miércoles, 31 de diciembre de 2014

Como el año que fue.



En la puerta del sol, en la plaza del pueblo o en el sofá de casa. Me consta que hay gente que se ha ido a Londres, a Nueva York o al Caribe. Pero esta gata que ronronea sobre el teclado va a elegir, por diversas y múltiples razones, la última opción. El sofá de casa, la mantita por encima de las piernas, mis gatos a mi lado, la tele puesta y una copita de sidra el Gaitero, que el cava me sienta como un tiro. 
Un año más. Cómo pasa el tiempo -decimos-, y es verdad. Hoy mi hijo mayor cumple 22 años. No me lo creo. Hace nada era un niño y ahora es ya un hombre. Así que como dice la canción de Mecano, "Como el año que fue, otra vez el champagne - en mi caso Gaitero-, y las uvas, que va a ser que no, porque nunca he seguido esa tradición. 
Qué tengáis un buen año. Que nadie os quite la esperanza. Que los ladrones de sueños no entren en vuestras almas. Que luchéis a muerte por aquello que amáis, por lo que soñáis. Porque -creo que lo he dicho más de una vez-, la vida sin sueños es un desierto hostil por el que no vale la pena caminar. Adelante, que nos espera un largo año cuyas páginas no están aún escritas. Empecemos, pues, a escribir. Saludos y muchos besos. 

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Tregua de Navidad de 1914. Hoy hace 100 años.



 HOY HACE 100 años. Los hechos ocurrieron en la Primera Guerra Mundial. Las trincheras de ambos bandos estaban separadas por sólo cincuenta metros.  Una noche, los soldados del frente aliado escucharon cantar Noche de paz  a los soldados alemanes,  sus enemigos. Era Nochebuena. No entendían la letra, pero sí la música, y todos se pusieron a cantar. Un soldado saltó los alambres de espinos que le separaba de la trinchera enemiga pero nadie disparó. Cuando amaneció,  el Día de navidad, jugaron un partido de fútbol, hablaron, compartieron sus miedos y sus sueños,  celebraron la Navidad. En la despedida, un soldado alemán le entregó a uno británico seis cigarros y una tableta de chocolate.  Este anuncio de chocolate se basó en esa historia real, de la cual  hay numerosos testimonios, y que acabó convirtiéndose también en una película. Una historia que nos demuestra una vez más que  la paz está en el corazón de los hombres, de todos los hombres. Os dejo con el vídeo porque sobran las palabras. 

lunes, 22 de diciembre de 2014

Entre las páginas de un libro.


Hace unos años, mi primo Josep Joan M. Sanchis-Puig, escritor y profesor de filosofía, hizo un extenso trabajo de investigación sobre la figura y la obra de Joan Baptiste Pastor Aycart, escritor, medico rural y antepasado de ambos.
Fueron meses los que dedicó a desentrañar la historia de sus letras, de ejercer de ratón de biblioteca, de entender la letra de médico de aquel hombre que llegó a ser una figura importante de la Renaixença valenciana, junto a Teodoro Llorente.
Pues bien, una tarde de invierno que pasaba recluido en el museo municipal dedicado al poeta Pastor -que se halla en Beneixama, población en la que nació y vivió-, Josep encontró algo entre las páginas de un manuscrito. Se trataba de un mechón de pelo, de un largo mechón de pelo que, según los datos adjuntos, pertenecía a la primera esposa del poeta, fallecida en la terrible epidemia de cólera que asoló Alicante en el año 1854.
Un mechón de pelo que había permanecido entre las páginas de un libro más de cien años. 
Mas de uno -espero-, se estará preguntando a qué viene todo esto. Lo explico. Cuando Josep Joan nos contó esta anécdota, yo pensé en la cantidad de cosas que puede uno encontrarse entre las páginas de un libro: esa foto que creías perdida, un recordatorio de la primera comunión, una servilleta de papel donde apuntaste aquel teléfono, un verso improvisado a pie de pagina...  Pequeños o grandes recuerdos que quedan prendidos como broches imperecederos a esas paginas que algún día olieron a tinta nueva. 
Y después pensé en ese moderno y extendido invento llamado  ebook, ese vomitador de palabras que apenas ocupa lugar, ese invento perverso del cual se dice que algún día acabará con los libros en papel.
Me niego a creerlo. No quiero que eso suceda aunque presiento que puede ser posible. ¿El fin de una época? 
Este verano, por motivos de trabajo, tuve que desplazarme de la ciudad al pueblo y viceversa más a menudo de lo que hubiera deseado. Iba en tren, un regional exprés que tenía su destino final en Cartagena y del que yo bajaba en Villena. En los vagones, mayoritariamente habitados por gente joven, la gente charlaba, escuchaba música con auriculares o jugueteaba con sus móviles. Pero alguno - más de uno, por supuesto-, leían en su ebook. De hecho, mas de una vez comprobé que la única que leía un libro en papel era yo. Era yo la única que podía escuchar el sonido de las páginas al pasar; era yo la única que podía oler el perfume - sí, perfume- a tinta nueva; era yo la única que podía acariciar el lomo suave de aquella publicación que se mecía entre mis manos.Y me inquietó ver a mi alrededor esa amalgama de literatura táctil, me disgustó esa invasión tecnológica que asfixiaba la existencia de mi libro en papel. 
Pero supongo que el progreso tiene su precio y, más pronto o más tarde, hay que pagarlo. Sin embargo, yo seguiré yendo a la biblioteca de mi barrio para husmear entre las estanterías. Y seguiré comprando libros en papel mientras mi cabeza sea capaz de entender y mis ojos capaces de leer. De igual forma, puedo aseguraros que los libros que hoy inundan mi casa permanecerán en las estanterías mientras a mí me quede un aliento. Es posible que dentro de cincuenta o incluso cien años, alguien encuentre entre sus páginas amarillas, un mechón de pelo, una estampa de la primera comunión, un verso, una flor seca o simplemente un mensaje:  No podéis ni imaginaros qué bien huele un libro de papel recién comprado.

Nota de la redactora: Josep Joan Martinez Sanchis-Puig, que escribe con el pseudónimo de Joan Benesiu, ha publicado: Mes enllà de la poesía (biografía de Joan B. Pastor Aycart): Intercanvi, premio Blai Bellver de Narrativa 2007 y Els passejants de l´illa de Xàtiva, además de numerosos relatos.  








viernes, 19 de diciembre de 2014

Oro, incienso y mirra.

Recorrieron cientos de kilómetros persiguiendo una estrella. Lo cierto es que no eran reyes ni magos, Eran astrónomos, friquis, adorables friquis capaces de alcanzar una luz en el desierto. Probablemente, pasaron mucho calor durante el día y mucho frío durante la noche, pero siguieron adelante. Algo les decía que aquella estrella les llevaría a algún lugar, quizás anteriormente presagiado. Acamparon en diminutos oasis, islas de vida perdidas en el árido desierto. Cuidaron a sus camellos y los alimentaron. Se enzarzaron en largas conversaciones sobre el Universo al calor de una hoguera.
Luego, cuando encontraron al niño, le dieron cuanto tenían: oro, incienso y mirra. Lo observaron con ternura mientras hablaban con María y con José.
Quizás es esa la magia de la navidad, ese espíritu que nos afanamos en buscar y que se esconde reacio entre neones cegadores y ofertas publicitarias. 
Caminar en busca de alguien, acercarse a ese alguien y entregarle cuanto tenemos. Posiblemente, no poseamos oro, pero podemos ofrecer palabras. Es posible también que no tengamos incienso, pero podemos ofrecer sonrisas. De la mirra ni hablaros quiero porque ni sabríamos encontrarla, pero, en cambio,  podemos ofrecer abrazos. 
Así que para todos vosotros, queridos y fieles lectores: palabras, sonrisas y abrazos.
Y si alguna vez tengo oro, ya os doy un toque. 

martes, 16 de diciembre de 2014

Cuestionándome la parábola del hijo pródigo



Los que hemos tenido una educación cristiana, conocemos la parábola del hijo pródigo. En esta parábola se cuenta que un hombre tiene dos hijos, y el más pequeño de los dos le dice que ya va siendo hora de que reparta la herencia. El padre así lo hace. Con el dinero en la saca, el hijo pequeño no tarda en irse de casa. Entonces comienza una vida de excesos y despilfarros. Meretrices de buen ver, buena comida y amistades peligrosas. Se lió el chico con cuantas titis descaradas se encontró a su paso en aquella tierra que después llamaron santa. Y cuando se fundió todo el dinero que su padre le había entregado y estaba en la puta miseria, volvió a casa. No porque estuviera arrepentido, sino porque no había otra.
El padre, al verlo, se tornó loco de alegría. Le abrazo y organizó para él un banquete de lujo, haciendo sacrificar en su honor al cordero mas hermoso de su rebaño.
Así las cosas, el hijo mayor que había permanecido junto al padre todos aquellos años haciéndose cargo de la hacienda, le dijo a éste que aquello no estaba bien. Le expuso claramente que él había estado a su lado durante la ausencia del hermano, doblando el lomo, madrugando, cuidándolo, y que nunca le había organizado un banquete ni había matado un cordero en su honor. El padre le contestó que él siempre había estado y su hermano era el hijo que había perdido y había vuelto a hallar.
Vaya. Perpleja me quedo. La doctrina Cristiana da una explicación singular a esta parábola afirmando que, por una parte, es una respuesta a las críticas de los escribas y fariseos, y por otra, un reconocimiento de la misericordia y la compasión de Dios hacia los pecadores. Igualmente, la doctrina judía reproduce esta parábola y da a la misma una explicación completamente diferente. Dentro del judaísmo nazareno, esta parábola simboliza el retorno de la casa de Efraim. Las diez tribus pérdidas de Israel y su unión final a la casa de Judá.
Pero veamos ahora qué dice el sentido común. En esta historia, entendida  como simple relato, el padre es tonto.  No ha sabido apreciar el esfuerzo del hijo mayor, del que ha permanecido junto a el, del que probablemente se ha visto privado de los placeres de la vida por cumplir con sus obligaciones cotidianas.
Por el contrario, le ha montado el gran sarao al hijo que ha dilapidado su herencia, al que se ha tirado cuanto se movía frente a el, al que se ha movido en círculos poco aconsejables. El hijo pequeño es sin duda un pequeño Nicolás bíblico, un aprovechado de la vida, un cantamañanas, y probablemente, un tío con cierto carisma. Vuelve a casa no porque se siente  arrepentido sino porque no le quedan mas narices, porque se muere de hambre, porque se niega a trabajar en una granja de cerdos. ¿Un banquete, un anillo, el mejor vestido? Una buena hostia es lo que merecía ese tunante de tres al cuarto que no hace sino aprovecharse de la bondad de los demás. ¿Y que podríamos decir del hermano mayor? Sin duda es un buenazo, un cándido bienintencionado, una de esas personas que creen que el esfuerzo y la fidelidad le serán recompensados en vida. ¿Y con qué se encuentra? Con la decepción de saber que, aun estando siempre en la brecha, el padre no valora su esfuerzo perseverante, y el hermano, menos.
La parábola termina ahí pero yo me hago varias preguntas que a lo mejor alguno de vosotros osa responder: ¿Qué hizo el hijo pródigo después del banquete? ¿Se largó a vivir su vida o por el contrario, se puso a cuidar el ganado? Y otra propuesta mas inquietante, ¿Qué hizo el hermano mayor después de este suceso? ¿Se fue a gastarse su parte de la herencia como había hecho su hermano, o se quedó cuidando de la hacienda por los siglos de los siglos? No se. Estas historias bíblicas siempre acaban confundiendo mis neuronas. A ver si alguno de vosotros aporta alguna idea. 

Nota de la gata: el magnífico cuadro que acompaña estas letras es "El Hijo Pródigo", de Bartolomé Murillo. 

martes, 2 de diciembre de 2014



Avanza  por la calle Colon a buen paso. Tiene porte, figura, saber estar. Y lo sabe. Lleva zapatos de medio tacón porque le sobra altura. Cubre su  cuerpo esbelto con un vestido y una chaqueta de lana roja y botonadura cruzada
Mira de reojo los escaparates de las pequeñas boutiques de lujo en las que se ofrecen toda suerte de artículos exquisitos que, pese a la crisis o por ella misma, siguen vendiéndose como palomitas  a la puerta del cine.
Hace una tarde espléndida de otoño y las rosas de los cercanos parterres florecen con descarada belleza. Sin embargo, ella no aminora el paso. Es más que probable que tenga prisa.
- ¡Carla!
Escucha su nombre pero no se detiene. Mas aún, acelera el paso.
-¡Carla!- grita de nuevo la voz cantarina-.
La mujer, al fin, se para y se acerca a la tienda desde donde la llaman. Dos besos breves en la mejilla, miradas fugaces y mutuas.
- Cuánto tiempo, Carla- le dice la mujer observándola atentamente-.¿Es que te has ido de la zona?
-Si -responde Carla-. Ahora vivo  a las afueras.
- Qué suerte. Seguro que tienes un buen jardín.
- Claro. Es muy tranquilo.
- Estoy segura. Pasa.
La tienda es pequeña pero está decorada con un gusto exquisito: dos lámparas de Tiffanys iluminan la  estancia con luz amarilla y breve.
 -Ven -dice cogiéndola del brazo con familiaridad-, tienes que ver este vestido.
-No tengo tiempo -se excusa Carla-.
-¿Cómo que no tienes tiempo? Una mujer de tu clase siempre tiene  tiempo. Pruébatelo. Hazlo por mí ¿Sigues gastando una cuarenta?
Carla afirma con la cabeza y mira el reloj. No se atreve a decir que tiene prisa.
-¿Y tu marido, guapa? ¿Sigue en la misma empresa?
-  Ahora está en la delegación de Londres.
- Oh, me dejas muerta -exclama la dependienta poniendo los ojos en blanco -. Hay unas tiendas en Londres...
El vestido es azul marino como sus ojos, con un detalle de pedrería  bajo el pecho y  una pequeña capa que nace en los hombros y se entrecruza en la  espalda.
-Te sienta de maravilla. ¿Te lo reservo?
 Carla sabe que debe ser cauta, tajante, demostrar tener tanta seguridad como la había demostrado en el pasado.
- No me lo reserves. Es precioso si, pero me gusta comprar los vestidos para eventos concretos y éste...
- Éste es para un fondo de armario de lujo, Carla - la interrumpe la dependienta-. Es una ocasión.
 La mujer comienza a sentirse mareada.
- Lo siento, Adela - se disculpa-. De verdad que tengo prisa.
- Aún así - afirma Adela con una falsa sonrisa-. Te lo reservo durante una semana.
- Como quieras.
Sale de la tienda acalorada, como si hubiera hecho una larga carrera. La primavera surge incluso en los pequeños brotes que nacen entre las piedras de los viejos edificios. Carla  acelera el paso mientras sonríe agachando la cabeza. "Mi marido está en la sucursal de Londres", había dicho. Efectivamente, la Interpol lo había detenido cuando salía de su hotel en Londres y ahora veía pasar los días tras los barrotes de una vieja cárcel  británica, hasta que fuera extraditado a España. Cabrón- murmura en voz baja. La había dejado con lo puesto. El juzgado le embargó el espacioso piso de la calle Ciscar y ahora vive en una vieja portería de un edificio perdido en un barrio del extrarradio. Carla lanza su lacia melena hacia atrás como si quisiese así tirarse de encima los malos, infames recuerdos. Se introduce en la calle Pizarro y acelera aún más el paso. Pocos metros más allá, entra en un portal que, por su aspecto, parece de abolengo. El portero la mira con admiración.
- Hola Carla.
- Buenos días Antonio - contesta ella-.
Sube en el ascensor hasta el  quinto piso. Llega tarde y sabe que Aurelio exige puntualidad, tanto que tiene un reloj en cada estancia de la casa. Le abre la doncella.
- Llegas tarde.
Carla no contesta. Entra en un pequeño cuarto, se cambia de ropa y sale rápidamente. En la puerta  sigue esperándola la doncella con gesto hosco. Lleva una escoba en la mano.
- Toma - le dice mientras se la entrega-. Empieza por las habitaciones de los niños, y date aire que no tenemos todo el día.
El aire de otoño huele a lluvia.