sábado, 9 de noviembre de 2019

Modas literarias

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Es cierto que he escrito y publicado dos libros, pero aún no puedo decir que  me sienta escritora. Mi primer libro fue Domingo de verano y otros relatos, un libro que recogía algunos relatos publicados en mi blog que, por aquel entonces, iba bastante bien. Mi segundo libro, Un viaje inesperado, lo autoedité ya hace un año y aún sigo pensando que fue un error, aunque a las personas que lo han leído les ha gustado bastante.  Las editoriales de autoedición — supongo que habrá alguna excepción— te prometen el oro y el moro, pero en cuanto pagas, pasas a un segundo o tercer plano en el que tienes que ir corriendo detrás de ellos para que cumplan con los puntos firmados en el contrato de edición. 
Fui prudente. Encargué solo doscientos libros y, aún así, me pasé dos pueblos. En la estantería de mi habitación aún pernoctan unos cien libros, bien envueltos y protegidos para que los gatos no la tomen con ellos. Supongo que todos esperan ser leídos, pero no sé cuántos lo lograrán. 
 De todas formas, como dice ahora la gente del yupi ya, hay que ser positivo, hay que ver siempre la botella medio llena, y aunque a mí me cuesta porque suelo ser bastante realista, en este caso tienen razón. El hecho de que mi novela no haya sido un flamante éxito, me permite seguir escribiendo como yo quiero escribir, sin arrodillarme a los dictados del mercado, a las
Resultado de imagen de domingo de verano y otros relatosmodas, a las exigencias no sólo de los  editores sino también de los lectores. 
Si yo quisiera triunfar con un libro lo tendría muy fácil. Podría hacerlo sin complicarme demasiado la vida. Es como un cóctel. En primer lugar imaginaría un argumento truculento y un tanto distópico. Se trataría de una novela desgarradora y profundamente desagradable que explorase las miserias del ser humano. Sería, naturalmente, un texto antisistema, anticapitalista, antiliberal y anti todo. Entre los personajes destacaría un comisario de policía alcohólico —se lleva mucho—, y para complacer y atraer al colectivo LGTBI, algún que otro personaje debería ser, por necesidad, homosexual. El lenguaje a utilizar sería radicalmente radical, de mal gusto, de peor educación, un lenguaje grosero y  obsceno capaz de despertar al lector más amuermado. Uno de esos lenguajes que luego los críticos califican de "vomitivo" como si eso fuera lo mejor del mundo. Provocar no es difícil, insultar tampoco. Lo puede hacer cualquiera, pero es lo que se lleva. Novelas en las que todo es explicito: el sexo es explícito, la violencia es explicita, la ferocidad es explícita, hasta la estupidez es explícita 
Pues bien, nunca escribiría una novela con esos ingredientes, en primer lugar porque iría contra mis principios, y en segundo porque al escribirla pensaría que estoy perdiendo el tiempo. Y a ciertas edades ya no estamos para perder el tiempo. 
Estoy en estos días de noviembre acabando una nueva novela cuyo título aún no tengo claro. Estoy escribiendo con mucha ilusión aunque quizás no se publique nunca.  No hay en ella nada explícito, la acción se desarrolla en un barrio cercano al mío y sus protagonistas son gente normal y corriente, ese tipo de gente que no suele verse representada en las novelas al uso. 
Y otro día os hablaré de mi novela publicada, Un viaje inesperado, la que duerme tranquila en mi estantería esperando que la gente recupere el gusto por lo sencillo y esté dispuesta a dejar de atormentarse y cabrearse mientras lee un libro. 
Por cierto, de venta en Amazon. Perdonadme, pero tenía que decirlo. 

viernes, 1 de noviembre de 2019

De todos los Santos

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Hoy hace un día de playa, espléndido, luminoso, cálido, pero la gente se va al cementerio. Lo confieso, yo no voy ni al cementerio ni a la playa. En mi casa el sol entra con descarado atrevimiento, y a pesar de eso, acabo de encender una vela junto a la foto de mis padres, porque una, en el fondo, también es un animal de costumbres. 
¿Para que ir al cementerio si están cada día en el recuerdo? Todas sus frases siguen entre estas líneas: "Ahora la yaya diría...", ¿Te acuerdas de aquellas excursiones que hacíamos a las trincheras del frente? "¡Coge la rebeca, Ampa!", me decía a menudo mi padre. Ahora yo se lo digo a mi hija cada vez que sale. "Si no vienes a dormir, llama"—decía también mi padre—, y ahora yo repito desde el más poderoso subconsciente: "Si no vienes a dormir, dímelo por wasap". Es lo mismo. Somos lo que aprendimos con ellos y, afortunadamente, ellos nos enseñaron coherencia, respeto, tolerancia, disciplina. "Si estás bien para salir, también lo estás para ir a clase". Y te tomabas una aspirina a regañadientes y te ibas a clase. 
 Mi padre, una vez jubilado —contaba los días—, se iba al parque a charlar con los gorrillas, siempre leía periódicos de distintas tendencias para estar bien informado, y se convirtió en el mejor defensor que pudo haber tenido Suárez. Mi madre se desvivía por la familia. Había estudiado piano y corte y confección, pero la guerra lo truncó todo. Detrás de su sonrisa amable, de sus preciosos ojos verdes, había una mujer fuerte, valiente, entregada, a la que nunca veías llorar. 
Ya no están aquí pero están. Y tanto que están. Por eso hoy no voy al cementerio. Porque siguen por aquí dando consejos e incluso regañinas. 
Por eso hoy, que la intensa luz acalla un otoño que no acaba de despegar, he encendido una vela. 
Aunque sea de Ikea.