lunes, 24 de octubre de 2011

Frente al espejo

Aquel día lloré hasta quedarme sin lágrimas. Era una calurosa tarde de verano, de mediados de agosto. El son caía a plomo sobre las calles paralelas de aquel pequeño pueblo anclado en un estrecho valle.
Mis amigos me miraban en silencio, sin atreverse a decir nada. Yo había suplicado durante todo el día, lo había intentado de todas las formas posibles, incluso poniendo aquella carita de niña dulce que en más de una ocasión me había librado de una buena reprimenda.


Pero no convencí a nadie. Mi torrente de lágrimas fue a dar sobre tierras impermeables que no pudieron filtrar mi inocente pesar. “Es lo que siempre se hace cuando una niña ya ha tomado la comunión- me habían dicho- es lo que dicta la tradición”. Pero yo no entendía nada de estúpidas costumbres ancestrales que no encontraban respaldo en ninguna ley escrita.


A las cinco de la tarde me llevaron, como los toros a la arena del circo. Mis amigos me acompañaban en aquel breve paseo que me separaba del cruel sacrificio. Mi prima me tomó de la mano intentando darme ánimo. Ella ya había pasado por aquello hacía apenas un año.


La sala era oscura y destartalada y tenía sólo una pequeña ventana que daba a la calle. En la pared, había un espejo enorme que reflejaba mis ojos hinchados y mi rostro enrojecido por el llanto. Y sobre el espejo colgaba un retazo de guirnalda navideña pintada de purpurina que nadie se había preocupado de quitar.


Escuché unos pasos que se acercaban. Eran los de una mujer recia como un roble que entró en la habitación dando grandes zancadas.
- Siéntate frente al espejo -me dijo-
Pero yo no me moví.
- Siéntate guapa -volvió a decir en un tono más irritado- o tendré que atarte a la silla.


Su sonrisa era fría y fingida. Y creí descubrir, en el fondo de su mirada, un placer infinito que se nutría de mi dolor.


Me senté a regañadientes en aquella ajada butaca de skay, mientras mi pequeño séquito seguía observándome sin decir nada. Aquella mujer abrió un cajón de la cómoda que había bajo el espejo, y sacó una especie de sábana blanca que me puso alrededor del cuello. Parecía una minúscula doncella dispuesta a ser entregada como ofrenda a algún dios irascible. Después, cogió las tijeras mientras yo rompía de nuevo a llorar.
- Ni que te fuera a cortar la cabeza -dijo la mujer entre risas-
Primero cayó una y luego la otra. Sobre las desgastadas baldosas hidráulicas yacían mis dos trenzas, brillantes, gruesas, de un color cobrizo con múltiples reflejos.


Aquel día de verano sentí que la infancia comenzaba a alejarse de mí.

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