No debiste ir a Valencia. Y mira que te lo dijeron. Cientos de veces. Pero tú no escuchabas, no querías oír. Tu hermana te lo dijo hasta la saciedad. Igual tuvo algún mal presentimiento, igual no. Dicen que el amor siempre desafía al miedo, incluso de forma temeraria. Lo convierte en un rumor miserable que intenta hacerse escuchar sin conseguirlo.
Y aquella tarde de principios de diciembre, brumosa y fría, dijiste que te ibas del pueblo, que él, Diego, te necesitaba. Estaba en la cárcel, en San Miguel de los Reyes, a las afueras de la ciudad. Comía mal, dormía mal. Sufría. El amor suele ser poco razonable. A veces nada tiene que ver con la razón o las razones que otros puedan esgrimir.
Fuisteis caminando desde Beneixama hasta la estación del tren, situada a las afueras del pueblo, entre campos de trigo y maíz. Ibais cogidas del brazo, en silencio, porque a veces no hace falta decir nada para decirlo todo. Y llegaste a Valencia al anochecer. Tenía razón tu hermana. En el ambiente se respiraba miedo, angustia, muerte. Algunas iglesias habían ardido, grupos armados paseaban las calles con insolencia cruel. Pero tú no sentiste temor. ¿A quién podía interesarle una madre de familia aficionada a las misas y al fútbol? Te movía la ilusión de volver a ver a tu marido, preso por sus ideas carlistas.
Llegaste a casa muy cansada. Por la calle Trinitarios había jaleo. Miraste a través de los visillos, cerraste las contraventanas y te acostaste pronto. Un poco antes de dormir abriste el armario y dejaste sobre la cama algunos mantones de manila. Pájaros y flores, rosas, rojas, anaranjadas, sobre fondos dorados y verdes. Casi sin darte cuenta habías hecho una pequeña colección acudiendo a las subastas del Monte de Piedad. Cuando acabara la guerra —pensaste— te echarías sobre los hombros uno de aquellos mantones y te irías a cenar con Diego, tu marido, junto a la playa. Cuando acabara la guerra.
Por la mañana, muy temprano, llamaron a la puerta. Pensando que era una vecina abriste confiada. Varios hombres armados preguntaron por él, por Diego. Tú les dijiste que no estaba. Por toda respuesta te empujaron violentamente. Corriste por el estrecho pasillo y te encerraste en el cuarto de baño. Recordaste de repente las palabras de tu hermana: no has d´anar, no has d´anar a València. Ès molt perillós.
Aquellos hombres enloquecidos abrieron la puerta a patadas, tiraron al suelo tus mantones de manila y los pisotearon con sus botas sucias. A ti te cogieron del brazo hasta el dolor y te sacaron a la calle entre risas. La cheka estaba muy cerca, en un antiguo seminario, en la misma calle Trinitarios. Allí pasaste varios días, en una sucia y oscura carbonera, hacinada, incomunicada, aterrada. Hasta que un día te llevaron ante un tipo malcarado que no supo de qué acusarte pero te condenó a muerte. Alguien te dijo que te habían detenido los anarquistas, los peores, desvariados, violentos, rateros.
Unas horas después tu cuerpo yacía en una cuneta junto al picadero de Paterna, bajo el vuelo alocado de las gaviotas, frente a las miradas febriles de los hombres del pelotón de fusilamiento. Era el día de la Inmaculada de 1936.
No debiste ir, abuela, nunca debiste ir a Valencia.
Nota de la redactora: MI abuela, Mercedes Pastor Sanjuán, nacida en Beneixama, hija del insigne poeta Juan Bautista Pastor Aicart y de Josefa Sanjuán Payá, fue fusilada en Valencia el 8 de diciembre de 1936. Sus ejecutores, el grupo López, de la FAI, Federación Anarquista Internacional, que destacó en la ciudad de Valencia por la crueldad de sus crímenes. Su cuerpo fue reconocido al acabar la guerra por mi madre, que por aquel entonces contaba apenas veinte años. La ropa que vestía fue clave para el reconocimiento.