domingo, 16 de octubre de 2011

Mantones de Manila




El parque estaba desierto, y no era extraño. Eran las siete de la tarde de un día cualquiera de finales de otoño, y hacía un frío húmedo y desagradable. Además, había empezado a llover, al principio con finas gotas como agujas de cabeza; después, con gotas enormes que caían sobre el tobogán, los columpios y la pequeña casa de madera que hacía unos meses unos gamberros habían quemado después de una borrachera. Supuse que serían cuatro gotas inoportunas, así que me cobijé bajo un gran árbol con forma de seta, tan frondoso que no dejaba pasar una gota de agua.
Había ido al parque a pesar del mal tiempo en un intento desesperado de despejarme un poco. El dolor de cabeza había comenzado a media tarde cuando me senté frente al ordenador con la esperanza de que la inspiración bajara del cielo o de cualquier otro lugar. Pero ni una línea. Miento, dos líneas que borré a tiempo antes de que aquello fuese a más y no tuviese remedio.
Y allí estaba, bajo el árbol seta,  en medio de un parque vacío, con los pies helados, y protegida  únicamente por un horrible chubasquero que me llegaba hasta las rodillas y me hacía parecer un peregrino de la Edad Media.  Y allí seguiría hasta que aquella lluvia terca me diese un respiro y me permitiera salir corriendo hacia mi casa, cálida, desordenada y acogedora.
Aunque el banco estaba empapado de agua, me senté. Aquello no podía durar mucho. Observé el tráfico, denso y caótico. Ni aunque diluviara, la gente se quedaba en casa al abrigo del radiador. Escuché un frenazo. El autobús urbano se detuvo junto a la pista de baloncesto y de él sólo bajó una mujer de mediana altura y mediana edad. Aferrada a su bolso como si fuera lo único que tuviera, corrió bajo la cortina de lluvia hacia el mismo árbol donde yo estaba agazapada como un conejo. A pesar de que el agua recorría su rostro como el cauce de un río, pude ver a través del caudal sus rasgos suaves, sus claros ojos rasgados.
- Qué manera de llover - dijo casi sin aliento-.
-Y tanto -contesté mientras pensaba qué conclusión podía estar sacando aquella mujer al verme allí sola, en medio de un parque desierto, aguantando estoicamente aquel diluvio local.
- ¿Le ha pillado el aguacero camino a casa?
La miré de reojo. Llevaba el cabello recogido en una especie de moño y un ajado abrigo negro de tiempos de maricastaña.
No precisamente -contesté sin mucho entusiasmo-. He salido a dar una vuelta y ya ve.  No sé cuando podré abandonar el cobijo de este árbol.
La mujer sonrió y su sonrisa era franca, tímida, sincera.
- Casi parece una cueva. No deja pasar una gota.
-Afortunadamente para nosotras -respondí intentando ser amable a pesar de que la humedad había alcanzado hasta el más recóndito de mis huesos-.
-Bueno -añadió la mujer con voz resignada- yo iba a visitar a mi nieta...
.La tormenta pasará - la interrumpí para tranquilizarla-, aunque lo dije por decir algo.
Se hizo el silencio entre ella y yo. El viento silbaba y rompía sin tregua los paraguas de las pocas personas que, con aquel vendaval, se habían atrevido a salir a la calle. Si aquella mujer y yo íbamos a compartir sin remedio el viejo árbol del parque, tendría que buscar algún tema de conversación que hiciera pasar el tiempo lo más rápido posible.
- Fíjese -dije- yo he salido en busca de una idea y lo único que he encontrado ha sido este inoportuno chaparrón.
La mujer esta vez rió abiertamente.
- ¿Una idea?
- No me he explicado bien - me disculpé-. Tengo que escribir algo pero estoy en blanco. No se me ocurre nada. Así que después de estar más de media hora frente al ordenador intentando recrear una historia, he pensado que lo mejor era dar una vuelta... Ahora, si el tiempo sigue así, ya veremos cuánto puede durar este paseo - añadí riendo-.
La mujer me miró de forma extraña y sus ojos relucieron como los de un gato en la oscuridad. Una sensación de inquietud me recorríó de arriba a abajo.
- Si está buscando una historia, quizá yo pueda contarle una.
No tenía el cuerpo para historias ajenas pero no tenía escapatoria. Estaba atrapada como una jirafa coja en el arca de Noé.
- Estaré encantada de escucharla- mentí-.
La mujer lanzó un leve suspiro y se sentó junto a mí. No pareció darse cuenta de que el banco estaba completamente encharcado. 
-Mi hermana me advirtió para que no viniera a Valencia -comenzó a decir-.  Me dijo que la ciudad no era segura, que podía pasarme cualquier cosa mala, pero yo no le hice caso...
La lluvia arreciaba como si arrastrase consigo una enorme tragedia.
- Cogí el tren muy temprano, con las primeras luces del día -siguió contando-.  Era a principios de diciembre y hacía frío. Nada más llegar a Valencia me dí cuenta de que mi hermana había hablado con sobradas razones. Había desórden por las calles. Los milicianos andaban muy exaltados por aquí y por allá, así que yo, acortando por los callejones, me fuí rápido a casa y me encerré.
Estaba empezando a no entender nada ¿De que me hablaba aquella extraña mujer? ¿Qué película me estaba contando? ¿Por qué demonios no paraba de llover?
- Como le digo, me metí en casa y recé. Rece todo lo que pude, con los ojos cerrados, intentando no escuchar los gritos que venían de la calle. Sólo pensaba en mi esposo, Diego.
Me sobresalté y no pude disimularlo.
-¿Diego?
- Diego se llamaba mi marido, y estaba preso en el monasterio de San Miguel de los Reyes, muy cerca de la ciudad -vaciló como si quisiera disculparse-, pero él no había hecho nada. Cosa de ideas. Era carlista. Uno de mis hijos también estaba allí por el mismo motivo.
A pesar del aguacero apabullante, aún me sentía capaz de pensar ¿Qué me estaba contando aquella mujer surgida de la lluvia?  Sin duda, aquellos episodios aislados a los que ella se refería correspondían  a  los primeros años de la guerra civil, y de eso, afortunadamente para todos, habían pasado ya más de setenta años. Sin embargo, la dama de mirada rasgada que tenía frente a mí apenas rondaría los cincuenta. Era más que probable que algún profundo daño mental la hacía desvariar, pero yo decidí seguirle la corriente porque la historia comenzaba a interesarme.
No tuve más remedio que poner el dedo en la llaga.
- ¿Y cuándo ocurrió todo eso que me cuenta?
-En el mes de diciembre, poco antes de Navidad.
Me arriesgué un poco más hasta sentirme cruel.
-¿De qué año?
No dudó ni un segundo.
- De 1936. Aquella mañana había mucho alboroto  en las calles de Valencia.  Mi casa estaba situada en la planta baja de un viejo edificio, en el centro mismo de la ciudad, muy cerca de la catedral. Escuché gritos por la ventana. Los milicianos iban a la caza. Yo estaba sola en casa y tuve un mal presentimiento, pero ¿qué iban a querer de una señora como yo?
Temblé, no sé si de frío o de miedo, pero no dije nada.
- Escuché golpes en la puerta - siguió relatando-, y fue entonces cuando me escondí. Todo fue muy rápido. Tiraron la puerta abajo y entraron en la casa como locos, Abrieron los armarios y lo cogieron todo, incluso mis mantones de Manila.
 -Los mantones...  interrumpí intentando extraer aire  respirable de tanta humedad.
- Los coleccionaba -sonrió aunque su mirada seguía fija en el pasado-. Todos tenemos nuestros caprichos.
Se detuvo en su narración y me miró fijamente desde sus profundos ojos verdes. Tuve de nuevo una  sensación perturbadora.
- ¿Seguro que no la estoy aburriendo? - preguntó con una dulce sonrisa que transformó todo su rostro-.
- En absoluto -. y decía la verdad. Aquella historia me estaba subyugando y despertando una memoria que creía dormida.
- Me encontraron y me cogieron. Me llevaron a trompicones junto a otras personas. Nos subieron en un camión y nos llevaron a un sitio oscuro y horrible. La gente callaba y lloraba. Dos días después, el día de la Inmaculada, nos condujeron hasta el picadero de Paterna. Luego... - su voz se debilitó hasta hacerse casi inaudible-, aquel grupo de jóvenes muchachos no sabía lo que hacía. Levantaron sus armas, dispararon. Todo acabó.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mezcladas con las gotas de lluvia. Pero lo más curioso es que también caían por las mías.
- Me llamo Mercedes - dijo tendiéndome una mano fría y extremadamente pálida.
Ya lo sabía pero guardé silencio.

Los faros de un todo terreno barrieron el parque haciendo brillar las gotas de lluvia como diminutos brillantes suspendidos en el aire. 
- Espéreme aquí - le dijé a mi compañera de refugio, y avancé hacia el coche patrula completamente empapada.
- ¿Necesita ayuda?
Un joven agente sacó la cabeza por la ventanilla del coche al ver que me aproximaba.
- Lo cierto es que sí.  La mujer que me acompaña y yo nos hemos visto atrapadas por la tormenta.
El hombre estiró el cuello como un cisne y miró por encima de mi cabeza.
- ¿Qué mujer?
Debajo del árbol ya no había nadie. Sentí que mis piernas se negaban a sostenerme y un ligero cosquilleo recorrió velozmente todo mi cuero cabelludo, desde la nuca hasta las sienes.
- ¿Quiere que le acerquemos a algún sitio?
Negué con la cabeza mientras me alejaba por el parque desierto. La lluvia ya no me importaba. Tenía una historia que contar, la historia de Mercedes, aquella dama de mirada dulce que coleccionaba mantones de manila.
Después de todo - pensé mientras me alejaba-, aquella mujer había conseguido lo que pretendía: conocer a su nieta. Conocerme.

1 comentario:

  1. Esto es increible. He renunciado a la televisión por la publicidad durante las películas, y ahora, tú, Amparo, ¿me haces lo mismo?. Precísamente en lo más interesante me cortas el relato. Al menos no hay publicidad. Voy corriendo a leer la segunda parte.

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