla. La acercó aun más hasta que prendió por uno de sus extremos. Después, se levantó despacio, cogió su mochila y salió del salón cerrando la puerta tras de sí. Salió al jardín sumido en la oscuridad. Pero cuando atravesó la verja, el resplandor de las llamas ya podía verse tras las ventanas. Antonio suspiró y aceleró el paso en dirección a su coche. Al cabo de unas horas todo habría acabado.

sábado, 26 de mayo de 2012

Parejas perdidas

Hay días en los que descubres que sentirte feliz no es tan difícil. Días en que las cosas más mínimas se agrandan hasta parecer importantes. Miras a tu alrededor y descubres que las estrellas-tan lejanas en el universo- se vuelven soles cercanos; las motas minúsculas de polvo, grandes pelusas que dormitan bajos las camas; las lágrimas que derramamos a escondidas, sinceras sonrisas esperanzadas.

Y esta mañana de otoño en la que las hojas caídas de los árboles alfombran el asfalto gris, ha ocurrido algo así. Una pequeña alegría, como la luz tenue de una vela, ha iluminado toda la estancia, dándole una nueva perspectiva.

Reflexionemos, pues, y aceptemos una realidad que probablemente todos compartimos: las parejas no se encuentran todos los días. Más aún, si miramos bien a nuestro alrededor, si observamos con mirada nueva nuestro entorno, comprobaremos que es mayor el desencuentro que el hallazgo; más frecuente la distancia que impide el acercamiento y el abrazo, que el movimiento hacia la cercanía y la fusión.

Dicen que la soledad nunca ha sido buena si no es el fruto deliberado de una búsqueda ansiada. Incluso para ellos. Por esa razón, cuando así, por pura casualidad, esta mañana de octubre he comenzado a encontrar las parejas perdidas, me he sentido repentinamente feliz. Es posible que penséis ¡Qué estupidez! A rey muerto, rey puesto ¿no? Pues pienso que no. Porque esta mañana, que parecía ser igual que las demás, el mágico encuentro se ha producido, y uno a uno, sin saber con qué lógica y en base a qué método, he ido encontrando los calcetines perdidos y los he llevado junto a sus parejas que yacían olvidados en el fondo de un cajón.

Ahora ya pueden volver a las andadas.

lunes, 21 de mayo de 2012

Jordi y el Cristo del zaguán

Ayer estuve en casa de mis padres arreglando cosas, mirando papeles, ordenando estanterías y haciendo toda esa clase de menesteres que deben hacerse cuando alguien se va para siempre y deja el que fue su hogar. Como nunca he sido una persona muy propensa a tirar, encontré de todo, y entre esas cosas, hallé un relato que escribí a máquina en el ya lejano año 1979. Confieso que, con su lectura, sonreí, lloré y me emocioné. Por eso, y porque este libro está dedicado a todos los que formáis parte de ese reto, de esa esperanza compartida que se llama Proyecto Lazarus, he tomado la decisión de publicar este sencillo relato que dedico de corazón a Jordi Molina y a toda su familia. Por aquellos tiempos que compartimos y en los que fuimos tan felices. Y también por todo aquello que aún nos queda por disfrutar.

 

Jordi y el Cristo del zaguán

Llueve, y el paseo de las Palmeras brilla como una vieja porcelana bajo la luz blanca de las farolas. Faltan apenas unos minutos para la misa de las ocho de la tarde y la Iglesia- profusamente iluminada- espera la llegada de los feligreses más rezagados.

Sentadas Pilar y yo en un banco de granito del paseo, vemos cómo se acercan los Caris y salimos a su encuentro. La lluvia arrecia un poco más y nos obliga a refugiarnos en el soportal del templo. Dentro comienza el acto litúrgico y hasta la calle llega el tintineo metálico de la campanilla y el suave murmullo del cántico de entrada.
Jordi no se está quieto ni un minuto. Se escapa de los brazos de su madre escurriéndose hasta el suelo, y luego, con sus pasos pequeños, corretea por el vestíbulo, e incluso intenta, en cierto momento, lanzarse escaleras abajo en busca del aire fresco y limpio del paseo. Sin embargo, es entonces cuando se acerca a mí, y yo, cogiéndolo en brazos, lo llevo hasta la imagen del gran Cristo que preside el zaguán.
- Qui es, Jordi? - le he preguntado al crío señalando la figura de rostro doloroso que nos observa desde la cruz.
- Dio....- me ha contestado bajando el tono de su voz hasta hacerla apenas audible- ,

Nos hemos acercado a los pies de la imagen, fríos y ensangrentados, y Jordi los ha acariciado con su manos pequeñas, acompañándose de un melodioso canturreo, algo así como un "Aa...Aa...Aa", lleno de dulzura, tierno y profundo. Después, ha fijado su mirada inocente en los clavos enormes que traspasan los pies del hombre, y volviéndolos a acariciar muy suavemente, ha dicho muy bajito "pupa...pupa".

Para coger cierta perspectiva, Jordi y yo nos hemos separado de la tremenda imagen, y hemos mirado su rostro contraído de dolor y su cuerpo lacerado, humillado, inclinado.

- ¡Que cau, que cau!- ha exclamado Jordi abriendo mucho sus enormes ojos. Luego, repentinamente, se me ha abrazado con fuerza, y escondiendo la cabeza en mi hombro, ha susurrado "susto, susto"

Aunque comprendía su temor perfectamente, yo le he dicho que no, que aquel hombre que dormía en la cruz no podía dar miedo porque era un hombre muy bueno. Jordi ha vuelto de nuevo su mirada hacia él, y con una naturalidad cándida - como sólo los niños pueden hacerlo- ha mirado los ojos semicerrados del Cristo sufriente y le ha dicho "Ayó... Dios", en señal de despedida.

Después, se ha bajado de mis brazos y ha salido corriendo a la calle. En su cochecito de bebé ha encontrado una bolsa de papas que sin tardanza ha entregado a su madre para que se la abriera.

Mientras tanto, la misa ha continuado dentro del templo mientras el coro cantaba el salmo "Cerca de ti, Señor yo quiero estar". Fuera, en el paseo de las Palmeras sigue lloviendo, pero la noche no es fría y apetece respirar profundamente. Al Cristo del zaguán le debe llegar ese olor húmedo y fresco de la tierra mojada. Sin duda, esta noche no siente dolor porque un niño inocente ha acariciado las llagas eternas de sus pies.

Un tren con retraso

El tren tenía prevista su llegada para las seis de la tarde, así que me sobraba tiempo para ir a la estación andando. Salí a la soleada terraza de mi nuevo apartamento y comprobé que el calor era aún más sofocante que a mediodía. Los dos macetas sembradas de margaritas y la que contenía una enorme planta de Aloe vera, aparecían achicharradas bajo el sol a aquellas primeras horas de la tarde.

Me dí una ducha rápida, dejé caer una bola de espuma sobre mi cabello corto y me puse el precioso vestido de encaje blanco que el día anterior me había comprado en el centro comercial que tenía frente a casa. Me contemplé satisfecha en el espejo de la entrada e intenté ser benevolente conmigo misma. Estaba impecable, a pesar de que la emoción me embargaba de tal forma que me obligaba a sudar por todos y cada uno de los poros de mi cuerpo. Menuda sorpresa le iba a dar. Cuando Rafael se fue, hacía de ello ya seis meses, a realizar aquel maldito cursillo a la universidad de la Sorbona en Paris, las cosas entre nosotros no andaban muy bien. Excesivos silencios, pocas risas y menos caricias. Quizá por eso él decidió cambiar de aires y probablemente también por las mismas razones, yo había vendido mi viejo y enorme piso de techos altos para comprarme un acogedor estudio en un barrio obrero de la ciudad. Suponía que este cambio era necesario, al menos psicológicamente, y tenía toda la esperanza puesta en que el traslado de ubicación podía cambiar otras cosas que la rutina había ido enrareciendo hasta convertir el día a día en un paisaje borroso en el que la mayoría de interrogantes se quedaban en el aire.

Desde hacía una temporada, y sin verme forzada a leer ningún libro de autoayuda, valoraba lo que tenía, fuera poco o mucho, y había dejado de lamentarme a toda hora como una de esas plañideras que en algunos países se contratan para llorar al difunto. Ya estaba bien de fracturas espirituales. Tenía un trabajo mileurista, un ático con dos terrazas, un novio matemático, una ducha con radio, seis pares de zapatos, un perchero lleno de prendas negras- por aquello de que los tonos oscuros siempre adelgazan-, una vecina que me regalaba tartas cuando estaba deprimida -ella, no yo- y un plan de pensiones en una joven entidad bancaria. ¿Qué más podía desear en estos años de dura crisis económica?

Salí a la calle envuelta en un halo de humedad pegajosa que me convenció de que ir andando no era la mejor opción. Cogí el autobús de la EMT en la parada que hay junto a la Oficina de Extranjería, donde se agolpaban hombres y mujeres de todas las razas esperando la oportunidad de permanecer en un país donde, probablemente, ya no valía la pena quedarse. A esas horas de la tarde había menos trafico en la calle que hormigas en un hormiguero embargado, así que llegué a la estación del Norte en apenas veinte minutos.

Me sobraba tiempo. En el reloj de la estación daban las cinco y media. Tenía aún media hora para ponerme de los nervios y que la melena lacia que había conseguido a base de una hora de plancha, se convirtiese en un amasijo de rizos dorados.

El hall de la estación se iba llenando de gente lentamente. Miré a la parrilla de entradas y salidas con impaciencia. Era curioso, los trenes de larga distancia que llegaban del norte parecían haber desaparecido de su ruta. Sin embargo, el rodalies que venía de Castellón llegaba sin retraso y aparecería en la estación en unos diez minutos. Decidí preguntar.

- Perdón - nunca he sabido por qué pedimos perdón cuando sólo queremos averiguar algo- ¿el Talgo que viene de Montpellier?

- Con retraso, señorita... Disculpe.

Aquel joven hombre vestido impecablemente con camisa azul y pantalones grises, no estaba dispuesto a dar muchas explicaciones, quizá porque no las tenía. Más bien, me había parecido un poco alterado. Tenía el rostro enrojecido y las venas de la sien se le hinchaban peligrosamente como oscuras colinas. Volvería a preguntar si pasaba media hora y nadie respondía a mis dudas. .

Tomé asiento bajo un enorme cartel de Pans y compañía que rezumaba queso fundido por todas partes. Sentado Junto a mí, un hombre grasiento devoraba algo parecido a una hamburguesa aplastada por algún extraño fenómeno. Estaba emocionada. Al cabo de unos minutos iba de ver de nuevo a Rafael, y sabía que la primera mirada, el primer abrazo ¿beso quizás? sería como una señal de lo que iba a venir luego. No le había contado nada de la compra del nuevo apartamento, y únicamente esperaba que la noticia para él fuera una sorpresa y no un disgusto Durante los seis meses que Rafael había pasado en París, enredado en teoremas más complejos que el de Pitágoras, había tenido la sensación de que no sólo los números habían ocupado su tiempo. Con demasiada frecuencia, al menos para mi lógica de ir por casa, me había comentado los impresionantes hallazgos matemáticos de una joven investigadora noruega que estaba participando en el cursillo. Y para colmo, durante los dos últimos meses, los mensajes y las llamadas se habían ido distanciando y habían ganado en parquedad e insulsez. Sabía, por malas experiencias, que el tiempo, además de curarlo todo, a veces también corroe las cosas buenas, y hace que olvides los mejores momentos, los favores que te hicieron, los abrazos de personas, que ya sólo parecen sombras, y que alguna vez compartieron contigo una tarde de amor.

La voz de megafonía me sacó de mis reflexiones.

- Atención, el tren procedente de Montpellier llegará con un retraso aproximado de tres horas. Rogamos perdonen las molestias que podamos causarles. Les mantendremos informados.

Dí un brinco sobre mi incómodo asiento de plástico duro. Rogamos perdonen - había dicho la voz robótica, después de anunciar que el tren llegaría con tres horas de retraso- Esto no podía estar pasándome a mí.

- Qué desastre- murmuré en voz alta-

- Y `tanto- contestó el hombre grasiento de la hamburguesa plana- ha sido un accidente terrible.

El corazón se me subió a la altura de la garganta y el estómago sólo Dios sabe en qué recoveco de mi cuerpo había quedado oculto.

- ¿Qué ha pasado?

- El tren ese que viene de Francia, que ha tenido un accidente... Perdone señorita, que el de Gandía ya sale y es el mío.

Aquel hombre desapareció entre la multitud dejándome con la boca abierta y el corazón en desenfrenada carrera. Me levanté de un salto y volví a preguntar.

- ¿Ha habido un accidente? ¿Es esa la causa del retraso?

El hombre de camisa azul tenía el rostro desencajado.

- Efectivamente señorita. ha habido un accidente a la altura de Castelldefells, pero no se alarme. A los usuarios del tren no les ha sucedido nada, aparte del susto, claro está. Disculpe.

¡Dios mío! aquellos jóvenes empleados de Renfe huían más que las ratas de un incendio. ¿No había forma humana de comunicarse con ellos en un diálogo más relajado?

Sonó mi móvil y dí tal respingo que me mordí la lengua. La voz de Rafael sonaba inquieta.

- María -dijo rápidamente- ha habido un accidente.

- Lo sé - respondí- ¿Es grave ¿Estás bien?

. Claro que estoy bien. Han sido cuatro gamberros imprudentes que han cruzado como locos por delante del tren. Ya te imaginarás lo que ha pasado.

- ¡Dios! - exclamé sin poder articular ninguna otra palabra-

Oye - siguió diciendo él- que igual nos llevan en autobús a la estación. Hasta que no venga el juez y ordene el levantamiento de los putos cadáveres... Cuando llegue, cenaremos por ahí si hay algo abierto, y si no, en casa. Algo tendrás en el frigorífico ¿no? ¿sigues ahí? ¿me escuchas?


Colgué para no oírlo. Unos pobres desgraciados habían cruzado de forma temeraria la vía del tren y éste se los había llevado como quien barre una colilla. Y Rafael los había llamado malditos gamberros y putos cadáveres. No podía creerlo. Sentí nauseas. No era éste el hombre que yo esperaba para llevarlo a mi ático donde florecían las margaritas blancas y el sol daba muy temprano sobre la cama. No era ésta la persona para la que me había vestido de princesa y me había pintado como una meretriz. Quizá aquella breve llamada debía ser suficiente para abrirme los ojos. Es posible que ya no fuera necesario esperar ese primer abrazo, o quizá ese primer beso, del reencuentro

Eran ya los ocho de la tarde. El tren, o posiblemente el autobús, tardara aún un par de horas en llegar. Un par de horas de incertidumbre y de dudas. No quise imaginarme ni por un instante el dolor de la gente, el terror que produce la muerte inesperada y brutal. Miré a mi alrededor. El enorme zaguán de la estación se había ido llenando de desconocidos que, sin embargo, hablaban unos con otros agitadamente. El rumor del accidente se había escampado como el agua de un desagüe atascado. Y en mi cerebro dos frases cortas luchaban a brazo partido con la ilusión de la espera: malditos gamberros y putos cadáveres.

De pronto, sentí la necesidad de correr. Salir a la calle y perderme entre el denso trafico. Volver a casa despacio, a mi pequeño ático de enorme terraza y refugiarme bajo mi edredón de verano. Y lo hice. Sólo necesité un par de segundos para decidirme. Apagué el móvil y lo tiré a una papelera. No quería más llamadas estúpidas. La brisa que soplaba en la calle lamió mi melena dorada, que ya había recuperado sus rizos originales, y llenó mis pulmones de aire nuevo. Cogí al vuelo el autobús y me senté junto a una anciana de hermoso cabello gris que observó curiosa mi semblante alterado.

En los últimos meses había aprendido a valorar lo que tenía sin necesidad de ningún libro de autoayuda, fuera poco o mucho, y había dejado de lamentarme a toda hora como una de esas plañideras que en algunos países se contratan para llorar al difunto. Ya estaba bien de fracturas espirituales. Tenía un trabajo mileurista, un ático con dos terrazas, una ducha con radio, seis pares de zapatos, un perchero lleno de prendas negras - por aquello de que los tonos oscuros siempre adelgazan- una vecina que me regalaba tartas cuando estaba deprimida -ella, no yo- y un plan de pensiones en una joven entidad bancaria. ¿Qué más podía desear en estos años de tenaz crisis económica?

Quizá la libertad, y sólo hacía unos minutos acababa de recuperarla.

jueves, 17 de mayo de 2012

La boda de Rosana

La cremallera del vestido se deslizaba suavemente, intentando no engancharse en el delicado tul que cubría la recia tela de raso. El escote del vestido era generoso y la falda, larga y holgada, como una gran campana fría y blanca.

La mujer introdujo suavemente el liguero por la punta del pie, subiéndolo poco a poco hasta el muslo, cubierto por una suave media de seda. Luego se calzó unos zapatos de salón de fino tacón de aguja y se levantó no sin sentir cierta inseguridad.

- Soy muy feliz, mamá -murmuró mientras contemplaba su imagen en el espejo del armario de luna.

La mujer que la acompañaba en aquella estrecha habitación con vistas a un desolado patio de luces, no dijo nada. Su rostro se ensombreció mientras una furia silenciosa cruzó por su mirada como un rayo en la noche. La joven, sin mirarla, siguió blandiendo el velo como si tratara de cazar inexistentes mariposas.

- Mamá… -volvió a decir alzando la voz-

-Ya lo he oído hija, que eres muy feliz

La joven se volvió hacia ella con el rostro enrojecido por la ira. Sus ojos, inyectados en sangre, traslucían rabia contenida y dolor. De un zarpazo, le arrancó de las manos el tocado de tul y lo tiró al suelo.

- Tienes que amargarme hasta el día de mi boda - gritó fuera de sí--

El portazo que dio a continuación resonó como un trueno seco que anunciase la peor de las tormentas. La mujer, sin inmutarse, recogió el tocado del suelo y volvió a colocarlo sobre la cabeza del maniquí que había instalado en medio de la pequeña habitación. Luego abrió la ventana de par en par. Necesitaba aire y lo necesitaba con una urgencia enfermiza. Desde alguna casa vecina la radio sonaba indecorosamente.

“Dos gardenias para ti

Con ellas quiero decir…”

- ¡Mierda! -exclamó en voz alta- ¿dónde he dejado el ramo?

No recordaba dónde lo había dejado aquella mañana. Dios no quisiera que lo hubiera destrozado el gato.

Y salió de la habitación dejando tras de sí un dulce aroma de perfume barato.


La inquietud que sentía Daría aquella cálida y esplendida mañana del mes de mayo, y que le había improvisado un nudo marinero a la altura de la garganta, no era nueva. De hecho, había comenzado años atrás y desde entonces no le había abandonado ni un solo día.

Recordó aún sin querer. Era una noche bochornosa. Húmeda y densa como un puré de patatas. Rosana, su hija, no había llegado a la hora a la que la tenía acostumbrada. Daría se había asomado al balcón una y otra vez, cada vez más nerviosa. Alrededor de las once, sintió el aullido de sus tripas. Corrió a la cocina, abrió una lata de sardinas y las alineó una junta a la otra en un pan recién cortado. Volvió al balcón mientras sentía un inesperado frío y un hilo de sudor le caía como una gota de rocío por toda la espalda. Cogió el móvil y marcó el número. Nada. Apagado, fuera de cobertura.

Se sentía cada vez más inquieta. Aquel chico que salía con su hija no le había gustado desde el principio. De porte chulesco, impertinente, retorcido como el tronco de un viejo olivo, pero con unos profundos ojos verdes que hubieran podido romper de una mirada el corazón de cualquier estúpida jovencita.

Y la jovencita estúpida había sido precisamente Rosana, su niña, la que ahora se había convertido en una joven tan bella como insolente. A pesar de sus divagaciones mentales, pudo por fin escuchar el ruido de un motor. Un coche se acercaba despacio hacia la calle mal iluminada. Ella, instintivamente, se echó atrás y quedó protegida por la sombra que le proporcionaba el murete del balcón. El coche se detuvo frente al portal con un brusco frenazo. Era un viejo Renault pintado de rojo con unas grandes alas doradas en el lateral izquierdo. Escuchó unas voces alteradas y no pudo evitar asomar un poco la cabeza. Fue entonces cuando vio bajar a Rosana del vehículo dando un fuerte portazo. El conductor salió por su puerta, la alcanzó y la detuvo cogiéndola del brazo. Ella le gritó con rabia y la contestación del muchacho fue una bofetada que la hizo tambalear sobre sus finos tacones de aguja. Daría ahogó un grito en la oscuridad de su escondite y corrió hacia la puerta. Escuchó como giraba la llave y vio entrar a Rosana llorando y con la mejilla visiblemente enrojecida.

- Lo he visto todo.

La voz no le llegaba al cuello.

- ¿Y qué?

- He visto como ese hijo de puta te pegaba una bofetada.

Rosana siguió andando por el pasillo taconeando con paso decidido.

- Eso no es asunto tuyo.

- Que no es asunto mío- chilló- ¿Te has vuelto loca? ¿Cómo permites…?

- ¿Y por qué lo permitiste tú? - le interrumpió la joven fulminándola con la mirada- Déjame en paz de una puta vez.

Desde aquella desventurada noche habían pasado ya tres años y durante todo eso tiempo ninguna de los dos había vuelto a hablar del episodio. Daria pensó que, por la tendencia habitual de los jóvenes de hacer justamente lo contrario de lo que les decían los mayores, cuanto más le aconsejara a su hija, más empecinada estaría ella en seguir con aquel hombre de las cavernas. Sin embargo, la estrategia del silencio no surtió efecto y la relación siguió a pesar de todo.

Unos meses después del incidente, Rosana apareció un día con las mejillas radiantes y la mirada desbordada de felicidad. En sus brazos dormitaba la causa de tanta emoción: un pequeño felino de mirada dulce y afilados dientecillos. En la cabeza, entre las puntiagudas orejas, alguien le había puesto un ridículo lazo azul.

- Me ha regalado un gatito, mama ¿lo ves? Mira que cosa más dulce.

Daría lo miró con desconfianza.

- De pequeña le tenías alergia a los gatos - advirtió frunciendo el ceño-

- Pero ahora ya no.

- Se hará pis en las esquinas y querrá dormir en tu cama.

- Pues que duerma.

Daría estaba dispuesta a ser implacable.

-Morderá tus zapatillas y nos destrozará el sofá afilándose las uñas.

- El sofá ya está destrozado, mama, no sé si te has dado cuenta.

Y con la cabeza alzada y el minino en los brazos, se refugió en su habitación como una princesa despechada.



 

- Has encontrado el ramo?

Rosana entró en la salita con las mejillas arreboladas, sudando por cada poro de su rostro recién maquillado.

- Lo he encontrado - contestó Daría intentando aparentar una felicidad que no sentía- y da gracias que Silim no lo haya encontrado antes que yo. Ya sabes como le gusta mordisquear las plantas y, por Dios, intenta no sudar a chorros, que vas a llegar a la iglesia como si vinieras de la sauna.

- Encuentra al gato y enciérralo. No quiero que ensucie mi vestido con sus torpes patas.


Aquel cachorrillo pequeño y peludo como un ovillo de perlé se había convertido en un gato enorme de pelaje brillante, con profundos ojos verdes y un cuerpo recio y atlético La relación de Daria con el minino, que en un principio había sido tensa y distante, se había ido estrechando hasta el estrangulamiento. Silim - así le habían puesto de nombre y aún no sabían por qué- se convirtió en la alegría de la casa. Carreras, derrapes, saltos… Su energía no tenía límites y sus ganas de jugar tampoco. Efectivamente, tal y como temía Daría, aquel gato alocado había acabado de destrozar los sofás y hasta se había atrevido un día a colgarse de las cortinas de falso encaje. Pero la risa que arrancaba de su pecho pesaba mucho más que los destrozos. Aunque en algo se equivocó. Silim nunca quiso dormir con Rosana sino con ella. Al caer la noche, el gato caía rendido a los pies de su cama, con un ronroneo incesante y tranquilizador.

La boda era a las doce y la peluquera vino pasadas las diez. Rosana ya le había dicho que sólo quería un moño a la altura de la nuca y el cabello bien estirado. Estaba segura de que así destacarían sus enormes ojos redondos “Quizá demasiado” - pensó Daría- pero no tuvo el valor de decírselo.

A las once siguió vistiéndose. No era tan complicado. Medias de seda sobre sus piernas perfectamente depiladas. Las bragas y el sujetador de encaje y sobre las dos piezas, el traje blanco y brillante, como el de una primorosa hada de bosque encantado.

-Podías llamar a Pablo…

El tono de su voz era irritante cuando contestó.

-¿ Para qué?

¿Que podía decirle? ¿Que lo que más temía era que la dejara plantada a los pies del altar? ¿Qué posiblemente llegaría tarde y ella quedaría en ridículo delante de todos? Realmente lo que ansiaba era que aquel muchacho prepotente y tosco no llegara nunca.

Sin embargo, no hizo falta llamar. El móvil sonó dejando en el aire una musiquilla chabacana.

- Es él.

- Pues cógelo ¿a qué esperas?

Le dolía tanto el error que iba a cometer Rosana que no podía admitirlo. Le hubiera gustado encerrarla en la despenda bajo llave y dejarla allí unas cuantas horas. Nada mejor que un buen castigo para obligarla a recapacitar. En un sí quiero, en apenas dos palabras de absoluto y ciego consentimiento, podía concentrarse el resto de una vida desgraciada. Y su silencio cobarde le hizo un nudo en la garganta, un nudo que sabia tan amargo como la bilis.

La vio llegar por el pasillo. Seguía siendo un hada, pero esta vez escapada de un cuento de terror. Por la palidez de su rostro, parecía que la sangre había desaparecido de sus venas. .

-Mamá, que dice Pablo que ha tenido un accidente.

- ¿Cómo?- inquirió Daría mientras en su interior bendecía a Dios y a los santos patronos de su pueblo natal-

- No ha sido nada, pero me ha dado la sensación de que…

- ¿De qué?- Interrumpió Daría esperanzada- ¿Crees que mentía?

- No.

- ¿Entonces?

- Por su voz, me ha dado la sensación de que había bebido.

Daría se tiró las manos a la cabeza y estalló en lágrimas mientras daba tremendos quejidos como si algo afilado y frío cruzase su cuerpo de arriba a abajo.

- Rosana, hija, recapacita… así no puedes…

Pero la joven no la escuchó. Salió corriendo hacia la habitación y se tumbó sobre la cama. Su respiración era tan agitada que Daría pensó que iba a perder el conocimiento de un momento a otro. Fue a la cocina, llenó un vaso de agua hasta los bordes y cogió unas de aquellas pequeñas pastillas mágicas que la ayudaban a dormir a pesar de su insoportable insomnio..

- Tómatela - dijo poniendo la pastilla junto al vaso-

- Tengo que hablar con Pablo, mamá.

- Por encima de mi cadáver, hija.

Rosana se incorporó y se tomó el agua junto a la pastilla, muy lentamente. Su rostro estaba anegado en lágrimas y el rimmel que unos momentos antes alargaba sus pestañas, ahora corría por sus mejillas como un negro y húmedo hilo de alquitrán

Daría volvió a la cocina y cogió una mandarina del frutero. Dos o tres gotas de zumo cayeron sobre su vestido de gasa azul. No le importó. Nada importaba. Los minutos pasaban sin darle tiempo a pensar. Quizá debía llamar a la parroquia y decir que la novia había decidido dar marcha atrás. Quizá debía coger a Rosana del brazo y salir corriendo hacia cualquier punto del planeta que no fuera la iglesia de San Esteban. Pero a pesar de que su cabeza giraba como un tornado tratando de hallar una respuesta, ella siguió sentada sobre la silla de cocina, dejando que el zumo de las mandarinas fuese calando lentamente su precioso vestido de ceremonia.

Hasta que sonó el timbre de la puerta. Lo esperaba. Estaba segura de que aquel imbécil acudiría a pedir perdón y a suplicar como un perro. Presintiendo algún incierto peligro, Silim se infló como un globo y bufó.

- Ven aquí, pequeñín.

Daría cogió en brazos a aquel tremendo gato que en ese momento, más que nunca, parecía un aguerrido tigre. Abrió la puerta lentamente y se encontró con el espectáculo lamentable que ya esperaba ver. Pablo, con los ojos idos, el sudor perlando su frente, la corbata caída, la lengua de trapo.

-¿ Está Rosana?

- No.

El hombre la miró con odio y se tambaleó.

- Déjame entrar, bruja. Tengo que casarme.

- No entrarás. No llevarás a mi hija al altar. Aunque sea lo último que haga.

- Aparta vieja chillona.

Fue en ese momento cuando él le dio un tremendo empujón que le hizo perder el equilibrio. Aterrorizado, Silim saltó sobre el hombre sacando sus afiladas uñas. La sangre corrió por su camisa blanca dejando finos ríos de color púrpura.

- ¡Puto gato!

Fue lo último que dijo antes de retroceder con torpeza, perder el equilibrio y caer escaleras abajo produciendo un terrible ruido de huesos rotos.

Daria cerró la puerta despacio después de dejar entrar al gato. Le temblaba todo el cuerpo pero el miedo había pasado. Comenzó a rezar muy despacio aunque hacía años que no recitaba una oración. Fue de nuevo a la cocina donde había dejado las mandarinas desparramas sobre la mesa de railite. A pesar de todo, no podía dejar que aquel desgraciado muriera al pie de su rellano. Cogió el móvil y llamó a emergencias.

-Manden una ambulancia al número seis de la calle Acacias. Creo que en la escalera hay un hombre borracho y herido. Dense prisa.

Después, abrió la nevera y sacó una pequeña lata.

- Ven pequeño tigre- dijo- Hoy te la has ganado.

El aire que entraba por la puerta entreabierta de la terraza olía a menta y a tierra mojada. A pesar de todo, era primavera.


 

 

lunes, 14 de mayo de 2012

Un lunes de mayo




La ciudad despierta entre rayos de sol filtrados a través de la húmeda calima. Es de nuevo lunes, un lunes henchido de sueño y legañas adheridas a unos ojos que no terminan de ver nada claro. los folios en blanco son como vastos precipicios que sucumben en un mar de letras. Y las letras siguen sin encontrarse en este tiempo de desvarío que sólo la rutina consigue recolocar.


Abro el correo electrónico mientras intento despertarme del todo. Los abrazos virtuales crecen tanto como las malas hierbas en un campo de trigo. U n a b r a z o, leo varias veces. Y es que es tan fácil escribir ocho letras El mensaje llega sin mensajero a través de un espacio sideral donde los agujeros negros permanecen agazapados a la espera de tragarse nuestro tiempo. Y yo me pregunto que ha sido del mío, de aquel tiempo de risas y sonrisas, de margaritas silvestres, de besos en la playa, de dulces madrugadas, de sueños que rompían la razón.


Anoche leí la Biblia. A veces lo hago a pesar de mi vista cansada y de mi fe maltrecha. La cojo, la abro por cualquier página y leo. Y ayer me encontré con esta inquietante frase: Como quien intenta apresar la sombra y perseguir el viento; así es el que se apoya en sueños. Estaba claro, pues. Descubrí en un instante de tediosa tarde de domingo, que me he pasado la vida intentando atrapar mi sombra escurridiza y persiguiendo un viento que corría más que yo. Y más aún, en el libro de Sirácida, a las personas que sueñan, quizás en exceso, se les tilda de necios. De todas formas, no hice mucho caso. Soy fiel al Nuevo testamento, pero del Antiguo no me fío ni un pelo, y si alguien se decide a leerlo con atención y gafas de quince aumentos, me comprenderá enseguida. A pesar de esa aprensión, no puedo dejar de confesar que sentí un cierto fastidio y me fui a preparar la cena buscando refugio en mi pequeña cocina de origen.

Hoy es un lunes de mayo, mes que odio más que al maldito polen que segrega. Y mientras la ciudad despierta entre nieblas matutinas y humos de pavorosos incendios, me pregunto angustiada qué haré hoy, adónde iré, para quien serán mis sonrisas, y qué agujero galáctico se tragará de un soez bocado los abrazos que hoy habría podido dar en un cuerpo a cuerpo desesperado.

viernes, 11 de mayo de 2012

A la venta



Había llegado a pesar de todo. Después de un invierno excesivamente cálido, la primavera había hecho su aparición como un huésped inesperado. Y aquel domingo de principios de mayo, el sol caía a plomo sobre la ciudad aún adormecida a aquellas tempranas horas de la mañana.


Miré a mi alrededor desolada. Lo había ido vendiendo todo: libros, discos, cedés, muñecas de porcelana, móviles primitivos, vasos, cucharas de alpaca, barbies despeinadas, y ajados peluches. La casa parecía haber sido víctima de un concienzudo saqueo. Los primeros rayos de sol que entraban por la ventana orientada al este, iluminaban estanterías vacías, repisas despojadas de objetos que habían dejado su esencia en cada rincón.

No podía dejar de sentir cierta desesperación. Poco quedaba ya en aquella casa de desprotección social situada en el que algún tarado llamó el barrio Ideal. Cogí una figura de porcelana de desconocido origen y unas cuantas piedras de playa pintadas, y lo guardé todo en el carro, junto al anuncio que tan laboriosamente había escrito la noche anterior.

Cuando salí a la calle apenas había tráfico, el aire era aún fresco y olía a pan recién cocido, como en los pueblos pequeños. Atravesé los Jardines del Real observando cada árbol, cada arbusto, cada rosa. Qué hermoso podía ser todo si teníamos la serenidad para poder devorarlo con los ojos y llevarlo después junto a nuestros mejores recuerdos. Pero no era ese el caso.

Seguí caminando por la avenida de Blasco Ibáñez buscando la larga sombra de los plátanos, y me detuve un momento en el lugar en el que los putos hijos de ETA acabaron con la vida del profesor Broseta, un hombre bueno. Y mientras seguía caminando arrastrando mi carro de la compra por la acera cuarteada, me pregunté una vez más si la bondad era una buena opción o una estúpida pérdida de tiempo; si la nobleza de carácter era una apuesta segura o una acción desfasada con prima de riesgo. De todas formas, la decisión estaba tomada.

Cuando llegue al rastro, situado frente al campo del Mestalla y envuelto en una valla conejera, extendí la mesa junto al puesto de Antonio, el gitano. La policía miraba aquí y allá, tratando de encontrar objetos robados, y el publico comenzaba a husmear entre toda aquella basura travestida de antigüedad. Yo saqué del carro la porcelana china y las piedras de playa pintadas de vivos colores. Después, sin dudarlo ni un instante, dejé sobre la mesa el papel que tan laboriosamente había escrito la noche anterior.

Vendo mi alma
Estaba segura de que, más pronto o más tarde, el diablo pasaría por allí.

miércoles, 9 de mayo de 2012

curriculum

Amparo Puig Valdés nació en Valencia, ciudad en la que aún reside. Es licenciada en Derecho y desde muy joven se dedicó al periodismo y a la literatura, prestando sus servicios profesionales en gabinetes de redacción y prensa de diversas empresas e instituciones.

Ha obtenido diversos premios a lo largo de su carrera y actualmente publica sus relatos en sus dos blogs: Yo fui un gato, en la red literario-social de Random House Monadori, y Jazmines abandonados, que reúnen en la actualidad más de cincuenta relatos inéditos.

martes, 8 de mayo de 2012

Gotas de lluvia sobre el alma



















Anoche llovía. Era un sirimiri suave que dejaba un rumor dulce y envolvente. Recogí la ropa que estaba tendida y la fui dejando caer sobre las sillas del comedor. El aspecto era algo dudoso. O bien parecía un mosaico romano de vivos colores, o un sencillo campamento de gitanos. Posiblemente, ni una cosa ni la otra.


Desde hace un tiempo me gusta ver llover, me fascina cuando las gotas de agua son tantas que llegan a formar cortinas de agua que apenas dejan ver el paisaje. Me gusta incluso cuando las nubes se vuelven negras como trozos de asfalto y comienzan a soltar chispas, relámpagos y truenos.

Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo ya lejano, un lugar en la infancia, en el que le tenía miedo a la lluvia. Y me quedo corta, porque era más bien pánico. En cuanto veía que algunos nubarrones oscuros aparecían en el horizonte, comenzaba a temblar como una hoja golpeada por el viento. Y en cuanto las primeras gotas comenzaban a caer, llamaba a mi madre con voz desesperada y ella se quedaba a dormir conmigo. Entonces mi pregunta se repetía cada pocos minutos: mamá ¿cuándo parará? y ella decía que ya estaba parando mientras la lluvia arreciaba y los truenos se escuchaban cada vez más cerca.

Es probable que si estos hechos hubieran ocurrido unas décadas más tarde, seguro que habría acabado frente a un psicólogo calvo y progre que me habría obligado a enfrentarme a mis miedos situándome en el ojo del huracán, o sea bajo el nubarrón más sombrío. Pero, a Dios gracias, cuando yo era niña esos remedios eran sólo para clases adineradas, y los demás superábamos nuestros miedos a pelo, simplemente esperando que estos se fueran.

Y se iban. Se iban del todo. Del miedo a la lluvia pasé a la más absoluta indiferencia, y de ésta, a la pasión. Sí, dí un giro de 180 grados. Los años han pasado como un bálsamo y el tiempo, ese tiempo que dicen que todo lo cura, ha transformado el pánico en fascinación. Quien me conoce, sabe que ahora pasaría horas viendo cómo se dibujan los rayos en el cielo y cómo el agua cae a cántaros sobre la ciudad.

Me acosté dejando la ventana entreabierta. El ruido de los coches al deslizarse sobre el asfalto mojado me llevó de la mano hacia un sueño relajado y feliz.