lunes, 30 de septiembre de 2013

Encuentro en la niebla



El caballero templario galopaba sobre su caballo a través del siniestro bosque. La niebla había ido bajando durante la tarde y ahora envolvía su figura magnifica. No podía más. El casco de hierro le apretaba las sienes y la espada le pesaba como si arrastrara en ella las almas de todos sus enemigos. El caballo gemía de cansancio, así que decidió detenerse. Guerrero curtido, miró a un lado y a otro presintiendo una escaramuza. El bosque estaba lleno de sonidos apenas audibles, rumores indescifrables que podían ocultar ignotos secretos. Huía cuando nunca había huido. Trataba de encontrar un lugar del que ni siquiera sabía el nombre. Desmoralizado, hambriento, se sentó en el suelo junto a un árbol añoso. Ni dos minutos tardó en quedar profundamente dormido.
Le despertó un sonido brusco, como si una roca hubiese caído del cielo. El caballero templario dio un brinco y echó mano a su espada. Entre la niebla pudo distinguir a un joven de tez blanquecina. Vestía de negro y cubría su cuerpo con una capa ancha y raída. 
- ¿Quién eres? - interrogó el caballero-. ¿De dónde has salido?
- Del árbol - dijo el joven acercándose-. Me he caído. 
- Mentís. Decidme vuestro nombre.
- Me llamo Vlad ¿y tú?
El caballero templario hizo un gesto de desprecio. 
- ¿Vlad? Tenéis nombre de conejo. 
El joven no pareció molestarse.
- ¿Y tú?- volvió a preguntar.
- Habladme de vos, joven de la niebla. Mi nombre es Richard coeur de cire de la Bienaventuranza de Santa Genoveva.
- Vaya - exclamó el joven Vlad-, si será por nombre...
- ¿Osáis burlaros? - exclamó el caballero mientras echaba de nuevo la mano a su cinto. 
- Ni por casualidad. Estoy desarmado. No podéis atacarme. No sería digno de vos.
El caballero soltó la empuñadura. 
- ¿Dónde vais? - preguntó- 
- Ando buscando algo. ¿Y vos, si puede saberse?
- Retorno de las Cruzadas, de salvaguardar la vida de aquellas personas piadosas que peregrinan a Jerusalén. ¿Estáis enfermo?
El joven dio un respingo
- ¿Enfermo yo? ¿por qué?
- Por la palidez de vuestra piel y las ojeras que se posan a los pies de vuestros ojos, intuyo que estáis afectado de algún mal,  o que habéis estado mucho tiempo entre rejas.
Una franca sonrisa se dibujó en el rostro pálido del joven. 
- En prisión, nunca. Soy un buen chico.
- ¿Entonces?
-  Aunque os cueste creerlo, soy un vampiro.
El caballero templario retrocedió dos pasos. 
- In nomine Patri, Filii et Spiritus sancti.
- Amén -se burló el joven-
- Acabareis en la hoguera, engendro del maligno, aberración de la naturaleza- vociferó el caballero fuera de si-. 
- Acabaréis vos.
- Estáis loco.
- En absoluto. Os digo que acabareis vos. He vivido cientos de años y he visto muchas cosas, demasiadas. Muchas de ellas os producirían tal dolor que os arderían los ojos y se quebraría vuestro corazón. 
El caballero Richard hizo como si no hubiese oído nada. 
- No me habéis dicho dónde vais. 
- Estoy buscando un escritor.
- ¿Un escritor para qué? ¿para chuparle la sangre hasta la ultima gota?
- Estáis anticuado, caballero. La única sangre que ingiero es la de las bestias. 
-¿Entonces?
- Quiero contarle mis experiencias. Como le he dicho, he visto cientos, miles de acontecimientos, he vivido cientos de vidas...
- No creo que a nadie le interese la vida de un vampiro...
- Es posible. Pero si puedo deciros que eso de meter un templario en cada línea de un relato ha pasado de moda. 
La indignación creció en el rostro del caballero como una marea inesperada. 
- Vengo de las Cruzadas, conozco países y culturas. puedo hablar de los paisajes, de los pueblos...
- ¿Y si a la gente ya no le interesa? 
El caballero cayó de rodillas contra la tierra. Parecía confuso y abatido.
- Entonces moriré - gimió-, moriré como una leyenda que se extingue...
- Moriréis en la hoguera, a las puertas de Nôtre Dame. Puedo deciros hasta el día.
- Indigno, ruin, zafio- bramó el caballero enrojeciendo hasta las orejas- El Santo Padre no permitiría...
- El Santo Padre, precisamente. Os repito que he visto muchas cosas.
El caballero alzó la cabeza. En sus ojos había lágrimas y desesperación.
-¿Qué hacemos entonces?
- Seguir buscando a un escritor que nos necesite. Pero para escapar del destino y, sobre todo, de las llamas, usted será, a partir de ahora un veterano policía que investiga extraños asesinatos. 
-¿Queee?
- Cállese, es lo que se lleva en el mundo de las letras, y yo seré el ayudante del fiscal, que no se muy bien a qué se dedica, pero acaba saliendo en todas las novelas. 
Un brillo de esperanza se dejó ver en los ojos del templario.
- ¿Vos creéis que así tendremos futuro? 
- Lo tendremos -aseguro Vlad-, un futuro prometedor. 
El caballero deslizó sus manos por su cuerpo. 
- ¿Puedo conservar mi físico?- inquirió-.  Creo que tengo una buena estampa. 
- De acuerdo. Pero esa hermosa espada habrá que cambiarla por una pistola. Y yo llevaré gafas como todos los ayudantes de fiscal del distrito. Me imagino que para ser ayudante del fiscal habrá que...
Los dos hombres se perdieron caminando por el bosque mientras la niebla era tragada de un suspiro por la creciente y arrolladora luz del sol. 
.        .             .              .               .              .        .

Unos segundos después de que ambos hubiesen salido del bosque, una figura animal saltó de entre los matorrales. Tenía el cuerpo atlético, ojos verdes y largos bigotes. Era un temible felino. 

- Me han robado las botas - dijo para sí mismo mientras arqueaba el lomo-. Ahora tendré que buscarme otro cuento. ¿Dónde se habrán metido esos dos tipos raros?
Y el gato sin botas siguió también buscando un escritor a quien buscarle su nueva historia.



jueves, 26 de septiembre de 2013

El secreto de Maurice. Cap. XIX.



Me desperté a las siete de la mañana con un sabor de boca tan amargo que me producía arcadas. Era aun de noche y Alice dormía, así que tenía tiempo suficiente para prepararme un buen café y poner en orden los últimos acontecimientos. Observé que tenía dos llamadas perdidas y comprobé que el número del que me habían llamado era extremadamente largo. Lo marqué y no tardé en escuchar una voz femenina  muy aguda y levemente desagradable. 
-Hôpital Saint Vincent de Paul. Bounjour. 
Me quedé sin palabras. ¿Hospital? ¿Había llamado a un hospital? Un escalofrío me recorrió el espinazo y se perdió piernas abajo. Sin duda, algo malo había pasado. Con un pequeño esfuerzo, recuperé la voz y, con mi nefasto francés, le expliqué a aquella mujer que tenía dos llamadas perdidas realizadas desde ese número. Me preguntó mi nombre completo y me rogó que esperase un momento. Eran ya las siete y media. Alice no tardaría en despertarse, tenia que ser ágil ¿Por qué aquella estúpida de voz mecánica no me decía nada?
-Madame... - dijo por fin la voz femenina como si saliese de un profundo letargo- 
- Je suis ici, mademoiselle.
- Oh - exclamó- je veux le dire que mademoiselle Coraline est admis à ce hôpital. Elle a donné son numéro de téléphone.
Maldita torre de babel y  su maldita dispersión de lenguas - pensé antes de contestar- 
- Es que elle est malade?
La voz se volvió aún más firme. Debió pensar que era tonta.
- Je ne sais pas, madame. Elle est a la chambre 220.
- Merci beaucoup. 
Supiera o no supiera más, aquella mujer no estaba dispuesta a darme más información. Me quedé como una boba mirando el móvil como si acabara de comprarlo y no supiera  ponerlo en marcha. A pesar de que en la estancia no hacía frío y llevaba ya un buen rato envuelta en mi aterciopelado batín, tirité. Algo malo le había pasado a Coraline y, por desgracia, aquella joven prostituta sólo conocía en París a una persona de fiar - yo misma- a la que apenas había visto en un par de ocasiones. Era miércoles  y tenía la tarde libre, y por lo tanto, tiempo suficiente para acercarme hasta el hospital, si es que alguien sabía decirme donde diantres estaba. 
A las ocho en punto se despertó Alice. La vestí mientras una idea persistente me rondaba por la cabeza, aunque no sabía si podría llevarla a cabo. La conversación mantenida con François la tarde anterior me había dejado sumida en un mar de dudas, de interrogantes a los que ansiaba dar una respuesta. Necesitaba datos, precisaba profundizar en aquella oscura historia que el tiempo se negaba a enterrar. Ansiaba saber qué había pasado con los judíos extranjeros que habían buscado refugio en la ciudad de la luz. Y lo peor de todo era que no acertaba a saber por qué razón aquel tema me estaba obsesionando lo suficiente para invadir todos mis espacios libres de pensamiento. Invadir. El verbo en sí era repugnante. Entrar en la casa del otro, quitarle su aire, sus paisajes, su vida, arrebatarle su intimidad, su futuro, su dignidad.  
Me urgía ir a alguna biblioteca. Había descubierto que era una ignorante y que esa ignorancia era como una niebla que se pegaba a mis ojos y me impedía ver más allá de mis propias narices. Mientras Alice parloteaba en su lenguaje ininteligible y me apretaba ambas mejillas con sus manitas minúsculas, tomé la decisión. Iría a la biblioteca tras visitar a Coraline. La ansiedad que soportaba era tan grande que sentía como si un gusano gigante me devorase las entrañas. Al final asumí que lo que realmente me faltaba era tiempo y que estaba a punto de caer en las garras del stress. Posiblemente tenia demasiados frentes abiertos y en alguno de ellos caería rendida. 
Después de estar un rato paseando junto al Sena con Alice, le dí la comida y mientras dormía una breve siesta, preparé su merienda. A las cuatro en punto la dejé con su padre que me recibió con una franca sonrisa. 
- ¿Qué piensas hacer esta hermosa tarde?- preguntó Javier una vez se hubo producido el trasvase de la niña, que escondió la cabeza en su cuello como un gorrión adormecido. 
Era cierto. Hacía una plácida tarde de otoño. El ambiente era fresco, pero una luz dorada lo inundaba todo, haciendo que  los árboles, las casas, el cielo, brillaran con sus propios colores. 
Odio dar explicaciones. 
- Voy a... dar una vuelta. 
Javier se quedó esperando como si la respuesta no le hubiera satisfecho. Así que me arriesgué.
- ¿Sabes el horario de las bibliotecas?
- ¿Las bibliotecas?- repuso Javier extrañado-. Si quieres una novela, tengo la casa llena...
- Gracias - respondí-, pero busco un libro muy concreto. 
Y lo dije esperando que no me preguntara de qué libro se trataba. 
- Supongo que cerrarán a las ocho, incluso más tarde. Hay una cerca de aquí, la biblioteca de Santa Genoveva. Está instalada en un edificio renacentista. Es preciosa. Te apunto la dirección. 
 Garabateó algo sobre un papel y me lo entregó. 
- ¿Vas a pasar el miércoles por la tarde en una biblioteca?- preguntó sonriendo-. ¿Es que no tienes un plan mejor?
Sentí que la pregunta era como una ofensa. ¿Acaso pasar la tarde en una biblioteca no era un buen plan?
- Me temo que no - declaré como si me hubieran pillado en una gravísima falta-
Me habían enseñado en mi más tierna infancia que ocultar verdades es como decir mentiras, pero nunca he compartido esa creencia. Ya he mencionado que  nunca me ha gustado dar explicaciones porque a menudo parece que quieras ocultar algo peor o, al menos, algo diferente a la verdad. 
Me zafé como pude de aquel inadecuado interrogatorio y salí a la calle con paso ligero. De reojo, observé cómo Javier seguía mis pasos desde la ventana. Cuando doblé la esquina, pude respirar con tranquilidad. 
Encontrar el centro hospitalario de San Vicente de Paul no fue sencillo. Cogí  el metro en la estación Saint Michel y después de perderme dos veces y preguntar en numerosas ocasiones, logré llegar a la parada de Ravail, en Montparnasse. El hospital estaba instalado en un edificio antiguo que parecía más bien un centro penitenciario. Supuse que la entrada era libre, así que dije bounjour en un susurro y me dirigí a las escaleras. Si la habitación era la 220, es que estaba situada en el segundo piso. Toqué con suavidad a la puerta, pero nadie me contestó. Abrí lentamente adelantando la cabeza como un palomo. La habitación estaba en semipenumbra y sobre la cama estaba Coraline tapada hasta el cuello con una fina sábana blanca.
- Coraline, soy Asun - susurré-,¿puedo pasar?
- Clago.
 Su voz sonó débil desde la cama situada junto a un gran ventanal por el que entraba la luz amarilla de la tarde. Me senté junto a ella, no sin antes observar que estaba sola en la habitación. Parecía agotada. 
- ¿Qué te ha pasado? - pregunté- 
- Pardon, Asun - dijo con un tono de voz que no acababa de querer despegarse de la garganta- 
- Perdón ¿por qué?
Me percaté de que tenía una mejilla y un ojo amoratado y hablaba trabajosamente.
- Pour donner votre numéro de téléphone.
- No pasa nada - dije de corazón-. ¿ Qué te ha sucedido?
-Un ami.. - dudó- un cliente, il me pegó y me tiró du voiture. 
-¡Dios mío!- no pude dejar de exclamar-. 
Suspiró como si quisiese vaciar de aire sus pulmones-
- N´est pas la premiere fois. Je ne veux aller avec lui. 
- ¿No es la primera vez que te golpea?- me estaba entrando una rabia incontenible-, ¿ y por qué sales con él? 
Una breve sonrisa se dibujó en su rostro de niña. 
- Je suis très stupid.
Pasó de la sonrisa al llanto en un segundo, un llanto alternado con gemidos sonoros y lamentos que apenas conseguía entender. 
-Je ne veux pas retourner chez moi - afirmó entre hipos-.
- ¿No puedes volver a casa?
- No. Si je retourne, il vient. 
Era como una cría asustada perdida en una gran superficie, pero en este caso la gran superficie era su propia vida. 
- Tranquila- le aseguré sin saber muy bien el alcance de mis palabras-, buscaremos una casa segura.
Me miró con sus dulces ojos verdes anegados en lágrimas. 
- ¿Una casa cerca tuyo?
- Sí - volví a afirmar-. No te preocupes. Ahora duerme. ¿Sabes cuando te darán el alta?
- Je ne sais pas. 
Le bajé un poco la persiana y salí despacio de la habitación. Mientras caminaba por el pasillo profusamente iluminado por largos tubos de neón, me dí cuenta de que le había hecho una promesa que ya veríamos si podía cumplir. Pero de lo que sí estaba segura era de que aquella chiquilla dejada de la mano de Dios no resistiría otra paliza como aquella, y eso yo no estaba dispuesta a permitirlo. 
Salí a la calle, dejé atrás el hospital y me dirigí de nuevo al metro. Esta vez sólo me perdí una vez y conseguí llegar a la estación de la Sorbona, cerca de la cual estaba la biblioteca. El cansancio comenzaba a hacer acto de presencia y las piernas me pesaban como vigas de hormigón. Sólo me consolaba el hecho de estar relativamente cerca de casa.  Miré el reloj. Aún tenía un par de horas para consultar la información que me interesaba. 
París a aquellas horas de la tarde no era una fiesta, pero sí parecía un dulce thriller de comedia americana. La tarde caía sobre la ciudad como un párpado sobre los ojos. En la acera, sobre el asfalto, hojas amarillas y ocres formaban remolinos que tan pronto aparecían como desaparecían. En las terrazas de los restaurantes, la gente charlaba animadamente, como si realmente no tuvieran otra cosa que hacer. Envidiando esa forma de vida sosegada, llegué a la biblioteca agotada y jadeando como perro vagabundo. Realmente - tal como me había comentado Javier-, era un edificio muy digno y el interior tampoco defraudaba. Una inmensa bóveda le daba el aspecto de ser una estación de tren, pero bajo sus inmensos arcos sólo había mesas con pequeñas lámparas blancas y estanterias repletas de libros.  Detrás de un mostrador, una mujer de mediana edad, cara de asco y cabello recogido en un apretado moño, me observó con un mohín de soberbia. Me dirigí hacia ella mientras me preguntaba por qué razón las bibliotecarias siempre tienen aspecto de bibliotecarias. 
- Pardon- dije- l´histoire de la France en espagnol. 
La mujer me miró como si le hubiera pedido peras al olmo. Después de consultar el ordenador, me indicó con la mano una estantería que estaba al fondo del primer pasillo. 
- Merci beaucoup - musité- 
Comencé a mirar los libros uno a uno. Con alguno de ellos sin duda podía matarse a alguien, tal era su tamaño. Francia en el medievo, el Rey Luis, Los orígenes de Europa, Historia de Francia...   Me detuve en éste último. Seguro que en sus páginas podía encontrar algo. Lo cogí y me senté lo más lejos que pude de la  réplica de la señorita Rotenmeyer. Busqué en el índice a la luz cálida del flexo que bailaba sobre mi cabeza: Prehistoria, Edad Antigua, Edad Media, Edad Moderna, Revolución Francesa... Seguí el índice con el dedo pulgar hasta que dí con lo que buscaba: Segunda Guerra mundial. Comencé a leer ávidamente.
Francia y Reino Unido declararon la guerra a Alemania el 3 de septiembre de 1939, en virtud de un tratado suscrito con Polonia. Francia fue derrotada en sucesivas batallas, lo que fue causa de que la mitad norte y parte del oeste del país fuese ocupada por los alemanes y la mitad sur gobernada por un gobierno totalitario y colaboracionista en la ciudad de Vichy, con el mariscal Philippe Pétain como tutor.  Las tropas alemanas invadieron Paris  el día 14 de junio. El general Charles de Gaulle se exilió en Londres y desde allí  organizó el movimiento Francia Libre contra la ocupación, fomentando la resistencia interior y...
 Y un mensaje entró en mi móvil. Afortunadamente, estaba lejos de la bibliotecaria de pelo estirado y sólo tuve que soportar la mirada recriminatoria de un estudiante barbilampiño que, por su palidez, parecía no haber salido jamas de aquellas cuatro paredes. Me disculpé con una breve sonrisa y miré el mensaje. Era de Guillermo. 
"¿Dónde estás?"
"En la biblioteca- escribí-, pero si sigo escribiendo dentro de poco estaré en la calle". 
Y a continuación leí:
"¿Quedamos en media hora?"
"¿Dónde?"- escribí-
Intentaba acallar el aviso de mensaje hundiendo el móvil en las profundidades de mi bolso como si quisiera ahogarlo, pero por las miradas que cada vez me dirigía el lector barbilampiño, parecía que no estaba teniendo éxito. 
"En la Rue Paillet hay un buen lugar para tomar algo, Les Fontaines. ¿Sabrás llegar?"
. "Seguro - escribí - pero dispongo de poco tiempo" 
" Yo también. Ya te cuento". 
 Guardé el móvil sin disimulo, recogí las pocas notas que había tomado, anduve despacio para no taconear, y al salir, evité la mirada de la señora bibliotecaria. Estaba segura de que sus grandes orejas habían captado a la perfección el pitido de mi teléfono. 
Una vez en la calle comprobé que volvía a llover. Y no llevaba paraguas. A mi rancia e insípida melena sólo le faltaba un buen chaparrón para terminarla de arreglar. Pero bueno, tenía ganas de hablar con Guillermo. Quizás él pudiera ayudarme. 


Cuando llegué a Les Fontaines, ya me estaba esperando. Sentado bajo el toldo, tomando una cerveza, parecía Huphrey Bogart esperando a Ingrid Bergman en Casablanca. Pero el caso es que yo no era precisamente Ingrid Bergman, aquello no era el café de Rick, y la lluvia había corrido mi rimmel hasta dejarlo extendido  a chorretones por mis mejillas, acabando con mis esperanzas de estar encantadora. Guillermo se levantó en cuanto me vio. 

-¡ Dios!- exclamó-, ¿te has mojado?
Hice un gesto para quitarle importancia y me senté junto a él, bajo el toldo. 
- ¿Quieres que entremos dentro?
- Aquí se está bien.
Me miró de esa forma que quieres y al mismo tiempo no quieres que te mire un hombre.  Hacerse ilusiones es más fácil que hacer punto de cruz. 
- ¿Una cerveza?
Asentí con la cabeza.
- ¿Qué hacías en la biblioteca? inquirió despues de pedirle al camarero la cerveza. 
- Culturizarme. 
No pareció satisfecho con la respuesta. 
-¿Sobre qué tema?
- Segunda Guerra Mundial, ocupación de Paris, la Resistencia...todo eso.
Me miró como si aquella respuesta fuera la última que esperara. 
- ¿Por alguna razón en particular?
- Supongo - dije-. Es largo de explicar, muy largo. Ni siquiera se si sabría explicártelo.  ¿Y tu que tal? - pregunté para intentar dar un giro de ciento ochenta grados a la conversación. 
Meneó la cabeza de un lado a otro mientras fruncía el ceño. 
- Regular. 
- ¿Qué pasa? 
- La subvención que tenemos está en el aire. Si nos la quitan no podremos seguir con las clases de apoyo. Además, el consejo escolar quiere expulsar a un chaval, un chaval un tanto conflictivo, pero no un mal chico. 
- ¿No ha sido un buen día?
- Ahora empieza a serlo. 
Enrojecí como una colegiala y para disimular mi sonrojo, dí un trago largo a la cerveza.
- Este fin de semana nos vamos de excursión con los chicos ¿te apuntas?
En milésimas de segundos consideré la proposición. 
- Creo que no sería una buena idea. Vosotros os conocéis, sabéis cómo son  los chavales. Mejor me quedo. 
-¿Seguro?
- Seguro - dije convencida de haber tomado la mejor decisión- 
Guillermo se recostó en la silla y sonrió. 
-¿Me cuentas que te interesa de la Segunda Guerra Mundial?
- Si te lo cuento- dije-, pensarás que soy una paranoica. 
- Inténtalo. 
- ¿Ser una paranoica?
La cerveza iba haciendo efecto y soltando mi lengua. Le hablé de Alice, de Javier y de Juliette, de la extraña relación que había entre madre e hija, de François, de la ocupación alemana, de la carlingue, de Maurice...
- Maurice ¿qué más? - me interrumpió al tiempo que se enderezaba. 
- Maurice Cravoisier, el padre de Juliette. Parece ser que fue un héroe de la Resistencia. 
Guillermo estaba absorto, como si intentase recordar algo.
- Me suena el nombre - dijo-. Creo que leí algo sobre él al principio del verano. 
Recordé en ese momento la obstinación de Juliette  en que yo no cogiese el periódico que un momento antes ella leía. Había sido a principios de verano, durante la estancia  en Normandía.
- ¿Qué decía?
- No lo recuerdo, pero suelo guardarme algunos artículos de prensa para trabajarlos con los chicos en clase. Lo buscaré si tanto te interesa. 
Dudé.
- No sé si me interesa tanto- afirmé-. Es la historia que me cuenta François la que me está seduciendo poco a poco. Creo que trata de decirme algo, pero no sé qué es.  
- ¿Crees que puede ser interesante?
- Estoy segura. 
La alarma de mi móvil sonó desde el fondo del bolso. 
-Y Cenicienta tiene que irse - dije sonriendo-, porque en este caso le espera una pequeña princesa. 
- Pues el ogro también se va - rió Guillermo haciendo ademán de levantarse-. Escucha, me estoy acordando...
- Dime. 
- ¿Vas a hablar de nuevo con ese tal François? 
Esperaba algo más personal. 
- Eso intento.
- Preguntale si conoció a Alex Villaplane. 
- Alex Vallaplane ¿quién es? 
- Era un futbolista. Pregúntale y hablamos con más tiempo. ¿Te acerco?
Negué con la cabeza mientras él se ponía el casco y montaba sobre su moto. 
- Que pases un buen fin de semana - pude desear desde la confusión-.
- Y tú también, Cenicienta. 
Y él y su moto desaparecieron entre el tráfico denso de la tarde. Sólo entonces me di cuenta de lo cansada que estaba.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Amor a primera vista.


Me quedé prendada nada más verle. Tenía los ojos de color verde pálido bajo unas cejas perfiladas, la boca pequeña, los labios carnosos, y una mirada arrogante y al mismo tiempo, dulce.
Cuando me interesé por él, Daría, la del ultramarinos de la calle nueva, me comentó que había estado enfermo, de ahí su palidez y aquellas ojeras violáceas que se extendían bajo sus ojos como dos profundas ciénagas.
Al principio, cuando pasaba por delante de él, sólo le miraba; más tarde, ya fue un tímido saludo con mirada huidiza; después una sonrisa, y al final le hablé. ¿De qué? Pues de cómo me había ido el día, cuántos geranios habían florecido en mi terraza, qué iba a hacer para cenar...
Mi padre me dijo una noche que no le gustaban nada aquellos paseos y que la gente estaba empezando a hablar. Yo me enfurecí como tenía por costumbre hacer cuando alguien osaba entrar en mi intimidad y cuestionar mis actos.
- ¡La gente! - grité desde la puerta- ¿Qué me da la gente? - para rematar diciendo: en todo caso es mi vida.
Mi vida. A él le daba la sensación de que la estaba tirando por la borda, y  era más que probable que tuviera razón.  Yo también presentía que aquella relación  no me llevaría a ninguna parte, pero no estaba dispuesta a reconocerlo.
Cogí la costumbre de verle todos los días, a media tarde, cuando el sol comenzaba a dar una tregua, y le contaba lo indignada que estaba a causa de las habladurías que corrían de boca en boca. El me miraba desde sus ojos verde pálido, desde esa mirada enferma y arrogante que te encogía el corazón como un trapo escurrido.
Aquel martes por la tarde me disponía a salir cuando vi que mi padre pasaba los dos viejos cerrojos de la puerta.
-Hoy no vas a ningún sitio - gritó fuera de sí-. Se acabó esta historia.
Volví a mi habitación lloriqueando, no porque estuviera dispuesta a admitir su tiránica voluntad sin discutir, sino porque su corazón había dado ya señales de alarma hacía unos meses y no quería ser yo la causante de una fatal crisis cardíaca.
Estuve una semana sin verle y sin cruzar una palabra con mi padre, a pesar de que él hacía todo lo humanamente posible para romper aquel insoportable estado de guerra en el que las palabras eran las justas y más hirientes que pacificas.
El viernes abrió despacio la puerta de la habitación y me dijo:
- Ve a verle si quieres. Al fin y al cabo será tu problema.
Los encuentros se sucedieron mientras de los almendros brotaban pequeñas flores blancas, y la primavera se dejaba ver ya sin tapujos.
Hasta aquella tarde luminosa de mayo. Durante la comida, apenas sin levantar la mirada del plato, mi padre me había dicho:
- Esta tarde vienen tus primos. Podrías...
- Está claro -interrumpí-. No iré.
De sus labios salió un suspiro de alivio que parecía haber sido retenido durante semanas. 
- Me alegro. Ponte guapa. 
- Lo haré - contesté en absoluto convencida-
Sin embargo, y más bien por fastidiar que por agradar, me arreglé y me maquillé como una puta de lujo. Me puse un vestido verde sin mangas y con un escote de escándalo, que dejaba ver mi largas y bronceadas piernas. No soportaba la forma de vestir de mi prima, aquella mojigata que, embutida en estrechas faldas que iban más allá de la rodilla, parecía la sacristana Micaela recitando el rosario sobre el altar mayor. 
Llegaron pasadas la seis de la tarde. Yo había preparado una pequeña merienda en el patio, a la sombra jaspeada de una parra cuyos tentáculos se habían ido extendiendo por un conglomerado de alambres puestos para tal fin. 
Como había presentido, Marta llegó con su sonrisa beatifica y su estrecha y larga falda, digna de las Hijas de María. A continuación entró el primo Juan, con el rostro lleno de granos infectos y el cabello tan ensortijado que parecía la reencarnación de Julio Cesar, y tras ellos hizo acto de presencia un joven de aspecto desenfadado: pelos de punta, camiseta negra y una sonrisa de oreja a oreja. 
- Tu debes ser Camila - dijo-. Soy Andrés. 
Le tendí la mano mientras afirmaba con la cabeza. Me la estrechó con un golpe seco, fuerte, decidido. 
Pasamos toda la tarde juntos. Mi prima, a pesar de su apariencia beatifica, era más divertida de lo que yo recordaba, y mi primo, a pesar de estar en la oscura pendiente de la adolescencia, no hizo más tonterías de las debidas. 
pero Andrés... Andrés era la definición de la fiesta. Ocurrente, parlanchín, amable, caballero, ironizaba con todo y acababa riéndose de él mismo. Por la noche, tras un largo paseo por el camino de la era, fuimos a la verbena de la plaza en la que unos cuantos ancianos del club de jubilados mostraban al escaso y aburrido público todo lo que habían aprendido en las clases de bailes de salón. 
- Vámonos a otro sitio - dijo Juan hastiado-. Esto es de viejos...
- De viejos un vals de Strauss? Vadre retro- exclamó Andrés fingiendo que en sus manos portaba una punzante espada. ¿Quieres bailar conmigo? - me preguntó.
- No sé si...
Entre mis habilidades no está la de bailar. Soy como un gato  cojo, borracho y con demencia senil. Suelo pisar a mi escasas y fortuitas parejas, aunque más bien podrían llamarse adversarios por lo magullados que salen tras un baile conmigo. 
Pero dancé  como un ave. Volé en sus brazos como una de aquellas damas diechiochescas, de estrechas cinturas y apretados corsés. Y reí, reí como una loca. 
Después de tomar un agua limón muy fría en la heladería de la plaza, volvimos a casa. Andrés, que no había  cesado de hablar en todo el camino, me pidió una cita para el día siguiente junto a la cruz de término que estaba a las afueras del pueblo. Por un instante, recordé a Samuel. Lo había olvidado durante toda la tarde. ¿No seria todo aquello una artimaña que había ideado mi padre para que, definitivamente, dejara de verle? 
Al día siguiente, a las cinco en punto de la tarde, salí de casa. Había quedado con Andrés a las siete, así que tenía tiempo de sobra para ver a Samuel. Caía una lluvia fina que apenas calaba y casi  que se agradecía. Debía zanjar aquello, y no porque la gente hablara sino porque había conocido a alguien que me había transportado al séptimo cielo al son de un vals. Debía ser breve y tajante.
Me senté junto a él, que seguía observándome con su mirada verde y arrogante.
- He conocido a otra persona - le dije-. No vendré más.
 Me pareció ver en su mirada una chispa de soberbia.
- Me voy- añadí titubeando-
Acaricié por última vez el cristal del nicho de Samuel tras el cual estaba su fotografía, cada día más y más descolorida. Posiblemente tenía razón mi padre. Aquella amistad no iba a llevarme a ninguna parte, en todo caso, a la locura. 

lunes, 9 de septiembre de 2013

Afición por la tortura: becerradas en Algemesí.


 Tras 18 minutos de tortura, Vulcano murió el pasado día 17 de septiembre en medio de miles de personas que jaleaban su agonía. Como cada año,  el segundo martes de septiembre se celebró en la localidad de Tordesillas uno de los "torneos" más salvajes de España. Me estoy refiriendo - ya lo he hecho en varias ocasiones - al Toro de la Vega, una cacería, una tortura en directo sólo apta para mentes enfermas y con un acusado nivel de sadismo. Es curioso que un país civilizado, como se supone que es el nuestro,  no  pueda  poner fin a un espectáculo tan bárbaro, sangriento, cruel, brutal, violento, mezquino, despìadado, inculto, atroz e insufrible.  En esta "fiesta". un toro es lanceado por centenares de hombres que lo persiguen por un bosquecillo polvoriento, hasta su muerte. Se me pone la carne de gallina sólo de escribirlo, porque no quiero imaginarlo. Barbarie, salvajada, ensañamiento, que dice muy poco a favor de las "personas" que participan en esta masacre.  ¿Cien hombres - o más-  armados con afiladas lanzas que clavan una y otra vez en el cuerpo malherido del toro,  o cien cobardes armados contra un toro? Hasta que uno de esos "hombres", logra darle muerte. Al ganador, le dan el rabo y los testículos  del toro. Yo me pregunto si le dan los testículos del toro porque él no tiene huevos.
Todos los años se recogen miles de firmas en toda Europa para que se acabe con este brutal espectáculo y cada año se vuelve a repetir. ¿Qué país es éste  donde no se escucha el clamor del pueblo,  que no es capaz de acabar con un festejo que, a la mayoría de españoles, nos avergüenza hasta el límite?
Y ahora, Algemesí. Y eso me toca más de cerca porque soy valenciana. En Algemesí, población cercana a la ciudad de Valencia, se van a celebrar un año más las Becerradas, en la que torpes aficionados, probablemente con alguna copa de más, "torean" un becerro que todavía es un cachorro. A veces ni siquiera tiene cuernos. Además, dada la torpeza de los que participan en este mal llamado "festejo", el animal sufre lo indecible y, dada su juventud, evidentemente no puede defenderse. Con lo cual, las becerradas constituyen en sí mismas un acto de absoluta cobardía.
De verdad, siento decir esto, pero cada vez me da más aprensión el ser humano.  Siento vergüenza, impotencia, asco. Quiero que mis palabras hagan daño, tanto como esas lanzas o banderillas que se clavan sin piedad en inocentes animales condenados a muerte por una sociedad ignorante que no conoce la piedad.  Escribo con ánimo de ofender, como diría Pérez Reverte. Y desde ahora mismo  no sólo pongo a Tordesillas en mi lista negra sino también a Algemesí y a todas aquellas poblaciones que compartan esta malvada afición por la tortura.  Y haré todo lo que esté en mi mano para abolir de una puñetera vez estas costumbres ancestrales y vomitivas que me llena de repugnancia. 
Difundid esto cuanto podáis. Esos espectáculos lamentables y tercermundistas tienen que acabar de una vez. Vuestro silencio no servirá para nada, vuestros gritos contra esta barbarie, sí. Frente al maltrato animal, tolerancia cero.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Cacao con leche



El niño corre del cuarto a la cocina, de la cocina al cuarto. Por la ventana entra un sol incierto, una luz blanca que deslumbra los ojos recién amanecidos. 

-¡Mamá! - grita el crío-, no queda colacao. 
- ¿Has mirado bien?
- Sí, no queda.
Nora no tiene tiempo para nada. La entrevista de trabajo es a las diez. No puede llegar tarde. Quizás sea su última oportunidad, si es que existe esa oportunidad.
- Creo que en el armario de la cocina hay un bote de cacao. Háztelo tú - dice desde el cuarto de baño- 
La mujer lo escucha cacharrear por la cocina. Sabe que ésta es un lugar más peligroso que una central nuclear, pero no tiene tiempo. 
Debe ser puntual y tiene que estar presentable para la maldita entrevista. Las primeras impresiones son las que cuentan. 
Desliza sobre sus piernas las medias de espuma, que parecen más leotardos que medias, y suelta una maldición.  Deja caer  el vestido, estampado en blanco y negro y levemente escotado, por su cuerpo. Elige los tacones, ni muy altos ni muy bajos. Si son altos, parecerá una puta; si bajos, una monja seglar. Embadurna su cara con crema de rosa mosqueta, esparce el maquillaje sobre su rostro, pinta sus pestañas. Pero se detiene a observarse en el espejo. ¿Cómo poder ocultar esas bolsas bajo los ojos que semejan dunas encharcadas por un mar tendencioso? Tiene los ojos bonitos, marrones, con pequeñas fisuras verdes. Pero su mirada está cansada de ver cosas que no quiere ver. 
-¡ Mamá! -grita el niño desde la cocina-,  hay un grumo que no se deshace. 
- Pues dale más vueltas. 
El niño sigue alzado sobre un taburete, descalzo, removiendo el cacao con leche con verdadero entusiasmo.
Nora recoge su melena en un moño mustio, impersonal, y cuelga de sus orejas dos pendientes anodinos, ni muy grandes ni muy pequeños. Si son grandes, parecerán de hippie; sin son pequeños, de abuela marchita. Siempre es difícil encontrar el maldito término medio. Escoge un color para los labios, discreto, pero no tanto como para parecer un muerto maquillado. 
La voz aguda llega de nuevo desde la cocina. 
- ¡No se deshace el grumo! 
- Pues tómatelo con grumo.
No puede más. ¿Dónde está la calma ansiada. el relajo, el tiempo de leer junto a la terraza donde desfallecen los geranios? Piensa que el niño va a acabar tirándose el cacao por encima y acude raudo a la cocina. 
- A ver - dice armándose de paciencia-, ¿qué pasa?
Observa el chocolate y el grumo. El grumo, de un color rojizo, tiene patas y alas. 
- ¡Dios mío!- exclama- no es grumo, es una repugnante cucaracha. 
El niño suplica con la mirada. 
- ¿Y no me lo puedo tomar? 
-¡A qué santo! - exclama Nora mientras vierte el brebaje en el fregadero con un gesto de profundo asco- 
- ¿Y qué desayuno?
- Cuando venga, cariño. Ve a ver la tele un rato.  
Un portazo baja el telón. Por la ventana del deslunado entra un sol incierto, una luz blanca que deslumbra los ojos recién amanecidos.