sábado, 22 de octubre de 2011

El cuarto de la plancha

 

La apariencia no le importaba. Nunca había sido alta ni guapa ni rubia. Así que, convencida de que la naturaleza tenía una no comprobada tendencia en ser justa, pensó que probablemente era inteligente. pero tampoco fué así. En el colegio se atascaba con las matemáticas y la gimnasia. En cuanto venía venir el balón hacia ella, corría en dirección contraria como si la persiguiera un lobo por el bosque. Lo intentó con la música pero cuando un día se puso a tocar la flauta entre clase y clase, la echaron del aula y le confiscaron el instrumento hasta final de curso. Ella era pequeña e inocente, y alguien le había enseñado a creer en Dios y en unos ángeles, cuatro en concreto, que cuidaban las cuatro esquinas de su cama. Y pensaba a menudo que, probablemente, algún día Dios sería justo y le concedería un don. Pero los días pasaban, los demás despuntaban en unas y otras cosas y ella seguía siendo tan anodina como siempre, incluso a veces pensaba que era transparente dada la poca respuesta que obtenía de los demás.
Hasta aquel día. Hasta aquella gris y húmeda tarde de mayo en que había sido castigada por negarse a comer aquel pastoso puré de verduras. Hacía apenas dos días que había cumplido doce años y la rebeldía propia de la incipiente adolescencia comenzaba a despertar al igual que su cuerpo, lentamente pero imparable. Estaba sentada en una silleta de playa en el cuarto de la plancha, leyendo una historia sobre princesas y centauros que debía resumir en apenas quince líneas.. “Es un rollo patatero”- le había chillado a Candela- pero ésta había cerrado la puerta lentamente no sin antes avisarle de que más tarde le haría algunas preguntas sobre el contenido del libro.
Leía en voz alta: la princesa tenía una cabellera tan larga que casi llegaba a sus tobillos, llevaba un vestido plateado y una diadema adornada de piedras preciosas.. Entonces la vió. Fue la primera vez pero no la última. Estaba en una esquina de la habitación, pegada a la pared como si no quisiera dejarse ver. Tenía los ojos muy claros y una cabellera que casi le llegaba a la cintura. La niña dejó caer el libro y salió corriendo de la habitación en dirección al comedor donde su tía hacía como que leía una revista de moda.
- En la habitacxión de la plancha hay alguien.
- Sin duda. Tú, cariño.
- Alguien más que yo.
La psicóloga del colegio ya la había advertido de que estas cosas podrían pasarle. A esa edad de inseguridades y cambios, las niñas sólo querían llamar la atención y eran capaces de inventarse cualquier cosa para despertar el interés de los demás, y más en las singulares circunstancias de la niña. Así que intentó no perder la calma, respiró despacio y, sobre todo, se imaginó que estaba en otro momento y en otro lugar.
- ¿Y quien está allí contigo, si puede saberse?-
- Una mujer, joven, con el pelo largo. Esta pegada a la pared y no hace más que mirarme. Parece un fantasma- añadió en voz muy baja.
Candela sintió un escalofrío por todo el cuerpo y tomó un sorbo de la copa que tenía frente a ella.
.-Tienes una maravillosa imaginacion ¿Por qué no escribes esa historia y la llevas al colegio?
La niña dudó.
- ¿Puedo escribir aquí?
- Si te comes el puré de verduras. Está en la nevera. No pienso hacerte otra cena.
Una arcada subió hasta su garganta, desafiando la gravedad, con un sabor agrio y repugnante.
- Me lo comeré, te lo prometo.
Carmen se sentó en la mesa del comedor y comenzó a escribir. Candela la miró de reojo mientras miraba en la revista las fotos de la boda del principe Guillermo de Inglaterra. Ni de coña iba a dejar que la niña llevara la redacción al colegio. Sólo faltaba que aquella estirada profesora de lengua castellana llegara a pensar que la niña veía fantasmas en el cuarto de la plancha. Y no estaba dispuesta a otro cambio de colegio. Aquel era el segundo, una migración obligatoria forzada por la desbordada imaginación de aquella chiquilla que, como más de una vez le habían dicho, vivía en un mundo oscuro y propio.
-Ya la he terminado ¿puedo cenar?
-Si te comes el puré, te daré un petit de fresa.
Al día siguiente, ambas se durmieron. Probablemente el despertador sonó con puntualidad mecánica, pero ninguna de ellas abandonó el mundo de los sueños para abrir los ojos al nuevo día. Sobre las ocho y media Carmen se despertó de un brinco. Rayos de sol salpicados de motas diminutas de polvo entraban por las rendijas de la persiana.
- ¡ Que llego tarde!
Candela se dió la vuelta en la cama como un gato perezoso. Sin abrir los ojos, le dijo.
- Ve tú. Tienes la tropa preparada y hay cereales en la cocina.
Carmen vió la botella de ginebra sobre la mesita y después contempló la mirada perdida de la mujer, su rostro hinchado,las ojeras que rodeaban sus ojos semicerrados. Cogió su ropa y fue a ducharse.
A media mañana, Candela comprobó con horror que la niña había entregado la redacción a la profesora que se creía la madre de todas las niñas. No tardaría mucho en llegarle la circular de dirección citándola en el colegio. No pasaría mucho tiempo antes de escuchar que la niña debía ir a un psicólogo particular, que ver visiones no era normal ni a esa ni a ninguna edad. Y este aviso le molestaría aún más que el de la existencia de piojos en las aulas, que llegaba cada primavera con pertinaz insistencia.
- ¿Por qué has entregado la redacción?
-¿Por qué no? Tú me dijiste que la escribiera.
- ¿Y qué decías?
- Cosas mías.
- Te tomarán por loca si escribes de gente que se aparece. Recuerda lo que te digo. Y ahora déjame en paz y vete al cuarto de la plancha
-Ya me iba.
El cuarto de la plancha olía a almidón y a cloro. Era un olor dulce y limpio que lo impregnaba todo. En un cesto de mimbre, junto a la ventana, la ropa recién planchada y bien plegada esperaba para ser guardada. Dos días a la semana venía Gloría, una chica que mandaba el Ayuntamiento para poner la casa en orden y hacer la plancha. Carmen se sentó en la vieja mesa de madera. Tenía que hacer cuatro raices cuadradas y una lámina de dibujo, pero no le apetecía. Miró por la ventana. Le gustaba aquella vista del parque. Los árboles , que en un principio habían sido raquíticos y espigados, habían crecido, y ahora casi tapaban la fuente. Junto a un macizo de rosas blancas, había dos columpios y un tobogán donde, a aquellas horas de la tarde, algunos niños jugaban vigilados por sus madres.
Notó su presencia antes de mirar. Allí estaba, otra vez. aquella mujer de clara mirada y largos cabellos. Pero esta vez Carmen no se asustó. Vió ternura en sus ojos y cómo sus manos temblaban. Parecía que quería decirle algo pero de sus labios no salían palabras ni sonido alguno. Carmen cogió el lápiz de dibujo y garabateó con letra temblorosa: escribe, escribe, escribe. Cuando levantó la vista, la mujer había desaparecido. Carmen salió corriendo en dirección a la sala de estar donde Candela dormitaba en el sofá. La niña le tiró una suave manta de algodón sobre las piernas y volvió de puntillas al cuarto de plancha. Y comenzó a escribir. De las tardes de verano, de su tía y su botella de ginebra, de los niños que jugaban en el parque, del olor de la ropa recién planchada, de la leche caliente de las mañanas, de las cenas en soledad.
Al día siguiente la castigaron sin recreo por no haber entregado los deberes de matemáticas. Sin embargo, y en ese mismo instante, la profesora de lengua lloraba en un rincón de la sala de profesores mientras leía la redacción de Carmen.
-¿ Te pasa algo? – le pregunto el profesor de latin, un adusto hombre de nariz perfecta que si no fuera porque estaba sentado frente al ordenador, hubiera parecido el mismo emperador Justiniano redactando su códice.
- Esta niña, Carmen, cómo escribe… Tengo que hablar con su madre.
. Vive con su tía. Su madre ¿no recuerdas?murió en el parto.
-Dios! Lo había olvidado.

Hacía una hora que Carmen se había acostado y Candela se tomaba la última copa frente al televisor. No lo había hecho bien. Nunca lo había hecho bien, Había dejado que aquella pobre huérfana creciese sintiendo que no servía para nada. No había sabido descubrir sus talentos y ahora aquella envarada profesora de lengua se lo echaba en cara sin ningún recato. Contempló el cuaderno que Carmen había dejado sobre la mesa antes de caer rendida de cansancio. Leyó: Cuando es casi de noche, pero aún no se ven las estrellas, la tía de Alice saca una copa mágica de la alacena que hay junto a la chimenea y empieza a beber y a beber hasta que sus ojos se vuelven de plata. pero sus penas nunca se ahogan porque nadan como jóvenes cisnes en el lago. Un día, estando en el bosque, creyó ver un hada que había muerto muchos años atrás a manos de un terrible oso gris, y aquella mujer de largos cabellos y oscura mirada le gritó entre los árboles ¡rompe la copa! rómpela!…
No habia escrito más pero era suficiente. Era inútil negarlo. No había podido soportarlo. Ni siquiera lo había intentado. Y cuando aquel médico con cara de circunstancias le había puesto el bebé en sus brazos, ella sólo sintió que le habían jodido la vida.
La rabia ahora subía hacia su garganta como un amargo jugo gástrico. No era tarde. Nunca era tarde. Lanzó la botella contra la pared y vio fascinada cómo saltaban los cristales en todas direcciones. Después entró en el cuarto de la plancha y respiró profundamente el olor a jabón de lavanda. Comenzó a planchar. Como doce años atrás.

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