Dan palmitas, hablan, se ponen malitos, tienen fiebre, hacen pedorretas, meriendan, vomitan la merienda, hacen pis, berrean, eructan, defecan, dan saltitos, caminan, duermen, se niegan a dormir, se escapan de la cuna, se tiran pedetes en el baño para hacer burbujas... y son de plástico. Estos son los nuevos muñecos con los que quieren jugar nuestras hijas, nietas, sobrinas o vecinitas. Atrás quedaron para siempre aquellos pepones de plástico duro que no parpadeaban, siempre sonreían y, desde luego, no nos daban malas noches con vomitonas, meadas y demás habilidades que saben hacer los muñecos de ahora.
Por cierto, hace ya tantos años que se pierden en la memoria del tiempo, tenía yo uno de esos pepones de piernas huecas y ligeramente arquedadas. Eramos inseparables. Mi madre le hacía los vestidos y los gorros de lana y yo intentaba darle de comer a una boca siempre cerrada, pero me daba igual. Podía acunarlo, abrazarlo, envolverlo en su mantita, bañarlo. Es verdad que éste ni siquiera lloraba, pero ni falta que hacía. Un mes de noviembre, no tan cálido como éste, me di cuenta de que me había dejado el muñeco en el pueblo, durante las vacaciones del verano. Me sentí tan sola y desesperada, tan angustiada pensando cómo iba a sobrevivir mi Pepón sin mis abrazos, que ese año mi carta a los Reyes Magos fue la siguiente: "Este año no os voy a pedir juguetes ni cocinitas ni cuentos ni nada. Sólo quiero que me traigáis a mi Pepón del pueblo porque allí está muy solo. Este año he sido buena muy buena".
Exageraba sin duda porque a charlatana no me ganaba nadie, y cuando iba al colegio de las monjas me escondía en el lavabo para no hacer labores, vainicas, entredoses, ojales y otras labores exquisitas. Pero quitando esas pequeñas travesuras, podía decirse que era buena.
Los Reyes me trajeron una cocinita de madera, una muñeca de largas trenzas y unos Juegos reunidos. Del Pepón ni sombra.
Pero al llegar la Pascua fuimos al pueblo. Mi madre me había hecho un vestido de batista y me había comprado alpargatas pascueras. en una zapateria de la calle Serranos. Nada más llegar a la casa, lo busqué. Y allí estaba, sobre la cama, medio envuelto en una sábana de franela. Y aunque mi Pepón no reía ni lloraba ni babeaba, cuando lo cogí en brazos y lo estreché contra mi pecho, me pareció sentir que se estremecía.
Era más que probable que la que se estremeciera era yo.