miércoles, 29 de mayo de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XV


Desperté presa de una gran inquietud. La lectura que precedió al sueño la noche anterior no consiguió adormilarme sino todo lo contrario.  Estuve leyendo casi durante una hora, adentrándome poco a poco en la historia cotidiana de aquellos días oscuros de la Segunda Guerra Mundial. Para mí, aquellos acontecimientos que sólo había conocido a través de los libros de historia, estaban ya enterrados en la memoria del tiempo, pero no cabía duda de que algunas personas que deambulaban por las calles de París o se sentaban en el rincón más fresco de cualquier parque, habían vivido aquellas trágicas jornadas, y sin duda conservaban en su maltrecho disco duro - su viejo cerebro- miles de imágenes y recuerdos de esos días aciagos.
Alice dormía plácidamente, así que pensé que  era el momento ideal para prepararme un café descafeinado y un par de tostadas  con mermelada de naranja amarga. El día había amanecido nublado pero no hacía frío. Después del desayuno, miraría el mapa de la ciudad a ver dónde podía llevar a dar un paseo a la pequeña. 
Me sentía muy perezosa y extremadamente cansada para estar recién levantada, así que el lugar elegido debía estar cerca de casa. Había visto un parque de toboganes no muy lejos, pero temía que la niña cayese de cabeza desde lo más alto, o resbalase violentamente dándose una espantosa culada contra el suelo. También podríamos ir al zoo, pero estaba muy lejos, y si bien era posible que  los monos y los flamencos hicieran gracia a la niña,  probablemente no le gustaran tanto los aguerridos tigres y los feroces leones. Ya veríamos.
 Mientras me tomaba el café con leche junto a la ventana, sonó mi móvil. A aquellas horas tan tempranas sólo podía ser una persona: Javier. 
- ¿Ya se ha despertado Alice?- inquirió con su habitual tono desenfadado- 
- No -respondí a punto de atragantarme con el sorbo de café-. Duerme aún. 
- Déjala dormir lo que quiera - añadiendo a continuación-. ¿Tienes ya plan para hoy?
Posiblemente, mis planes le iban a parecer descabellados, pero nunca he sido capaz de mentir si no es tras un proceso de larga  premeditación. 
- había pensado  ir al Zoo, pero...
Me interrumpió.

- Ni se te ocurra. Está en el Bosque de Bolonia, demasiado lejos para ir caminando. Va ser muy pesado para las dos ¿Por qué no vas al jardín de Tullerias? A Alice le encanta. 
  El presentido cambio de planes se había cumplido.
- ¿Ah sí-? ¿y está cerca? - añadí al tiempo que me despedía mentalmente de los soberbios tigres y los espectaculares leones. 
- Muy cerca, y en medio del jardín hay un estanque lleno de patos. No puedes imaginarte cómo disfruta Alice viéndolos chapotear.
Sí podía imaginarmelo.
- Bueno - conteste con fingida satisfacción-, pues ya tenemos plan para esta mañana.
No sé si Javier notó mi tono de desaliento, pero la perspectiva de pasar otro día de jardín con estanque y patos, me aburría hasta el límite. Sin embargo, estaba claro que no era yo la que debía divertirse. 
- Podéis incluso subiros a la noria. 
Sentí un intenso terror. 
-¿ Hay una noria en ese parque?
- Gigantesca - respondió con una carcajada-. Supongo que a la peque le dará miedo. 
- Y a mí también, te lo aseguro. 
-Que paséis un buen día. Ya me contarás. 
Colgué la llamada. Estaba claro que aquel era un adiós casi definitivo a las jirafas y a los monos saltarines, y un buenos días  a los patos y a los desagradables cisnes. ¿Había dicho una noria? No hacía falta que me restringieran el acceso a tal artilugio de tortura. Todavía no había olvidado el día - hacía ya muchos años- que la Noria de la feria de Navidad, instalada en el río, se había estropeado y nos habíamos quedado durante casi una hora balanceándonos en el aire y ateridos de frío. Ese día dije adiós para siempre a las norias y a toda suerte de cachivaches agobiantes  que a veces sólo sirven para que más de uno acabe echando hasta la primera papilla. 
Alice se despertó poco después de muy buen humor. Le di el desayuno, la vestí y la senté en su cochecito. Seguí la ruta que Javier me había indicado por teléfono. Desde luego, pensé una vez más, la existencia de un río siempre facilita las cosas, más aún si los alrededores de éste están saturados de bellísimos lugares de interés. 
Llegamos al jardín de Tullerias en poco más de media hora, mientras Alice parecía reconocer el lugar y palmoteaba alegremente golpeando el coche con sus botitas de piel. La miré con ternura. Era una niña encantadora y feliz. No podía comprender cómo su madre podía ignorarla de aquel modo; más aún, no podía comprender cómo Javier guardaba un extraño silencio ante tal inquietante muestra de ausencia de sentimiento materno. ¿O quizás no guardaba silencio?
Cuando camino, suelo pensar, quizás en exceso, así que me aparté el pelo de la cara y con este gesto dí por concluida aquella reflexión que no iba a llevarme a ningún sitio. Al girar y dejar atrás un enorme arbusto de boj, pude divisar la colosal noria de la que me había hablado Javier, y no pude dejar de sentir un estremecimiento a la altura del estomago.  Afortunadamente, antes de llegar a ella, se encontraba el estanque de los patos. Alice daba brincos alocados en el cochecito como si estuviera a punto de descuajeringarlo. Saqué la bolsa de pan duro y eché trocitos al agua no sin antes pensar que, posiblemente,  aquella inocente acción en París podía considerarse un delito. Los patos acudieron mansamente mientras la pequeña estiraba los brazos intentando cogerlos. Antes de que aquello fuera a más,  continué el paseo por el parque y busque un banco al sol para sentarme un rato. Encontré el lugar que buscaba bajo  unos frondosos árboles.y tomé asiento. Estaba realmente cansada aunque era evidente que aquel cansancio no tenía nada que ver con la dureza del trabajo. Cerré los ojos y me descalcé. La luz del sol atravesaba mis párpados y fundía toda mi visión en un plano anaranjado. Escuché pasos sobre la gravilla y abrí los ojos. Temía que en un descuido tonto, me quitaran a la niña. 
- Bounjour Asun...
No me lo podía creer. Siempre en las ciudades más grandes se producen los encuentros más inesperados. 
- ¡Coraline! - exclamé- ¿Qué estás haciendo aquí? 
- Marcher. Je suis tres fatigué...- contestó dando un largo suspiro mientras tomaba asiento junto a mí. 
Conociendo su trabajo, no me extrañó nada su extremo cansancio.
 - Je suis avec la petite Alice- dije señalándole a la niña que la miraba ensimismada. 
- C´est tres belle - exclamó- muy... bonita. Etes vous heureux?- añadió.
Creí haberla entendido. 
- Muy contenta. 
- -Et sa mère? Est sympathique?
- No - contesté sonriendo- 
Y ella se echó a reír tirando el cabello hacia atrás como una niña pillada en una travesura. 
Vous devez venir a ma maison - dijo de repente- 
- Quieres que vaya a tu casa?- pregunté por si no la había comprendido bien- 
- Si, mi casa, si vous plait. Esta... apres-midi.
- ¿Esta tarde? No pue...
Pero sí podía. Era mi tarde libre y no tenía nada planeado. Sería interesante conocer dónde vivía aquella criatura.
- ¿Donde vives?- pregunté- C´est loin?
Abrió su coqueto bolso de terciopelo rojo, sacó una pequeña libre- ta y escribió la dirección. 
- C´ est un quartier... muy lejos. Vous - dudó- coger el bus. 
- De acuerdo - afirmé con una sonrisa mientras guardaba el papel doblado en mi bolso. 
- ¿A cinco horas?
- ¿A las cinco? perfecto - respondí antes de que pudiera arrepentirme. 
Coraline se levantó pausadamente, me estampó sendos besos en ambas mejillas, y se alejó meneando graciosamente su cuerpo joven. Viéndola, me sentí madre sin serlo. Si aquella chiquilla abandonada a su suerte fuera mi hija, la cogería de los hombros y la zarandearía hasta que le cayesen todas las tonterías de la cabeza. Pero ella no era mi hija y ya hacía tiempo que llevaba las riendas de su propia vida. Solo podía aconsejarle, si es que se dejaba. 

Acabé pronto de comer, y sobre las tres de la tarde bajé a la pequeña Alice con su padre. Cuando entré, Javier estaba pasando una carta manuscrita al ordenador. 

- ¿Quieres que me quede esta tarde con la niña? - dije al verle trabajando-. No me importa...
Ya lo creo que me importaba, pero no podía decir otra cosa. 
- En absoluto - contestó mientras se levantaba ágilmente-, es tu tarde libre y la debes disfrutar. Además, estoy encantado de quedarme con la niña. ¿Qué piensas hacer?- preguntó dando por zanjado el tema-
- Voy a visitar a una amiga.
Desdichada de mí, no sabía mentir. 
Javier no dudó en mostrar su extrañeza. 
- ¿Ya tienes una amiga en París?
No tenía ganas de entrar en detalles pero siempre he sido una presa fácil para cualquier tipo de interrogatorio. 
- Realmente, la conocí en Montpellier, y hoy he vuelto a encontrarla en el parque, mientras paseaba a la niña. 
- Pues ya es casualidad. ¿Donde vive?
Demasiadas preguntas - pensé un tanto enojada- 
- Espera- dije- 
Saque el papel de mi bolso, y leí: Clichy sous bous.
Javier dejó de sonreír.
-Eso son los suburbios. Malos barrios. 
- ¿Y...?
Ultimamente ha habido graves disturbios en esa zona. Es un barrio marginal, con mucha gente sin trabajo, delincuencia...
- No me asustes - dije intentando restar dramatismo a una situación que no quería se me fuera de las manos-
- No pretendo asustarte. Solo quiero que sepas donde te metes y que tengas precaución.
- Claro, la tendré. 
No se ocurría otra cosa que decir. Y por un momento dudé en emprender la aventura. 
- Ten cuidado - volvió a repetir Javier-, y procura que no se te haga muy tarde. 
- No te preocupes- dije- Volveré pronto y pasaré a recoger a Alice. 
- ¿Cenarás con noso...?
No le dejé acabar la frase. 

- De verdad que no, gracias. Me haré un sandwich y veré un rato la televisión. 
- Como quieras. 

Después de la breve conversación, Javier no se quedó muy convencido ni yo tampoco, pero a los cinco minutos estaba en la parada  del autobús un par de calles más abajo. No tuve que esperar mucho. El autobús urbano llegó en diez minutos. Tomé asiento junto a la ventanilla y me dispuse a contemplar el paisaje. A la parada siguiente, subieron dos hombres de color y una joven mujer  con shador. Esta última se sentó a mi lado sin mirarme. Sabía -lo había visto en el mapa- que aquel oscuro suburbio estaba a una buena distancia del centro de la ciudad. Efectivamente, después de hacer varias paradas, salimos del casco urbano. Grandes espacios verdes se interrumpían con desangelados bloques de viviendas  que parecían hongos creciendo en medio del bosque, El autobús tomó un desvío a la derecha y subió un pequeño remonte. Allá a los lejos pude divisar el barrio: edificios impersonales, horribles, sin balcones ni miradores, ni el más mínimo adorno. Sólo ventanas, todas del mismo tamaño, sin gracia, con los cristales rotos muchas de ellas. Con toda probabilidad, al arquitecto que las diseñó no le habrían dado ningún mérito a la originalidad.  Bajé en la segunda parada tal y como me había aconsejado Coraline. Junto a mí se apearon otras cuatro personas, tres jóvenes vestidos con ropas tres tallas superiores al volumen de sus cuerpos y la joven magrebí de profundos ojos negros que se había sentado a mi lado y no había levantado la mirada del suelo. Sin duda, este era otro París. 

 Nunca me han gustado los territorios nuevos, me siento insegura y vulnerable como un gato perdido a plena luz del día. Avancé por la acera mientras sostenía el papel con la dirección de Coraline en una mano y miraba hacia uno y otro lado intentando saber en qué punto exacto me hallaba. No había duda de que Javier había sabido meterme el miedo en el cuerpo. De todas formas, sentí que había una calma excesiva, como ese silencio cargado de tensión que precede a las tormentas. Dios, aquel barrio estaba estructurado por algún lánguido descerebrado. Los edificios se sucedían unos a otros en forma de escalera, rodeados de grandes jardines abandonados donde el césped crecía como hierba silvestre. No había tiendas, ni cafeterías ni quioscos. Las aceras estaban rotas y los arbustos sin pedigrí se las comían a bocados.

De pronto, escuché un ruido lejano y sordo. Era una muchedumbre que gritaba, que empezaba a salir por todas partes, de todos los rincones. Al final de la calle tres coches de policía permanecían cruzados. Pude notar cómo se encogía mi corazón. ¿Era el momento de dar media vuelta y salir pitando?. Alertada por un ruido a mis espaldas, me dí la vuelta. De uno de aquellos portales destartalados salió una docena de jóvenes  profiriendo gritos. Llevaban los rostros semitapados con pañuelos y pasamontañas. Uno de ellos lanzó un artefacto contra un coche, y después de una fuerte explosión, éste comenzó a arder. Ese fue el momento en el que varios coches de policía entraron en el barrio haciendo sonar sus sirenas enloquecidas, Sin saber cómo, me vi envuelta en aquel barullo de humo, gritos y confusión. Había viajado desde el paraíso hasta el infierno en apenas unos minutos. Corrí por puro instinto de supervivencia intentando escapar de aquella locura. Y en mi ciega carrera, tropecé y caí al suelo. El asfalto frente a mi rostro y a mi alrededor un alboroto que iba creciendo más y más. Una moto se detuvo junto a mí. Alguien me cogió del brazo y me levantó del suelo. No pude ver su rostro, oculto tras un casco. Con la mano me indicó que subiera a la moto, Puede ser que fuera por el efecto de la caída o por el miedo, pero no lo pensé ni un minuto. Tenía que salir como fuera de allí. 
- Ou habitez.vous?- gritó el desconocido- 
La voz sonó opaca a través del casco. 
- En París - pude contestar casi sin aliento- muy cerca de Notre Dame. 
Sin contestarme, aceleró y atravesó una nube de humo que se extendía sobre el asfalto, dejando atrás a velocidad de vértigo el griterío que llenaba la calle. No llevaba casco, pero si a aquel caballero que me estaba sacando de las mismas fauces de Lucifer no le importaba, a mí tampoco.
La moto sorteó toda serie de obstáculos con pasmosa facilidad. Yo me aferraba con tanta fuerza a la chupa de cuero de mi salvador que no dude ni durante un segundo que estaría clavándole las uñas. en las costillas. Pegué la cabeza a su espalda y cerré los ojos. A pesar de ello, el viento azotó con fuerza mi rostro y despeinó mis cabellos. En apenas unos minutos, dejamos atrás la batalla campal y salimos a una carretera que circulaba junto a un bosquecillo de tilos. El hombre detuvo la máquina y se volvió hacia mí.
- Ça va?
- Ça va- contesté con voz temblorosa.
En sus ojos - lo único que podía ver en ese momento- advertí una mueca de sorpresa.
- ¿No eres francesa?
- No, soy española.
La mueca se transformó en sonrisa.
- Y yo. ¿Pero qué hacías en este barrio? ¿Es que no lees las noticias?
Sonaba a reproche. No pude responder. A nuestras espaldas aún se podían escuchar los aullidos de los coches policiales y el fragor de la batalla.
- Salgamos de aquí cuanto antes- dijo poniendo nuevamente la moto en marcha.

En mucho menos tiempo del que había tardado el autobús, llegamos al centro de París. Cuando faltaban apenas unos veinte metros para llegar a casa de Javier y Juliette, le di un toque en el hombro.
- Es aquí - dije mientras intentaba recuperar una respiración pausada-
El hombre detuvo la moto junto a la acera y apagó el motor.
- ¿Vives aquí? perdona,- dijo mientras se quitaba uno de sus guantes y me tendía la mano- soy Guillermo Moujín.
Me presenté.
-  Yo soy Asun. Entonces ¿no eres frances?
- Medio, medio. De padre francés y madre española. Nací en Salamanca.
- Gracias por sacarme de aquel caos. Trabajo aquí- indiqué mientras señalaba el edificio-, de niñera.
- Yo soy profesor de castellano en el barrio, pero hago un poco de todo. ¿Qué hacías allí?
- Tengo una amiga que vive en esos bloques.
- Es una zona realmente explosiva - comentó- la pobreza siempre acaba convirtiéndose en una bomba de relojería.
Se había quitado el casco y lo había dejado sobre la moto. Observé su rostro. Los cuarenta ya no los cumplía, pero eso no hacía mella en un rostro de proporciones clásicas donde destacaban unos hermosos ojos verdes.
- Gracias por todo -dije-. Ha sido una suerte encontrarte.
- También lo ha sido para mí. Nos vemos.
Se colocó el casco, puso la moto en marcha y se alejó siguiendo la orilla del Sena.
Sentí que las piernas me temblaban y noté que tenía los ojos resecos. Debía serenarse para poder poner mis sensaciones en un cierto orden. Tenía claro que, por los pelos, no me había pasado algo. A no ser por la aparición providencial de... ¿había dicho Guillermo?, que me había rescatado del asfalto, igual había acabado siendo una víctima del fuego cruzado entre manifestantes y policía.
Abrí el portal y subí por las escaleras hasta el ático. Necesitaba quemar adrenalina. Entré en casa sin aliento y fui a parar directamente al sofá. Estaba exhausta. Todo había pasado tan deprisa que precisaba detenerme para comprenderlo. Aunque realmente lo que me urgía era una ducha muy caliente -de esas que te dejan la piel enrojecida- y una aspirina. Todavía no me dolía la cabeza pero seguro que acabaría doliéndome. Eran ya las siete de la tarde y debía pasar a recoger a Alice a las ocho. Tenía una hora para darme una ducha y reflexionar sobre todo lo que había pasado aquella tarde. Realmente, había sido providencial que aquel hombre me hubiera recogido como si yo fuera un perro atropellado. Una sensación extraña, que navegaba entre la fatiga absoluta y una rara exaltación, me dominaba. Y sentía también la necesidad de contarlo todo,  a quien fuera, pero en aquella casa tan vacía sólo había alguien capaz de escucharme sin interrumpirme, el oro memorión.
La visión de ese otro París, atormentado por la desesperanza, atrapado en la desmotivación más absoluta, me había dejado un sabor áspero y amargo. Era seguro que Coraline se había quedado esperándome junto a dos tazas de café frías, aunque también era más que probable que, al ver los disturbios en la calle, se imaginase que no había forma de llegar a su casa.
Estaba tan cansada que me quedé dormida, hasta que unos golpes suaves en la puerta me despertaron. La aspirina había hecho efecto. La cabeza no me dolía, pero mi cuerpo estaba cubierto de un desagradable sudor frío. Al abrir la puerta, encontré a quien esperaba: Javier con la niña. La pequeña se lanzó a mis brazos en cuanto me vio, y sin duda Javier se percató de que  algo no había ido bien, porque no tardó en preguntarme:
- ¿Qué tal la tarde libre, Asun?
No me sentía capaz de mentir. Y supuse que mi rostro demudado hablaba por si mismo.
- Desastrosa - contesté mientras cogía a Alice en brazos-. He ido a parar, sin saber cómo, en medio de una batalla campal entre manifestantes y policías.
- Dios mío - exclamó Javier ¿Pero estás bien?
Intenté quitarle importancia al asunto. Lo que menos quería en aquel momento es que Javier pensara que era una insensata.
- No ha sido para tanto. Un susto.
-¿Cómo has vuelto?
Disparaba las preguntas como si fueran flechas.
- En taxi- mentí.
- Menos mal - suspiró- No son buenos barrios, Asun. Otra vez le dices a tu amiga que el café lo tomáis aquí.
Era mejor no llevarle la contraria.
- Si- dije-, seguro que será mejor así.
-La niña ha cenado y está bañada.
- No sabes cuanto te lo agradezco. Buenas noches.
Era verdad. Estaba absolutamente agradecida a que me entregara a la niña cenada y bañada. Cerré la puerta despacio y busqué el pijama de Alice. Después me puse el mío y me fui con ella al sofá. La niña no tardaría mucho en coger el sueño, y aunque la norma recibida de sus padres era que se durmiera sola en la cuna, aquella noche necesitaba sentir su olor a bebé recién bañado y su manita diminuta descansando sobre mi pecho.
Una hora más tarde la acosté en su cuna y la tapé con su manta de algodón. Me caía de sueño y de cansancio, así que entré en el cuarto de baño a lavarme los dientes. Desde el piso de abajo llegaban claras las voces de Javier y Juliette.
Escuché pegando la oreja a la pared.
- Où avez-vous dit qu´elle est partie?
-a Clichy sous Bois.
- Mon Dieu - pude escuchar que contestaba Juliette- .¿ N´est-ce pas un quartier d´immigrants miserable? 
- Juliette...
- C´est la verité, non? 
-¿Que diría tu padre si te oyera hablar así?
Se produjo un silencio prolongado, roto al fin por la voz de Juliette.
- Qui sait...
Me dolía el cuello de tener la cabeza pegada a la pared. ¿Qué pensaría Maurice si la oyera hablar así? ¿Por qué se había referido a aquellos seres marginados con tanto desprecio? ¿Qué demonios les podía importar a ellos donde había pasado yo mi tarde libre? Me encogí de hombros porque no encontraba respuesta para ninguna de mis propias preguntas. El sueño y el cansancio me habían vencido una vez más. Sólo esperaba no tener pesadillas, porque motivos, los tenía.


martes, 28 de mayo de 2013

La isla desierta


¿Que me llevaría a una isla desierta?, a una de esas islas que salpican el mar turquesa del Caribe como partículas escapadas del Paraíso. ¿Alguna vez os han hecho esa pregunta, o quizás os la habéis hecho a vosotros mismos?
Pues yo, no me preguntéis porqué -desvaríos de la primavera supongo- me la he hecho en esta tarde ventosa de primavera. Y  he sido presta en contestar. 
En primer lugar, no me iría, porque estoy muy bien donde estoy, en mi ciudad mediterránea empapada de sol, en mi barrio de extrarradio donde crecen las palmeras. y a cuya sombra charlan los ancianos de la vida ya vivida. Pero bueno, si me pusieran una pistola en la espalda, probablemente sería sensata y me iría, y me llevaría, en primer lugar, crema solar, factor máximo,  para no achicharrarme como una lagartija de secano. Metería en la mochila, claro está, un libro para matar el aburrimiento, una libreta, un bolígrafo y una mantita de algodón, que digo yo que por muy paradisíacas que sean esas islas, por la noche debe soplar un surrusco de esos que te hielan hasta las entrañas. 
Y en otra maleta, ésta invisible,  guardaría todos mis recuerdos, que ya son muchos, y mis ilusiones, que si rebusco con insistencia por aquí y por allá, alguna me debe quedar. Me llevaría también mis decepciones, que han sido más de las que esperaba, No podría olvidarme de mi sonrisa, la cual ni en las peores circunstancias me ha abandonado.  Llevaría conmigo los nombres de algunas personas para  no olvidar nunca lo que es la amistad. Y acarrearía también con los nombres de otras personas para no olvidar nunca lo que es la traición. Me llevaría todos mis sueños, los que se cumplieron y los que aún pululan por ahí un tanto descacarillados. Me llevaría lo que aún queda de mi espíritu rebelde por si encontraba por allí alguna causa injusta contra la cual rebelarme. Y, por ultimo, metería en mi mochila invisible, el objetivo más básico y más perseguido a lo largo de cualquier vida saludable, ser feliz a pesar de los pesares. 
Y me sentaría debajo de una palmera caribeña, como los ancianos de mi barrio, y me olvidaría definitivamente de usureros, políticos, banqueros, jueces, inspectores de hacienda, ladrones de calzón blanco, corruptos variados, yernísimos reales, tesoreros rateros hipotecas, deudas, notificaciones, impuestos, tasas falseadas, normas insensatas y leyes estúpidas.  
Y dejaría atrás, para siempre, el miedo. 
Sólo por eso ya valdría la pena achicharrarse un poco. 

lunes, 20 de mayo de 2013

Monstruos de la noche



La primavera estaba haciendo de nuevo de las suyas. Enloquecida por completo, igual llovía que salia el sol, que movía un aire huracanado. Aquella tarde de viernes había sobrevenido una tormenta repentina y me había calado hasta los huesos. Cuando llegué a casa me cambié de arriba a abajo y me tiré sobre el sofá como si acabaran de clavarme un cuchillo en la espalda. 
Después de una semana que había resultado ser agotadora, merecía tener una noche de viernes tranquila y feliz,  o al menos, tranquila. 
Cené con mis hijos, vi un rato la televisión y me fui a dormir. Dejé la ventana entreabierta para que entrara por ella el aire perfumado de mayo. Unos segundos después sentí que alguien saltaba sobre mi cama, como todas las noches, y se acercaba a olisquearme la cara.
- Déjame Tito.
El gato se alejó pateándome todo el cuerpo y buscó cobijo en la curva de mis piernas. En la oscuridad noté como se enroscaba y se disponía a dormir. Yo también.
En la calle, una pandilla de canis alborotaba el silencio, Las sábanas estaban frescas y yo las acaricié con mis pies juanetones y cansados. Me complací pensando que el sábado no tenía que madrugar, así que puse la alarma del móvil a las nueve y media, que tampoco era cuestión de perder una mañana que presentía soleada. 
Y fue entonces, en ese preciso momento de justo y merecido descanso, cuando pude escucharle. No, por Dios - pensé aterrorizada- y di manotazos en el aire para quitármelo de encima. Aquel monstruo de la naturaleza, criatura vampírica surgida de las profundidades de las cloacas, no iba a jo... fastidiarme la noche. Encendí la luz precipitadamente. No vi nada. En ocasiones, la maldad es invisible o quizás se mimetiza con el caótico entorno. 
Mientras tanto, mi gato, Tito, me miraba espantado como diciendo: ¿Qué coño te pasa ¿Por qué no dormimos?
Apagué la luz de nuevo. Un rayo de luna entraba por la ventana entreabierta creando una penumbra inquietante. No iba a permitir que aquel engendro volviera a abalanzarse sobre mí para chuparme la sangre. Mi sangre es mía -pensé muerta de sueño-, quizás poco edulcorada, posiblemente colestérica, pero mía al fin y al cabo. Y no pensaba compartirla con ningún bicho raro, nacido probablemente de un despiste del Creador. 
Pero allí estaba otra vez, atacando con furia, sediento, anhelante de sangre fresca. Como no tenía otra opción, cogí la manta y salí al comedor para dormir en el sofá. Aquella no estaba siendo la noche feliz y tranquila que yo deseaba. Miré la hora. Eran ya las dos y media y todavía no había conseguido pegar ojo. Tito salió de la habitación y saltó al sofá buscando de nuevo el calor de mi compañía. 
Los párpados me pesaban, todo el cuerpo me pesaba. Cerré los ojos, agotada, pero aquel monstruo hambriento no conocía la saciedad. Esta vez se lanzó contra mi rostro, única parte de mi cuerpo que estaba descubierta. No pude hacer nada para frenar su embestida. 
Desesperada, volví de nuevo a la habitación y cerré la puerta tras de mí. Después, cerré la ventana. Ninguna criatura de la oscuridad iba a seguir perturbando mi sueño. Me tapé hasta las orejas, y al fin, me dormí. 
Es cierto que me encantan los animales, pero se que mi conciencia no se inmutará cuando pueda por fin matar a ese maldito mosquito, o a uno de su familia.

viernes, 17 de mayo de 2013

La riuada


Corria l'any 1970, més o menys. Era un dia de tardor, fosc i gris com una pell de rata. Féiem els exercicis en silenci mentres la professora mirava un llibre. En aquells temps que ja pareixen llunyans, el col·legi era únicament per a xiquetes, xiquetes que només podíem portar faldes - mai pantalons-, i el pèl ben arreplegat en una cua de cavall, cues o trenes. Però res de pèls solts que pogueren ocultar els nostres rostres adolescents.
 Les palmeres del passeig dansaven al so d'un vent embogit, mentres les primeres gotes de pluja començaven a estavellar-se contra els vidres. La professora de francés va mirar cap a la finestra i va fer una carassa de desgrat. Portava una cabellereta rossa a l'altura dels muscles, tenia una cara agradable i una suau veu cantadora. De sobte, pel corredor es van sentir passos precipitats. La porta de l'aula es va obrir sense ni tan sols uns colpets previs o un discret es pod?. Allò, sens dubte, havia de ser una emergència en tota regla. Era la Mercedes, la professora de matemàtiques que, quan plovia, sempre es posava sobre les seues sabates unes fundes de plàstic transparent que eren motiu constant de les nostres mofes.
 - Totes a casa, xiquetes - va cridar des de la porta-. Ve una riuada. El riu està a punt de desbordar-se. 
Era mitja matí i totes les xiquetes vam tancar les nostres llibretes i ens vam alçar d'un bot. 
- I he dit totes a casa, immediatament - va tornar a repetir la Mercedes enmig de l'aldarull que creixia com a bromera sobre onada.
Vam agafar les motxilles, les jaquetes i vam baixar  l'escala a trompades, com jóvens cangurs escapats de la reserva. 
Estava clar que no pensàvem anar a casa. Sense excepció, ens en vam anar totes directament a veure el riu."

lunes, 13 de mayo de 2013

De santos y no tan santos



Que no, que no tengo nada contra los santos. Dios me libre, nunca mejor dicho. Pero es que por circunstancias de la vida, en las últimas semanas estoy leyendo, muy a pesar mío, ciertos libros religiosos escritos en los años cuarenta, que me están rompiendo todos mis píos  esquemas.
Hagamos un viaje en el tiempo e instalémonos cómodamente en el año 1247. No hace falta que cojáis las maletas pero, por si las moscas, podéis pertrecharos detrás de un abrecartas bien afilado o una espada samurai. de esas que se venden en los bazares chinos. 
Estamos a las puertas de Sevilla, codo con codo con el rey Fernando III que cabalga con la imagen de la Virgen pegada a su espuela ensangrentada. Hemos conquistado, junto a él, Jaén y Córdoba y no hemos dejado un sólo musulmán en sus calles. No los hemos matado ¿eh?, los hemos exiliado por la vía rápida.  A ver si nos enteramos de por donde van los tiros, o los sablazos en este caso. Esto no es una reconquista, es una fiera cruzada contra el infiel, aunque este tenga dos meses y se lo haga en sus pañales. Fernando III, el rey que no perdió batallas, el rey piadoso y santo por excelencia, inicia en el año citado el cerco de Sevilla, que va a durar quince meses. Y lo hace, en primer lugar,  cortando el suministro de agua potable a esa ciudad. Todo sea por la fe cristiana.
Sabemos, porque lo estudiamos en primaria, que las primeras víctimas de cualquier asedio son los enfermos, los ancianos, los niños y las mujeres. Pero qué importa, si el fin justifica los medios. No hay datos, evidentemente, sobre la cifra de personas que murieron a consecuencia de ese despiadado sitio que se prolongó durante quince meses, pero probablemente fueron miles. A continuación, una vez rendida la ciudad, Fernando pasa la fregona, hace un rápida limpieza étnica y deja las calles vacías, silenciosas, unas calles en las que el viento hace golpear las contraventanas y las voces y las risas se han apagado porque allí no queda nadie. Todo sea por la fe cristiana. 
Fernando - ya lo hemos dicho-  no conoce derrota. Es además de un guerrero profesional, un padre vocacional - tuvo quince hijos- , y sin duda, un artífice de la reconquista, un creyente abnegado y un buen estratega, pero... ¿un santo?
 Corre el año 1252. Cuando el rey ve que su muerte se acerca, deja la cama y se tumba en el suelo, sobre cenizas. Se ata una soga al cuello y coge una candela en su mano. A su alrededor amigos y parientes rezan y cantan mientras él pide perdón por los errores cometidos. No sabe cuántos.
En el año 1671, el papa Clemente X canoniza a Fernando III que pasa a ser San Fernando, seguramente como agradecimiento por haber echado a patadas al Islam de lo que algún día fue Al-Andalus.  De todas formas, confieso que a mí los Papas de aquella lejana época no me merecen demasiada confianza. Sin ir más lejos, baste el ejemplo de que en el año 1233 al Papa Gregorio IX se le ocurrió decir que los gatos eran "seres diabólicos", a consecuencia de lo cual se inició en Europa una matanza gatuna sin precedentes. Así, los gatos diabólicos desaparecieron, pero no tardó en llegar Mickey Mouse con toda su extensa familia de ratas de alcantarilla. La peste Negra azotó Europa y dejó un reguero de cientos de miles de víctimas. El Papa Gregorio hubiera hecho bien en estar más calladito y ocuparse de las cosas de la Iglesia. 
Y hablando de Iglesia, pienso que ésta debería  dar un concienzudo repaso a su lista de santos y sacar de la misma a algunos de ellos, como por ejemplo, a este santo guerrero sobre cuya conciencia  recae probablemente la muerte de numerosas personas, muchas de ellas totalmente inocentes
Y repito: no tengo nada contra los santos. Otro día -lejano espero-  hablaré de San Jerónimo, un santo docto, culto, sencillo, y a quien suelen siempre representar junto a un león, que al fin y a la postre, resultó que era un gato, su gato. 
Sólo por eso ya me cae bien. 

viernes, 10 de mayo de 2013

La riada


Corría el año 1970, más o menos. Era un día de otoño, oscuro y gris como un pellejo de rata. Hacíamos los ejercicios en silencio mientras la profesora ojeaba un libro. En aquellos tiempos que ya parecen lejanos, el colegio era únicamente para niñas, niñas que sólo podíamos llevar faldas - nunca pantalones-, y el pelo bien recogido en una cola de caballo, coletas o trenzas. Pero nada de pelos sueltos que pudiesen ocultar nuestros pícaros rostros adolescentes. 
Las palmeras del paseo danzaban al son de un viento enloquecido, mientras las primeras gotas de lluvia comenzaban a estrellarse contra los cristales. La profesora de francés miró hacia la ventana e hizo un mohín de desagrado. Llevaba una melenita rubia a la altura de los hombros, tenía una cara agradable y una suave voz cantarina. 
De repente, por el pasillo se oyeron pasos apresurados. La puerta del aula se abrió sin ni siquiera unos golpecitos previos o un discreto ¿se puede?. Aquello, sin duda, debía ser una emergencia en toda regla. Era la Mercedes, la profesora de matemáticas que, cuando llovía, siempre se ponía sobre sus zapatos unas fundas de plástico transparente que eran motivo constante de nuestras mofas. 
- Todas a casa, niñas - gritó desde la puerta-. Viene una riada. El río está a punto de desbordarse.
Era media mañana y todas las niñas cerramos nuestras libretas y nos levantamos de un brinco. 
- Y he dicho todas a casa, inmediatamente - volvió a repetir la Mercedes en medio del barullo que crecía como espuma sobre ola.
Cogimos las mochilas, las chaquetas y bajamos la escalera a trompicones, como jóvenes canguros escapados de la reserva. 
Estaba claro que no pensábamos ir a casa.  Sin excepción, nos fuimos todas directamente a ver el  río. 

sábado, 4 de mayo de 2013

"la venjança de les xiquetes"


La professora de dibuix era alta i seca com un espart. Portava quasi sempre el pèl arreplegat en un monyo estret i xicotet. Quan entrava en aquella aula d'institut de barri, mai somreia. Ens mirava per damunt de les seues ulleres de petxina com si anéssem bestioles rares i ,a continuació, començava a revisar els àlbums de dibuix un a u. Féiem trampa i ella es donava compte. La tècnica era molt senzilla. Consistia a calcar el dibuix de la làmina i afegir-li després un parell de centímetres, per a després passar-ho al nostre àlbum amb un carboplan. El resultat era perfecte, potser massa, però aquella senyoreta Rotenmeyer d'aspecte agre s'advertia de seguida, i amb una mirada feroç, esgarrava el dibuix de part a part i t'obligava a repetir-ho novament. No podíem suportar-la i eixa animadversió en sessió contínua, va anar forjant una venjança consensuada en la que inclús les estudioses de la classe estaven disposades a participar. Només calia esperar el moment.
I eixe moment va arribar. Teníem tretze anys i una imaginació tan vivaç com perversa. La professora de dibuix es va quedar embarassada a pesar del seu escàs encant personal. La seua pell citrina es va omplir de taques fosques, mentres el seu cos espigolat s'anava arredonint més i més. Un dia ens va demanar quelcom amb un i inusual somriure en els llavis.
 -Vos pregue, xiquetes- va dir- que d'ara en avant no vos poseu colònia. M'han diagnosticat una al·lèrgia a qualsevol tipus de perfum.
 Ens vam mirar unes a altres entusiasmades alhora que ens donàvem puntellonetes per davall de les taules. El moment havia arribat. La venjança, com havíem esperat, estava servida en safata de plata. Ens va costar uns dies preparar-ho, però el resultat va ser impecable. Vessem la colònia sobre la seua taula de railite, per la seua butaca de skay. Després vam  seguir amb les nostres taules, la vam deixar caure sobre els nostres cabells i roba.  Vam amerar fins a l'esborrany i  vam esperar la seua arribada carregant les mirades de falsa innocència. 
La professora va arribar a classe amb els seus tacons baixos i un horrible vestit pre- mamà. Res més assentar-se, va començar a olorar-ho tot com un gos de carrer. Nosaltres aguantàvem la rialla mentres véiem com el seu rostre anava adquirint tonalitats groguenques. 
- No oleu a colònia, xiquetes? 
Estava angoixada i confusa. 
-No senyoreta - vam dir com una sola veu-
 -Perquè jo diria que... Déu meu, m'estic marejant!
 La pell del seu rostre tenia ja un sospitós to violaci. Va evitar una arcada. I la següent. Però, de sobte, va eixir de classe sense ni tan sols detindre's a agafar el bossa de mà. Mentrestant, nosaltres réiem a carcallades. La responsabilitat col·lectiva havia silenciat per complet qualsevol gest de mala consciència."

miércoles, 1 de mayo de 2013

Marcel



La relació no va començar bé. En aquell estiu ardent de dies interminables, l'adrenalina estava a flor de pell i els nervis es perdien amb més facilitat que les claus. Aquell matí ell estava tombat sobre el llit amb una mirada indolent. No sé ni quan havia entrat a casa. Era molt tard i el meu tren eixia en a penes mitj hora. Li vaig dir amb fermesa que se n'anara, però va fer cas omís. Furiosa, vaig encendre la llum de l'habitació, vaig obrir la finestra de bat a bat i em vaig plantar en gerres enfront d'ell.

 - Vinga, veste´n - li vaig dir-, he de tancar la casa.
 Però no va fer cap moviment. Allò ja em va traure de polleguera. La suor corria per la meua esquena com si brollara d'un brollador inesgotable. Però jo estava fatigada i tenia molta pressa. Vaig alçar la veu una vegada més.
 - Veste´n 
Per fi va botar del llit com una gasela i em va plantar cara. Vaig vore la violència reflectida en els seus estranys ulls verds. Tot va ser molt ràpid. Jo vaig fer gest de donar-li un puntelló, però ell se'm va avançar. La seua agressió em va deixar desconcertada, aterrida. Vaig vore que la sang corria per la meua pell i vaig poder escoltar la meua pròpia respiració entretallada. 
- Veste´n d'una vegada- vaig repetir entre llàgrimes. 
Però no eren llàgrimes de dolor sinó de ràbia. Van passar els mesos, i a pesar de tot, ell va continuar venint a casa. Contra tot pronòstic, aquell agressiu començament no va tindre continuïtat. A poc a poc, l'enteniment se va anar obrint camí en què jo creia un abisme per al que no hi havia pont possible. Va arribar un moment en què ens enteníem només mirant-nos, i un dia de principis de tardor van sorgir les primeres carícies, els jocs i les rialles. Els dies es van fer més curts i pels matins bufava una brisa fresca que animava a tirar-se sobre els muscles una rebeca de cotó. Els fulls començaven a caure dels arbres i la graveta dels parcs es va cobrir d'una estora de tons ocres i grocs.
Aquell matí fosc jo estava donant-me els últims retocs enfront de l'espill del bany. Un poc de coloret, rimmel ¿A on? si ja a penes tenia pestanyes. Vaig escoltar un soroll prop de mi. Em vaig tornar a mirar i allí estava ell, junt amb la porta, esperant no es què. No ho havia sentit entrar, però sens dubte havia tornat a deixar-me la porta oberta. 
- Tinc pressa - li vaig dir esta vegada somrient- perd el tren.
 No va dir res i va continuar esperant junt amb la porta. Vaig eixir del bany, vaig apagar la llum, vaig buscar el bossa de mà, em vaig cerciorar de si portava les claus i el mòbil i vaig eixir al carrer tancant d'una portada. Vaig vore que ell em seguia amb passos curts.  
  - M'acompanyes? 
Vam arribar a l'estació tot just cinc minuts de temps. La gent anava i venia amb tal ansietat com si en això li fora la vida. El meu tren va arribar a la seua hora, abarrotat com sempre. Abans de pujar em vaig tornar cap a ell i li vaig dirigir una mirada que volia dir-ho tot, però no se si va arribar a entendre'm.
Aquell gat enorme de pelatge tigrat m´havia guanyat el cor.

Virgenes de España



La niebla ha bajado hasta la ciudad esta mañana como una lengua larga y húmeda. A través de los cristales del balcón, los árboles que pueblan el viejo cauce apenas se ven, envueltos en esa boira blanquecina que todo lo oculta  como capa de tul. La anciana me observa desde su vieja mecedora con los ojos semicerrados mientras yo le pregunto si quiere que le lea un rato. Su mirada brilla y con esa señal me basta. 
El libro elegido es muy antiguo, amarillean sus páginas baqueteadas por el tiempo. El titulo: Las Vírgenes de España, la autora: Josefina nomeacuerdodelapellido. La editorial: Magisterio español. El año de edición, 1945.
Abro el libro al tun tun. Lo mismo me da un relato que otro. Todas las narraciones son muy parecidas, Cuentan la historia de las advocaciones que tiene la Virgen en diversos lugares de nuestro país. Y el libro habla, con metódico detallismo, de cómo surgieron las numerosas imágenes que habitan en capillas y catedrales de todo el Reino. 
 Las buenas gentes de la España medieval querían una imagen mariana para tener a quien invocar en tiempos de discordia y guerra - que era casi siempre-, pero no la tenían ni tenían posibilidades de encargarla. Es por esto que en la mayoría de estas historias,  suelen aparecer tres caminantes o peregrinos, o incluso mendigos, que buscan cobijo en los conventos o en lugares de reconocido fervor. Los supuestos caminantes se encierran en un habitáculo y cuando las buenas gentes ven que pasa el tiempo y  no salen,  piensan que han desfallecido de hambre y abren la puerta. Es entonces cuando  encuentran una imagen de la Virgen realizada con celestial primor. Efectivamente, los peregrinos han desaparecido, razón por la que estas gentes piadosas  suponen que han sido ángeles bajados del cielo para realizar tan excelsa labor.  
A la anciana le encanta que le lea estas historias y a mí también me gusta leerlas, aunque presiento que por motivos bien diferentes. Hoy he escogido la historia de la Virgen de Atocha. Os la cuento resumidamente. Corre el año  720 de nuestra era.  Don Gracián Ramirez es, además de noble estirpe,  un ferviente devoto de una virgen que se conserva en una pequeña capilla, pero un día cuando el piadoso hombre va a rezar, se encuentra con que la imagen ha desaparecido. Desesperado, comienza a buscarla y la encuentra después de varias horas abandonada  entre unos espartos. Don Gracián, convencido de que la Virgen quiere que en ese lugar se construya un oratorio, manda hacer una ermita. Ahora bien, cuando los moros ven edificar los primeros muros, piensan que se trata de una fortificación y se disponen a atacar. Don Gracián, aterrorizado y al mismo tiempo convencido de que los albañiles - convertidos en soldados-  van a perder la batalla frente a las tropas morunas, y presintiendo que si esto sucede, su esposa y sus dos bellas hijas van a ser ultrajadas por los guerreros agarenos, decide... cortales la cabeza a las tres.  
  Cojo aire mientras la anciana me mira espantada desde su mecedora.  
-¿ Eso dice el libro?
Hago esfuerzos por no reírme.
-Sí. 
- Pues qué bruto el hombre - afirma un tanto enojada- 
Bruto y piadoso, el tal Gracián se equivoca en su funesto pronóstico y resulta que es su bando de albañiles/soldados el que gana la batalla. "Triste y arrepentido de haber dado muerte a su familia" - cito textualmente- el noble regresa a su casa y... ¡oh sorpresa!  encuentra a su esposa y a sus dos adorables hijas bordando mantelitos a la luz del atardecer. Vivitas y coleando aunque eso si,   con la huella del cuchillo marcada en sus esbeltas y pálidas gargantas. 
- O sea, que resucitan- me dice la anciana con los ojos abiertos como ensaladeras.
- Eso dice el libro.
 Acabo la lectura apresuradamente  porque me niego a ofrecerle mi confianza y mi preciado tiempo a mentira de tal calibre,  y me pregunto cuántas mentes infantiles - el libro va destinado a los niños- quedarían deformadas con terribles historias como ésta. Pero de todo se aprende en esta viña del Señor y todo tiene sus ventajas.  Después de tan cruel lectura,  pienso que si algún día se nos va la mano y le cortamos la cabeza a lo Tarantino al vecino que no para de dar la murga con la música reguetona, es posible que si somos piadosos y nos arrepentimos, podamos encontrarlo al día siguiente vivito y coleando mientras salimos a tirar la basura. Eso si, con la huella del corte jamonero aún en su cuello. 
 Afortunadamente, la anciana se ha quedado dormida. Decido que es mejor no traumatizarla con estas lecturas, fruto de los primeros años de la dictadura y de una fe tosca y desacertada, producto de leyendas en las que las batallas, los asedios y la religión estaban espantosamente entrelazados siempre en el mismo saco.  
Que Dios nos pille confesados y que Maria nos perdone todas estas descabelladas historias en las que Ella - la Madre coraje que fue- era obligada a cabalgar junto a los guerreros sedientos de sangre y de nuevos territorios que ampliasen las riquezas de cualquier reinecillo de tres al cuarto.  
Que así sea.