jueves, 29 de septiembre de 2011

No es país para viejos

Ni de coña.Victor de la Peña había cumplido los 55 años hacía dos meses. Su hijo había emigrado a Bruselas y tenía un buen trabajo en una empresa informática. Su mujer, Daría, había emigrado al otro mundo tras una espantosa y cruel enfermedad. Estaba solo como una fruta nacida a destiempo, y nadie iba a obligarle a trabajar hasta los 67 años. ¿Sobre qué sueños? ¿Para qué realidades? Seguir trabajando con el lumbago crónico, la hernia de hiato jodiendo a toda hora y un principio de artrosis en las rodillas, no era el plan que él había pensado para su vejez. "Este no es país para viejos" -pensó mientras hacía la maleta-. Tenía algunos ahorros y una pequeña casa de campo perdida en la montaña. Con dos gallinas, cuatro conejos y algunas semillas, saldría adelante. Nadie le iba a quitar el derecho de ver atardecer a la sombra de un pino piñonero. Nadie tampoco podría obligarle a trasbajar ocho horas bajo la fria luz de neón cuando la muerte estaba ya a un tiro de piedra.
Sonrió Victor como un niño pequeño a punto de hacer una travesura. ¿Acaso un pobre vendedor ambulante no había conseguido con su inmolación levantar en rebeldía a todos los pueblos árabes? ¿Acaso era necesario aceptar que éste o aquel -qué importa quién-intentase romper nuestros legítimos sueños?
Llamó al trabajo y dijo tajantemente que no volvía más, que no quería morir repasando aburridos informes, que se fueran a tomar viento, que él tenía una casita en el monte, pequeña, como de cuento, donde pensaba que aún podía ser feliz. Cuando salió con su vieja maleta de su casa y dió la vuelta a la llave, se sintió el hombre más libre del mundo.

martes, 27 de septiembre de 2011

2012 La despedida

Sólo faltaba una semana. El tiempo había pasado tan rápido que apenas me había dado cuenta. Durante los últimos días el móvil no había dejado de sonar. Amigos, viejos amigos, primos, vecinos. Apresados por el pánico de lo inevitable, todo el mundo trataba de verse y de decirse lo que, quizás, nunca se había dicho. Una cena, una comida, una merienda… de despedida, de adios. Un hasta siempre que realmente era un hasta nunca, puesto que tras el achicharramiento solar, los rostros de los supervivienbtes -¿ los habría?- estarían tan desfigurados que no seríamos capaces de reconocerlos.
Si es que alguien sobrevivía al anunciado final, ya que los primeros en caer fulminados habían sido los ancianos y los electrodomésticos. El cerebro de mi abuela se había fundido al mismo tiempo que el microondas. La televisión funcionaba a días y,afortunadamente, el ordenador aún daba algunos indicios de vida.
Me lo pensé durante toda la noche y al día siguiente lo tenía muy claro. No iría a ninguna celebración de despedida. Hacía demasiado calor a pesar de ser principios de diciembre. No estaba dispuesta a salir de casa para encontrar en la calle rostros desencajados por el terror, gente corriendo hacía ninguna parte e inexplicables saqueos. Me quedaría en casa esperando lo que tenía que llegar. Después de todo, no era para tanto. Un fin del mundo no se vive todos los días ¿o si? Hacía meses que habían comenzado las tormentas electricas. Los huracanes habían arrasado islas y penínsulas. Hasta los volcanes más ancianos habían recuperado la vitalidad, y la tierra temblaba como una hoja caída en un día de otoño.
Decidí hacer lo que más me gustaba, escribir, aunque en esta disciplina de letras y espacios nunca hubiese pasado de la gris mediocridad. Escribiría. Moriría con las teclas puestas, o mejor dicho, con los dedos puestos sobre las teclas.
El fin del mundo. ¡Vaya por Dios! y me tenía que tocar a mí. Siendo sincera, lo cierto es que yo nunca lo había creído. “Una invención más- había pensado- fruto de profetas descerebrados”. Pero esta vez me había equivocado. Los científicos habían comprobado que desde el pasado mes de marzo, el sol estaba dando sus ultimos estertores. Afirmaban que su núcleo se estaba distorsionando dando lugar a feroces megaexplosiones de radiación. Confundido el astro rey por su propia grandeza, se condenaba sí mismo, y a nosotros, al fuego eterno.
No me decidía a escribir. Era como si mi propio cerebro comenzara a convertirse en un puré de patatas pastoso y caliente. Se acababa el mundo -decían los locutores de los noticiarios con el rostro enrojecido-. Era curioso. ¿Acaso el mundo no acababa todos los días? ¿Acaso no acaba el mundo cuando renunciamos a un sueño, decimos adios, perdemos la esperanza? ¿Acaso el mundo no acaba cuando se roba, se tortura, se mata, se abusa, se miente o se pisotea la dignidad de cualquier ser humano? Cogí la Biblia en un intento desesperado de ver la luz entre tanta oscuridad. Evangelio según San Mateo: “Por tanto, estad preparados porque este Hombre llegará cuando menos penseis”.
Cuando menos penseis. En cualquier momento. Comencé a sudar a chorros. El aire que entraba por el balcón ardía como el fuego de un lanzallamas. El tiempo se acababa. Puse los dedos sobre las teclas. Entré en mi blog. Y de pronto se hizo la oscuridad. El ordenador parpadeó durante unos segundos y después murió.