jueves, 20 de octubre de 2011

Leyendo en el parque

 

Desde que perdí el trabajo, solía acercarme al parque, a media mañana, con una novela bajo el brazo. Me sentaba en un banco de madera situado junto a una de las viejas alquerías restauradas, y dejaba pasar las horas bajo el sol de la incipiente primavera. Al principio todo había sido diferente. Convencida de que iba a encontrar trabajo sin demasiadas dificultades, me tracé un duro circuito de entrevistas y entrega de curriculums. Poco a poco, y en medio de un paisaje económico desolador, mi entusiasmo se fue viniendo abajo como un helado expuesto al sol. Quizá no valía la pena invertir en sueños que acababan en el fondo de cualquier papelera. Era posible que mis habilidades- pocas y arcaicas- ya no fueran apreciadas por aquellos jóvenes empresarios de cabello engominado que pululaban por horribles despachos minimalistas. Así que me dejé llevar por la desidia y el hartazgo, anulando cualquier vestigio de esperanza que, en un momento de debilidad, pudiera asaltarme.
Leía en el parque la novela ”Septiembre”, de Rosamunde Pilcher, una historia coral llena de primos, cuñados, hermanos, prados escoceses y nieblas matutinas. Era reconfortante imaginar los fríos paisajes escoceses y las charlas junto a la chimenea. Sin embargo, algo me inquietó. Llevada por un extraño presentimiento, alcé la vista y ví que un hombre se acercaba. Iba arrastrando los pies, con la mirada fija en sus propios zapatos. Me puse en guardia mientras sentía que todos mis músculos se tensaban. Aquel desconocido no parecía ser uno de aquellos jubilados con ganas de hablar y contarte la vida. Aquel hombre, por su aspecto, debía tener poco más de cuarenta años. Volví a fijar la vista en el libro aunque era consciente de que no sabía ni por qué línea iba.
-¿Le importa si me siento?
Apenas me miró al hablarme, así que yo hice un gesto de aprobación con la cabeza, aunque maldita la gracia que me hacía tener compañía en aquella mañana solitaria y feliz. Volví de nuevo a mi libro haciendo un esfuerzo por pensar que estaba sola, pero su presencia era como una sombra incómoda. Como ya suponía, no tardó en comenzar a hablar.
- Parece que quiere llover -murmuró con una voz intensamente grave-
- Sí -constesté sin mirarle-
¿Dónde estaban los chiquillos que a aquella hora de la mañana venían a cazar renacuajos en las acequias junto a las que crecían los lirios azules? ¿En qué lugar se había metido aquella joven de melena lacia que cada día daba de comer a los gatos que habitaban el parque? Me sentí tan agobiada. como si alguien o algo estuviera absorviendo el oxigeno a mi alrededor. .
- La muy zorra – dijo en voz muy baja aquel desconocido-
-¿Qué?
El hombre titubeó.
- Perdón. Pensaba en voz alta.
- ¡Ah!
Algo, remoto y confuso, me decía que debía salir corriendo de aquella situacion. Cerré el libro como si temiera hacer ruido y lo guardé en el bolso. Aquel parque era un laberinto de pequeñas plazuelas unidas entre sí por estrechos senderos. Seguro que no tardaría en aparecer alguien por alguno de ellos.
. ¿Se va?
Percibí desesperación en su voz, cavernosa y grave.
- Sí, es tarde.
- Le ruego un minuto.
Le miré. No me lo pedía. Era una orden. En sus ojos había un brillo febril e inquietante.
- Ya le he dicho que tengo prisa.
- Por favor…
Pero no suplicaba. Su mano de hierro se había posado sobre mi brazo como la zarpa de un lobo. Así que coloqué el bolso sobre mi falda, con la misma cautela que si contuviera una bomba de mano. Miré a mi alrededor. El cielo se había ido oscureciendo con grandes nubarrones grises y deshilachados que iban sumiendo el parque en una progresiva penumbra.
- Voy a matar a mi mujer.
Lo dijo sin mirarme, con la vista clavada en la gravilla que cubría el suelo. Sentí un vuelco en el corazón que me subió hasta la garganta. De nuevo miré a mi alrededor, más desesperada aún, si es que era posible. Aquel largo silencio no podía durar más.
- ¿Pero qué está diciendo? - grité sobresaltada- ¿Se ha vuelto loco?
-.Quizá…
Me había quedado paralizada, en un estado impreciso en el que dudaba si la sangre seguía corriendo por mis venas o se había detenido para siempre.
- ¿Quiere pasar el resto de su vida en la cárcel? ¿Pretende destrozar la vida de ella y la suya propia?
- No me importa.
Ni a mí, estuve a punto de decirle. No me importaba él ni los putos problemas que pudiera tener con su mujer. Quería recuperar mi mañana tranquila, mi rayo de sol a través de los olmos, las palabras amables de mi libro. La ficción que hacía olvidar mi insulsa realidad.
- Tengo que irme- dije de nuevo con un tono de voz que pretendía no admitir réplica.
Su mirada se volvió gélida.
- ¿Dónde? ¿a la comisaría?
Fue en ese preciso instante cuando intuí que tenía un auténtico problema. Aquel paranoico descerebrado me había contado su secreto. Un secreto que, posiblemente, no destrozaría una sola vida.
Respiré hondo o, al menos, lo intenté porque algo había en mi garganta que no dejaba pasar el aire.
-Escuche -le dije al tiempo que notaba cómo mi voz se había vuelto completamente diferente- Olvidemos este encuentro. Usted se tranquiliza y se piensa las cosas dos veces.
- Usted no lo va a impedir…
En aquella mirada verde y acuosa se concentraba un odio que en ningún momento supuse tan profundo. Noté que mis manos sudaban y que un ligero temblor recorría mis piernas.
- Déjeme ir o gritaré como una loca.
No dijo nada. En respuesta a mi torpe amenaza, metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una pequeña pistola plateada. Observé que sus manos también temblaban.
- Tiene dos balas. Una era para ella y la otra para mí, pero ahora…
Acercó la pequeña arma homicida a mi costado. Sentí que mi corazón se aceleraba hasta dejarme casi sin respiración. ¿Pero dónde se había metido la gente que a aquellas horas solía frecuentar el parque cada día? ¿Qué extraña confabulación de ausencias se producía para contribuir a mi absoluto desamparo?
El sonido del tramvía cogiendo la curva junto a la valla del parque, atrajo la atención del hombre que, por un instante, desvió la mirada. Ni lo pensé. Mis dientes se clavaron en su brazo con la misma fiereza que los de una leona a punto de ser atacada. El aulló de dolor y retorció el brazo. El arma, como si tuviera vida propia, se volvió contra su cuerpo. Todo fue cuestión de segundos.
Sobre el banco de madera, el hombre yacía con el arma todavía en sus manos y una gran mancha roja abriéndose paso a través de su camisa blanca.
Me levanté lentamente y comencé a caminar entre los arbustos. Sin mirar hacia atrás, me dirigí hacia la salida. Pasé junto a los columpios vacíos. Dos golondrinas surcaron el aire lanzando potentes gritos. La nubes, reprimidas hasta entonces, dejaron caer una primeras gotas finas y frías. El agua de la lluvia resbaló por mi rostro y se mezcló con mis lágrimas que, entre suspiros entrecortados, brotaron por fín.

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