domingo, 23 de octubre de 2011

La última carcajada

 

La muerte da siempre la última carcajada. Una carcajada cruel e intensa que borra de un zarpazo cualquier amago de sonrisa, cualquier intento de esperanza.
Ayer, a las seis menos cuarto de la tarde, dimos un último adiós a nuestra prima. Fue en un pequeño cementerio situado en un pueblo tranquilo del mediterraneo. Hacía frío y el aire estaba saturado de dolor. Hacía apenas mes y medio los hijos enterraban a su padre, una muerte anunciada tras años de silencioso padecimiento. Pero esta vez no. Esta vez la muerte había dado un golpe bajo y rastrero, miserable. Mi prima, una mujer alta, de dulces ojos azules y rostro bondadoso, se fue a dormir para no despertar. Se había pasado la vida entera cuidando a unos y a otros: padres, suegros, hijos, esposo… y ahora le tocaba vivir a ella, dejar atras su pequeño patio salpìcado de geranios y hiedra, y sentir que por fin era su momento. Un tiempo para ver atardecer bajo los olmos en el cercano caserío donde tenía una vieja casa pintada de rojo. Un tiempo para pasear entre los campos de olivos. Un tiempo para jugar con los nietos, sentarse en la calle, hablar con los vecinos. Se lo había ganado a pulso.
Pero no. Apenas pudo disfrurtar de esa libertad recuperada. Se fue en silencio como una bella durmiente sin principe posible, sin beso resucitador.
Una luna casi llena se colaba entre los cipreses mientras dejábamos atrás el cementerio y volvíamos al pueblo. El silencio era más elocuente que todas las palabras del mundo. Estábamos triste, pero sobre todo, enrabiados. Hacía frío, un frío seco de otoño que se colaba a través de los abrigos. Y desde algún lugar del valle llegaba el eco de la carcajada, una carcajada amarga, devastadora, capaz de aniquilar la más leve de las esperanzas.
Que la paz que ella supo dar a todos, la acompañe para siempre.

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