lunes, 25 de noviembre de 2013

Plástico duro



Dan palmitas, hablan, se ponen malitos, tienen fiebre, hacen pedorretas, meriendan, vomitan la merienda, hacen pis, berrean, eructan, defecan, dan saltitos, caminan, duermen, se niegan a dormir, se escapan de la cuna, se tiran pedetes en el baño para hacer burbujas... y son de plástico. Estos son los nuevos muñecos con los que quieren jugar nuestras hijas, nietas, sobrinas o vecinitas. Atrás quedaron para siempre aquellos pepones de plástico duro que no parpadeaban, siempre sonreían y, desde luego, no nos daban malas noches con vomitonas, meadas y demás habilidades que saben hacer los muñecos de ahora. 
Por cierto, hace ya tantos años que se pierden en la memoria del tiempo, tenía yo uno de esos pepones de piernas huecas y ligeramente arquedadas. Eramos inseparables. Mi madre le hacía los vestidos y los gorros de lana y yo intentaba darle de comer a una boca siempre cerrada, pero me daba igual. Podía acunarlo, abrazarlo, envolverlo en su mantita, bañarlo. Es verdad que éste ni siquiera lloraba, pero ni falta que hacía. Un mes de noviembre, no tan cálido como éste, me di cuenta de que me había dejado el muñeco en el pueblo, durante las vacaciones del verano. Me sentí tan sola y desesperada, tan angustiada pensando cómo iba a sobrevivir mi Pepón sin mis abrazos, que ese año mi carta a los Reyes Magos fue la siguiente: "Este año no os voy a pedir juguetes ni cocinitas ni cuentos ni nada. Sólo quiero que me traigáis a mi Pepón del pueblo porque allí está muy solo. Este año he sido buena muy buena".
Exageraba sin duda porque a charlatana no me ganaba nadie, y cuando iba al colegio de las monjas me escondía en el lavabo para no hacer labores, vainicas, entredoses, ojales y otras labores exquisitas. Pero quitando esas pequeñas travesuras, podía decirse que era buena. 
Los Reyes me trajeron una cocinita de madera, una muñeca de largas trenzas y unos Juegos reunidos.  Del Pepón ni sombra. 
Pero al llegar la Pascua fuimos al pueblo. Mi madre me había hecho un vestido de batista y me había comprado alpargatas pascueras. en una zapateria de la calle Serranos. Nada más llegar a la casa, lo busqué. Y allí estaba, sobre la cama, medio envuelto en una sábana de franela. Y aunque mi Pepón no reía ni lloraba ni babeaba, cuando lo cogí en brazos y lo estreché contra mi pecho, me pareció sentir que se estremecía. 
Era más que probable que la que se estremeciera era yo. 

viernes, 15 de noviembre de 2013

Mambru y la gallina Turuleta.



Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor que pena, y no sé cuándo vendrá, Do, Re, Mi, Do, Re, Fa, no sé cuándo vendrá. 
Su voz tiembla al decir: 
-¿Pero vendrá?
Desvío la mirada hacia otro lado evitando contestar. Observo que don Pinpón se peina con un peine de plata fina y la Tarara se viste de blanco frente al espejo translucido del tiempo. 
- Calla y canta - ordeno- 
- Canta tú- me responde con descaro. 
Y yo sigo cantando sin ganas. 
- Tiene la Tarara un vestido blanco que sólo se pone cuando es jueves santo...
- ¿Por qué? 
Este niño es implacable. 
- Porque ya no tiene ni dolor ni pena. Sabe que Mambrú volverá un día u otro, aún con el cuerpo roto y el alma hecha jirones. 
Su rostro se ilumina por primera vez. 
- ¿Y cómo lo sabes?
- Porque estaba el señor don gato sentadito en su tejado y lo vio pasar, marramamiau, miau, miau. 
-¿Y venía solo?
- Qué va. Iba seguido de una comitiva, con la gallina Turuleta al frente, que ha puesto un huevo y dos y tres, y ahora ya puede comer la familia de Don Pinpón que dejó el circo porque ya no alegraba su corazón. 
- ¿De verdad?
- Sí, de verdad de la buena. Y allí, en un país multicolor un elefante se balanceaba  sobre la cuerda de una araña hasta que un día llegó un rey, al que yo admiraba, y le pegó un tiro entre las cejas. 
- ¿Tienen cejas los elefantes? 
- Sí están muertos no lo sé, pero eso no, no, no, eso no me gusta a mí.
Ni a mí. Quiero un globo. 
-¿ Por qué? 
- Porque estoy llorando por el elefante que no tenía cejas y quiero un globo, dos globos tres globos...
- La luna es un globo que se me escapó. 
- La luna es un satélite. 
Ya salió el listillo. Y canto:
- Se duerme la luna, se duerme la rana, y yo hasta mañana que me duermo yo.
- Dormir aún no.
- ¿Y qué quieres, hijo de la luna?
- Quisiera ser tan alto como la luna, Ay, ay, como la luna.
- Pues mucho tendrás que comer.
- Luna, lunera, cascabelera, debajo de la cama tengo la cena.
El niño se inclina y mira debajo la cama.
- Veo una cosita que empieza por eme.
- Pues será una muñeca vestida de azul que un día enfermó y me sé la tabla de multiplicar y el año que viene me podré casar aunque no sepa hacer un cocido. Y a mi burro le duele la cabeza, y quiero contar mentiras, trailará Y fui una niña que se iba a jugar y no podía jugar porque tenía que planchar. 
- Qué putada. 
- Eso no se dice, así que este cuento se va a acabar. 
-Si no estamos contando cuentos. 
- Pues esta canción y ahora vamos a la cama que hay que descansar para que mañana podamos madrugar. 
-Si mañana es domingo. 
- Entonces vamos a ver si ha llegado Mambrú con un globo, dos o tres  y nos cuenta como corre por el mar la liebre y por el monte la sardina. 
Por fin sonríe. 
- Mentirosa. 


Postdata de la Gata sobre el teclado: ¿A qué habéis cantado?


lunes, 11 de noviembre de 2013

El anillo


- ¡Te he dicho que me des el anillo!.
- Ni loca. Los regalos no se devuelven.
El mar se tragaba de un gran bocado los gritos que ellos daban en la orilla, salpicados los pies por la espuma, mojando el borde del vestido de ella. 
-¡ Déjame en paz!
- Cuando me des el anillo. 
- No lo haré.
El miró hacia el mar, oscuro, profundo, ruidoso.
-¡ Si no hay compromiso, no hay anillo! -gritó enfurecido-
- Pues no te lo pienso devolver. 

Se despertó con el corazón acelerado y miró hacia la ventana. Era aún de noche pero grandes y algodonosas nubes blancas pasaban a toda velocidad. Parecían tener luz propia. Se incorporó y consultó la hora en el móvil. Todavía no eran las siete. Debía darse prisa. Tenía que llegar a la playa y encontrar el anillo antes de que lo hallara algún imbécil de esos que solían pasearse con su  juguete detector de metales. Se pasó la mano por la frente para limpiarse el sudor que manaba como de una fuente inagotable. Nunca debía haberle regalado aquel anillo. Oro blanco y una gran esmeralda incrustada. No se lo merecía la muy... Pero probablemente aún estaba allí, enterrado en la arena, en algún lugar de aquella playa que se perdía en el horizonte. Escondió la cabeza entre las manos. como si quisiera comprimirla como un limón maduro. Debía recordar, recordar. Se habían tomado una copa en... ¿ o habían sido dos? ¿o tres? Los recuerdos se mezclaban en su mente resacosa como olivas danzando en un Martini muy frío. Amanecía.

Sin cambiarse de ropa, sin ducharse, hecho unos zorros, salió a la calle. La casi ausencia de tráfico delataba que era sábado. Una mujer barría la acera frente a su casa. Un anciano paseaba a su chucho. En la frutería de la esquina, los pakistaníes descargaban la fruta. Cruzó la calle mientras se quitaba aquel impertinente mechón de pelo que le caía sobre la frente. Atravesó el paseo marítimo y se dirigió  hacia la arena. El amanecer era épico pero él ni siquiera se apercibió. Le costaba respirar. Le costaba aún más caminar. Miró hacia el mar, todavía dormido, apaciguado en la amanecida. Volvió la vista atrás. Sólo recordaba que estaban a la altura de La Marcelina, que ella le había gritado como una loca, que él le había pedido el anillo desesperadamente. Si no había ya amor, no podía haber anillo, le había dicho a gritos. Avanzó hacia la orilla con dificultad. Sentía un regusto agrío a la altura de la garganta y le escocían los ojos como si en ellos hubiera entrado toda el agua del mar. Oro y esmeraldas. Sí alguien lo encontraba antes que él, era más que probable que no lo llevara a la oficina de objetos perdidos. Y si lo llevaba es que era un imbécil. Aquello era aún peor que buscar una aguja en un pajar. Y además ¿quién buscaría una aguja en un pajar? Otro imbécil. Jadeaba, sentía latir su corazón como si quisiera salírsele del pecho. ¿Cuánto le había costado el maldito anillo? no quería ni pensarlo. Probablemente estaría pagándolo a plazos el resto de su vida. ¿Y todo para qué? para que ella le hubiese puesto los cuernos bien puestos con aquel jefecillo remilgado de tres al cuarto. Tragó saliva para aliviar la tensión pero sólo consiguió atragantarse. A un par de metros encontró la arena revuelta. El corazón le hizo una pirueta. Alguien había encontrado el anillo antes que él. Se sintió mareado, ansioso, asqueado. El sol iluminaba ya directamente sus ojos legañosos. Hincó sus rodillas en la arena y escarbó como un perro en busca de su hueso. No podía creerlo. Allí estaba aún el anillo de oro y esmeraldas, brillando con las primeras luces del amanecer. De pronto, su gesto se torció. El dedo de ella se había hinchado tanto que tendría que cortarlo para poder recuperar su anillo. No le tembló la mano al hacerlo. Después de todo, ya no podía gritar. 





domingo, 3 de noviembre de 2013

Vivo sin vivir en mí.


Agobiados por la rutina, abrumados por el monótono paso de los años, por el día a día, por la cesta de la compra, las pequeñas o grandes deudas, los recibos de gasagualuz. Arrinconados contra la cuerdas como luchadores al borde de sus fuerzas, con el alma encogida como un calcetín desahuciado. Atontolinados por la eficacia del sistema, acorralados por las normas -siempre excesivas-, las directrices arbitrarias, los burofax, la tecnología, la publicidad, los convencionalismos imperativos. 
Vivimos por inercia, arrastrados por una corriente impetuosa que nos lleva hacia Dios sabe dónde. Vivimos - como decía Teresa de Jesus, posiblemente con otra intención-, sin vivir en nosotros mismos, acelerados cual monstruos de Formula I. 
Vivimos sin llegar a amar la vida, sobreviviendo, sin reparar en esos minúsculos instantes por los que ya valdría la pena vivirla. Y nos agarramos como náufragos a los pedazos de sueños rotos que aún gravitan en torno nuestro como propósitos incorpóreos que se resisten a morir.
Pero cada vez que una palabra se enlaza con otra y forma una frase, y esa frase se alía con otra y da lugar a un párrafo, el sueño se aleja de la levedad de su ser y se torna basamento sobre el que construirse, puerta por la que salir al exterior, ventana a través de la cual entra un aire fresco y limpio que revive hasta el sueño más agónico. 
De una vez. Tomemos una decisión. Intentemos alcanzar nuestros sueños o dejémosles marchar en paz. Es posible que valga más la pena retirarse a tiempo de la batalla que morir en ella. 
¿O no? ¿O por nuestros sueños lucharíamos hasta la muerte?