viernes, 10 de enero de 2014

El secreto de Maurice. Capítulo XX


El resto de la semana pasó como una impetuosa ráfaga de viento. El viernes por la noche me llegó un breve mensaje de Guillermo: "Salimos ya. Pasatelo bien", a lo que yo contesté con un escueto "igualmente". El sábado salí a hacer algunas compras y el domingo lo dediqué íntegramente a ordenar la casa. Hacía un día frío y gris, y las nubes, deshilvanadas, estilizadas, flotaban en el cielo alternando líneas más oscuras y más claras, hasta llegar a crear una sensación de absoluto agobio.
Mientras arreglaba los cajones de la cómoda, en la habitación de Alice, no podía dejar de pensar en la vorágine de sucesos que había vivido durante los últimos días. Por un lado, estaba el hecho de haberle prometido a Coraline que encontraría una casa donde pudiera vivir con tranquilidad, y por otro, la sensación de sentirme cada día más unida a Guillermo que, hasta hacía poco tiempo era un perfecto desconocido. Y para rematar la escena, aparecían a menudo en mi mente las palabras de François, palabras que me hacían intuir un sufrimiento profundo, tal vez un secreto nunca compartido.
Intenté ordenar mis pensamientos.  En primer lugar, Coraline. Si algo tenía claro es que aquella chiquilla insensata no podía volver a su casa en aquel barrio miserable donde los sueños se fundían como bombillas baratas. Aquel matón de mala muerte obsesionado con la joven, volvería a buscarla con promesas de que nunca más sucedería, de que estaba sinceramente arrepentido. Y ella volvería a caer en la trampa mortal convencida de que todas aquellas promesas serían ciertas. 
Segundo asunto: Françóis y sus historias. Historias pasadas pero no superadas, historias que aún vibraban en los ojos cansados de aquel viejo combatiente. Y una historia de amor inesperada que situaba a Maurice en el centro de mi atención. ¿Cómo era posible - me pregunté mientras doblaba la ropa con meticulosidad excesiva-, que un héroe como Maurice, capaz de arriesgar su vida por gente anónima, hubiera tenido una hija como Juliette, incapaz de entregar su tiempo y su cariño a su propia hija? Cosas de la vida - pensé una vez más como solía hacer cuando no encontraba respuestas a mi propios interrogantes. 
 Y por último, Guillermo, un maestro vocacional perdido en un barrio marginal, una persona que comenzaba a dar un giro a mi vida como quien intenta abrir una pesada caja de caudales. Y yo no estaba dispuesta a dar rienda suelta a mis  presuntos, y aún no reconocidos, sentimientos sin antes estar segura de muchas cosas. 
Cuando terminé de arreglar la habitación, saqué a Alice de la cuna y le toqué la frente con el dorso de la mano. La noche anterior Javier me había subido a la niña con fiebre y me había dado un par de órdenes para el día siguiente: debía llevar a Alice al pediatra, y si me sobraba tiempo, podía acercarme hasta el Liceo de Saint Louis para entregar la copia de una charla que Juliette había dado hacía ya algunas semanas, y que algunos profesores habían solicitado. Me informó asimismo de que la niña había pasado un buen fin de semana junto a su madre, y cuando ya parecía dispuesto a irse, me preguntó si el miércoles pasado había encontrado la biblioteca. Le dije que sí, que era una maravilla de edificio, que había estado muy a gusto y que la señorita bibliotecaria había sido francamente amable. Cada vez me costaba menos mentir. 
Así que aquella gris mañana de lunes, me levanté pronto, aunque hubiera pagado por quedarme un par de horas más en la cama. Desayuné con una cierta calma esperando a que mis ojos se abriesen del todo, mientras intentaba poner un poco de orden en todo lo que poblaba mi mente de forma caótica. 
Alice se despertó contenta a pesar de que le habían salido unas pequeñas pupas por las piernas, razón ésta por la que debía llevarla al pediatra. Esa era la prioridad absoluta en aquella desangelada mañana; después, ya veríamos. 
La niña desayunó bien, aunque con menos hambre de lo que era habitual. La vestí, la abrigué y a las diez en punto ya estábamos en la calle. Hacía un viento desagradable que soplaba a ráfagas, arrastrando hojas amarillas y anaranjadas que parecían querer alzar el vuelo como si se tratase de grandes pájaros espantados. El consultorio médico no estaba muy lejos. Era un edificio rehabilitado, precedido de un estrecho jardincillo poblado de lirios azules. Ya dentro, había que recorrer un largo pasillo iluminado con luces de neón antes de llegar a la zona de pediatría. Alice ya debía haber visitado el centro médico en alguna otra ocasión porque nada más entrar, torció el gesto y comenzó a moverse inquieta en el cochecito. Pregunté a la enfermera de recepción la ubicación de la consulta de niños y avancé hacia la puerta indicada a buen paso, deseando que la pequeña no estallase en lágrimas. Pero alguien se levantó de uno de los asientos que había junto a la pared y me detuvo.
- Mademoiselle ¿le pasa algo a la petite fille? Era François, estaba pálido y en sus sienes pude advertir pequeñas gotas de sudor. 
- No le había visto - dije con una sonrisa mientras miraba a un lado y a otro como si estuviese robando una cartera-. No creo que sea nada, pero su padre piensa que podría ser varicela. 
El anciano miró a la niña con ojos repentinamente inundados de ternura. 
- La petite está contenta. Yo no creo en  maladie... enfermedad. 
- Eso espero -comencé a empujar el carro-. Pardon moi, tengo que ir a la consulta. 
François volvió a detenerme cogiéndome del brazo.
 - Yo no acabé de contar la historia - susurró como si temiese que alguien le oyera-, Es très important. 
- Pasaré una tarde, se lo aseguro. 
Y di por zanjada la conversación. Cuatro o cinco metros más adelante, me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado si se encontraba mal. Desde luego, no tenía buen aspecto. 
El improvisado diagnostico de François fue acertado. Alice no tenía la varicela como creía su padre, sino que las pupas podían ser debido a alguna especie de reacción alérgica a algo que había tomado y no le había sentado bien. El médico - de aspecto friqui y aniñado-, me recetó una simple pomada y un antipirético por si la niña tenía algunas décimas. Cuando abandoné la consulta, François ya no estaba allí, así que salí a la calle dispuesta a cumplir el segundo encargo del día, lo cual, debo admitir, no me apetecía en absoluto ya que, después de todo, a mí se me había contratado como niñera y no como paloma mensajera de un ave siniestra. Pero la desobediencia no podía ni cuestionármela, así que pensé hacer algo que me compensara de la molestia. Podría llamarle una pequeña travesura. 
 El sobre que me había entregado Javier no estaba cerrado, simplemente Juliette había introducido la solapa por dentro pero no la había pegado. Sería interesante conocer de qué hablaba aquella mujer en los institutos públicos, cuál era el  ideario y el contenido de sus charlas. Busqué un lugar apartado en el parque que había junto al ambulatorio y saqué del sobre el fajo de folios. Comprobé con satisfacción que había dos copias, una redactada en francés y otra en castellano. Perfecto. Así, al menos, estaba segura de poder enterarme de algo. Puse los folios sobre mis rodillas y comencé a leer. 
Historia de un joven francés, un héroe de la Resistencia, Maurice Girard.
Eso era algo que ya imaginaba, así que seguí leyendo. La conferencia comenzaba con un interrogante, probablemente dirigido al público. 
¿Alguno de vosotros conoce el papel que jugó la Resistencia en la liberación de París? Y luego, entre paréntesis, había una nota interna: la primera posibilidad es que nadie alce la mano. En este improbable caso, seguiré con el siguiente planteamiento. Y seguía con unas breves líneas en las cuales se explicaba cómo nació la Resistencia, quienes la formaban, qué es lo que hacía y cuáles fueron sus miembros más destacados. 
A continuación, había una segunda posibilidad. 
"Puede ser que alguien del público alce la mano; en ese caso le sugiero a él o ella que expliquen brevemente lo que saben", 
Qué rollo -pensé-, pero continué leyendo como si intuyera que en aquellas hojas podría encontrar algo realmente interesante. El texto iba poco a poco profundizando, con un lenguaje muy sencillo, en el espíritu que movió a la Resistencia, en sus principales objetivos que tenían como prioridad boicotear las consecuencias de la ocupación nazi en Francia, para pasar después a nombrar a los componentes de los grupos principales que operaban en aquella zona de París, y en concreto el grupo al que pertenecía Maurice, que estaba formado, además, por André Cordier, Claude Argy, Jean Pallier, Raymond Aubrac, Roland Archin y Fabian Cravoisier. Inmediatamente, recordé la lista que había encontrado en  la casa de Normandía, la que Alice se metió en la boca, pero en aquella lista, si no recordaba mal, no figuraba el nombre de Maurice. Sentía palpitar mi corazón como si quisiera emprender una carrera. Definitivamente, aquella historia perdida entre las sucesivas capas del tiempo, me estaba afectando demasiado.  
Seguí leyendo. Juliette hablaba de su padre, Maurice, de los primeros pasos de éste en la Resistencia. A continuación, hacía referencia a la detención de Maurice por la Carlingue, de este modo: 
"Mi padre, Maurice fue detenido por la Carlingue el 15 de octubre de 1942, junto a otro miembro de su grupo, François Lebeau. Fueron trasladado a la Rue Lauriston, donde se hallaba la sede de la Gestapo francesa y donde ambos fueron interrogados. Los dos hombres dieron muestras de gran valor ante el abuso de fuerza ejercido por las fuerzas de la Carlingue que los golpearon sin piedad". 
Respiré hondo. Mi imaginación siempre ha sido excesiva y, aun sin quererlo, imaginé la terrible situación que habían vivido ambos hombres. Me detuve en la lectura. Maurice y Francois habían sido torturados y golpeados por la Carlingue francesa y sin embargo, habían sido después liberados. Había dos posibilidades, la primera era que hubieran logrado huir, y la segunda, que los hubiesen liberado por falta de pruebas. Seguí leyendo, cada vez con más interés a pesar de que Alice reclamaba mi atención golpeando su sonajero sin piedad contra la barra protectora del cochecito.

En el año 1943  algunos miembros del grupo fueron detenidos por los alemanes y dados por desaparecidos. Es más que probable que fueran conducidos al campo de Auswicht en uno de los llamados trenes de la muerte. 

El día 6 de junio de 1944, diez divisiones estadounidenses, británicas y canadienses tomaron tierra cerca del rio Orne. Había comenzado el desembarco de Normandía en el llamado dia D. El 25 de agosto de produce la liberación de París e Inmediatamente quedaron desmantelados se desmantelaron los campos de concentración y exterminio que los alemanes tenían en Alemania y Polonia. Asimismo, los responsables de la Carlingue francesa fueron acusados de alta traición y fusilados al término de la contienda. 
Ahí se abría un entreparentesis: Si los asistentes a  la charla son alumnos de bachiller, mencionar la redada del Velodromo de invierno: el 16 de julio de 1942 durante la cual 12.884 judios fueron arrestados en Paris y conducidos al Velódromo de invierno antes de ser enviados a los campos de exterminio que la Alemania nazi tenía en el Este de Europa. De ellos, 3.031 eran hombres, 5.802, mujeres y 4.051 eran niños. 
La charla concluía con un final feliz: Maurice y  su prometida Sarah, se unían en matrimonio el 6 de abril de 1949. 
Miré el reloj distraidamente. Las doce del mediodía. Debía correr si quería llegar a tiempo de encontrar abiertas las puertas del instituto. La lectura había captado tanto mi atención que había perdido la noción del tiempo. Salí del jardín con Alice entusiasmada al ver que de nuevo reanudábamos el paseo. Llegué al instituto cuando apenas faltaba un cuarto para las doce y pregunté en recepción por la señorita Ana, profesora de castellano. 
No tardó en aparecer por el pasillo. Era pequeña, parva. Llevaba el cabello corto y unas minúsculas gafas sin montura. 
- Hola - saludé al tiempo que tendía la mano- Traigo la copia de la charla que dio la señora Juliette Girard.
Era la primera vez que pronunciaba su apellido. 
- Qué amable ha sido viniendo hasta aquí- dijo la mujer sonriendo-. ¿Quiere un café?
- Nada, muchas gracias.
Sólo deseaba irme cuanto antes pero aquello no iba a decírselo. 
- ¿Y un té?
Era evidente que aquella mujer tenía ganas de hablar. 
- De acuerdo. 
- Pasen. Esta preciosidad de niña no será...?
- Sí -interrumpí-. Es la hija de Juliette. 
- Qué monada. Pasad a la sala de profesores. Te tuteo, si no te importa. 
Claro que no- respondí- 
Las sala de profesores era de forma rectangular y sus ventanas con postigos de madera daban a lo que parecía ser un patio de recreo, dado el griterío que desde allí llegaba. En el centro de la sala había una mesa enorme y junto a ella un hombre tan mayor que si se trataba de un profesor, debía haberse jubilado hacía ya una década, pero que por alguna razón permanecía allí, escribiendo en un cuaderno de gusanillo. 
-¿Azúcar o sacarina? - preguntó amablemente la profesora- 
- Azúcar, por favor... perdón - dije azorada-. No sé si me ha dicho su nombre, y si me lo ha dicho, no lo recuerdo. 
- Soy la señorita Ana, del departamento de lengua- y usted es..
- Asun, la niñera de Alice. 
Ana se quedó observando a la pequeña que en aquel momento estaba totalmente entretenida jugueteando con sus zapatos. 
- Es una niña preciosa -susurró-.  Hace poco ni siquiera sabía que Juliette tenía una hija. 
El comentario no me extrañó en absoluto. Sonreí. 
- ¿La conoce usted?
- Relativamente - contestó mientras me servía el te en una pequeña taza de porcelana-. Durante el último curso dio tres charlas a los alumnos de secundaria, muy interesantes, por cierto. 
-Parece ser que - me atreví a decir con un hilo de voz- que su padre fue un conocido líder de la Resistencia francesa. 
-En efecto. Y es bueno que nuestros jóvenes conozcan esa parcela de la historia, es muy importante que sepan como una parte de la población francesa se opuso a la invasión alema...
- Oculta datos. 
La voz del viejo profesor que escribía en el cuaderno de gusanillo resonó en la sala como el graznido de un ave rapaz. La señorita Ana le miró y pareció de repente muy nerviosa. 
- ¡Oh!- exclamó poniendo su mano húmeda sobre mi brazo-. No le haga caso. César es una excelente persona, pero vive anclado a otra época. El tiempo no pasa en balde- añadió como intentando excusarlo-. 

Vi furia en la mirada profunda y oscura de aquel hombre.  
- No, mademoiselle - dijo levantando la voz cuanto podía-. Hubo hombres y mujeres que fueron héroes, hijos de la patria, abnegados combatientes, pero otros... ¡oh Dios! - dijo moviendo la cabeza exageradamente de un lado a otro-, fueron auténticos hijos de la gran puta que...
- ¡Por Dios Cesar! -cortó Ana cogiéndole de los hombros-. No ensucies el nombre de Francia y de los franceses y, sobre todo, no digas palabras malsonantes en este santuario de la educación. ¿Por qué no vas a dar un paseo? Es tarde. 
El hombre se levantó lentamente. Hubiera jurado que sus piernas se iban a negar a sostenerle. 
- El nombre de Francia ya está sucio- sentenció mientras daba un portazo y desaparecía por el pasillo. El rostro de Ana no podía disimular la desesperación.
- Qué paciencia hay que tener - dijo acompañándose de un profundo suspiro-. No sabe cuánto lamento este... incidente. Es un viejo profesor lleno de resentimiento.   
Aquel incidente estúpido me había descolocado por completo, sobre todo por lo inesperado. Tenía ganas de salir de aquella sala claustrofóbica y pasear un rato con Alice, pero ante mi, en la mesa, ya estaba la taza de te humeante.
- Tómese el te tranquila, Asun, es de jazmín - dijo mientras ella también se sentaba-. Cesar se jubiló hace ya tiempo, pero sigue viniendo todos los días a la sala de profesores, ojea la prensa, habla si alguien le da conversación y vuelve a su casa a la hora de comer. 
- No parece estar muy de acuerdo con Juliette - dije intencionadamente- 
Ana volvió a suspirar profundamente. 
- La historia, Asun - me dijo en un tono de confianza que yo consideré excesiva- tiene muchas lecturas. Y en tiempo de guerra se cometen muchos errores, pero también muchos aciertos, muchos actos heróicos, y esos son precisamente los que queremos destacar en las charlas. 
-Perdon- dije tímidamente-, porque hablo sin conocimiento de causa, pero a veces los errores también nos enseñan. 
La señorita Ana se había quedado mirando la puerta por la que hacía unos minutos había desaparecido César. 
- A veces los errores son tan lamentables que sería preferible ocultarlos bajo toneladas de hormigón- afirmó mientras miraba hacia un lugar indeterminado-.
El sonido estridente de un timbre se extendió por el espacio con la consistencia de una sirena antiaérea.
-  Tengo que volver a clase, Asun. Lo siento.
-  No se preocupe- dije un tanto molesta por la repentina interrupción-
La sala se quedó vacía en apenas unos minutos. Salí a la calle con ganas de sentarme en un parque y dejar que la hormigas se pasearan sobre mis pies. descalzos ¿Cómo podía ser todo tan complicado?- pensé- ¿Cómo podía alargarse tanto la sombra del pasado sobre nuestro presente?
Junto al instituto, en un pequeño parque que se adivinaba cuidado por manos expertas, había un banco de madera. Allí, sentado al sol como una lagartija. estaba César, el profesor resentido, según palabras de Ana.
- Discúlpeme - dijo al tiempo que se levantaba con dificultad-. He perdido los nervios ahí dentro. La señorita Ana no quiere ver, no quiere saber…
- No se preocupe - susurré- no tiene por qué disculparse.
Era un anciano con ganas de ser escuchado, de llamar, de cualquier forma, la atención.
- Nuestros jóvenes - dijo-, deben saber toda la verdad, pero ni siquiera les interesa. Están condenados a repetir nuestros mismos errores - añadió levantando la voz-, y entonces la historia, el sufrimiento de tantas personas no habrá servido para nada.
Callé mientras pensaba que el tiempo iba pasando y se me hacía tarde. Ni yo misma estaba dispuesta a dedicarle unos minutos a los recuerdos de un anciano quisquilloso.
- Las personas a veces somos un poco estúpidas- dije con una media sonrisa.
-  Y otras veces malvadas, señorita. Y yo estoy al borde de la muerte y veo que la rueda sigue rodando y que volverán las intolerancias y el dolor y el sufrimiento. Hay que tener cuidado. Si olvidamos la historia ésta volverá a  repetirse.
Había escuchado tantas veces aquella frase que la había despojado de su contenido.
-  Confiemos en que no.
Estaba deseando que Alice rompiera a llorar de impaciencia, pero nada, allí seguía, jugueteando con sus zapatitos mientras yo no encontraba la forma de zanjar aquella conversación. Fui drástica.
- Perdóneme César. Debo irme. Se me hace tarde.
-  Piense en lo que le he dicho.
Pensar, pensar. Todo el mundo me incitaba a pensar en algo, a averiguar algo, a leer entre líneas, y yo no quería pensar en nada. Tenía una sobredosis de información que parecía estar tejiendo un círculo a mi alrededor, un círculo de oscuras imágenes que proyectaba inquietud sobre la placidez del presente. Experiencias contradictorias, dolorosas, espantosas, se iban uniendo como en un interminable puzzle a mi bagaje de recuerdos más o menos anodinos.
Llegué a casa tan cansada como si hubiera corrido la maratón de nueva York. Me dolía la cabeza y las piernas. Nada más dejar a Alice en su trona me dirigí a la cocina dispuesta a paliar aquellos dolores dispersos a base de ácido acetilsalilico. Después de comer y acostar a la niña en su cuna, me tumbé en el sofá y me tiré una manta de viaje por encima ¿Sería posible que hubiese atrapado un virus durante mi corta estancia en el ambulatorio?
Me quedé en el séptimo cielo hasta las seis de la tarde, hora en la que Javier subió a preguntar por Alice. Le conté que, afortunadamente, no tenía la varicela y que, según el pediatra, se trataba de una erupción sin importancia. A continuación, me preguntó si había podido llevar las copias de las charlas al Instituto. Esta vez no estaba dispuesta a dar más explicaciones que las debidas. Contesté escuetamente que sí, pero fue él el que hizo las preguntas.

- ¿Has conocido a la señorita Ana? Es un encanto.
-  Sí- respondí dispuesta a no contar nada.
- Y seguro que también has conocido a César- añadió-, es todo un personaje ¿lo has visto?
Tuve la sensación de estar pisando arenas movedizas.
-    Sí, estaba en la sala de profesores leyendo la prensa.
-  Como siempre. ¡Pobre hombre! No consigue olvidar que algún día fue profesor, un gran profesor de historia y castellano, pero con ideas un tanto controvertidas.
-  ¿Y eso?
- A mí me daba Historia. Yo estudié en ese mismo instituto… Sus clases eran tan... -dudó- fuera de tono que  estuvo a punto de ser expedientado por el Ministerio. Su hermano mayor, Paul, estuvo recluido en un campo de concentración. Fue torturado y sufrió secuelas el resto de su vida.  Escapó tirándose de un tren en marcha cuando era trasladado a otro campo. Sin embargo, años después negó el Holocausto. ¿Increible, verdad?
Callé. Tenía razón la señorita Ana cuando afirmó que la historia siempre tiene muchas lecturas. Posiblemente, también muchas versiones, demasiados matices e insondables misterios.