domingo, 23 de octubre de 2011

Chicos de mi barrio


Me apeé del autobús en la avenida de Burjasot, en la parada que estaba frente a la tienda de muebles de saldo. Avancé por la calle casi desierta abrazada a mi carpeta y llegué al paseo. Eran apenas las ocho y media pero parecía media noche. Eso es lo malo del invierno,  en aquellas tardes tan cortas te sorprendía la puesta de sol tomando el café de media tarde. La última clase había sido interesante, aunque yo había desconectado varias veces. ¿El Hombre, lobo para el Hombre o el hombre, bueno por naturaleza?-, había preguntado el profesor-. Nunca había sido extremista, así es que pensé, aunque no lo dije, que ni una cosa ni la otra. Los listillos de la clase habían defendido a capa y espada sus ideas frente al envarado catedrático de derecho natural. Yo intenté disimular un interminable bostezo durante toda la clase: personas buenas y malas siempre las había habido, no había por qué darle más vueltas.

Llegué al paseo- había dicho- y nada más llegar vi el seiscientos blanco de Juan aparcado junto a la acera. Eso quería decir que mi grupo no andaba lejos. Era jueves, día que solíamos ir a cantar con los chicos que hacían rehabilitación en el hospital, pero esperaba de corazón que todavía no se hubieran ido. En aquellos días, el barrio, a partir de ciertas horas, no era el lugar más seguro y, sobre todo, el mejor iluminado.
Y no es porque el paseo no tuviera farolas, pero un porcentaje muy alto de las mismas había perdido su luz a causa de las pedradas de vándalos incontrolados que habían convertido aquel paseo de jóvenes palmeras en su campo de batalla. Lo mismo ocurría con los bancos, de granito blanco, alguno de los cuales había sido partido por la mitad. Y Dios sabría con que increíbles utensilios. Pero lo que rompía de verdad el corazón en cien pedazos, lo que alarmaba más que la semipenumbra y el vandalismo, era descubrir de vez en cuando, alguna palmera quemada, negra como el carbón, todavía vacilante. Eso sí me hacía hervir la sangre en medio de aquel paisaje urbano de esperpento.
Faltaba poco para fin de año y la humedad de aquellos días de principios de invierno de 1975, atravesaba cualquier prenda de abrigo y calaba hasta los huesos. Franco llevaba ya algún tiempo intentando morir, pero seguramente alguien estaba interesado en alargar la agonía del dictador. La incertidumbre del futuro se presentía como una tormenta lejana precedida por un viento huracanado. Avancé por el paseo con paso firme, no porque sintiera ni una pizca de aplomo sino porque el sonido de mis pisadas sobre el cemento cuarteado me hacía sentir más valerosa. Efectivamente, no tardé en comprobar que mi grupo se había ido, y que sólo quedaban, al refugio de una escuálida palmera desconchada, tres o cuatro chavales de esos que la sociedad descarta en cuanto cumplen trece o catorce años: el Jesús, el Manolo, el rubio, Morena. Fumaban Dios sabe qué y hablaban en voz muy baja. Yo me acerqué a ellos. Llevaba el portafolios pegado literalmente a las tetas.
-¿ Habéis visto a la gente de mi grupo?
Me miraron sin interés. Para ellos era una de aquellas tontarronas que iba a la iglesia a cantar canciones en latín y se distraía al volver de clase entreteniendo a los magullados que permanecían en el hospital.
- Hace rato que se han ido- me dijo uno de ellos con voz ronca-.
Eran niños, pero la vida les había regalado una prematura voz de hombre.
- Bueno, pues me voy para allá - dije sin mucho convencimiento-.
Vi que hablaban unos segundos entre sí y uno de ellos me agarró del brazo.
- Ni se te ocurra ir sola por ahí. El paseo está lleno de chaperos y violadores.
Exageraban siempre. Pero no era menos cierto que aquel paseo hecho trizas era el lugar perfecto para una emboscada terrible. Los chaperos hacían su trabajo junto al parque, ocultos bajo las largas ramas de los eucaliptos. En los violadores. si es que había alguno, no quería ni pensar.
- Te acompañamos.
Y con aquel cortejo de delincuentes juveniles que apenas habían robado unos cuantos radio-casetes y alguna que otra mobylette, me sentía increíblemente segura. Solían acompañarme hasta la misma puerta del edificio de rehabilitación y apenas si me dirigían la palabra. Planeaban, con ilusión casi infantil, los próximos hurtos, y hablaban de los barrios dónde era más fácil abrir un coche, y de los coches que presentaban menos dificultades a la hora de ser desvalijados.
Con el tiempo, supe que algunos de aquellos chicos de barrio habían retomado el camino recto. Posiblemente habían conocido buenas chicas que les habían leído la cartilla y les habían hecho pasar por el altar, ya que por aquellos tiempos no se podía pasar por otro lugar para llegar a la cama. Sin embargo, otros – y aún tengo sus rostros en el recuerdo-, acabaron mal, se dejaron embaucar por el abrazo dulce de la droga, y cayeron, como por un tobogán grasiento, hacia el abismo del Sida. Alguno llegó, incluso, al crimen, a la locura de la amenaza y de la violencia.
Tantos años después me pregunto si todo aquello pudo ser de otra manera, pero no encuentro respuestas. Las palmeras, ahora, están bien cuidadas. Las farolas alumbran y los niños corretean y juegan por un paseo transitado por ancianas que hablan de sus recuerdos y jóvenes que apuestan por recorrer la ciudad en bicicleta.
¿El Hombre, lobo para el hombre o bueno por naturaleza? Supongo qué según qué días, a qué horas y en qué circunstancias.

1 comentario:

  1. Claro que me acuerdo. Incluso, leyendote, parecía que lo estaba viviendo. Aunque ese día yo no había ido a cantar a rehabilitación. ¿Recuerdas?. Estaba en Tenerife, haciendo la mili y siguiendo a través de las noticias la evolución de Franco, ya que mi futuro era un tanto incierto. Gracias Amparo por tu relato y recibe un saludo cariñoso.

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