lunes, 31 de octubre de 2011

Una extraña junto al mar

Me habían dejado las llaves de un apartamento junto a la playa. Era a principios de noviembre pero algunos días, el sol aún intentaba hacernos creer que seguíamos en verano. Quizás no hacía tiempo ya de meterse en el mar hasta que el agua llegase a la barbilla, pero sí se podía pasear por la arena con los pies  descalzos y leer un buen libro bajo una sombrilla de paja. Así que no lo pensé más. Acepté las llaves con una tremenda sonrisa y llamé a mis dos amigas del alma, Carmen y Laura.
Ambas me hicieron la misma pregunta:
- ¿Nosotras solas? ¿sin hijos?
. Exactamente.
- ¿Todo un fin de semana?
- De viernes a domingo.
A través de la línea telefónica pude oir sus gritos de entusiasmo. Parecían colegialas el último día del curso, o el primero. Hacía décadas que no salíamos juntas. Miento. En los últimos años habíamos coincidido, en hospitales y entierros, entablando las conversaciones habituales en estos casos;: "Ya ves siempre nos vemos en malas circunstancias. A ver si quedamos un día" .pero luego, por pitos o por flautas,  no quedábamos. y el tiempo pasaba con la rapidez de una estrella fugaz. La vida cotidiana nos apresaba con sus hilos invisibles, y sólo de vez en cuando, mientras hacíamos la cena o poníamos la última lavadora del día, hablábamos algunos minutos por teléfono, apresuradamente.
Hice acopio de provisiones e incluso me atreví a añadir a la cesta una botella de ginebra barata. Seguro que había una noche para contar historias de miedo, o de desamores  o de decepciones. Y para arrancar una sonrisa entre lágrima y lágrima, nada mejor que dejar que el alcohol resbalara por nuestra garganta intentando anular nuestra consciencia.
Pero las cosas se torcieron dos días antes de nuestra partida. A Carmen le surgió lo que ella llamaba un ineludible encuentro familiar, y Laura perdió pie mientras cambiaba una bombilla subida a un inestable taburete y se hizo un esguince en el tobillo derecho donde ya acumulaba  antiguas lesiones. A mí el alma se me cayó al suelo, lo confieso. Allí estaba yo, rodeada de víveres suficientes para alimentar a un ejercito de orcos y con unas prometedoras llaves en la mano que podrían abrir la puerta de muy buenos momentos.
 Aunque nada estaba  saliendo como yo quería, después de pensarlo un poco, decidí irme. Era una ocasión única para tener tiempo para mí, leer, pensar, recordar, pasear junto al mar y decidir qué hacer con la vida que, posiblemente, aún me quedaba por delante.
Había tráfico en la carretera .La costumbre de ir a visistar a los respectivos difuntos el Día de Todos los Santos disparaba las salidas y todavía no sé por qué razón un porcentaje alto de ciudadanos tenían a sus tristementes desaparecidos parientes a cientos de kilómetros de sus vidas cotidianas. De todas formas, me lo tomé con paciencia y a eso de las cinco llegué a Peñiscola, escondida entre un mosaico de sol y sombra.
El apartamento era pequeño. Una cocina americana, un cuarto de baño minúsculo, una habitación donde apenas cabían dos estrechas camas pero, eso sí, una gran terraza con vistas al mar. Salí y apoyé los brazos en la barandilla mientras pensaba que sería maravilloso vivir allí, en aquella terraza amplia y supuse que, al menos por la mañanas, soleada.  Deshice el breve equipaje y lo introduje en uno de los armarios empotrados. Qué distinto hubiera sido si hubieran venido mis amigas. Ahora estaríamos saltando sobre las camas como alocadas adolescentes y dándonos almohadonazos en la cara unas a otras. Pero bueno. Hacía tiempo que tenía una enorme capacidad de resignación y sabía que había que contar con lo que realmente tenía entre las manos: una enorme bolsa de provisiones.
El frigorífico daba asco. Algún imbécil lo había dejado cerrado y al abrir la puerta el olor a moho se extendió por toda la cocina. Abrí la ventana de par en par,  Busqué unos guantes de goma, una botella de lejía y me puse manos a la obra.
En principio, no era el fin de semana con el que yo había soñado.

II

A las cinco de la tarde aquella guarida comenzó a parecer un hogar. El olor a cerrado se había escapado por las ventanas y la luz entraba a raudales por la terraza cuya puerta había abierto de par en par. El mar apenas se movía. Parecía una de esas postales en las que el cielo siempre sale exageradamente azul. Había llegado la hora de salir,  pisar la arena caliente y correterar por la orilla de la playa saltando la espuma de lo que antes habían sido grandes olas.
La playa estaba desierta a aquellas horas de la tarde. Se había nublado y el agua del mar había adquirido un suave tono gris. Extendí la toalla sobre la arena y me senté al tiempo que sacaba un libro de mi bolso: La Extraña, de.Sándor Márai. Leería un rato y después daría un paseo hasta la ciudad para detenerme en cada tienda de ropa y tomarme una cerveza muy fría en cualquier chiringuito. Echaba de menos a mis amigas, a mis hijos, a mis vecinos.  Necesitaba a alguien con quien hablar, con quien compartir aquellos momentos de ocio que cada vez se parecían más a profundos instantes de soledad. Si al menos tuviera un perro.
Alguien tosió cerca de mí, intencionadamente. Cerré el libro y me volví en esa dirección. No podía ser.
- ¿Daniel?
- Rosa, cuánto tiempo.
Quince años, quizás veinte, Toda una vida que parecía fundirse en apenas dos segundos. Me levanté de un salto mientras me sacudía la arena de mi falda.
- Qué es de tu vida? ¿Qué haces por aquí?
Sonrió de aquella forma que me cautivó siendo todavía una adolescente. Apenas había cambiado.
- Ya ves, pasear.
Reí abiertamente.
- Eso ya lo veo. ¿Qué haces en Peñíscola fuera de temporada?
Pude advertir un instante de duda.
- Mi empresa celebra una convención. Estaremos todo el fin de semana aquí. ¿y tú?
 Le expliqué el plan desde el principio: el apartamento prestado,. las amigas que no habían podido venir a causa de sus. desventuras, la ocasión de cambiar de aires, el deseo de descansar. Cuando acabé apenas tenía aliento.
- Entonces ¿tienes tiempo para dar un paseo?
Fue como volver al pasado a grandes zancadas.  Los recuerdos surgían a borbotones, como el agua de una tubería reventada. Nos conocimos en un campamento, a finales de los años ochenta. Fue un amor a primera vista, un amor que cambió el color de las cosas, el sabor de las comidas, la duración del tiempo. No recordaba haber vuelto a amar de aquella forma tan ciega. Y veinte años después estaba con él, paseando por una playa ajena, olvidando que ya algunas arrugas surcaban mi rostro y las canas habían desterrado el color cobrizo de mi cabello para siempre.
Comenzaba a caer la tarde, y la brisa, antes cálida, se volvió húmeda y fresca. El me tomó de la mano mientras seguía hablando de larguísimos viajes a Paris, a Alemania, a Londres. Yo callaba por no decirle que apenas salía de casa y lo más lejos que había ido en los últimos años era a Cuenca, en una insoportable excursión organizada por la asociación de vecinos del barrio.
Después de una larga caminata nos sentamos al abrigo de unas barcas que dormían sobre la arena. Nos miramos y no hizo falta más. La pasión que habíamos sentido años  atrás volvió con la fuerza de un huracán joven y feroz. Me besó en los labios, en el cuello. Me besó las manos como si yo fuera un bebé. Acarició mis mejillas como si no pudiera creerse que estábamos juntos, de nuevo, y que el concepto  del tiempo había cambiado por completo.

III
Abrí la puerta con sumo cuidado, como si temiera romperla.  Le dí al interruptor de una pequeña lámpara que había sobre la mesilla y me dejé caer en el sofá como un pesado fardo. Aún ardían mi cuello y mis labios,  y un hormigueo excitante recorría todo mi cuerpo.
La transformación anímica que  había sufrido parecía haberse contagiado a todo lo que me rodeaba. La pequeña estancia que daba a la terraza, y que antes me había parecido desolada y cutre, ahora semejaba  acogedora y tierna como un oso panda. Me quité los zapatos y dejé que la arena que guardaban se escurriese hasta el suelo.  ¿Cómo podían recuperarse en un par de horas sensaciones que creía perdidas, olvidadas para siempre? Miré mis manos y recordé sus besos suaves, como inocentes lametazos de chiuaua. Acaricié mi cuello y noté una protuberancia ¡Dios mío! un chupetón en toda regla. Aquello si que era la adolescencia recuperada. Afortunadamente, en mi ligero equipaje guardaba un pañuelo de seda que me acompañaba en cualquier desplazamiento.  Si aquella evidente prueba de pasión no cedía en las próximas horas, me vería obligada a hacer uso de ella.
Habíamos quedado a las diez para cenar y tomar una copa. Así que tenía apenas dos horas para parecer la más hermosa diosa del Olimpo. No había tiempo que perder.
Me duché, me lavé el cabello a conciencia para quitar cualquier rastro de arena, me maquillé con esmero y salí a la terraza para ver si aquel mar en calma conseguía transmitirme algo de sosiego. Me hubiera gustado ver una puesta de sol, pero evidentemete, el sol nunca se pondría por el Este. Además, densos y oscuros nubarrones habían cubierto el cielo hasta dejar oculta la más brillante de las estrellas.
Me pondría el vestido azul de punto, gasa y tul. Había copiado el modelo de la exitosa serie sexo en Nueva York, y lo cierto es que me había salido clavado. También es verdad que antes de ponerme manos a la obra, había recorrido toda la ciudad hasta encontrar los tejidos que creía más adecuados.  Después, lo había cosido en mi vieja máquina Singer y el resultado había sido espectacular. Cualquiera que no fuese un entendido en moda, hubiera pensado que aquel precioso vestido había salido directamente de la tienda más vintage de la Quinta avenida.
Las diez en punto. Tal y como habíamos quedado, Daniel llamaba al timbre de la portería. Sentía mis mejillas pálidas y frías, aunque mi corazón latía velozmente. Antes de abrir, y en busca de una seguridad que no llegaba a sentir, quise darme la última miradita en el espejo. Quería comprobar que realmente estaba preciosa. Abrí el armario de luna y me puse frente al espejo.¡ Dios! la falda de tul me hacía aparecer como un escarabajo pelotero entrado en años. Los michelines habían invadido lo que antes era mi cintura y se marcaban escandalosamente en la ligera tela de punto. Tenía el cabello crespado y sin brillo -maldito champú de marca blanca- y unas suaves ojeras violáceas sitiaban mis ojos cansados. ¿Quién era aquella extraña que me había sustituido y con la que ya no me identificaba?
El timbre seguía sonando con insistencia, pero no abrí la puerta.

No era el fin de semana con el que yo había soñado, pero en algunos instantes fue aún mejor.

jueves, 27 de octubre de 2011

Sueños


Sabeis que lo mío no es la poesía. Pero quiero compartir con vosotros este poema que presentè el pasado año al certamen de poesía Pastor Aicart. No gané, evidentemente, pero espero que os guste.





Sobreviviréis

a vuestros sueños más minúsculos,

aquellos que os embargaban

mientras la sombra

de vuestros pies pequeños

se confundía con las hojas de la vid,

se confiaba a la tierra húmeda donde crece el olivo,

al sendero incierto,

a la tarde vacía.

Caminaréis

sobre las letras de las cartas guardadas

alimentadas de polvo y nostalgia.

Y los labios agrietados

besarán las fotos donde ya nadie se reconoce

porque el tiempo,

violentamente,

ha borrado los gestos

y las sonrisas.

Recordaréis

a través de una dulce niebla de recuerdos,

los sueños a los que disteis caza mansamente

o a mano armada,

y aún así,

mirareis con anhelo

aquellos que quedaron en la cuneta,

agazapados en la oscuridad del puño cerrado.

Por miedo,

por medio de palabras

que, posiblemente, nunca fueron imaginadas.

Olvidaréis,

a pesar de todo,

la pasión que sentisteis por la vida,

y el odiado silencio que tapa la boca

se tragará la voz adolescente

que alguna vez

hubiera vomitado la garganta más oscura.

Porque vuestra alma

ya no esperará la victoria

sin temor a perderse.



Escucharéis

sin querer oír,

la música que sonaba en la tarde de domingo,

la risa o el llanto de cualquier amanecer,

el grito desgarrado del vencejo,

el frío del sudor sobre vuestra frente,

el beso callado,

la caricia reprimida.

la sombra del viento

entre los olmos enfermos.

Responderéis

con un temblor en la mirada,

que no era cierto,

que nada se ha quedado a la sombra del olvido,

que las cartas, todas, estaban sobre la mesa.

Pero en la soledad del tiempo perdido

todos sabrán que faltan huellas

sobre la luz

de una larga tarde de otoño.

Descubriréis, al fin,

que el pasado no pasa,

que se queda atrapado en la memoria

entre algodones y espinas,

acurrucado como una larva

dispuesta a despertar

en un eterno laberinto de impulsos.

Y el sueño volverá suavemente

como un soplo de aire nuevo,

como una tormenta de verano,

inesperada, feroz,

arreciando con la fuerza de la resurrección.

Soñad.

lunes, 24 de octubre de 2011

Frente al espejo

Aquel día lloré hasta quedarme sin lágrimas. Era una calurosa tarde de verano, de mediados de agosto. El son caía a plomo sobre las calles paralelas de aquel pequeño pueblo anclado en un estrecho valle.
Mis amigos me miraban en silencio, sin atreverse a decir nada. Yo había suplicado durante todo el día, lo había intentado de todas las formas posibles, incluso poniendo aquella carita de niña dulce que en más de una ocasión me había librado de una buena reprimenda.


Pero no convencí a nadie. Mi torrente de lágrimas fue a dar sobre tierras impermeables que no pudieron filtrar mi inocente pesar. “Es lo que siempre se hace cuando una niña ya ha tomado la comunión- me habían dicho- es lo que dicta la tradición”. Pero yo no entendía nada de estúpidas costumbres ancestrales que no encontraban respaldo en ninguna ley escrita.


A las cinco de la tarde me llevaron, como los toros a la arena del circo. Mis amigos me acompañaban en aquel breve paseo que me separaba del cruel sacrificio. Mi prima me tomó de la mano intentando darme ánimo. Ella ya había pasado por aquello hacía apenas un año.


La sala era oscura y destartalada y tenía sólo una pequeña ventana que daba a la calle. En la pared, había un espejo enorme que reflejaba mis ojos hinchados y mi rostro enrojecido por el llanto. Y sobre el espejo colgaba un retazo de guirnalda navideña pintada de purpurina que nadie se había preocupado de quitar.


Escuché unos pasos que se acercaban. Eran los de una mujer recia como un roble que entró en la habitación dando grandes zancadas.
- Siéntate frente al espejo -me dijo-
Pero yo no me moví.
- Siéntate guapa -volvió a decir en un tono más irritado- o tendré que atarte a la silla.


Su sonrisa era fría y fingida. Y creí descubrir, en el fondo de su mirada, un placer infinito que se nutría de mi dolor.


Me senté a regañadientes en aquella ajada butaca de skay, mientras mi pequeño séquito seguía observándome sin decir nada. Aquella mujer abrió un cajón de la cómoda que había bajo el espejo, y sacó una especie de sábana blanca que me puso alrededor del cuello. Parecía una minúscula doncella dispuesta a ser entregada como ofrenda a algún dios irascible. Después, cogió las tijeras mientras yo rompía de nuevo a llorar.
- Ni que te fuera a cortar la cabeza -dijo la mujer entre risas-
Primero cayó una y luego la otra. Sobre las desgastadas baldosas hidráulicas yacían mis dos trenzas, brillantes, gruesas, de un color cobrizo con múltiples reflejos.


Aquel día de verano sentí que la infancia comenzaba a alejarse de mí.

domingo, 23 de octubre de 2011

De tardes de verano, de perros, pájaros y serpientes.

  

El sol caía a plomo en aquella tranquila tarde de agosto. En la calle no se oía ni una mosca y yo dormía la siesta con la ventana abierta de par en par y la persiana bajada. No corría una pizca de aire, aunque de vez en cuando llegaba alguna racha de poniente que hacía aún más insoportable el ambiente. Estiré las piernas en la cama buscando una zona de frescor en algún rincón de las sábanas. Todo habría seguido siendo perfecto si la puerta de la habitación no se hubiera abierto de repente.
- Mamáaa, levántate. Tienes que acompañarnos.
Lo había olvidado por completo. Mi hija y sus amigas habían quedado para ir a tomar el baño a una cercana casa de campo a la que habían sido invitadas días atrás.
- Pero si es muy pronto- protesté pataleando como una cría caprichosa- A estas horas sales a la calle y te mueres de calor.
Mis pataleos no sirvieron para nada, así que diez minutos después estábamos bajo el sol abrasador. Ellas, con los bañadores, las toallas y la mejor de sus sonrisas puestas; yo, con el mal humor que suele causar una siesta interrumpida. Por las calles del pueblo no encontramos a nadie, y no era extraño, ya que el termómetro de la plaza superaba los cuarenta grados.
Pronto dejamos el pueblo atrás, y el polvo acumulado en el camino me recordó que no había llovido en todo el verano. Pasamos junto al antiguo lavadero buscando la más leve de las sombras, y a continuación, tomamos el camino que conducía a la finca. El interfono se hallaba curiosamente en una pequeña caseta situada al menos a trescientos metros de la puerta corrediza de entrada. Y no digo esto por hacer una descripción aún más detallada, sino por el hecho de que desde el momento que te abrían la puerta, tenías que salir corriendo por el camino para llegar a tiempo y no encontrarla de nuevo cerrada. Y esa carrera, claro está, se producía a las cinco de la tarde, en agosto y con una temperatura subsahariana.
Llegamos a la casa echando el higadillo, y nos recibió una alborozada Lola, la perra de cuatro meses que durante las pasadas Pascuas habíamos encontrado abandonada junto a un contenedor de basura. Aquel pequeño cachorro muerto de hambre y aterido de frío, estaba allí junto a nosotras, dando brincos de alegría, yendo y viniendo en locos y atropellados sprints.
Mientras yo hablaba con los dueños de la casa, las niñas salieron a curiosearlo todo con la agitación propia de quien ha conseguido lo que quería. Las encontré junto a las jaulas de los pájaros, situadas en un rincón, en un pequeño huerto de almendros y olivos. De repente, dí un paso atrás. En una de las jaulas había una gran serpiente que se retorcía con dificultad.
- Mirad -dije- hasta tienen una serpiente enjaulada.
Mientras yo hablaba alegremente, el animal trataba de salir de aquella estrecha prisión. Las niñas se habían quedado extasiadas viendo cómo el reptil hacía las mil maravillas tratando de escapar.
- Son un poco brutos aquí ¿eh? – dijo de pronto una de las niñas-
-¿Por qué? -inquirí- ¿no ves que les gustan los animales. Hay perros, pájaros, perdices… ¿por qué no pueden tener una serpiente?
- ¿Hasta el punto de darles de comer los propios pájaros?
Miré hacia la jaula y sentí una repentina inquietud. Era cierto. Dos o tres pajarillos yacían junto a la serpiente con las cabezas arrancadas y los pequeños cuerpos ensangrentados.
-Corred- dije a las niñas-, preguntadle a Carmen si por casualidad tiene alguna serpiente enjaulada.
Era un pregunta estúpida, lo reconozco y, por lo tanto, la respuesta fue inmediata. El hombre de la casa apareció por el camino armado con un palo de azada; detrás, las niñas chillando como poseídas y, cómo no, lola, que estaba disfrutando como el cachorro que era, en aquel caos imprevisto.
Efectivamente, la serpiente había acabado con la vida de cuatro pajarillos. Uno de ellos lo había engullido de una pieza, y de los otros había dejado restos sanguinolentos aquí y allá. El hombre comenzó a darle palazos al animal, mientras yo, como una histérica, gritaba.
- No la mates, no la mates!
A pesar de la masacre que había acabado de cometer aquel resbaladizo reptil, no dejaba de ser desagradable ver cómo moría apaleado.
El hombre cesó en sus golpes. El animal estaba ya moribundo. Lo cogió con el palo y lo sacó de los límites de la finca.
-Si puede sobrevivir, ya es cosa suya. – dijo-
Aquella tarde de verano, ardiente, hermosa, tranquila, se había roto en mil pedazos. La vida, la muerte y la supervivencia se habían concentrado a cuarenta grados a la sombra. Las niñas, con los ojos abiertos como soles, habían perdido su alegría. Pensé que era urgente romper el encantamiento, recuperar la sonrisa, regresar a la tarde plácida y feliz.
Venga- dije tratando de recuperar mi propio ánimo-,  a ver quien llega antes a la piscina.
Y, cómo no, la primera que llegó a la piscina fue Lola.

Pesadilla en el autobús

 

Levantarse a las seis de la mañana debería estar prohibido por alguna constitución supranacional. A esa temprana hora es de noche, hace frío y el cuerpo se resiste a abandonar el suave abrazo de la funda nórdica.
Pero no. No está prohibido sino todo lo contrario. Forma parte de esta espantosa forma de vivir que nos obliga a estar doblando ropa a las doce de la noche y cepillándonos los dientes muy pocas horas después. Aquel día no fue una excepción. Con los ojos aún llenos de legañas, me calenté el café con leche, me duché, intenté recomponer de forma armónica mi rebelde cabello, cogí el bolso y la chaqueta,y salí a la calle. Las farolas aún estaban encendidas.
En la parada del autobús esperaban los de siempre. Un par de estudiantes con ojeras que les llegaban hasta mitad de sus mejillas, una mujer de mediana edad abrazada a su bolso como si éste fuera un bote salvavidas, un joven ejecutivo lustroso y repeinado, y dos mujeres latinas que, además del sueño interrumpido, llevaban escrita la añoranza en sus oscuras miradas.
Ahí llegaba el autobús, cruzando la avenida en dirección a nosotros. Rebusqué en el bolso. ¡Mierda! había olvidado el bonobús y ahora tendría que sacar el maldito billete disuasorio que andaba ya por el euro y pico. Tomé asiento donde siempre, hacia el fondo y junto a la ventanilla. ¿Por qué no amanecía de una vez? El vehículo volvió a la avenida y fue recogiendo a los pasajeros habituales en cada parada. El trayecto se me estaba haciendo interminable: semáforo en rojo, nueva parada, semáforo… Una vez pasada la rotonda de Benicalap, se detuvo junto al hospital universitario. Era éste el lugar donde se detenía más tiempo. Habitualmente, el chofer bajaba a la acera y estiraba las piernas mientras que los pasajeros, quizá pensando que podían haberse quedado cinco minutos más entre las sábanas, consultaban impacientes la hora en sus relojes y en sus móviles.
Esta vez la pausa duró apenas dos o tres minutos. El autobús se puso en marcha y, para desconcierto de todos, se saltó el primer semáforo en rojo que encontró en su camino. “Menos mal- pensé- sólo quedan diez minutos de trayecto para mi destino”. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el cristal.
El autobus debía dar la vuelta a la izquierda al llegar al cruce, luego cruzar el río y detenerse junto al colegio de los jesuitas. pero en lugar de eso, dió un violento giro a la derecha, emprendiendo una loca carrera en la que no había stops, paradas ni pausas. Mientras el vehículo quemaba ruedas como un bólido, dentro, la gente gritaba y trataba de sujetarse de cualquier forma. Furiosa, me levanté del asiento y avancé como si anduviese por una patera en plena tormenta.
- ¿Qué hace- grité- ¿adónde vamos? ésta no es la ruta.
En un primer momento no dijo nada, pero pude ver sus manos. Apenas tenían una capa de piel sobre los huesos y eran blancas como la niebla.
-¿Adónde vamos?- volví a gritar presa del pánico-
Su rostro se volvió y quedé horrorizada. Aquel ser -no podía llamarse de otra manera- no tenía ojos, y desde sus cuencas vacías brotaba un fluido viscoso que se deslizaba lentamente hasta su boca.
- Al infierno- chilló- ¡Vais todos al infierno!
Desperté y sentí que mi corazón latía por todas partes. Mi pijama estaba empapado de sudor y apenas podía respirar. Miré el móvil. Eran las seis y media. Me preparé el café aún con un nudo en el estómago, me duché, intenté recomponer de forma armónica mi cabello tan rebelde, cogí el bolso y la chaqueta, y salí a la calle. Las farolas aún estaban encendidas.
Llegué a la parada y pasé lista mentalmente. Allí estaban todos, con los rostros aturdidos por el sueño, dispuestos a irse al infierno.
Ví venir el 90, mi autobús, y un leve temblor recorrió mis piernas. Quizás llegara un poco más tarde, pero esa mañana decidí que no me vendría nada mal darme un largo paseo.

La última carcajada

 

La muerte da siempre la última carcajada. Una carcajada cruel e intensa que borra de un zarpazo cualquier amago de sonrisa, cualquier intento de esperanza.
Ayer, a las seis menos cuarto de la tarde, dimos un último adiós a nuestra prima. Fue en un pequeño cementerio situado en un pueblo tranquilo del mediterraneo. Hacía frío y el aire estaba saturado de dolor. Hacía apenas mes y medio los hijos enterraban a su padre, una muerte anunciada tras años de silencioso padecimiento. Pero esta vez no. Esta vez la muerte había dado un golpe bajo y rastrero, miserable. Mi prima, una mujer alta, de dulces ojos azules y rostro bondadoso, se fue a dormir para no despertar. Se había pasado la vida entera cuidando a unos y a otros: padres, suegros, hijos, esposo… y ahora le tocaba vivir a ella, dejar atras su pequeño patio salpìcado de geranios y hiedra, y sentir que por fin era su momento. Un tiempo para ver atardecer bajo los olmos en el cercano caserío donde tenía una vieja casa pintada de rojo. Un tiempo para pasear entre los campos de olivos. Un tiempo para jugar con los nietos, sentarse en la calle, hablar con los vecinos. Se lo había ganado a pulso.
Pero no. Apenas pudo disfrurtar de esa libertad recuperada. Se fue en silencio como una bella durmiente sin principe posible, sin beso resucitador.
Una luna casi llena se colaba entre los cipreses mientras dejábamos atrás el cementerio y volvíamos al pueblo. El silencio era más elocuente que todas las palabras del mundo. Estábamos triste, pero sobre todo, enrabiados. Hacía frío, un frío seco de otoño que se colaba a través de los abrigos. Y desde algún lugar del valle llegaba el eco de la carcajada, una carcajada amarga, devastadora, capaz de aniquilar la más leve de las esperanzas.
Que la paz que ella supo dar a todos, la acompañe para siempre.

Marcelo


La relación no comenzó bien. En aquel verano ardiente de días interminables, la adrenalina estaba a flor de piel y los nervios se perdían con más facilidad que las llaves.
Aquella mañana él estaba tumbado sobre la cama con una mirada indolente. No sé ni cuando había entrado a casa. Era muy tarde y mi tren salía en apenas media hora. Le dije con firmeza que se fuera, pero hizo caso omiso.
Furiosa, encendí la luz de la habitación, abrí la ventana de par en par y me planté en jarras frente a él.
- Venga, vete – le dije- tengo que cerrar la casa.
Pero no hizo ningún movimiento.
Auello ya me sacó de mis casillas. El sudor corría por mi espalda como si brotara de un manantial inagotable. Pero yo estaba agotada y tenía mucha prisa. Alcé la voz una vez más.
- Vete.
Por fin saltó de la cama como una gacela y me plató cara. Ví la violencia reflejada en sus extraños ojos verdes.
Todo fue muy rápido. Yo hice ademán de darle una patada, pero él se me adelantó. Su agresión me dejó desconcertada, aterrada. Vi que la sangre corría por mi piel y pude escuchar mi propia respiración entrecortada.
- lárgate de una vez- repetí entre lágrimas.
Pero no eran lágrimas de dolor sino de rabia.
Pasaron los meses, y a pesar de todo, él siguió viniendo a casa. Contra todo pronóstico, aquel agresivo comienzo no tuvo continuidad. Poco a poco, el entendimiento se fue abriendo camino en el que yo creía un abismo para el que no había puente posible.
Llegó un momento en el que nos entendíamos con sólo mirarnos, y un día de principios de otoño surgieron las primeras caricias, los juegos y las risas.
Los días se hicieron más cortos y por las mañanas soplaba una brisa fresca que animaba a tirarse sobre los hombros una rebeca de algodón. Las hojas comenzaban a caer de los árboles y la gravilla de los parques se cubrió de una alfombra de tonos ocres y amarillos
Aquell mañana gris yo estaba dándome los últimos retoques frente al espejo del cuarto de baño. Un poco de colorete, rimmel ¿dónde? si ya apenas tenía pestañas. Escuché un ruido cerca de mí. Me volví a mirar y allí estaba él, junto a la puerta, esperando no se qué.
No lo había oído entrar, pero sin duda había vuelto a dejarme la puerta abierta.
- Tengo prisa – le dije esta vez sonriendo- pierdo el tren.
No dijo nada y siguió esperando junto a la puerta.
Salí del cuarto de baño, apagué la luz, busqué el bolso, me cercioré de si llevaba las llaves y el móvil y salí a la calle cerrando de un portazo. Ví que él me seguía con pasos cortos.
- ¿Me acompañas?
Llegamos a la estación con apenas cinco minutos de tiempo. La gente iba y venía con tal ansiedad como si en ello le fuera la vida. Mi tren llegó a su hora, abarrotado como siempre.
Antes de subir me volví hacia él y le dirigí una mirada que quería decirlo todo, pero no se si llegó a enterderme.
Aquel gato enorme de pelaje atigrado me había ganado el corazón.

No es país para viejos

 

Ni de coña. Victor de la Peña había cumplido los 55 años hacía dos meses. Su hijo había emigrado a Bruselas y tenía un buen trabajo en una empresa informática. Su mujer, Daría, había emigrado al otro mundo tras una espantosa y cruel enfermedad. Estaba solo como una fruta nacida a destiempo y nadie iba a obligarle a seguir trabajando hasta los 67 años. ¿Sobre qué sueños? ¿Para qué realidades? Seguir trabajando con el lumbago crónico, la hernia de hiato jodiendo a toda hora y un principio de artrosis en las rodillas, no era el plan que él había pensado para su vejez. “Este no es país para viejos”- pensó mientras hacía la maleta. Tenía algunos ahorros y una pequeña casa de campo perdida en la montaña. Con dos gallinas, dos conejos y algunas semillas saldría adelante. Nadie le iba a quitar el derecho de ver atardecer a la sombra de un pino piñonero. Nadie tampoco podría obligarle a trabajar ocho horas bajo la fría luz de neón cuando la muerte estaba ya a un tiro de piedra.
Sonrió Victor como un niño pequeño a punto de hacer una travesura. ¿Acaso un pobre vendedor ambulante no había conseguido con su inmolación levantar en rebeldía a todos los pueblos árabes? ¿Acaso era necesario aceptar que éste o aquel -qué importa quién- intentase romper nuestros legítimos sueños?
Llamó al trabajo y dijo tajantemente que no volvía más, que no quería morir repasando aburridos informes, que se fueran a tomar viento, que él tenía una casita en el monte, pequeña, como de cuento, donde pensaba que aún podía ser feliz. Cuando salió con su pequeña maleta de su casa y dió la vuelta a la llave se sintió el hombre más libre del mundo.

Chicos de mi barrio


Me apeé del autobús en la avenida de Burjasot, en la parada que estaba frente a la tienda de muebles de saldo. Avancé por la calle casi desierta abrazada a mi carpeta y llegué al paseo. Eran apenas las ocho y media pero parecía media noche. Eso es lo malo del invierno,  en aquellas tardes tan cortas te sorprendía la puesta de sol tomando el café de media tarde. La última clase había sido interesante, aunque yo había desconectado varias veces. ¿El Hombre, lobo para el Hombre o el hombre, bueno por naturaleza?-, había preguntado el profesor-. Nunca había sido extremista, así es que pensé, aunque no lo dije, que ni una cosa ni la otra. Los listillos de la clase habían defendido a capa y espada sus ideas frente al envarado catedrático de derecho natural. Yo intenté disimular un interminable bostezo durante toda la clase: personas buenas y malas siempre las había habido, no había por qué darle más vueltas.

Llegué al paseo- había dicho- y nada más llegar vi el seiscientos blanco de Juan aparcado junto a la acera. Eso quería decir que mi grupo no andaba lejos. Era jueves, día que solíamos ir a cantar con los chicos que hacían rehabilitación en el hospital, pero esperaba de corazón que todavía no se hubieran ido. En aquellos días, el barrio, a partir de ciertas horas, no era el lugar más seguro y, sobre todo, el mejor iluminado.
Y no es porque el paseo no tuviera farolas, pero un porcentaje muy alto de las mismas había perdido su luz a causa de las pedradas de vándalos incontrolados que habían convertido aquel paseo de jóvenes palmeras en su campo de batalla. Lo mismo ocurría con los bancos, de granito blanco, alguno de los cuales había sido partido por la mitad. Y Dios sabría con que increíbles utensilios. Pero lo que rompía de verdad el corazón en cien pedazos, lo que alarmaba más que la semipenumbra y el vandalismo, era descubrir de vez en cuando, alguna palmera quemada, negra como el carbón, todavía vacilante. Eso sí me hacía hervir la sangre en medio de aquel paisaje urbano de esperpento.
Faltaba poco para fin de año y la humedad de aquellos días de principios de invierno de 1975, atravesaba cualquier prenda de abrigo y calaba hasta los huesos. Franco llevaba ya algún tiempo intentando morir, pero seguramente alguien estaba interesado en alargar la agonía del dictador. La incertidumbre del futuro se presentía como una tormenta lejana precedida por un viento huracanado. Avancé por el paseo con paso firme, no porque sintiera ni una pizca de aplomo sino porque el sonido de mis pisadas sobre el cemento cuarteado me hacía sentir más valerosa. Efectivamente, no tardé en comprobar que mi grupo se había ido, y que sólo quedaban, al refugio de una escuálida palmera desconchada, tres o cuatro chavales de esos que la sociedad descarta en cuanto cumplen trece o catorce años: el Jesús, el Manolo, el rubio, Morena. Fumaban Dios sabe qué y hablaban en voz muy baja. Yo me acerqué a ellos. Llevaba el portafolios pegado literalmente a las tetas.
-¿ Habéis visto a la gente de mi grupo?
Me miraron sin interés. Para ellos era una de aquellas tontarronas que iba a la iglesia a cantar canciones en latín y se distraía al volver de clase entreteniendo a los magullados que permanecían en el hospital.
- Hace rato que se han ido- me dijo uno de ellos con voz ronca-.
Eran niños, pero la vida les había regalado una prematura voz de hombre.
- Bueno, pues me voy para allá - dije sin mucho convencimiento-.
Vi que hablaban unos segundos entre sí y uno de ellos me agarró del brazo.
- Ni se te ocurra ir sola por ahí. El paseo está lleno de chaperos y violadores.
Exageraban siempre. Pero no era menos cierto que aquel paseo hecho trizas era el lugar perfecto para una emboscada terrible. Los chaperos hacían su trabajo junto al parque, ocultos bajo las largas ramas de los eucaliptos. En los violadores. si es que había alguno, no quería ni pensar.
- Te acompañamos.
Y con aquel cortejo de delincuentes juveniles que apenas habían robado unos cuantos radio-casetes y alguna que otra mobylette, me sentía increíblemente segura. Solían acompañarme hasta la misma puerta del edificio de rehabilitación y apenas si me dirigían la palabra. Planeaban, con ilusión casi infantil, los próximos hurtos, y hablaban de los barrios dónde era más fácil abrir un coche, y de los coches que presentaban menos dificultades a la hora de ser desvalijados.
Con el tiempo, supe que algunos de aquellos chicos de barrio habían retomado el camino recto. Posiblemente habían conocido buenas chicas que les habían leído la cartilla y les habían hecho pasar por el altar, ya que por aquellos tiempos no se podía pasar por otro lugar para llegar a la cama. Sin embargo, otros – y aún tengo sus rostros en el recuerdo-, acabaron mal, se dejaron embaucar por el abrazo dulce de la droga, y cayeron, como por un tobogán grasiento, hacia el abismo del Sida. Alguno llegó, incluso, al crimen, a la locura de la amenaza y de la violencia.
Tantos años después me pregunto si todo aquello pudo ser de otra manera, pero no encuentro respuestas. Las palmeras, ahora, están bien cuidadas. Las farolas alumbran y los niños corretean y juegan por un paseo transitado por ancianas que hablan de sus recuerdos y jóvenes que apuestan por recorrer la ciudad en bicicleta.
¿El Hombre, lobo para el hombre o bueno por naturaleza? Supongo qué según qué días, a qué horas y en qué circunstancias.

sábado, 22 de octubre de 2011

La voz

 

Oía voces desde hacia un tiempo. Y esa voz siempre pronunciaba la misma palabra, “ma-má”. Cuando mis hijos, de buena mañana, se iban al instituto y la casa se quedaba en silencio, no tardaba mucho en oir débilmente esa extraña voz que parecía surgida de algún otro e incierto mundo. A veces, me asustaba tanto que cogía el bolso, la chaqueta, y me iba a dar una vuelta sin saber muy bien adónde ir.
Aquella tarde llovía a cántaros. Unas gotas enormes, como monedas de dos euros, había sido el aviso de lo que luego pasó a ser una densa cortina de agua. Fue entonces cuando lo escuché otra vez, ma-maa. Se oía claramente, o al menos eso creía yo. Sentí un escalofrío y unas ganas tremendas de salir de casa. Cogí el paraguas y me fui a la calle sintiendo una gran debilidad en las piernas. Aún eran las cuatro y media y mi hija no salía del colegio hasta las cinco. Las calles tenían todavía la tranquilidad del mediodía, pero esa soledad urbana me reconfortaba. Las gotas de lluvia caían del paraguas y se deslizaban por mi frente hasta mis labios. Cuando llegué al colegio jadeaba como si acabara de subir una descomunal montaña.
- Estás pálida -me dijo otra mamá sonriendo- cualquiera diría que has visto un fantasma.
- No -contesté respirando con dificultad- no lo he visto, pero creo que lo he oído.
Me miró con los ojos abiertos como canicas cristalinas. Y antes de que pudiese decir nada, se lo conté todo, de pe a pa. Advertí en su mirada un destello de desconfianza, de incredulidad. Yo era consciente en aquel momento de que me estaba exponiendo al más severo de los ridículos, pero no me importaba.
- Tengo un vecino – me dijo tras un buen rato de silencio- que es vidente. Si quieres ir, no pierdes nada.
Nada. estaba perdiendo la cabeza, la calma, la paz interior. Si aquellas voces seguían susurrando junto a mi oído, perdería todo lo que había conseguido en la vida. Me alejarían de mi familia. Dios sabe si quizás me encerrarían en un siniestro tugurio. Mi futuro se haría oscuro y sucio como un tubo de escape.
- Vamos en cuanto salgan las niñas -le dije resuelta- es cierto que no pierdo nada.
- Veinte euros – me aclaró sonriendo- es lo que cobra.
La sala de espera era pequeña y cuadrada. Tenía una ventana alargada que daba al patio de luces del que llegaba todo tipo de sonidos y olores. En aquella reducida habitación había unas cuantas sillas y un viejo sofá del año de Maricastaña. Sobre mi cabeza colgaba una descolorida lámina del nacimiento de Venus, y junto a ella, se extendía un gran lienzo de matices amanerados, que reflejaba un utópico paisaje en el que esbeltos ciervos y desproporcionadas ardillas compartían un verde prado junto a un riachuelo.
Me tocó el turno. Pasé, no sin cierta repugnancia, a un saloncito mucho más pequeño. La persiana estaba bajada y la escasa luz que iluminaba la estancia provenía de una lámpara instalada sobre un velador.
El hombre que tenía frente a mí no parecía un curandero ni persona capaz de presagiar lo venidero o descubrir el pasado. Me recibió vestido con vaqueros y una camiseta negra con un gran letrero en inglés acabado en un gigantesco interrogante. Cuando me tomó las manos sentí que una extraña energía recorría todo mi cuerpo como una corriente eléctrica. Después, pasó las manos sobre mi cabello, sin tocarlo apenas, sobre mis brazos desnudos y al fin, volvió a detenerse en mis manos. Tenía los ojos cerrados.
- Tuviste una pérdida – su voz había cambiado y se había hecho aguda como la de un niño-
- Perdí un hijo – dije notando que mi voz iba desapareciendo a medida que hablaba- bueno, en realidad no llegó a nacer…
- Murió durante el embarazo ¿no es así?
Asentí con la cabeza. Era incapaz de hablar.
- Y la voz que escuchas, te llama…
Seguía con los ojos cerrados.
- Puedo oírla claramente. Me dice mamá, pero distanciando las sílabas y alargando la última a. ma-máa.
Se alejó de mí y se apoyó en la pared, como si temiera perder el equilibrio.
- Para mí está claro lo que está sucediendo- dijo con una media sonrisa- aquel hijo que no llegó a nacer es quien la llama desde algún lugar cercano. No sé por qué, pero se resiste a ir hacia la luz. Quiere seguir con usted.
A mi pesar, comencé a temblar como una hoja caída y vapuleada por el viento.
- ¿ Pero qué es lo que quiere?
Aquel hombre me cogió de los hombros con tal fuerza que pensé iba a arrugarme como un acordeón.
- Lo que quieren todos los niños – su voz era muy suave- una caricia, que le lean un cuento, incluso que le den una regañina…
Comencé a sentirme mal. Un sudor frío cubría mi frente y se quedaba sobre mi piel produciéndome una incómoda sensación
- ¿Y qué puedo hacer yo?
El hombre de vaqueros y camiseta negra se acercó a una estantería y sacó un viejo libro en el que había múltiples anotaciones a mano.
- Cuando escuche su voz, tiene que decirle que se vaya, que se agarre al carro de una estrella fugaz, y marche hacia un lugar mejor que éste.
Lugares mejores que éste seguro que había a miles, pero no sabía si el dueño de aquella vocecilla era muy obediente o un rebelde sin causa. No muy convencida, pague los veinte euros de la consulta y salí a la calle acompañada de Sonia, la otra mamá, que me miraba en silencio. Seguía lloviendo pero no abrí el paraguas.
- Necesito un café.- dije- o algo más fuerte
Capítulo II
La explicación que mi médico de cabecera me dio al día siguiente fue bastante diferente, pero no menos angustiosa. Después de leer mi historial médico durante un buen rato, me habló con voz tranquilizadora.
- Sin duda- dijo mientras se repantigaba en su silla- sufre usted un trauma no asumido. A veces pensamos que hemos superado la cosas, pero no es así. Es bueno hablar de nuestras tragedias, sacar todo ese dolor que llevamos dentro y que puede manifestarse en cualquier momento y de cualquier forma. De todas formas- añadió- si sigue escuchando esas voces…
- ¿Me estoy volviendo loca? – pregunté sin rodeos-
- Yo no diría tanto. Haríamos alguna prueba antes de dar un diagnóstico. Quizás se trate de un leve brote de esquizofrenia. ¿tiene antecedentes familiares?
Salí de la consulta aterrada. Estaba perdiendo la cabeza. Me volvía majareta sin remedio. Quién sabía si dentro de poco las voces que escuchaba en mi cabeza irían incrementándose hasta obligarme a hacer cosas horribles e indeseables.
Volví a casa muy despacio, abriéndome paso entre patinadores kamikazes y paseantes de perros. Sin darme cuenta, me metí en el carril bici y casi se me llevan por delante. Pasé a la acera de enfrente donde las ramas de los eucaliptos me golpeaban la frente a cada paso que daba. Iba remoloneando, haciendo tiempo. Estaba segura de que las voces seguían allí, esperándome detrás de la puerta, dispuesta a torturarme aún más.
Fue mi hija la que abrió la puerta mientras yo buscaba las llaves en un bolso atestado. Por lo visto mi rostro hablaba por sí mismo.
- -Estás enferma, mama.
- No-mentí- ¿por qué había de estarlo?
- Porque tienes carusina.
Era lo que yo solía decirle a ella cuando, de pequeña, se ponía enferma. Esa palabra recuperada del pasado me hizo sonreír.
- No me pasa nada -volví a mentir-
- Mamá…
- Vale sí- reconocí- a veces creo escuchar voces que no existen -dudé antes de continuar, pero seguí confesando- Escucho una voz que me llama mamá.
Sus ojos, habitualmente como platos, se abrieron como ensaladeras..
- ¿Estas pirada, mama?
No lo podía haber dicho más claro.
- No digas eso – le respondí airada- Estoy cansada, muy cansada. El médico me ha dicho que hoy no haga nada, que me tumbe en el sofá y pase de todo ¿qué te parece?
Mi intento de quitarle leña al fuego había sido en vano.
- Mamá…
- Y ahora déjame descansar. Si algo necesito, es silencio.
- Pero mamá.
- Déjame un poquito en paz. Tengo muchos problemas y ninguna gana de afrontarlos. Te hago la cena y me acuesto.
- ¡Mamá!
- Qué! -chillé yo también y al instante me arrepentí de haberlo hecho.
- Que nuestro gato, Botines, habla.
“Dios”- pensé atribulada- mi enfermedad es contagiosa.
- ¿Qué dices?
- Que habla. ¿Nunca te has fijado? A veces dice miau, otras, mau, y cuando tiene hambre dice ma-maa.
No me lo podía creer, pero una sensación de alivio crecía dentro de mí como una de esas pelotas gástricas que te introducen en el estómago y te ayudan a adelgazar.
- Es eso cierto o me estás tomando el pelo?
- Es verdad. No sé como no te habías dado cuenta…
Corrí hacia el teléfono como si en la casa se hubiera prendido fuego. Tenía una cita con mi médico al día siguiente a las diez en punto. Me habían hecho un hueco en su agenda dado mi estado de ansiedad.
- Don Julián – dije muy alterada- soy Marisa, la que oye voces -añadí en un susurro-
Su voz sonó extremadamente tranquila.
- ¿Se encuentra bien?
- Perfectamente. Ya he descubierto el misterio de las voces…
Dígame.
- Es el gato, doctor. Mi gato habla y me llama mamá cuando tiene hambre.
Se hizo un silencio más largo de lo que yo hubiera deseado.
- Véngase esta misma tarde a la consulta.- me dijo- quizás esté usted un poco peor de lo que yo había valorado en un principio.
Pero no fui.
De todo eso han pasado ya dos años. Botines, el gato parlante, murió tras una breve enfermedad y una larga agonía. Pero esta mañana, mientras preparaba la comida, he escuchado claramente una voz que me llamaba.
- Ma.maa.

El cuarto de la plancha

 

La apariencia no le importaba. Nunca había sido alta ni guapa ni rubia. Así que, convencida de que la naturaleza tenía una no comprobada tendencia en ser justa, pensó que probablemente era inteligente. pero tampoco fué así. En el colegio se atascaba con las matemáticas y la gimnasia. En cuanto venía venir el balón hacia ella, corría en dirección contraria como si la persiguiera un lobo por el bosque. Lo intentó con la música pero cuando un día se puso a tocar la flauta entre clase y clase, la echaron del aula y le confiscaron el instrumento hasta final de curso. Ella era pequeña e inocente, y alguien le había enseñado a creer en Dios y en unos ángeles, cuatro en concreto, que cuidaban las cuatro esquinas de su cama. Y pensaba a menudo que, probablemente, algún día Dios sería justo y le concedería un don. Pero los días pasaban, los demás despuntaban en unas y otras cosas y ella seguía siendo tan anodina como siempre, incluso a veces pensaba que era transparente dada la poca respuesta que obtenía de los demás.
Hasta aquel día. Hasta aquella gris y húmeda tarde de mayo en que había sido castigada por negarse a comer aquel pastoso puré de verduras. Hacía apenas dos días que había cumplido doce años y la rebeldía propia de la incipiente adolescencia comenzaba a despertar al igual que su cuerpo, lentamente pero imparable. Estaba sentada en una silleta de playa en el cuarto de la plancha, leyendo una historia sobre princesas y centauros que debía resumir en apenas quince líneas.. “Es un rollo patatero”- le había chillado a Candela- pero ésta había cerrado la puerta lentamente no sin antes avisarle de que más tarde le haría algunas preguntas sobre el contenido del libro.
Leía en voz alta: la princesa tenía una cabellera tan larga que casi llegaba a sus tobillos, llevaba un vestido plateado y una diadema adornada de piedras preciosas.. Entonces la vió. Fue la primera vez pero no la última. Estaba en una esquina de la habitación, pegada a la pared como si no quisiera dejarse ver. Tenía los ojos muy claros y una cabellera que casi le llegaba a la cintura. La niña dejó caer el libro y salió corriendo de la habitación en dirección al comedor donde su tía hacía como que leía una revista de moda.
- En la habitacxión de la plancha hay alguien.
- Sin duda. Tú, cariño.
- Alguien más que yo.
La psicóloga del colegio ya la había advertido de que estas cosas podrían pasarle. A esa edad de inseguridades y cambios, las niñas sólo querían llamar la atención y eran capaces de inventarse cualquier cosa para despertar el interés de los demás, y más en las singulares circunstancias de la niña. Así que intentó no perder la calma, respiró despacio y, sobre todo, se imaginó que estaba en otro momento y en otro lugar.
- ¿Y quien está allí contigo, si puede saberse?-
- Una mujer, joven, con el pelo largo. Esta pegada a la pared y no hace más que mirarme. Parece un fantasma- añadió en voz muy baja.
Candela sintió un escalofrío por todo el cuerpo y tomó un sorbo de la copa que tenía frente a ella.
.-Tienes una maravillosa imaginacion ¿Por qué no escribes esa historia y la llevas al colegio?
La niña dudó.
- ¿Puedo escribir aquí?
- Si te comes el puré de verduras. Está en la nevera. No pienso hacerte otra cena.
Una arcada subió hasta su garganta, desafiando la gravedad, con un sabor agrio y repugnante.
- Me lo comeré, te lo prometo.
Carmen se sentó en la mesa del comedor y comenzó a escribir. Candela la miró de reojo mientras miraba en la revista las fotos de la boda del principe Guillermo de Inglaterra. Ni de coña iba a dejar que la niña llevara la redacción al colegio. Sólo faltaba que aquella estirada profesora de lengua castellana llegara a pensar que la niña veía fantasmas en el cuarto de la plancha. Y no estaba dispuesta a otro cambio de colegio. Aquel era el segundo, una migración obligatoria forzada por la desbordada imaginación de aquella chiquilla que, como más de una vez le habían dicho, vivía en un mundo oscuro y propio.
-Ya la he terminado ¿puedo cenar?
-Si te comes el puré, te daré un petit de fresa.
Al día siguiente, ambas se durmieron. Probablemente el despertador sonó con puntualidad mecánica, pero ninguna de ellas abandonó el mundo de los sueños para abrir los ojos al nuevo día. Sobre las ocho y media Carmen se despertó de un brinco. Rayos de sol salpicados de motas diminutas de polvo entraban por las rendijas de la persiana.
- ¡ Que llego tarde!
Candela se dió la vuelta en la cama como un gato perezoso. Sin abrir los ojos, le dijo.
- Ve tú. Tienes la tropa preparada y hay cereales en la cocina.
Carmen vió la botella de ginebra sobre la mesita y después contempló la mirada perdida de la mujer, su rostro hinchado,las ojeras que rodeaban sus ojos semicerrados. Cogió su ropa y fue a ducharse.
A media mañana, Candela comprobó con horror que la niña había entregado la redacción a la profesora que se creía la madre de todas las niñas. No tardaría mucho en llegarle la circular de dirección citándola en el colegio. No pasaría mucho tiempo antes de escuchar que la niña debía ir a un psicólogo particular, que ver visiones no era normal ni a esa ni a ninguna edad. Y este aviso le molestaría aún más que el de la existencia de piojos en las aulas, que llegaba cada primavera con pertinaz insistencia.
- ¿Por qué has entregado la redacción?
-¿Por qué no? Tú me dijiste que la escribiera.
- ¿Y qué decías?
- Cosas mías.
- Te tomarán por loca si escribes de gente que se aparece. Recuerda lo que te digo. Y ahora déjame en paz y vete al cuarto de la plancha
-Ya me iba.
El cuarto de la plancha olía a almidón y a cloro. Era un olor dulce y limpio que lo impregnaba todo. En un cesto de mimbre, junto a la ventana, la ropa recién planchada y bien plegada esperaba para ser guardada. Dos días a la semana venía Gloría, una chica que mandaba el Ayuntamiento para poner la casa en orden y hacer la plancha. Carmen se sentó en la vieja mesa de madera. Tenía que hacer cuatro raices cuadradas y una lámina de dibujo, pero no le apetecía. Miró por la ventana. Le gustaba aquella vista del parque. Los árboles , que en un principio habían sido raquíticos y espigados, habían crecido, y ahora casi tapaban la fuente. Junto a un macizo de rosas blancas, había dos columpios y un tobogán donde, a aquellas horas de la tarde, algunos niños jugaban vigilados por sus madres.
Notó su presencia antes de mirar. Allí estaba, otra vez. aquella mujer de clara mirada y largos cabellos. Pero esta vez Carmen no se asustó. Vió ternura en sus ojos y cómo sus manos temblaban. Parecía que quería decirle algo pero de sus labios no salían palabras ni sonido alguno. Carmen cogió el lápiz de dibujo y garabateó con letra temblorosa: escribe, escribe, escribe. Cuando levantó la vista, la mujer había desaparecido. Carmen salió corriendo en dirección a la sala de estar donde Candela dormitaba en el sofá. La niña le tiró una suave manta de algodón sobre las piernas y volvió de puntillas al cuarto de plancha. Y comenzó a escribir. De las tardes de verano, de su tía y su botella de ginebra, de los niños que jugaban en el parque, del olor de la ropa recién planchada, de la leche caliente de las mañanas, de las cenas en soledad.
Al día siguiente la castigaron sin recreo por no haber entregado los deberes de matemáticas. Sin embargo, y en ese mismo instante, la profesora de lengua lloraba en un rincón de la sala de profesores mientras leía la redacción de Carmen.
-¿ Te pasa algo? – le pregunto el profesor de latin, un adusto hombre de nariz perfecta que si no fuera porque estaba sentado frente al ordenador, hubiera parecido el mismo emperador Justiniano redactando su códice.
- Esta niña, Carmen, cómo escribe… Tengo que hablar con su madre.
. Vive con su tía. Su madre ¿no recuerdas?murió en el parto.
-Dios! Lo había olvidado.

Hacía una hora que Carmen se había acostado y Candela se tomaba la última copa frente al televisor. No lo había hecho bien. Nunca lo había hecho bien, Había dejado que aquella pobre huérfana creciese sintiendo que no servía para nada. No había sabido descubrir sus talentos y ahora aquella envarada profesora de lengua se lo echaba en cara sin ningún recato. Contempló el cuaderno que Carmen había dejado sobre la mesa antes de caer rendida de cansancio. Leyó: Cuando es casi de noche, pero aún no se ven las estrellas, la tía de Alice saca una copa mágica de la alacena que hay junto a la chimenea y empieza a beber y a beber hasta que sus ojos se vuelven de plata. pero sus penas nunca se ahogan porque nadan como jóvenes cisnes en el lago. Un día, estando en el bosque, creyó ver un hada que había muerto muchos años atrás a manos de un terrible oso gris, y aquella mujer de largos cabellos y oscura mirada le gritó entre los árboles ¡rompe la copa! rómpela!…
No habia escrito más pero era suficiente. Era inútil negarlo. No había podido soportarlo. Ni siquiera lo había intentado. Y cuando aquel médico con cara de circunstancias le había puesto el bebé en sus brazos, ella sólo sintió que le habían jodido la vida.
La rabia ahora subía hacia su garganta como un amargo jugo gástrico. No era tarde. Nunca era tarde. Lanzó la botella contra la pared y vio fascinada cómo saltaban los cristales en todas direcciones. Después entró en el cuarto de la plancha y respiró profundamente el olor a jabón de lavanda. Comenzó a planchar. Como doce años atrás.

Diálogos al atardecer


Y mira que le dije a mi hijo que a ver a quien metía en casa. Los amigos hay que saber elegirlos y mirarlos con lupa. Y, aún así, a veces, pasa lo que pasa.
El caso es que, casi sin darnos cuenta, se instaló en nuestro salón. Aquí lo teníamos todos los días, precisamente a la caída la tarde, cuando las ojeras llegan a media mejilla y el cansancio es algo más que una leve y desagradable sensación. 
Hablando a todas horas, enzarzado en diálogos interminables, rompiendo la sana sencillez de nuestras vidas y la austeridad de nuestras palabras. Y no hablaba de cualquier cosa, no. Que si la justicia, que si la injusticia, que si el bien , que si el mal, grandes temas para rincones cotidianos y vidas anónimas. Yo, mientras él disertaba, iba poniendo la mesa para cenar, a ver si así cerraba la boca de una vez.
Pero ni por esas. Hace ya varios días me harté de tanta palabra culta y grité:
- Que la vida no es justa. Mas bien diría que es totalmente injusta. Cuanto más bueno eres, más te…
-Pero mamá… -me interrumpió mi hijo nervioso-, que él sólo cuestiona si seríamos igual de buenos o malos si no existiesen premios o castigos.
Sus ojos todavía reflejaban la inocencia aún no perdida.
Volví a gritar. Estaba cansada.
- ¿Y a mí que más me da el cielo o el infierno? Los que nacimos tontos, tontos moriremos.
Y el caso es que, a pesar de todo, se estaba convirtiendo en uno de la familia. Una noche, después de cenar, se quedó mirándome fijamente desde sus ojos duros como piedras. ¡Estaba echado en el sofá y guardaba silencio! Sentí ganas de echarle una manta de algodón por encima y dejarlo allí, al calor del radiador, hasta el amanecer.
-¿De que nos va a hablar esta tarde el joven barbudo -pregunté-. Estoy harta de que la cena se quede fría.
No tardó mucho en aparecer. Como siempre, con las últimas luces del día, cuando en la calle se encendían las farolas y la gente corría presurosa hacia sus hogares. Aquella tarde de nubes algodonosas y brisa cálida, después de un breve silencio, se puso a hablar del alma. ¡Dios bendito! Apenas puedo recordar lo que decía, pero sí me quedó claro una cosa, que el alma se sentía atrapada en el cuerpo, sumida en un desasosiego que sólo acababa con la muerte y el regreso a un mundo ideal.
- Pues sí- dije en un arranque de atrevimiento- En eso ya estoy más de acuerdo. Mi cuerpo y mi alma hace ya tiempo que cogieron caminos diferentes. Cuando me miro al espejo ya no me reconozco. Sin duda, yo soy más guapa y más joven, tengo el pelo más largo y brillante que esa gorda pecosa que se atreve a mirarme desde el otro lado del espejo. Tienes razón, muchacho. Mi alma se rebela y supongo que encontrará la paz cuando halle la salida definitiva.
Llegó la primavera con tal ímpetu que casi nos tira de espaldas. La luz se hizo más intensa, la tarde más larga, los diálogos llegaban hasta el anochecer. La belleza, la justicia, el alma, el conocimiento, la verdad, la razón, la vida. Un día tras otro, un tema tras otro. Lo cierto es que aquel muchacho de largo cabello rizado cada vez me caía mejor. Sin darme cuenta me fui acostumbrando a sus largas parrafadas y descubrí en él un alma pura, sencilla, inocente, lúcida. Mientras, el sol, como un dios de segunda categoría, se ponía tras las terrazas de los áticos como una enorme naranja incendiada.
Pero aquella tarde de finales de mayo fue distinto. Anochecía y por la puerta semiabierta del balcón entraba el aire perfumado de azahar.
-Bueno -dije-, ¿hoy qué? ¿de qué hablamos?
Mi hijo guardaba los libros en la mochila.
- Se acabó, mamá.
- ¿Cómo que se acabó?
Sonreía de oreja a oreja.
- Y deberías estar contenta, muy contenta -dijo-
Sentí un leve escalofrío.
- Se acabaron los diálogos, mamá. He aprobado filosofía. Ya no tendremos que estar todas las tardes leyendo a Platón.
Juro que aún lo echo de menos.

Catorce años atrás


 

Guardamos secretos. Los escondemos en el fondo de la memoria no para que los demás no los conozcan, sino para no poder recordarlos. Pero un día como otro cualquiera, hoy mismo, un viernes por la tarde, mientras anochece lentamente, los secretos se rebelan y tratar de salir a la leve luz de la puesta de sol.
Han pasado catorce años pero los recuerdos están nítidos, se resisten a pasar a la carpeta del olvido. Son como un relámpago mortal que queda prendido en la retina por mucho tiempo. Al día siguiente de aquel jueves de febrero tenía que hacerme una analítica, una de esas en las que te sacan tanta sangre que llegas a pensar que vas a caer redonda ante la joven enfermera. No estaba enferma, sino felizmente embarazada. Sólo había un problema en aquel panorama dulce y esperanzado. Todavía no había comunicado a mi empresa el feliz acontecimiento. Y reconozco que el hecho de decirlo me producía una sensación bastante próxima al pánico.
Pero no había más remedio. Hinché mis pulmones como si fuera a sumergirme en el más profundo de los océanos y subí a hablar con la jefa, una mujer malhumorada y cruel que no lanzó fuegos artificiales al conocer mi novedad. Antes, más bien, su mirada se volvió gélida y dura.
-Qué sorpresa – me dijo con sequedad- ¿te lo has pensado bien?
- Claro -respondí-
- ¿Y crees que vas a poder con tu trabajo y dos niños a tu cargo? – su voz ser había vuelto aún más dura-
- Estoy segura.
Sonrió con maldad.
- ¿Seguro que tu marido te ayuda en casa? Igual no vas a poder con todo.
- Bueno -dudé- mi marido ayuda un poco, como todos los hombres.
¿Pero por qué estaba respondiendo a aquel absurdo interrogatorio? ¿Por qué no recobraba mi dignidad de una vez y le preguntaba yo a ella a qué santo venía aquella reacción tan estúpida? ¿Qué clase de cobardía paralizante me estaba trabando la lengua hasta sentir casi que me ahogaba? Pero ella siguió, con la sangre de hielo recorriéndole las venas.
- Tú sabrás lo que haces. Ya veremos si cuando vuelvas de tu baja eres capaz de hacer frente a todo. Y si no, ya sabes…
- Aún estoy de cuatro meses. Ya me iré organizando.
- Eso espero, que sepas organizarte. Entonces, ¿mañana no vienes?
- Yo no he dicho eso. Sólo que llegaré un poco más tarde.
- Tú sabras lo que haces- y siguió mirando los papeles que tenía sobre la mesa como una forma de decirme “Ya puedes irte por donde has venido”.
Cuando salí de su despacho, la barbilla me temblaba como a un bebé apenado y las lágrimas ya corrían a chorros por mis mejillas. Antes de entrar en mi oficina, me refugié en el cuarto de baño y lloré hasta que me dolió todo el cuerpo. “Puta”-pensé- ¿quién te has creído que eres para tratarme así? ¿Qué clase de monstruo llevas dentro que te impide darme la enhorabuena y desearme que todo vaya bien?
Aquella noche apenas dormí. Las hormonas alteradas del embarazo se aliaron contra mí y me hicieron sentir toda la pena del mundo. Al día siguiente no pude desayunar y cuando me crucé con ella por el pasillo, bajé la vista como una rata acorralada. Mi felicidad se había evaporado como el agua de un charco. Ya sólo quedaba el barro.
Una semana después sangré levemente. No le dí importancia pero, por si las moscas, me acerqué al hospital. Mientras me sentaban en el horrible potro, pensaba que aún no había comprado la cena. !Dios! y tenía que hacer varias llamadas para concertar un par de entrevistas. Aquel “tú sabrás lo que haces” me había sonado a clara y abierta amenaza. La doctora me miró y volvió a mirar el monitor.
- Ha dado algún traspiés recientemente? ¿Ha tenido alguna caída?
Negué con la cabeza.
- ¿Alguna mala noticia? ¿algún disgusto?
-Sí.
Las doctoras, muy jóvenes, se miraron y luego me miraron a mí.
- Lo siento- dijo una de ellas- el feto está muerto. No se mueve. No tiene ritmo cardiaco.
Esta vez las lágrimas brotaron lentamente y resbalaron por mis mejillas hasta la comisura de mis labios resecos. Era domingo, hacía frío y estaba anocheciendo, como ahora mismo, una tarde cualquiera de invierno.

Osos de peluche y tartas de trufa

 

La canción suena machacona entre coles de Bruselas y pizzas de peperoni. Las cajeras del supermercado están hasta los mismísimos céntimos de escucharla durante todo el día. Hoy es el día de los enamorados, taratata taratata. Una y otra vez. Y todo para que la gente compre tartas de trufa en forma de corazón y embriagadores perfumes de vainilla y jazmín. Hoy es el día del amor y en los escaparates de los bazares chinos se amontonan los dulces peluches con enormes corazones rojos donde puede leerse un te quiero y, en el peor de los casos, un I love you. Y eso que los sentimientos, ya sea amor u odio, se generan en el cerebro, no en el corazón. Pero claro, regalarle a alguien un cerebro de nata sería, además de asqueroso, ofensivo. Y no, no me he olvidado de las rosas, de los enormes ramos de tulipanes o de margaritas, o aquellos otros más pequeños de delicadas violetas. Flores para perfumar la vida cotidiana donde ya sólo se habla de facturas impagadas y de patéticos subsidios. Bombones para endulzar una tarde ventosa de invierno que acaba demasiado pronto porque el tiempo corre como el mismo viento.
Lo admito. No quiero tartas de fresa ni regordetes osos de peluche. Ni siquiera bombones de caja roja o una solitaria orquidea para adornar el batín de terciopelo. Renuncio a un dulce perfume de precio medio para clase media. Este año de profunda crisis voy a ser realista y voy a pedir un regalo que cambie el color de la tarde, o quizás de la propia vida. Quiero, por ejemplo, un cheque en blanco. ¿Es demasiado? quizás sea mejor pedir una esperanza, un paseo por la playa, una tortilla de patatas, un anochecer de nubes rojas, un trabajo digno, una tarde de lluvia junto a la chimenea (la chimeneas la tengo; la tarde de lluvia es difícil por estos lares), un “profe” de matemáticas para mi hijo, una sonrisa, un recibo de la luz que no sea de infarto, una caricia recuperada, una cerveza muy fría, una canción que me devuelva los sueños, una buena noticia, una mañana soleada, una película de amor, un buen libro, un suspiro, una mirada cómplice, un correo inesperado, un geranio francés, una larga siesta, una palabra siempre esperada, un chocolate caliente, ver anochecer en el balcón, la luna, el sol, el mar, la tierra, la luz.
Y si es posible, una rosa roja, enorme como una luna llena, y cuyo perfume se extienda sobre esta tarde de febrero como un buen presagio.

Flor de azahar sobre la mesa abandonada

 

Mi padre, que duerme el sueño de los justos desde hace casi ya una década, tenía una colección de piezas de alfarería: jarras, botijos, cántaros y toda una serie de cachivaches hechos de barro y cuyo nombre desconozco, así como también su utilidad.
Uno de esos jarros, pequeño, de color verde oliva, barnizado y con una decoración espartana,, vino a parar a mi casa, y como no encontré el sitio adecuado para colocarlo, acabó en lo alto de una estantería, a veinte centímetros bajo el techo y expuesto a una finísima lluvia de polvo que borró todo su brillo.
Hace dos o tres años, un día cualquiera, entré en un bazar chino dispuesta a comprar cualquier cosa. Miré y miré pero nada lograba seducirme lo suficiente para gastar el solitario euro que llevaba en el bolsillo. Hasta que al final lo ví. Era un sencillo mantel de ganchillo, blanco polar y adormado con pequeños dibujos geométricos. Costaba sólo setenta céntimos ¿Se puede ser más feliz con menos? Pues yo salí la mar de contenta de la tienda china aquella tarde de invierno, a la hora en la que las farolas de la rotonda comenzaban a encenderse. Al llegar a casa, lo fuí probando en todas las mesas. En la del salón quedaba pequeño; en la de la cocina, grande; en la de la salita, no pegaba ni con cola. Entristecida y desanimada, guardé el mantel en el armario de nunca jamás. No, no se trata de un recurso estilístico. Simplemente, tengo un armario donde muchas de las cosas que entran, ya nunca vuelven a encontrarse.
Pasaron los años cargados de acontecimientos y olvidé por completo tanto el jarrón verde como el mantel de ganchillo.
Hasta la otra noche. Volvía a casa, más deprisa que despacio. Las aceras estaban empapadas de humedad, y frente a los bares, la gente fumaba como si aquellos pitillos fueran los últimos de sus vidas. Entonces la ví. Estaba apoyada contra la pared, junto a otras. Era perfecta. Pequeña, blanca, con las patas largas y un poco abiertas. La miré de cerca y la tanteé. Era una antigua mesa de cocina, sólida y sencilla. Un pequeño cartel junto a ella rezaba: “Recoger por el Ayuntamiento”. Sin duda, le esperaba un horrible final en cualquier vertedero de reciclaje. Miré hacia un lado y hacia el otro. Había gente pero no me importaba. Al cogerla me dí cuenta de que no pesaba mucho, aunque cuando llegue a casa los dedos de mis manos estaban amorcillados y levemente amoratados. La puse en mi estrecha cocina, la limpié y rápidamente recuperó su dignidad. Quedaba perfecta frente al fregadero, al lado de la terraza. Pero le faltaba algo, algo que le diera un toque cálido y hogareño. Enconces recodé el mantelillo chino que años atrás había guardado en el armario de nunca jamás. Tuve que sacar, aproximadamente, media tonelada de ropa antes de encontrarlo. La mesa era estilizada y aquel sucedánero de encaje blanco resaltaba su esbeltez. Sin embargo… seguía faltando algo, Y de nuevo, como en una rocambolesca asociación de ideas, recordé el antiguo jarrón verde cubierto de polvo. Lo rescaté de la estantería, lo puse bajo el chorro del agua y al momento recuperó todo su esplendor.
Era como si todo aquello siempre hubiera estado allí. Sólo faltaba un detalle.
A finales de febrero, los naranjos que adornaban las aceras ya estaban en flor. Su perfume dulzón se extendía como un bálsamo por toda la ciudad. Bajé a la calle como una flecha y corte dos pequeñas ramas que ya tenían la flor de azahar. Ya estaba. La mesa abandonada y, sobre ella, el mantelillo chino con el jarrón barnizado. Y el perfume del azahar.
Y fue entonces cuando me paré a pensar.
A veces sólo había que esperar para que cada cosa, o quizá cada persona, encontrara su lugar o su momento adecuado.

Morir al amanecer

 

Sin piedad. No puedo ahora tener compasión. La observo con extrema repugnancia. Está en la bañera, complacida de sí misma, reflejada en la porcelana blanca. Pero esta vez no estoy dispuesta a consentirlo.. Se que la violencia es siempre una tentación. Pero, hasta ahora, para mí no lo había sido. Sin embargo, debe ser cierto que todo llega en esta vida, hasta el reencuentro con nuestro lado más oscuro.
No me van a temblar las manos. La ahogaré lentamente y no sentiré nada viéndola morir. Y eso que siempre he detestado la tortura y la crueldad gratuita ¿gratuita? ¿Es que alguien pagaría por ser humillado?
Después de todo, el fin justifica los putos medios. Todavía no ha amanecido pero el sueño ya ha quedado atrás como un murmullo apenas audible. Las sombras abrazan la ciudad en una noche que teme ceder un minuto a la luz del día. Mejor que mejor. Así nadie sabra de mi fechoría.
Soy débil. Para mi desgracia, fui educada en la tolerancia, la misericordia y el respeto, y ahora, en este preciso momento, esa espartana disciplina acaba siendo un lastre que me arrastra hacia negras y gélidas aguas donde la venganza y la ira son imposibles.
Lo repito para convencerme a mí misma. La ahogaré lentamente y tiraré sobre su cabeza rosada amoniaco y gel de lavanda. No siento piedad. Tampoco tuvieron piedad conmigo en su momento. Abro el grifo y dejo que el agua ardiente resbale sobre su cuerpo. La veo patalear, desesperada. Su impotencia aumenta mi ira. Pero no he sido nunca cruel y es posible que sea tarde para empezar. Quiero que su agonía sea corta. Abro más el grifo hasta que queda inmóvil, flotando en el agua, entre la espuma. Mientras observo su cadaver, el amanecer me sorprende a través del pequeño ventanuco.
Ahora sólo me pregunto dónde habrá puesto sus huevos esta maldita cucaracha.

viernes, 21 de octubre de 2011

Mantones de Manila (II parte)

- Mi hermana me advirtió para que no viniera a Valencia.  Me dijo que la ciudad no era segura, que podía pasarme cualquier cosa mala, pero yo no le hice caso...
La lluvia arreciaba como si arrastrase consigo una enorme tragedia.
- Cogí el tren muy temprano, con las primeras luces del día -siguió diciendo-  Era a principios de diciembre y hacía frío. Nada más llegar a Valencia me dí cuenta de que mi hermana había hablado con sobradas razones. Había desórden por las calles. Los milicianos andaban muy exaltados por aquí y por allá, así que yo, acortando por los callejones, me fuí rápido a casa y me encerré.
Estaba empezando a no entender nada ¿De que me hablaba aquella extraña mujer? ¿Qué película me estaba contando? ¿Por qué demonios no paraba de llover?
- Como le digo, me metí en casa y recé. Rece todo lo que pude, con los ojos cerrados, intentando no escuchar los gritos que venían de la calle. Sólo pensaba en mi esposo, Diego.
Me sobresalté y no pude disimularlo.
-¿Diego?
- Como le decia, mi marido estaba preso en el monasterio de San Miguel de los Reyes, muy cerca de la ciudad -vaciló como si quisiera disculparse- pero él no había hecho nada. Cosa de ideas. Era carlista y uno de mis hijos tambien estaba allí por el mismo motivo.
A pesar del aguacero apabullante, aún me sentía capaz de pensar ¿Qué me estaba contando aquella mujer surgida de la lluvia?  Sin duda, aquellos episodios aislados a los que ella se refería correspondían  a  los primeros años de la guerra civil, y de eso, afortunadamente para todos, habían pasado ya más de setenta años. Sin embargo, la dama de mirada rasgada que tenía frente a mí apenas rondaría los cincuenta. Era más que probable que algún profundo daño mental la hacía desvariar, pero yo decidí seguirle la corriente porque la historia comenzaba a interesarme.
No tuve más remedio que poner el dedo en la llaga.
- ¿Y cuándo ocurriió todo eso que me cuenta?
-En el mes de diciembre, poco antes de Navidad.
Me arriesgué un poco más hasta sentirme cruel.
-¿De qué año?
No dudó ni un segundo.
- De 1936. Aquella mañana había mucho alboroto  en las calles de Valencia.  Mi casa estaba situada en la planta baja de un viejo edificio, en el centro mismo de la ciudad, muy cerca de la catedral. Escuché gritos por la ventana. Los milicianos iban a la caza. Yo estaba sola en casa y tuve un mal presentimiento, pero ¿qué iban a querer de una señora como yo?
Temblé, no sé si de frío o de miedo, pero no dije nada.
- Escuché golpes en la puerta - siguió relatando- y fue entonces cuando me escondí. Todo fue muy rápido. Tiraron la puerta abajo y entraron en la casa como locos, Abrieron los armarios y lo cogieron todo, incluso mis mantones de manila.
 -Los mantones... . interrumpí intentando extraer aire  respirable de tanta humedad.
- Los coleccionaba -sonrió aunque su mirada seguía fija en el pasado- Todos tenemos nuestros caprichos.
Se detuvo en su narración y me miró fijamente desde sus profundos ojos verdes. Tuve de nuevo una  sensación perturbadora.
- ¿Seguro que no la estoy aburriendo? - preguntó con una dulce sonrisa que transformó todo su rostro-.
- En absoluto -. y decía la verdad. Aquella historia me estaba subyugando y despertando una memoria que creía dormida.
- Me encontraron y me cogieron. Me llevaron a trompicones junto a otras personas. Nos subieron en un camión y nos llevaron hasta la playa. Olía a mar y a pino.  Caminamos un buen rato sobre la arena. Luego... - su voz se debilitó hasta hacerse casi inaudible- aquel grupo de jóvenes muchachos no sabía lo que hacía. Levataron sus armas, dispararon. Todo acabó.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mezcladas con las gotas de lluvia. Pero lo más curioso es que también caían por las mías.
- Me llamo Mercedes - dijo tendiéndome una mano fría y extremadamente pálida.
Ya  lo sabía pero guardé silencio.

Los faros de un todo terreno barrieron el parque haciendo brillar las gotas de lluvia como diminutos brillantes suspendidos en el aire. 
- Espéreme aquí - le dijé a mi compañera de refugio, y avancé hacia el coche patrula completamente empapada.
. ¿Necesita ayuda?
Un joven agente sacó la cabeza por la ventanilla del coche al ver que me aproximaba.
- Lo cierto es que sí.  La mujer que me acompaña y yo nos hemos visto atrapadas por la tormenta.
El hombre estiró el cuello como un cisne y miró por encima de mi cabeza.
- ¿Qué mujer?
Debajo del árbol  ya no había nadie. Sentí que mis piernas se negaban a sostenerme y un ligero cosquilleo recorrió velozmente todo mi cuero cabelludo, desde la nuca hasta las sienes.
- ¿Quiere que le acerquemos a algún sitio?
Negué con la cabeza mientras me alejaba por el parque desierto. La lluvia ya no me importaba. Tenía una historia que contar, la historia de Mercedes, aquella dama de mirada dulce que coleccionaba mantones de manila.
Después de todo - pensé mientras me alejaba- aquella mujer había conseguido lo que pretendía: conocer a su nieta. Conocerme.

jueves, 20 de octubre de 2011

Puerta 23

 

La misma pregunta. Otra vez. Y de nuevo iba a dar la misma respuesta. No me iban a creer. Era una historia tantas veces repetida que no la creía ni yo misma.
Aquella joven mujer me observaba desde el otro lado de la mesa. Llevaba una blusa blanca, impecable, con un cuello a lo mao bordado con diminutas flores igualmente blancas. Su cabello, recogido en una airosa coleta, era de color cobre, y su piel era blanca como el folio que tenía entre las manos. Sonreía como sólo las personas que están muy satisfechas de sí mismas pueden hacerlo. Sus uñas lucían perfectas, y una finísima pulsera de oro asomaba por una de las mangas. Resaltada por una suave sombra gris, su mirada era todo un interrogante.
-¿Qué cómo acabé en la calle?- dije en un susurro- Si le cuento, no me va a creer.
- Veámos -contestó resuelta-
Comencé. De nuevo la misma historia tantas veces contada.
- Volvía a casa después de una larga jornada de trabajo. Recuerdo que las aceras estaban mojadas de tanta humedad que habia en el aire. La gente andaba deprisa haciendo las últimas compras de Navidad
Apenas había comenzado a hablar y ya sentí que la mirada de aquella mujer delataba una pizca de impaciencia.
- Llegué a mi portal sobre las nueve de la noche- continué- abrí la puerta y esperé el ascensor.
La joven mujer de cuello almidonado había comenzado a golpear la mesa con la yema de los dedos, rítmicamente. La amable sonrisa había desaparecido de su rostro.
-Subí al séptimo, mi piso. Estaba muy cansada. Sólo deseaba llegar de una vez a casa, quitarme los zapatos y tumbarme en el sofá. Introduje la llave en la cerradura, pero no entró -tomé aire- Pensé que me había equivocado de llave, así que miré el resto de las que había en el llavero.No me había equivocado. Aquella era la llave de la puerta y, sin embargo, no abría. Entonces pensé que me había confundido de piso. A veces pasa…
La mujer de la blusa blanca apretaba ahora los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Mala señal.
- ¿Y dónde estaba su puerta?- preguntó fingiendo una comprensión infinita-
-No estaba. Ese fue el problema. La busqué por toda la escalera. Subí y bajé a pie, llorando, mirando los números de cada puerta. El mío había desaparecido.
La mujer respìró hondo y me miró fijamente, como si quisiera desafiarme a un duelo.
- ¿Ha sufridfo usted algún tipo de agresión, de pérdida relevante, algo que realmente quiera olvidar?
“Otra listilla- pensé- si es que no se enteran!
-¡Perdí mi puerta!- dije alzando la voz- ¿le parece poco?
-Sinceramente, Angela – respondió diciendo por vez primera mi nombre- me parece imposible. Lo que usted me cuenta me hace pensar que, por alguna razón, no quería volver a casa aquella noche.
- ¿Por qué no tendría que querer volver a casa? Vivo sola, nadie me espera…
- A lo mejor, por eso.
-¿Por qué? – aquella joven estúpida de uñas perfectas me estaba sacando de mis casillas.
-Porque usted no tenía ninguna razón para volver a casa, para tener el ánimo de abrir la puerta.
Sin duda, el aire andaba por algún lugar que no era el suyo porque sentí que me ahogaba en aquel pequeño e impersonal despacho pintado de azul.
-Yo también he leído a Freud- dije- en el Instituto, y sé que ahora me dirá que tengo un transtorno sexual, o que el color de la puerta me recordaba la tez cetrina de mi padre que, por supuesto, me maltrataba.
Un destello de emoción invadió su mirada sombreada.
- ¿La maltrataba?
- ¡En absoluto! -grité- Me llevaba los domingos al parque y me subía en los columpios. me compraba helados y me contaba historias antes de dormir.
- Entonces debo pensar que…
Estaba hasta las narices.
-Piense lo que le de la gana. Le digo que no encontré mi puerta y que aquella noche tuve que dormir en la calle. Hacía mucho frío y me metí en la antesala de un banco. Allí pasé la noche. Y la siguiente. Y muchas otras.
Ella también estaba hasta las narices.
- ¿Y el trabajo?
- No volví. ¿Cómo iba a presentarme hecha unos zorros, sin cambiarme de ropa, sin ducharme, y para colmo, diciendo que no había encontrado mi casa. Iban a creer que me había vuelto loca.
- Usted misma lo ha dicho. Discúlpeme un momento.
En aquella mañana de invierno híumeda y grís, la refinada mujer de aspecto impecable se había topado con un problema -yo misma- y por lo poco que había escuchado, presentía que no era del tipo de personas que aguantaba mucho tiempo un problema sobre sus espaldas. Se levantó lentamente como si temiera chocar con el techo, y pasó al despacho continuo, tan pequeño e impersonal como el suyo. A través de la puerta entreabierta pude escuchar la conversación.
-Si…,mujer de mediana edad. ¿teneís plazas?
Un largo silencio.
- Creo que padece un trastorno psiquiátrico. Ya te contaré. ¿Venís a por ella?. Eso es perfecto. Te debo una.
No escuche más. Por el estrecho pasillo que daba a la calle volaba más que corría. El aire frío me dió en la cara y me obligó a respirar profundamente. Venía el 16, el autobús que llevaba a la estación del Norte. No era mala idea. Cogería un tren. En algún otro lugar encontraría una casa y, por supuesto, una puerta.

La elegancia del visón


Abrió las puertas del armario de par en par y sintió un ligero escalofrío. La ocasión lo merecía. Esa noche había quedado con Claudia, su amiga, para ir a la opera, aunque a ella la música le producía la misma emoción que el felpudo de la puerta. Pero reconocía que era un placer entrar despacio por aquel hall cuyas baldosas brillaban como espejos rotos. Era agradable ver de qué forma la miraban de arriba a abajo. Sabía que su elegancia estaba fuera de toda duda, y sentía placer al adivinar miradas de envidia en los ojos de las mujeres y de deseo en los hombres. Acarició las perchas de terciopelo. Tenía tiempo de sobra para elegir, para probarse mil vestidos, medias de seda, zapatos cuajados de lentejuelas, bolsos de piel de cocodrilo, y aquel abrigo, aquel hermoso y suave abrigo de visón que se ocultaba bajo la funda de algodón, esperando la noche fría y llena de glamour. Y esa noche había llegado.
¿Para qué era la ropa sino para lucirla? La ópera, el teatro, una charla solidaria, cualquier evento era la excusa idónea para sacar a la luz aquellos trapitos que no sólo daban vida a su armario sino a ella misma. Pasó los dedos suavemente por las prendas: seda, algodón, piel y muy poco poliester, sólo el justito para que sus prendas no se arrugasen como el rostro de las ancianas campesinas que habían trabajado durante toda su vida de sol a sol.
Se puso las medias lentamente y sus piernas brillaron con un dulce color de melocoton maduro. Sobre la ropa interior, de delicado encaje, dejó caer el vestido de seda natural, ceñido hasta la cadera y adornado con pequeños volantes que tapaban sus rodillas. Se contempló en el espejo del vestidor y sonrió. Era como una diosa a punto de asomarse al balcón de los pobres mortales. Aquellos seres sufrientes que esperaban el autobús bajo aguaceros impacables. Aquellas madres que arrastraban niños hacia el colegio mientras los infantes bramaban como cerdos conducidos a la matanza. Qué vulgaridad. Cuánto esfuerzo inútil reflejado en rostros anónimos que sólo delataban carencia y mediocridad.
El móvil que había dejado sobre el velador sonó con insistencia.
- Paso a recogerte en diez minutos.
Era Claudia, su amiga.
- Se dice, al menos, buenas noches.
- Buenas noches ¿ya estás lista?
- Sólo un par de minutos ¿A qué tanta prisa?
- Si llegamos tarde no nos dejarán entrar hasta el segundo acto. Lo sabes- advirtió Claudia con un claro tono de fatidio-
- ¿Y qué más te da? son sólo un grupo de gorditos lanzando tales alaridos que podrían romper mis delicados tímpanos.
- Por Dios, Carmen, qué cosas dices.
-Venga mujer ¿qué te has puesto para esta maravillosa ocasión?
- El vestido negro, el que tiene el escote de pico, y la estola de nutria.
-¿ Otra vez?
-Ya ves ¿Y tú?
- el de los volantitos, de Gucci, medias de seda y el abrigo de visón.
- No sé si deberías. Ya sabes que hay por ahí locos ecologistas que lanzan pintura roja sobre los abrigos de piel.
- No me dan miedo esos ecolotontos- alzó la voz a punto de perder los nervios-. Cuatro chiquillos no me van a decir a estas alturas lo que me puedo poner o no. Y no me alteres, que se me dilatan los poros y se me va al traste el maquillaje.
-Como tú quieras. Lo dicho. En diez minutos paso.
El sofoco se le había subido al cuello y le había invadido todo el escote. La conversación telefónica le había puesto repentinamente de mal humor ¿Qué sabían aquellos rastafaris de mal barrio, en qué consistía el glamour, el estilo, la elegancia? Sacó cuidadosamente el abrigo de la funda y se lo puso con lentitud, como deleitándose en su propio desafío.
Cogió el pequeño bolso de cocodrilo. Se puso unas gotas de Mademoiselle, de Chanel, tras las orejas y movió la cabeza de un lado a otro para contemplar el brillo de sus pendientes. Fue entonces cuando sintió un pequeño pinchazo a la altura del cuello. Y después otro en la cadera. Un calor inmenso se extendió por todo su cuerpo, como si la sangre se hubiese puesto a circular a toda velocidad por sus venas. Otro pinchazo a la altura de las tetas. Y otro.. Y otro. Eran como pequeños pero punzantes mordizcos por todo el cuerpo. Trató de quitarse el abrigo pero no pudo. Aquellas suaves pieles de visón la apretaban más y más. Rodó por el suelo intentando calmar el insoportable dolor. Ahora eran dentelladas, feroces dentelladas sobre sus brazos de porcelana, su vientre, su espalda.
Se desplomó sobre su propia sangre, pálida, inerte. Mientras, el timbre de la puerta sonaba con insistencia.

Leyendo en el parque

 

Desde que perdí el trabajo, solía acercarme al parque, a media mañana, con una novela bajo el brazo. Me sentaba en un banco de madera situado junto a una de las viejas alquerías restauradas, y dejaba pasar las horas bajo el sol de la incipiente primavera. Al principio todo había sido diferente. Convencida de que iba a encontrar trabajo sin demasiadas dificultades, me tracé un duro circuito de entrevistas y entrega de curriculums. Poco a poco, y en medio de un paisaje económico desolador, mi entusiasmo se fue viniendo abajo como un helado expuesto al sol. Quizá no valía la pena invertir en sueños que acababan en el fondo de cualquier papelera. Era posible que mis habilidades- pocas y arcaicas- ya no fueran apreciadas por aquellos jóvenes empresarios de cabello engominado que pululaban por horribles despachos minimalistas. Así que me dejé llevar por la desidia y el hartazgo, anulando cualquier vestigio de esperanza que, en un momento de debilidad, pudiera asaltarme.
Leía en el parque la novela ”Septiembre”, de Rosamunde Pilcher, una historia coral llena de primos, cuñados, hermanos, prados escoceses y nieblas matutinas. Era reconfortante imaginar los fríos paisajes escoceses y las charlas junto a la chimenea. Sin embargo, algo me inquietó. Llevada por un extraño presentimiento, alcé la vista y ví que un hombre se acercaba. Iba arrastrando los pies, con la mirada fija en sus propios zapatos. Me puse en guardia mientras sentía que todos mis músculos se tensaban. Aquel desconocido no parecía ser uno de aquellos jubilados con ganas de hablar y contarte la vida. Aquel hombre, por su aspecto, debía tener poco más de cuarenta años. Volví a fijar la vista en el libro aunque era consciente de que no sabía ni por qué línea iba.
-¿Le importa si me siento?
Apenas me miró al hablarme, así que yo hice un gesto de aprobación con la cabeza, aunque maldita la gracia que me hacía tener compañía en aquella mañana solitaria y feliz. Volví de nuevo a mi libro haciendo un esfuerzo por pensar que estaba sola, pero su presencia era como una sombra incómoda. Como ya suponía, no tardó en comenzar a hablar.
- Parece que quiere llover -murmuró con una voz intensamente grave-
- Sí -constesté sin mirarle-
¿Dónde estaban los chiquillos que a aquella hora de la mañana venían a cazar renacuajos en las acequias junto a las que crecían los lirios azules? ¿En qué lugar se había metido aquella joven de melena lacia que cada día daba de comer a los gatos que habitaban el parque? Me sentí tan agobiada. como si alguien o algo estuviera absorviendo el oxigeno a mi alrededor. .
- La muy zorra – dijo en voz muy baja aquel desconocido-
-¿Qué?
El hombre titubeó.
- Perdón. Pensaba en voz alta.
- ¡Ah!
Algo, remoto y confuso, me decía que debía salir corriendo de aquella situacion. Cerré el libro como si temiera hacer ruido y lo guardé en el bolso. Aquel parque era un laberinto de pequeñas plazuelas unidas entre sí por estrechos senderos. Seguro que no tardaría en aparecer alguien por alguno de ellos.
. ¿Se va?
Percibí desesperación en su voz, cavernosa y grave.
- Sí, es tarde.
- Le ruego un minuto.
Le miré. No me lo pedía. Era una orden. En sus ojos había un brillo febril e inquietante.
- Ya le he dicho que tengo prisa.
- Por favor…
Pero no suplicaba. Su mano de hierro se había posado sobre mi brazo como la zarpa de un lobo. Así que coloqué el bolso sobre mi falda, con la misma cautela que si contuviera una bomba de mano. Miré a mi alrededor. El cielo se había ido oscureciendo con grandes nubarrones grises y deshilachados que iban sumiendo el parque en una progresiva penumbra.
- Voy a matar a mi mujer.
Lo dijo sin mirarme, con la vista clavada en la gravilla que cubría el suelo. Sentí un vuelco en el corazón que me subió hasta la garganta. De nuevo miré a mi alrededor, más desesperada aún, si es que era posible. Aquel largo silencio no podía durar más.
- ¿Pero qué está diciendo? - grité sobresaltada- ¿Se ha vuelto loco?
-.Quizá…
Me había quedado paralizada, en un estado impreciso en el que dudaba si la sangre seguía corriendo por mis venas o se había detenido para siempre.
- ¿Quiere pasar el resto de su vida en la cárcel? ¿Pretende destrozar la vida de ella y la suya propia?
- No me importa.
Ni a mí, estuve a punto de decirle. No me importaba él ni los putos problemas que pudiera tener con su mujer. Quería recuperar mi mañana tranquila, mi rayo de sol a través de los olmos, las palabras amables de mi libro. La ficción que hacía olvidar mi insulsa realidad.
- Tengo que irme- dije de nuevo con un tono de voz que pretendía no admitir réplica.
Su mirada se volvió gélida.
- ¿Dónde? ¿a la comisaría?
Fue en ese preciso instante cuando intuí que tenía un auténtico problema. Aquel paranoico descerebrado me había contado su secreto. Un secreto que, posiblemente, no destrozaría una sola vida.
Respiré hondo o, al menos, lo intenté porque algo había en mi garganta que no dejaba pasar el aire.
-Escuche -le dije al tiempo que notaba cómo mi voz se había vuelto completamente diferente- Olvidemos este encuentro. Usted se tranquiliza y se piensa las cosas dos veces.
- Usted no lo va a impedir…
En aquella mirada verde y acuosa se concentraba un odio que en ningún momento supuse tan profundo. Noté que mis manos sudaban y que un ligero temblor recorría mis piernas.
- Déjeme ir o gritaré como una loca.
No dijo nada. En respuesta a mi torpe amenaza, metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una pequeña pistola plateada. Observé que sus manos también temblaban.
- Tiene dos balas. Una era para ella y la otra para mí, pero ahora…
Acercó la pequeña arma homicida a mi costado. Sentí que mi corazón se aceleraba hasta dejarme casi sin respiración. ¿Pero dónde se había metido la gente que a aquellas horas solía frecuentar el parque cada día? ¿Qué extraña confabulación de ausencias se producía para contribuir a mi absoluto desamparo?
El sonido del tramvía cogiendo la curva junto a la valla del parque, atrajo la atención del hombre que, por un instante, desvió la mirada. Ni lo pensé. Mis dientes se clavaron en su brazo con la misma fiereza que los de una leona a punto de ser atacada. El aulló de dolor y retorció el brazo. El arma, como si tuviera vida propia, se volvió contra su cuerpo. Todo fue cuestión de segundos.
Sobre el banco de madera, el hombre yacía con el arma todavía en sus manos y una gran mancha roja abriéndose paso a través de su camisa blanca.
Me levanté lentamente y comencé a caminar entre los arbustos. Sin mirar hacia atrás, me dirigí hacia la salida. Pasé junto a los columpios vacíos. Dos golondrinas surcaron el aire lanzando potentes gritos. La nubes, reprimidas hasta entonces, dejaron caer una primeras gotas finas y frías. El agua de la lluvia resbaló por mi rostro y se mezcló con mis lágrimas que, entre suspiros entrecortados, brotaron por fín.