domingo, 29 de junio de 2014

El secreto de Maurice. Capítulo XXVIII


Cuando Javier observó esa noche el carrillo levemente amoratado de la niña no se alteró demasiado. 
- Son gajes del oficio - dijo-. Algunos niños muerden. ¿Qué te ha comentado su monitora?
- Que fue un descuido, que ocurrió mientras la niña dormía, y que a la madre del niño le han hecho saber la reprobable conducta de su hijo. 
Javier me miró con una sonrisa mientras acariciaba la mejilla violácea de su hija. 
- ¿Cuántos años tiene el agresor?
- Dos años y medio, creo.
- Un peligro - replicó Javier con ironía.- Habría que ponerle un bozal a ese niño ¿Qué hubiera pasado si hubiera sido Alice la que hubiera mordido? 
- Pero es que ella no... -intente protestar-. 
Javier me interrumpió.
- No hay que dramatizar tanto las conductas de los niños - aseveró-, porque al final habrá reformatorios para lactantes. Realmente, son las monitoras  las que deberían estar más atentas para que no se produzcan agresiones entre los niños. 
 En eso estaba de acuerdo ¿Cómo culpabilizar a un niño que apenas balbuceaba?
- ¿Cómo está Juliette? - dije con el firme propósito de cambiar de tema. 
- Bien - contestó-. No hay de qué preocuparse. Lo cierto es que, hablando de dramatizar, el otro día fui yo quien lo hice.  Perdí los nervios. Tengo que pedirte disculpas por hacerte venir de forma tan precipitada y fastidiarte el fin de semana 
Me hice la sueca. 
-  No me fastidiaste nada. Es normal preocuparse. Los coches dan tantos sustos...
Nada más pronunciar la palabra coche me acordé de Coraline. Debía decirle cuanto antes que François no estaba muy dispuesto a aceptarla como compañera de piso y que teníamos que buscar otra opción aunque no tenía ni idea de cuál podía ser ésta. 
- Javier - dije -, ¿puedo salir un rato? Tengo algunas cosas que hacer. Será sólo media hora. 
- Claro. Alice ya ha tenido bastantes emociones por hoy y necesita mimos y juegos. Vete tranquila. 
No pretendía ser pesada pero debía insistir otra vez. Pensaba, quizás de forma egoísta, que aquel acogimiento no sólo sería bueno para Coraline sino también para François. Este era demasiado mayor para vivir solo y ocuparse de sus cosas. Además, sólo pensar que Coraline tenía que regresar a su piso en aquel barrio desesperanzado, donde las vidas estaban tan rotas como los cristales de las ventanas y donde, más pronto o más tarde, volvería a ser víctima de las iras de alguien, me ponía los pelos de punta. Así que me puse el abrigo, cogí el bolso y salí a la calle. Todavía no había anochecido pero la tarde era fría y desapacible. Al llegar al parque de René Viviani vi una oscura figura sentada en un banco. No me lo podía creer, era François.
- François -  le dije- ¿que hace aquí? Hace frío. 
El anciano me miró con aquellos ojos grises y cansados, no exentos de misterio. 
- Sabía que tu viendrais. Je veux parler avec toi.
Estaba empezando a pensar que aquel hombre tenía unas sobradas dotes adivinatorias. 
- ¿Quería hablar conmigo? Dispongo de poco tiempo. He dejado a la niña con Javier. 
- Como está la petite?
- Bien, ha sido sólo un susto. 
- Oh mon Dieu - exclamó - ni les enfants se libran de notre violence. 
Afirmé con la cabeza y callé. Yo también quería hablar con él pero quería saber antes lo que él tenía que decirme. El anciano miraba al suelo mientras jugueteaba con sus dedos arqueados. Me estaba quedando helada. 
- He pensado mucho - susurró-.
-¿En?
- Je veux que tu amiga venga a mi casa, mais avec unas claras termes. 
Sentí saltar mi corazón como si quisiera escaparse del pecho. 
- Con condiciones, naturalmente -confirmé-. 
- No música moderna y no amigos en casa. 
- Está claro, François -respondí con una sonrisa-. No sé cómo agradecerle...
 El hombre me miró. Sus ojos brillaban y viajaban de nuevo hacia el pasado. 
- Los alemanes me quitaron mon fis de cuatro años. Mi casa necesita luz. Elle pourrait être ma petite-fille. 
Efectivamente, ella podía ser su nieta. Era como si el circulo se cerrara en torno a un recuerdo doloroso e indeseable. 
- No se arrepentirá -no estaba tan segura de lo que decía-. Coraline puede hacer alguna cosa de la casa y, desde luego, seguro que le hace compañía. 
De repente, el anciano pareció impaciente.
- ¿Cuándo vendrá?
- Está noche hablaré con ella - aseguré-.
Le cogí las manos y sentí que estaban heladas.
 - Gracias François, está cogiendo frío, váyase a casa. 
El hombre se alzó con dificultad.
- ¿Le conté lo de Marguerite?
- Sí. 
- Son pere, Henri, estaba en Niza. Era viejo et il était fatigué.. A veces el amor no todo lo puede.


Dejé a François a la puerta de su casa. Me sentía ansiosa. Tenía que localizar a Coraline para contarle la mejor de las novedades. Debía - más bien quería-.  hablar con Guillermo para ponerle al día de  todos los acontecimientos. Y, por supuesto, debía cumplir con mis obligaciones, hacer las camas, acostar a Alice, pensar. Del cielo gris caían finas gotas como alfileres. La última frase de François  me había golpeado como una piedra: En ocasiones el amor no todo lo puede. 

De repente sentí frío, un frío que no venía de fuera, sino de dentro, de lo más recóndito de mis entrañas. Recogí a Alice y me alegré de que Javier no me sometiese a un indiscreto interrogatorio, subí a casa, le puse un mensaje a Coraline comunicándole la buena noticia y cerré la puerta con el mismo ímpetu como si en aquel momento me estuvieran persiguiendo todas las huestes del III Reich. 

jueves, 26 de junio de 2014

El secreto de Maurice. Cap. XXVII


El domingo nos despertamos tarde. Los nervios acumulados del día anterior, sumados a la ingesta nocturna de champagne, habían dejado sobre mi frente una especie de pesada losa que recorría mis párpados y llegaba inmisericorde hasta mis ojos. No era sólo una leve resaca, sino la suma de una serie de acontecimientos inesperados que habían superado con creces los límites de mi aguante emocional.
Por la mañana aún tuvimos tiempo de visitar el cercano parque du Vexin francais, con paisajes de ensueño, y de barajar mil y una posibilidades en torno al suceso de Juliette, aunque lo cierto es que no llegamos a ninguna conclusión. Comimos en ruta y sobre las seis de la tarde ya estaba en casa, cansada y feliz. Al despedirse, Guillermo me dio un beso breve en la mejilla y me acarició por un instante el cabello. Un escalofrío me recorrió el cuerpo mientras  perdía por completo mi aplomo. 
Cuando fui a recoger a Alice, pregunté por Juliette. Javier me dijo que estaba bien y que, en aquel momento, se encontraba trabajando en su despacho, pero por el tono en el que me lo dijo - casi un susurro-, supuse que estaba durmiendo. A Alice -la verdad sea dicha-, se le iluminó la cara al verme, pero yo me sentía tan exhausta que no supe agradecérselo como hubiera debido. Todavía guardaba la llave de la casa de Octeville sur mer  en el bolso y me pregunté si encontraría el momento oportuno para devolverla al lugar del que nunca debió haber salido. Afortunadamente, la niña se durmió pronto. Yo me puse el batín y me senté en el sofá frente a la televisión apagada. Me sentía tan superada por los acontecimientos que incluso me costaba pensar. Por un instante ansié la rutina que me esperaba al día siguiente. Tendría que hablar con François del acogimiento de Coraline y suponía que éste no me pondría ningún problema. 
El lunes amaneció lloviendo, una lluvia fina, casi imperceptible, caía sobre una ciudad que había despertado aún anochecido. Alice amaneció como el tiempo, llorona e inquieta. Después de desayunar mostró ya mejor humor, y recuperó su alegría habitual al ver que le ponía unas botitas nuevas. A las nueve y media cogí su mochila y metí en mi bolso las fotos que había substraído del álbum de Juliette, y la lista de los nombres más el trozo de papel recuperado durante el fin de semana.
Evité pasar por el parque para que Alice no se sintiera engañada y me dirigí a la guardería por una de las calles paralelas. Alice parecía tan cansada como yo. Sin duda, la tensión del día anterior y la extensa ración de llantos la habían dejado agotada. A pesar de ello, la pequeña iba golpeando el cochecito con sus botas nuevas, al tiempo que se tarareaba una canción a sí misma. 
La separación no fue traumática, ya que la monitora la recogió en la puerta con una enorme sonrisa y ella entró sin volver la vista hacia atrás, lo cual agradecí profundamente. Una vez cumplida la primera misión del día, tenía que dar el segundo paso: ir a hablar con François sobre la posibilidad de acoger temporalmente a Coraline. Y no se por que, sentí una punzada de desasosiego a la altura del estomago.  
El día se había vuelto aún más gris y en vez de parecer que íbamos hacia el mediodía, parecía que caminábamos hacia el anochecer. De repente recordé el mensaje de Coraline. Debía haberla llamado la noche anterior pero, con tanto acontecimiento, se me olvidó por completo. Saqué el maldito móvil del bolso y la llamé. Lo cogió enseguida.
- Asun... - dijo suavemente -, je te he telefonato hier soir. 
- Vi tu mensaje ¿qué pasa?
- La otra noche, le samedi, yo creo que j´ai vu Juliette llamar a la puerta de François. 
Me quedé paralizada, debía tratarse de un error. 
- ¿Qué? - dije-. ¿Estás segura?
- Si, si, yo paseo avec una amie y le digo dónde vive Françóis y entonces una mujer como tu dices llama a la puerta, C´est sur.
Aquella podía ser la explicación para la tardanza de Juliette. 
- Coraline, ahora voy a hablar con él. Luego te llamo.


Aún conmocionada por lo que acababa de decirme Coraline, llamé suavemente a la puerta de François, que apenas tardó unos segundos en abrirme, como si hubiera estado esperándome. El anciano se asomó a la calle, miró hacia uno y otro lado ansiosamente y, a continuación, me hizo entrar. Parecía nervioso. 

- Pasez- vous, et Alice?
Sin duda comenzaba a perder la memoria. 
- En la guardería. 
Caminó delante de mí arrastrando los pies por el estrecho pasillo. Cuando llegamos al oscuro salón, se sentó en el sillón con un gesto de dolor  mientras me invitaba a tomar asiento. Respiraba con dificultad. 
-  Avant hier soir, venu Juliette. 
O sea, que Coraline no había visto un espejismo.  
- ¿El sábado vino Juliette a su casa? 
- Sí, muy en coleré... enfadada. 
El círculo se cerraba. Esa inesperada visita nocturna era sin duda la "rueda pinchada". 
- ¿Por qué?- inquirí adelantando la cabeza como un pato- . 
-Le samedi elle fue donner una charla a une  association. Alguien le hizo una pregunta incómoda.
 Dudé. 
- ¿Cómo de incomoda?
François parecía buscar la respuesta adecuada.
- C´est compliqué.
- ¿Complicado?
- Sólo un poco. Alguien del público avait lu, leído, una declaration que el pasado verano yo hice a un journal.
- ¿Y esa persona hizo la pregunta incómoda?
- Si, y ella se puso très en colère. 
- ¿Furiosa?
- Si, mucho.
El anciano estaba pálido. La siguiente pregunta estaba clara.
- ¿Qué le contó usted al periodista?
- Hablaba de la Resistencia, de nuestro grupo, de la rafle del velódromo d´hivern... Yo no recuerdo todo.
- ¿Hablaba de Maurice?
- Je ne sais pas... Creo que si. 
- ¿Conserva usted el periódico?
- Supongo que si, mais je ne sais pas où il est. la memoria se va día a día.
Las piezas del gigantesco puzzle iban cuadrando. Hubiera dado cualquier cosa porque François recordara dónde había dejado el periódico. 
- ¿Estuvo Juliette mucho tiempo con usted?
- Demasiado. C´est une femme tres agressif. Elle était... cómo se dice? incontrolé. 
- Descontrolada. 
Calló Françóis. A veces, de repente, parecía sumergido en un mar de recuerdos, disipados ya por el transcurso del tiempo.
- Vous voulez parler avec moi?
Perdí toda seguridad. Sentía como si caminara sobre brasas. 
- Sí, quería proponerle algo, pero ahora veo claro que es un atrevimiento.
Hizo un gesto con la mano como animándome a hablar.
- Parlez-vous.
-Tengo una amiga, Coraline, que necesita una habitación durante algunas semanas. Había pensado que quizá podía quedarse aquí a cambio de hacer la comida, arreglar la casa... las tareas del hogar. 
¿Cómo estaba siendo capaz? El anciano movió la cabeza a un lado y a otro. 
- Je suis habitué a vivre seul... no sé...
No podía ni debía insistir aunque lo estuviese deseando. 
No se preocupe, François  -dije intentando que mi voz sonase a disculpa-. Debía haber pensado que estaba usted hecho a vivir solo. Estoy segura de que encontraremos otra solución. Ha sido un abuso por mi parte.
Me sentía desalentada pero hacía todo lo posible por disimular.
- Lo siento... repuso el anciano-  je suis à une âge...  a mi... edad, los cambios...
No podía permitir que se excusase cuando la única que debía excusarse era yo. 
- Asunto cerrado - afirmé con una exagerada sonrisa-, le  aseguro que encontraré otra solución buena para todos. Quiero enseñarle unas fotos- continué diciendo y  así pude cambiar de tema-. 
- ¿Fotos? 
Abrí el bolso, saqué el sobre donde había guardado las fotografías y se lo entregué. Lo cogió con manos temblorosas, sacó las fotos y las miró detenidamente.
- C´est Juliette.
Cogió la otra foto. Sonrió.
- Este soy yo, avec Maurice, et l´autre... no recuerdo el nombre.
Miré la fotografía con atención. François tenía una sonrisa franca. Era un hombre alto y bien parecido. Dejó la foto a un lado y cogió la última. 
- Estos son Maurice y Marguerite, creo. 
- ¿Marguerite?
- Marguerite Matisse, une amie de Judith. 
- ¿Matisse, como el pintor?
François me miró por encima de sus gafas como regañándome por mi ignorancia. 
- Es la hija de Matisse. La hija y la mujer de Henri, el pintor, colaboraban avec la Resistence. La Gestapo detuvo a Marguerite et apres  de torturarla  elle a ete envoyée a un campo de concentración, mais pendant el trayecto...
Sonó mi móvil con la inoportunidad de siempre. Estaba empezando a odiar aquel aparatejo que siempre interrumpía mis mejores momentos. Hice un gesto de disculpa y cogí la llamada. Era la monitora  de la guardería. Al parecer un niño había mordido a Alice en un momento de descuido de su cuidadora. Me dijeron que aunque la niña apenas tenía una leve marca, lloraba amargamente por lo cual me recomendaban que, si podía, fuera a por ella lo antes posible. 
- Tengo que irme - le dije a François precipitadamente-. Un niño ha mordido a Alice. 
- Oh ma petite!- exclamó el anciano disgustado-. Ve,  ve a por ella. 
Avancé por el pasillo a paso rápido. De repente me volví hacia él. 
- ¿Qué le pasó a Marguerite? 
- Cuando era conducida al campo de Ravensbrück, le train que la transportaba a´larrete por un ataque des forces aliées. Ella escapó.  
- ¿Sobrevivió?
- Sobrevivió. 
Suspiré tranquila como si Marguerite se hubiera tirado del tren hacía media hora y corriera por los bosques en busca de un escondrijo seguro. Necesitaba buenas noticias, historias de esperanza y supervivencia que me dieran la fuerza suficiente para seguir fascinada con esta historia, aunque realmente no sabía muy bien si estaba fascinada o atrapada. 


La niña tenía la huella de un buen bocado en la mejilla, y suspiraba como si hubiera estado largo rato llorando. La profesora no encontraba palabras para disculparse, evitaba mi mirada y trataba de minimizar el suceso. Yo -no pude evitarlo-, la miré con desdén cuando  recogí a Alice. 

- Así es la vida, peque - le dije mientras la sentaba en el cochecito-, en cuanto te descuidas te han pegado un buen bocado en toda el alma. 
Alice me miró con extrañeza. Su primera agresión en una vida colmada de mimos y caricias. Sus primeros pasos en sociedad, en una sociedad donde aún imperaba la ley del más fuerte, aunque por todos los medios esta misma sociedad tratara de desmentirlo. 





lunes, 23 de junio de 2014

Noche de San Juan


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Hace cinco años, tal día como hoy, publiqué este texto en mi blog. Y cinco años después lo recupero para celebrar la noche mágica por excelencia, la noche de San Juan. Disfrutad de la fiesta y disfrutad del texto. 
Fuego, agua, noche, magia y, de fondo, el mar. ¿Quién no tiene en su memoria una noche de San Juan inolvidable? Una noche de aprendizas de brujas junto a la hoguera, de corretear descalza sobre la arena, de mojar los pies en el agua oscura del mar, de querer y no querer saltar sobre el fuego.
Esta noche media ciudad se va a la playa, en ese tranvía a la Malvarrosa que los jóvenes cogerán de gratis, entre risas y gritos, abrazos y más risas.

Esta fiesta pagana, que más tarde se pretendió cristianizar, proviene de tiempos inmemoriales y celebra la llegada de un nuevo solsticio, el verano. En aquellos tiempos lejanos, la gente - sobre todo los campesinos-, creían que las plantas que florecían o germinaban en el solsticio de verano tenían más poderes curativos y sanadores -incluso mágicos-, de lo habitual, razón por la cual solían recolectarlas en dicha noche. Hace ya muchas lunas, una noche de San Juan junto al mar, hablé con una bruja de ir por casa y me comentó que la Jara - arbusto mediterráneo que da una hermosa flor blanca- era una planta mágica y que crecía en la playa de El Saler. No tengo constancia de que esta confidencia sea cierta, pero ahí lo dejo por si alguien quiere hacer la prueba. 

Y el fuego, el fuego inquietante, el fuego dorado que baila junto a las olas desafiando el viento de levante. Dice la tradición que hace cientos de años se encendían hogueras para protegerse de los espíritus tan malignos como malvados. Se decía que estos espíritus vagaban libremente invadiendo almas puras e ingenuas cuando el sol se ponía por el sur. Más tarde, fueron las brujas las que eligieron esta noche - la de San Juan-, para destacar una fecha que, según ellas, era realmente mágica.

Tradición, cultura ancestral, necesidad de creer que la magia existe, que está en el aire, en el fuego, en el mar, en nuestro corazón, en las brasas de lo que fue y ya no es,, más allá de la razón y del entendimiento, más allá de toda lógica. En mis recuerdos hay una noche de San Juan junto al mar, con los pies descalzos,  la piel húmeda, los ojos brillantes, el fuego calentando mi piel, una noche de San Juan  lejana  y fascinante, pero sobre todo, absolutamente mágica. 
Porque, ¿quién no tiene en su memoria una noche de San Juan inolvidable? Aún estáis a tiempo. 



lunes, 16 de junio de 2014

Cicatrices


Se ven tersas, cuidadas, inmaculadas, sin cicatrices. Cualquiera diría que nunca han rozado el suelo, que jamás han sentido rasgarse la piel y ver brotar la sangre. Como hace mucho calor y no quiero que os calentéis aún más la cabeza con adivinanzas, os revelaré que me estoy refiriendo a las rodillas de los niños de hoy en día, tersas, cuidadas, inmaculadas y sin cicatrices. Y aunque algunos probablemente penséis que estoy equivocada, creo que una infancia sin cicatrices en las rodillas tiene muchas asignaturas pendientes.
Es fácil diagnosticar que los niños de los años sesenta - estoy nostálgica, sí-, estábamos desprotegidos, íbamos a nuestro aire escalando árboles como monos de Guinea Papua, saltando vallas y dejándonos la piel en bicicletas sin frenos con las que nos deslizábamos por las pendientes más agresivas. Volvíamos a casa -día si, día también-, con las rodillas chorreando sangre, pero no llorábamos hasta que no veíamos a nuestra madre porque llorar sin público no valía la pena.
Hacer cuencos con barro de la calle y después dejarlos secar al sol. Trepar hasta los árboles más altos y saltar desde las ramas más inaccesibles. Coger arañas de las acequias, organizar peleas de hormigas rojas, previa extracción de sus globos oculares  (qué crueldad, lo sé), hacer obras de teatro, volar el cachirulo en la playa, robar fruta en la huerta y, por último, estamparse con la bicicleta en el camino más pedregoso del valle. No recuerdo si por aquel entonces existían o no los cascos para las bicis, pero si por casualidad existían, el que los portaba, era, como mínimo, un mariquita -no había eufemismos en aquellos años para esa opción sexual-, un mixinetes o un pixeretes, palabras cuya traducción exacta al castellano desconozco, pero sería algo así como persona extremadamente cuidadosa o primorosa. 
Hoy en día los niños están sobreprotegidos, no hay duda. Cada vez que se suben a un bici, parecen preparados para enfrentarse a un supuesto e ignoto adversario en un torneo medieval. Para patinar, protegen sus cabezas, codos, rodillas muñecas, llegando a  semejar pequeños monstruos robóticos cuyo cuerpo carece por completo de la necesaria libertad de movimientos. Intentamos proteger a nuestros retoños del dolor y no saben -ya lo sabrán- que el dolor forma parte de la vida, Los protegemos de las posibles cicatrices  sin apercibirnos de que son las cicatrices las únicas que pueden resucitar la piel sobre la herida abierta. 
Y además, ¿qué es más peligroso, que un niño se haga un rascón en la pierna o que se adentre en su mundo virtual de playestationxbox y se dedique a atropellar putas, torturar sicarios y atropellar a pacíficos viandantes?

Yo tengo clara la respuesta ¿Y vosotros? 

lunes, 9 de junio de 2014

El carrito de los helados



Eran otros tiempos. Veranos largos y ardientes. Tardes de siestas y paseos gratos entre los campos de olivos y vid. Eran otros tiempos y yo, aunque no lo creáis, era delgada y muy mona. Tenía el pelo de color castaño caoba,  y lo llevaba largo y recogido a menudo en dos trenzas. 
En aquellos verano de antaño, que hoy no sé por qué recuerdo con una intensidad perturbadora, los días eran felices e intensos. Pero hacía mucho, mucho calor. Nuestra casa del pueblo, construida en 1826, era como un fortín. Con ventanas pequeñas y altas, el sol acosador se quedaba fuera, resecando aún más las calles que aún eran de tierra. 
Cuando por las tardes el sol cedía un poco salíamos a jugar. Con las batas de popelín y las zapatillas que nos habían comprado en Pascua y nos debían durar todo el verano. Los días de tormenta -por aquella época aún llovía de vez en cuando-, nos reuníamos en la sala de lectura de la primera planta y contábamos historias de apariciones y fantasmas, historias que nos daban pavor y nos mantenían un buen rato al borde del sobresalto. Las tardes que lucía el sol planeábamos pequeñas gamberradas, no muy inocentes, como era tirar boñigos aún calientes a las entradas de las casas, mientras las señoras de rulos en pelo nos perseguían con las escobas en la mano. Debo advertir que, por aquellos días, también había mulas por las calles, de lo contrario la trastada no hubiera sido posible. No penséis que éramos malos, éramos niños que se inventaban jugos y juguetes en un tiempo en el que aún no habíamos sido invadidos por los robots cibernéticos. 
 Los domingos,  en los que el sol casi siempre era  justiciero, nos vestían con el traje de corte evasé de ligero encaje, calcetines de perlé y sandalias blancas. Y nos llevaban a la iglesia con un velo  de tul suave cubriendo nuestros cabellos y el misalito Regina en la mano.  La misa era en latín, así que no entendíamos nada, sólo estábamos deseando salir a corretear por la plaza. Por aquel entonces -años 60, plena dictadura-, los veranos eran largos y ardientes y estábamos todos: el papá, la mamá, los tíos,  los primos... una gran familia que se reunía después de misa para debatir en torno al sermón del domingo. Mientras, Rosa, la sirvienta de mis tías, hacía agua limón para todos los niños en un cachivache manual cuyo nombre ya no recuerdo, y lo servía en el patio, junto a los geranios y las margaritas. Por las tardes, había concierto de la banda del pueblo, sobre el tablado de madera azul. Y era entonces cuando llegaba el carrito de los chambis empujado por el heladero que anunciaba a voz en grito "al rico helado". Chambis de fresa, de vainilla o de chocolate, helado envuelto en un crujiente barquillo que los niños devorábamos mientras la música llenaba la plaza y las pandillas de chicas y chicos adolescentes se subían a la carretera a pasear y a flirtear. 
Eran otros tiempos pero hoy, probablemente por el sol que cae a plomo, los he recordado con nitidez. y, aunque no lo creáis, yo por aquel entonces era una niña delgada, alegre, fantasiosa y feliz. Un poco más tarde, a los doce años, comencé a escribir.
Y aún no me he detenido. 


domingo, 8 de junio de 2014

El secreto de Maurice. Capítulo XXVI



Nos habían fastidiado la noche, no había duda, pero no podíamos hacer otra cosa sino volver.  Juliette estaba desaparecida en combate, Alice no paraba de llorar desconsoladamente y Javier estaba al borde de un colapso. Yo también. 
Desde que salimos de la pequeña casa de los horrores, Guillermo apenas había hablado. Supongo que la inoportuna llamada le había fastidiado tanto como a mí pero no había dicho ni una sola palabra de queja. Los coches que venían en dirección contraria me deslumbraban con sus faros y cerré los ojos. No sabía qué decir aunque en mi cabeza los pensamientos iban y veían como veloces gacelas enloquecidas. 
- ¿Estás bien? - preguntó Guillermo-. 
- Encantada de la vida - respondí esperando que captara mi ironía-. 
- Podemos volver cuando todo se solucione. No estamos lejos. 
Cuando todo se solucione. No contesté. Me preguntaba si todo se solucionaría con la facilidad que Guillermo esperaba. Y si así era, volver ya no sería lo mismo. 
- ¿Qué crees que ha pasado? - preguntó- 
- No creo que haya tenido un accidente. Eso se sabe enseguida. Es posible que se haya encontrado con alguien y se haya entretenido.
- Eso espero - musitó Guillermo-. 


La noche era oscura como boca de lobo feroz, y finas gotas de lluvia, como cabezas de aguja, comenzaban a caer sobre el parabrisas. 

- Antes me preguntabas por qué estoy haciendo todo esto- murmuré-, y no creo que sea por una curiosidad malsana. 
- Nunca he dicho eso.
- Pero quizás lo has pensado - dije sin acritud-. Muchos lo hubieran pensado.  Hacer cientos de kilómetros, allanar una propiedad para recuperar un pequeño trozo de papel ¡Dios!
Guillermo me miró con una sonrisa. 
- Ya está hecho y no ha salido mal del todo, incluso, como decías tú antes, ha sido divertido. Cada uno sabe por qué razón hace las cosas o deja de hacerlas.
Tragué saliva. Los nombres que había leído en el periódico que me entregó François aún permanecían en mi memoria como si los hubieran grabado a fuego. 
- Lo hago por ellos.
- ¿Por quién?
- Por ellos,  por Regine, Abel, Jean, Albert. David, Maurice, Esther, Ida, Paul, Susanne, Flora, Francine, Aline, Ann, Fanny, Ariette, Jaqueline... por todos aquellos niños que fueron arrancados cruelmente  de la tranquilidad de sus hogares y entregados a la muerte. Quiero saber de dónde surgió tanta maldad, tanto odio. ¿Sabes que hubo personas que denunciaron a sus propios vecinos? 
- Eso pasa en todos los conflictos, Asun. Tus vecinos, los mismos que un día te están prestando sal o azúcar, al día siguiente  están vendiendo tu cabeza por un plato de lentejas. Y no hay que olvidar que también hubo otros que los ocultaron, que los protegieron. De todas formas, la historia nos demuestra que, algunas veces, la crueldad humana no tiene limites y eso, por desgracia, no lo vamos a cambiar ni tu ni yo. 
Estábamos llegando. El resplandor de las luces de la ciudad se alzaba hacia el cielo apagando la luz de las estrellas. 
- Igual Juliette ya ha vuelto - murmuró Guillermo esperanzado. 
- En ese caso Javier me hubiera llamado. No me atrevo a pensar qué puede haberle pasado. 
Encontramos un hueco para aparcar a unos quinientos metros, algo realmente asombroso.  Caminamos deprisa, sin cruzar palabra. Seguía lloviendo suavemente y las aceras se habían vuelto brillantes y resbaladizas. Cuando apenas estábamos a unos doscientos metros de la casa, sonó mi móvil. Miré la pantalla. 
- Es Javier - dije con un suspiro-. 
Juliette había llegado diez minutos antes. Me rogaba que subiera un momento para atender a la niña. Guillermo se detuvo.
- Será mejor que te espere en el coche - advirtió-. Tarda todo lo que sea necesario.
Desde el ascensor pude escuchar la voz alterada y chillona de Juliette, y la voz grave y más apaciguadora de Javier. Me detuve junto a la puerta y escuché antes de llamar. 
- Je vais appeler la police! - gritaba ella fuera de sí-. maldito viejo loco. 
-Estás sacando las cosas de quicio - rogaba Javier-  Cálmate.
 Estuve tentada de darme la vuelta y salir corriendo, pero llamé y esperé. Pude escuchar cómo cesaron los gritos y cómo los pasos se acercaban rápidamente a la puerta. Me abrió Javier. 
- Asun - dijo nada más verme-. No sabes cuánto lamento...
- No te preocupes- interrumpí-. ¿Está bien Juliette?
- Un poco nerviosa. Le reventó una rueda del coche en un lugar bastante despoblado y tardó en encontrar ayuda. Ha pasado un mal rato.
- Ah.
Fue lo único que se me ocurrió decir siendo tan fragante la mentira. Dí un breve beso a Juliette que descansaba medio tumbada en el sofá cubierta por una fina manta. Su palidez era inquietante y chorretones de rimmel cubrían sus desvaídas mejillas. Fui en busca de Alice que aun lloriqueaba sentada sobre su mantita mientras se mordisqueaba el pijama con furia. Se notaba que había estado llorando largo rato. La cogí en brazos y comenzó a manosearme la cara con entusiasmo. 
- Entonces, sólo ha sido un susto - dije intentando que mi voz no me traicionara-. 
- Ya ves, un pinchazo inoportuno en el peor lugar, y la rueda de repuesto también pinchada. 
Mentía. Su mirada mentía. Todo su cuerpo mentía. Evité mirar a Juliette. Parecía que la hubiese arrollado un camión. No quería preguntar por qué razón no había llamado porque la respuesta estaba clara: no había cobertura o se le había acabado la batería.
- Voy a darle la cena a Alice - dije recordando cuáles eran mis obligaciones. 
- No te preocupes, Asun. Ya está todo preparado y la niña, como ves, está más tranquila. Siento tanto haberte hecho venir, pero estaba tan asustado...
Lo que yo quería era irme. 
- Es comprensible. Si no necesitáis nada más, me están esperando...
- Nada, Asun. Una vez más, gracias por venir. Siento haberte estropeado el fin de semana. 
- No lo has hecho. 
Me acompañó a la puerta y bajé las escaleras andando. Guillermo me esperaba en el coche con la mirada ansiosa. 
- ¿Qué ha pasado? 
Me senté junto a él mientras soltaba un prolongado suspiro. 
- Dice que ha pinchado una rueda y que la de repuesto también estaba pinchada
- ¿Dice?
- Antes de llamar me he parado a escuchar. Juliette estaba muy alterada, decía algo de llamar a la policía. Cuando he entrado, me la he encontrado tumbada en el sofá, pálida como si hubiera visto un espectro. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Estoy segura de que había llorado. 
Guillermo estiró los brazos y dejó las manos sobre el volante. 
- Entonces - dijo-, si es todo mentira ¿cuál es la verdad? 
Suspiré de nuevo. Me sentía atrapada en un jeroglífico
- No tengo ni idea y además, me importa un pedo de violinista. 
Guillermo soltó una carcajada. 
- ¿Qué expresión es esa?
- Se me ha pegado de Franck Mccourt. No para de repetirla en  Las cenizas de Angela. Es una grosería pero estoy tan cansada...¿Qué hacemos? 
- Volver.
- ¿Volver? 
Guillermo le dio a la llave de contacto. 
- Sí y por dos razones. La primera de ella es que me he olvidado el móvil.
-Oh.
- Y la segunda es que no estoy seguro de haber apagado bien el fuego, y en la historia de este fin de semana sólo nos falta un incendio por imprudencia. 
-Esa si es una razón de peso - afirmé con más euforia-. 
Cuando de nuevo salimos de París no tenía ni idea de la hora que era. Sólo imploraba para que la casa no se hubiera quemado y para que las hormigas no se hubiesen comido los sandwichs de pollo. Ya habían sido demasiadas emociones para tan breve fin de semana. 


La casa no se había quemado, afortunadamente, aunque algunas brasas aún seguían encendidas. El móvil de Guillermo yacía sobre la mesa como si se hubiera sentido fatalmente abandonado. El silencio era absoluto. 

- ¿Cenamos?
- No estaría mal. 
Me moría de hambre. O cenábamos de una vez o acabaría comiéndome las horribles tulipas de fieltro verde. 
Encendimos el fuego y el ambiente cambió. Aquel saloncito anclado en los años sesenta  ya no parecía tan feo. Saqué los sandwichs, las papas y el vino. Posiblemente fuera por el agotamiento pero había conseguido relajarme. Guillermo había colocado el sofá de skay frente a la chimenea y allí estábamos los dos, al final de una larga jornada, confundidos entre la realidad y el sueño.
- ¿Qué piensas?- pregunté. 
Sólo la luz del fuego iluminaba la estancia. 
- Pienso en ti.
 Las arenas movedizas se volvían aún más intranquilas. Sonreí. 
- Espero que sea algo bueno. 
- Es bueno.
- Cuéntamelo.
Y sonó el móvil, el maldito móvil, haciendo añicos aquel retazo de felicidad. 
- No pienso cogerlo -dije con rabia-. Más bien voy a ahogarlo en el fregadero y después descuartizarlo. 
- No hagas más locuras. Mira a ver...
- No quiero -rogué-. Parece que esa maquina del diablo tenga vida propia.
Guillermo se levantó de un pequeño salto y me trajo el aparato infernal. Lo cogí con la yema de los dedos como si quemase, pero no llegué a tiempo. 
- Que llamen otra vez - dije levemente enfadada-. 
Al momento sonaron dos pitidos. Alguien había dejado un mensaje, probablemente la persona que acababa de llamar. Lo abrí. 
"Je veux parler avec toi. J´ai vu des choses". 
- ¿De quién es? - preguntó Guillermo mientras volvía a llenar mi copa de vino. 
- Es de Coraline. Dice que quiere hablar conmigo, que ha visto cosas. ¡Dios!- exclamé-, ¿por qué sólo conozco  gente a la que le pasan cosas raras?
Guillermo no contestó. Me cogió de la cabeza y la apoyó sobre su hombro. El fuego hacía piruetas en el aire. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz. 

domingo, 1 de junio de 2014

El secreto de Maurice. Capítulo XXV




Poco antes de las siete me desperté. Era todavía de noche y el ambiente de la habitación me pareció inhóspito. Hacía tanto frío que sentía las manos adormecidas y de mi boca salía una larga nube de vaho. No llegaba a comprender cómo Guillermo podía seguir dormido en el sofá a pierna suelta. Me levanté intentando no hacer ruido, me puse una bata que aún guardaba del verano anterior y bajé a la cocina. No habíamos cenado y estaba muerta de hambre. En uno de los armarios encontré café soluble. Al abrir el bote me apercibí de que se había convertido en una piedra, pero supuse que no llegaría a ser venenoso. Junto a él halle un brick de leche al que apenas faltaba una semana para caducar, y el bote del azúcar. Dí el gas, calenté la leche, golpeé con furia la piedra de café y me senté a desayunar. Comenzaba a amanecer, lo que me permitió ver cómo las primeras luces del día iluminaban un jardín que ahora aparecía abandonado, descuidado, salvaje. Mientras sorbía el café me pregunté qué locura había cometido. Era como si la luz del día me fuese devolviendo la cordura. Cada rayo de sol que iba empujando a la oscuridad, me dejaba cara a cara con el despropósito que habíamos llevado a cabo. Aunque, después de todo, no se estaba mal allí. Y la inesperada visita de la noche anterior, y que me había puesto al borde del síncope, había supuesto sin duda una apasionante descarga de adrenalina. Era fácil no ser derrotista porque las cosas habían salido bien cuando habían estado a punto de acabar mal, muy mal. 
- ¿No me digas que has hecho café?
La voz de Guillermo, convertida en susurro, me sobresaltó. Iba despeinado y tenía los ojos levemente hinchados. 
- He hecho café, si a esto se le puede llamar café.  
- Eres un ángel. 
Sonreí en señal de gratitud. 
-  Pues me siento como un diablo. ¿Has dormido bien?- pregunté- 
- Fatal. He tenido pesadillas ¿y tú? 
- He tenido frío. 
- Haberte venido al sofá- añadió con desenfado mientras se servía una taza de café-. ¿No has oído hablar del calor humano? 
No contesté. Me quedé mirando el jardín en el que se dibujaban los primeros rayos de sol. 
- Este lugar es precioso - afirmó-. 
- Sí. 
Una niebla baja se dejaba caer sobre los arbustos mientras la luz fría y tamizada iba tocando cada rincón y devolviéndolo a la vida. 
- Ojalá pudiéramos quedarnos - dije casi sin pensar-. 
- Ojalá, pero nos pillarían con las manos en la masa, nos denunciarían por allanamiento de morada y, probablemente, ambos nos quedaríamos sin trabajo. ¿Estás dispuesta a pagar ese precio? 
- Ni loca - contesté levantando la voz-. Salgamos cuanto antes de aquí. 
Media hora más tarde, Guillermo y yo, agazapados en la maleza como cazadores furtivos, dejábamos la casa por la puerta de atrás. Ya en la pequeña carretera que iba hacia el lugar donde habíamos dejado el coche, Guillermo me cogió de la mano como si quisiera invitarme a acelerar el paso. Me sentía como una adolescente fugitiva. 
- Maldita humedad que se mete en los huesos - dijo-, pero yo no notaba nada porque en aquel momento una pequeña ola de calor había invadido todo mi cuerpo. Callé porque temía que mi voz temblase. 
- ¿En qué pensabas cuando he bajado a desayunar? Te he visto muy meditabunda - inquirió Guillermo cuando ya nos habíamos separado suficientemente de la casa y comenzábamos a recuperar el aliento. 
- En que sido una locura venir hasta aquí y en que, sin embargo, ha sido divertido.
- Pues anoche cuando entró el tal... ¿Cómo se llama? 
- Jean Paul.
- Pues cuando este buen hombre entró, haciendo gala de un gran valor por cierto, estabas pálida como un fiambre. 
-¿Y como quieres que estuviera? Ese hombre me conocía. No hubiera podido darle una explicación coherente. 
Guillermo me apretó la mano en un gesto de absoluta complicidad. 
- Tuvimos suerte. 
- No volveré a hacerlo - manifesté con el tono de una niña pequeña que acaba de hacer una gran travesura. 
Salimos de Octeville sur mer cuando el sol comenzaba  a iluminar los tejados puntiagudos de las casas, los acogedores jardines, las buganvillas que trepaban por las vallas de madera pintadas de blanco. Había dormido mal. Tenía sueño atrasado, pero temía que Guillermo estuviese tan soñoliento como yo y se durmiera conduciendo, así que intenté mantenerme despierta. Sin embargo, el sol que entraba por la ventanilla, el plácido paisaje, el rumor monótono del motor del coche, se confabularon contra mí y acabé durmiéndome con la cabeza apoyada en el cinturón de seguridad. 
-¿Quieres almorzar, dormilona?
Guillermo me despertó con un leve golpe en la pierna. Nada más abrir los ojos me odié a mi misma. 
- ¿He sido capaz de dormirme?
- Y tan capaz. Casi me duermo yo. 
- Eso hubiera sido peor - contesté riendo mientras desabrochaba a duras penas el cinturón de seguridad. 
Eran pasadas las doce ¿Hora de comer? Después de tantos meses viviendo en Francia, no conseguía acostumbrarme a los horarios europeos. El coche se había detenido junto a un pequeño restaurante. Miré a derecha e izquierda. No sabía dónde estaba. - ¿Te has salido de la autovía?-
- Era eso o morir de hambre. Vamos, por esta zona tienen unos quesos magníficos.
El local era luminoso y muy acogedor. Las paredes estaban pintadas de azul y la mesas, cubiertas por pulcros manteles blancos, se alineaban junto a grandes ventanales.  Al fondo del salón había una chimenea encendida y sobre ella, un horrible cuadro de montañas nevadas.  aldeas diminutas y ciervos desproporcionados. 
-Esto es un sueño - murmuré mientras me quitaba el abrigo-. 
Y era un sueño, no por el sencillo y acogedor restaurante en el que habíamos recalado, sino por todo aquel fin de semana tan disparatado como inesperado. Un sueño del que no quería despertar, un retazo de tiempo dulce que, de tan bueno, me llegaba a hacer sentir mal. 
Pedimos una ensalada, una tabla de quesos y un pollo en salsa. Mi larga tradición de penurias económicas me hizo temer lo peor. 
- ¿Podremos pagar todo esto?- dije bajando la cabeza sobre la mesa hasta que la barbilla casi la rozó. 
-Esta vez invito yo - dijo-. 
Le miré perpleja. 
- ¿Y cuando he invitado yo? - pregunté con curiosidad-.
- ¿Cuando? Me has invitado a pasar la noche en una preciosa casa de Normandia, ¿te parece poco?
Sonreí. Estábamos coqueteando como dos adolescentes y ambos lo sabíamos. 
- Hubiera preferido invitarte a una tranquila y, al menos, legal estancia. 
La camarera se acercó con la ensalada en una mano y el bloc de notas en la otra.
- Qué ce que vous voulez boire?
- Vin de la maison.
- Merci monsieur. 
Cuando la camarera se hubo alejado, susurré con ansiedad:
- Supongo que has cogido el papel. 
- Claro, ¿quieres verlo?
- Por favor. 
Mirando a uno y otro lado como si alguien pudiera espiarnos, Guillermo sacó la cartera del bolsillo de su chaqueta, la dejó sobre la mesa y extrajo suavemente la tira de papel que habíamos encontrado en la biblioteca. Leí: Maurice Girard, Eugène Beauvois. Sólo dos nombres, dos nombres que habían sido desgajados por alguien de la lista de nombres que Alice había estado a punto de comerse. 
- Maurice es el padre de Juliette...
- ¿Y el otro?
- No tengo ni idea.
Guillermo puso su mano sobre la mía. 
- ¿Qué buscas?- preguntó-, ¿Qué información puede aportarnos ese trozo de papel?
Me hubiera gustado tener la respuesta. 
- No lo sé - dije-. Es como cuando no consigues descifrar uno de esos sencillos jeroglíficos que vienen en las últimas páginas del periódico. Es más que posible que descifrarlo no sirva absolutamente para nada, pero llega un momento en el que te obsesionas. 
Dí un pequeño sorbo a la copa de vino. Era magnífico. 
- De todas formas -añadí-, es el sufrimiento que intuyo en François lo que me hace continuar. Es como si algo superior a mi me empujara a seguir buscando. Me faltan piezas para acabar este puzzle.
Me recosté en la silla mientras mantenía la copa en la mano. Sonreí.
- En realidad me siento como cuando vas a la cocina a por algo y cuando llegas allí ya no sabes por qué razón has ido. 
Guillermo sonrió con dulzura y sus ojos brillaron como los de un gato en la oscuridad. 
- Porque eres curiosa y eso me gusta. 
Pisando arenas movedizas de nuevo. 
- Cuando buscas algo a ciegas - afirmé-, es posible que encuentres cosas que no te gustan. 
- Es posible - corroboró Guillermo-, aunque siempre se ha dicho que el que busca, encuentra, pero nadie te asegura que encuentres lo que deseabas. Ese es el reto.
Ya no sabia ni de lo que estaba hablando. Afortunadamente, la camarera vino con la bandeja de pollo en salsa de setas. Tenía un aspecto bonísimo pero mi hambre había menguado como un suéter de lana en una lavadora de agua caliente. 
- Tengo una especie de rompecabezas en la cabeza - dije entre bocado y bocado-, un lío tremendo. No logro colocar ni una pieza en su sitio, y una de ellas es la información que me dio César. 
Guillermo tardó en contestar. 
- Me he perdido. 
- Cesar, ¿no recuerdas? te hable de él. El profesor jubilado que estaba en el Instituto donde fui a entregar las charlas de Juliette. Interrumpió a la profesora Ana con acritud, puso en duda los datos que aportaba Juliette en su conferencia y, para colmo, lo que después me contó Javier. 
- ¿Que te dijo?
- Que el hermano mayor de César, Paul, importante miembro de la Resistencia, fue detenido y torturado por la Gestapo. Después estuvo interno en un campo de concentración del que consiguió escapar cuando era trasladado a otro campo. Sin embargo, años después de finalizar la II Guerra Mundial, negó la existencia del holocausto. No lo entiendo. ¿Sindrome de Estocolmo o qué demonios...?
Guillermo me miraba como si no comprendiese mi ataque de indignación. 
- Es posible, pero puedo decirte, aunque no es comparable, que por la experiencia que he tenido con chavales de ambientes marginales, cuando el sufrimiento que otra persona ejerce sobre ti es desmedido, intolerable, excesivo, a veces no sólo intentas hacerte fuerte frente a él sino incluso puedes llegar a justificarlo. 
No sabía si había comprendido. 
-¿Como un mecanismo de defensa?
- Exacto. No puedes concebir que haya gente tan malvada,  hasta el punto de que intentas buscar, desesperadamente, una explicación. En ese proceso, llega un momento en el que te acabas ocultando la verdad a ti mismo. Es como si te volvieses ciego o amnésico. 
- Terrible - afirmé mientras dejaba perdida la mirada en el fuego que ardía en la chimenea-, Justificar algo para poder negar lo que has vivido. 
Guillermo dio un largo sorbo de vino. 
- En el fondo, supongo que es puro instinto de supervivencia que acaba haciéndole un flaco favor a la historia. ¿Quieres postre?
- No puedo más. Creo que voy a pasar directamente al café. 
El café ardía y quemaba la lengua. Puro instinto de supervivencia - había dicho Guillermo-. Negar algo que no somos capaces de recordar ni de soportar, eliminar el recuerdo, perder voluntariamente la memoria. Quizás como yo había hecho con Ana. Apenas la recordaba. Era como un personaje que se había perdido en la niebla de la memoria. Recordar era sufrir, por lo tanto ¿para qué recordar? Guillermo interrumpió mis pensamientos.
- Si no recuerdo mal de lo que he leído durante estos últimos días, fue Paul Rassinier el que inició esta corriente,  con la publicación de un libro que se titulaba La mentira de Ulises... 
-Me suena ese título...
- ¿Si? pues yo no lo había oído nombrar hasta que comencé con todo este lío en el que me has metido. 
Ignoré este último comentario.
-¿De qué habla?
- Recoge testimonios de personas que estuvieron presas en los campos de concentración alemanes, donde él también  estuvo. 
-¿Por...?
Por Pertenecer a la Resistencia a la ocupación alemana. Fue detenido por las SS e interrogado durante doce días, a consecuencia de lo cual tuvo secuelas durante el resto de su vida. Sin embargo, ya ves, acabó negando que la Alemania nazi tuviera una voluntad de exterminio.
- Qué complicados somos los seres humanos- susurré- 
- Y qué contradictorios. ¿Nos vamos? 
  
Guillermo pagó y salimos al exterior. Entre el calor del local y el producido por el vino, me quemaban las mejillas que supuse enrojecidas. Guillermo volvió a tomarme de la mano, lo que se estaba convirtiendo en una maravillosa costumbre. Habíamos dejado el coche al sol y una ligera calidez caldeaba el ambiente.
- Es sábado - dijo Guillermo-, son las dos de la tarde y no hemos de volver hasta mañana. ¿Adónde te apetece ir?
Contesté de corazón y, además, no conocía la zona. 
- Donde tú quieras. 
- Entonces cierra los ojos y déjate llevar. 
Cerré los ojos y me hice la dormida. El tiempo pasaba muy deprisa y yo no quería que acabase el fin de semana. Sin embargo, por otra parte, tenía ganas de ver a Alice, de hablar con François, de devolver las llaves de la casa antes de que Javier o Juliette se dieran cuenta del cambiazo. Aquel fin de semana estaba siendo como un entreparéntesis, una pausa - un poco inquietante, es cierto-, en la cansina rutina diaria. Me sentía tan bien junto a Guillermo que era como si le conociese de toda la vida. El tiempo parecía haberse detenido entre aquellas estrechas carreteras parapetadas de casitas que parecían sacadas de cualquier cruel cuento centroeuropeo. Aunque no quería, acabé durmiéndome. La mala noche pasada en la casa, la tensión soportada la tarde anterior, me estaban pasando factura. Y con el sueño perdí la noción del tiempo. Me despertó un brusco frenazo, a la vez que la cabeza se me iba hacia delante y hacia atrás en un violento balanceo.
- ¿Dónde estamos? - dije mientras intentaba abrir los ojos. 
-Ahora lo verás. 
Nos habíamos detenido junto a la valla de una pequeña casa envuelta en hiedra y grandes macizos de jazmín. El sol ya se había puesto pero las nubes rojizas del  atardecer daban al entorno una apariencia irreal. 
- Vamos Asun - dijo Guillermo impaciente-. Esta vez no vamos a allanar ninguna morada. 
Caminé por un sendero estrecho serpenteado de hierbas silvestres. Intentaba averiguar dónde estaba a sabiendas de que aquello era completamente imposible. 
-¿De quién es esta casa?
- Del profesor de matemáticas. Este era el plan B por si el plan A salía un poco mal, como así ha sido. 
Era una casa pequeña, agradable, pero tan destartalada como el coche. 
- ¿Tiene nombre? - pregunté- 
Guillermo arrugó las cejas y no contestó. Yo me sentí cruel mientras él sacaba las llaves y abría la puerta. 
Fue como si de repente me hubiese trasladado a los años sesenta. En la estancia que descubrían mis ojos vi un coqueto aparador a la izquierda de la puerta con dos horribles lámparas clónicas de fieltro verde. En el centro, una mesa camilla cubierta por una falda de enormes flores rojas. Sobre él, un jarrón de cristal azul y diseño dudoso con los restos de lo que alguna vez debió ser un hermoso ramo de flores silvestres. Al fondo, junto a la ventana, un sofá de skay marrón y junto a él una lámpara de pie que, pese a su nombre, apenas se mantenía en pie, con una pantalla de color naranja. La cortinas, con grandes volantes, eran de un estampado que dañaba  la vista. 
- ¡Oh Dios! - murmuré sin poderlo evitar-. 
Guillermo pareció adivinar mis malos pensamientos. 
- De acuerdo- musitó-, no es un ejemplo de buen gusto, pero al menos es un lugar donde no hace frío y donde podemos estar a salvo de espías nocturnos. 
- Si no he dicho nada - protesté-. 
- Pero tu cara sí.
- Pasé los dedos suavemente por los reposabrazos de ganchillo. 
- No está mal - aseguré intentando que Guillermo no me mirara a los ojos-. ¿Y cómo es que tienes tú las llaves? 
- Cuando le pedí el coche al profesor de matemáticas, me preguntó si pensaba hacer alguna excursión. Le conté lo de Normandía y me dijo que tenía una casa a mitad de camino y que si quería las llaves. En previsión de posibles conflictos, le dije que sí. 
- Hiciste bien- admití-, supongo que será cuestión de acostumbrarse.
Contemplé el salón que me rodeaba. Irradiaba el más absoluto abandono.
-¿ El no viene nunca?
- Me dijo que desde que se divorció, no ha venido. Según me comentó esta casita es uno de esos sueños que se construyen juntos y que se vienen abajo cuando el sueño se convierte en pesadilla. 
Intenté no ser más cruel. 
- No está tan mal si la miras con buenos ojos. ¿Por qué no me habías dicho nada? 
- No sabía cómo iba a resultar el "desembarco" en Normandía. Era más que posible que tu y yo hubiésemos acabado en cualquier comisaria de pueblo. 
- No me lo recuerdes - rogué- ¿Dónde está la cocina?
- Por ahí debe estar. 
Abrimos una puerta y allí estaba. La cocina era tan deprimente como el resto de la casa. Afortunadamente, sobre el fregadero había  una amplia ventana que daba al jardín y por la que durante el día debía entrar una luz espléndida.
- Es acogedora - afirmé para contrarrestar mis comentarios anteriores-. 
-Sí- corroboró Guillermo-. Creo que voy a ir a la gasolinera a comprar leña y algo para cenar. ¿Vienes?
- Mejor me quedo, así me voy familiarizando con la casa y si veo algo que pueda quemarse, encenderé fuego. Hace frío aquí. 
- No quemes las lámparas - advirtió Guillermo con una sonrisa antes de salir por la puerta-. 
No bien había oído el sonido del coche dirigiéndose a la salida, comencé a investigar. Encontré unos cuantos troncos bajo del fregadero y algunos periódicos viejos junto a la chimenea. El fuego no tardó en arder pero no duraría mucho. Mire a mi alrededor a ver qué podía quemar. Aquella casa era un quiero y no puedo, un sueño a medias, probablemente limitado por la falta de recursos económicos. Y el paso inexorable del tiempo había contribuido a aumentar esa sensación de orfandad, de abandono, de carencias. Respiré hondo mientras me frotaba las manos junto al fuego. Seguro - me dije a mí misma-, que con la luz de la mañana aquel lugar parecería otro. Estaba convencida de que unos rayos de sol podían arreglar cualquier cosa.
Guillermo no tardó en llegar. Escuché como detenía el coche en el jardín, cerraba la puerta, y   dirigía sus pasos hacia el porche.
- Hace un frío que pela - dijo al entrar-. Veo que has podido encender fuego - miró hacia las lámparas clónicas-. Esto ya es otra cosa. 
- Acércate al fuego y entrarás en calor ¿Has encontrado leña?
- Sí- respondió al tiempo que dejaba un saco junto a la chimenea-, y sandwichs de pollo, papas fritas, vino y fruta. ¿Será suficiente?
- Más que suficiente. Voy a buscar unas copas.
Fue en ese preciso momento cuando pude escuchar la musiquilla machacona de mi móvil. Sin poderlo evitar hice un gesto de fastidio. 
- Te llaman - avisó Guillermo mientras iba apilando los troncos junto a la chimenea-. 
- No pienso cogerlo. 
Al menos, mira a ver quién es...
- Publicidad, seguro - afirmé sin mucha convicción-. Había dejado el móvil en el bolsillo del abrigo. Lo cogí y busqué la última llamada.
- Dios mío!- exclamé-.
- ¿Qué pasa?
- Es Javier. 
- ¿El padre de Alice?
- Si. 
- ¿Qué puede querer a estas horas? 
Yo estaba pensando lo mismo y no se me ocurría ninguna respuesta optimista. Sentí que mi frecuencia cardíaca se aceleraba. Noté calor en mis mejillas. 
- Seguro que nos han visto salir, Guillermo. Ese viejo espía nos ha visto salir. 
- No lo creo - respondió Guillermo en un tono forzadamente relajado- . Puede tratarse de cualquier otra cosa. Saber cómo estás o a qué hora vas a regresar mañana. 
Estaba comenzando a perder el control. 
- No, no, Guillermo - bramé-.  Nos han pillado y llama para pedirme explicaciones. ¿Qué le digo, Dios mío, qué le digo?
Guillermo me cogió de los hombros y me zarandeó levemente. 
- Tranquilízate, Asun. Es posible que no vuelva a llamar. 
Estaba desesperada. 
- ¿Apago el móvil?
- Ni se te ocurra.
Volvió a sonar al cabo de unos minutos. 
- Cógelo Asun. No demores más esta angustia. 
Sudaba por cada poro de mi piel. 
- No puedo. 
- Va a estar llamando toda la noche. Cógelo. 
Lo cogí. la voz no me llegaba al cuello. 
- Javier?
- Asun, perdona que te llame a estas horas...
Podía escuchar al fondo el llanto desconsolado de Alice. 
- ¿Pasa algo? 
- Juliette no ha vuelto. Se ha ido después de comer a dar una charla en una asociación de mujeres en Villeparisis y debía haber regresado hace ya más de dos horas. 
A pesar de la inquietante noticia, respiré tranquila. 
- ¿La has llamado?
- Sí, pero no contesta. 
- ¿Has llamado a la asociación?
- Sí y me han dicho que ha salido hace más de dos horas. Estoy muy preocupado Asun, y Alice, seguro que la estás oyendo, no para de llorar. Yo...- dudo- ¿Estás muy lejos de Paris?
- A una hora. más o menos. 
- Si pudieras venir. No sé qué hacer y con la niña en casa no tengo muchas posibilidades de movimiento. Sé que te estoy pidiendo...
- No te preocupes - dije ya totalmente aliviada-. En una hora estoy ahí. 
Colgué y dejé el móvil sobre la mesa. Guillermo me miraba expectante. 
-¿Qué ha pasado?
Respiré lo más profundamente que pude. 
- Juliette ha salido a dar una charla y no ha vuelto. Javier está asustado. 
Sin decir nada, Guillermo se volvió hacia la chimenea y comenzó a apagar el fuego. 
-¿Volvemos, pues?
- Creo que no hay más remedio -afirmé totalmente desconsolada-.
- No te preocupes, princesa - afirmó sonriendo-.  Está claro que siempre nos quedará París. 
A los diez minutos ya estábamos en ruta. Era noche cerrada.