domingo, 2 de octubre de 2011

La venganza de las niñas

La profesora de dibujo era alta y seca como un esparto. Llevaba casi siempre el pelo recogido en un moño apretado y pequeño. Cuando entraba en aquella aula de instituto de barrio, nunca sonreía. Nos miraba por encima de sus gafas de concha como si fuésemos bichos raros y ,a continuación, comenzaba a revisar los álbumes de dibujo uno a uno. Hacíamos trampa y ella se daba cuenta. La técnica era muy sencilla. Consistía en calcar el dibujo de la lámina y añadirle después un par de centímetros, para después pasarlo a nuestro álbum con un carboplan. El resultado era perfecto, quizás demasiado, pero aquella señorita Rotenmeyer de aspecto agrio se apercibía enseguida, y con una mirada feroz, rasgaba el dibujo de parte a parte y te obligaba a repetirlo de nuevo.
No podíamos soportarla y esa animadversión en sesión continua, fue fraguando una venganza consensuada en la que incluso las empollonas de la clase estaban dispuestas a participar. Sólo había que esperar el momento.
Y ese momento llegó. Teníamos trece años y una imaginación tan vivaz como perversa. La profesora de dibujo se quedo embarazada a pesar de su escaso encanto personal. Su piel cetrina se llenó de manchas oscuras, mientras su cuerpo espigado se iba redondeando más y más. Un día nos pidió algo con una  e inusual sonrisa en los labios.
-Os ruego, niñas, que en adelante no os pongais colonia. Me han diagnosticado una alergia a cualquier tipo de perfume.
Nos miramos unas a otras entusiasmadas al tiempo que nos dábamos pataditas por debajo de las mesas. El momento había llegado. La venganza, como habíamos esperado, estaba servida en bandeja de plata.
Nos costó unos días prepararlo, pero el resultado fue impecable. Derramamos la colonia sobre su mesa de railite, por su sillón de skay. Luego seguimos con nuestras mesas, la dejamos caer sobre nuestros cabellos y ropa. Empapamos hasta el borrador y esperamos su llegada cargando las miradas de falsa inocencia.
La profesora llegó a clase con sus tacones bajos y un horrible vestido pre-mamá. Nada más sentarse comenzó a olfatearlo todo como un perro callejero. Nosotras aguantábamos la risa mientras veíamos cómo su rostro iba adquiriendo tonalidades amarillentas.
- ¿No oleis a colonia, niñas?
Estaba angustiada y confusa.
-No señorita -contestamos como una sola voz-
-Pues yo diría que... ¡Dios mío, me estoy mareando!
La piel de su rostro tenía ya un sospechoso tono violáceo. Evitó una arcada. Y la siguiente. Pero, de repente, salió de clase sin ni siquiera detenerse a coger el bolso.
Mientras, nosotras reíamos a carcajadas. La responsabilidad colectiva había silenciado por completo cualquier amago de mala conciencia.

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