domingo, 31 de marzo de 2013

LLegada inminante



Abro la puerta y enseguida me doy cuenta. Está cerca, muy cerca, y la odio. No puedo remediarlo. La visceralidad muerde los talones de mi vacilante razón y me impide ser lo sensata que se esperaría de alguien de  mi edad. A la gente, en general, le suele gustar, pero a mí no. Es siniestra, empalagosa y engañosa. Bajo ese halo de resurrección feliz alberga la vileza. Y lo digo por experiencia, o más bien por experiencias vividas. Ella me trae recuerdos malos, sombríos recuerdos que, como lapas viscosas, seguirán adheridos a mi memoria hasta el final de mis días.

¿Que si tengo prejuicios? No los suelo tener, pero admito una vez más que ella me desborda, me pone los nervios de punta, me rompe los esquemas, me despierta las ansiedades adormecidas durante el invierno. Es inquieta, variable, caprichosa, inesperada. Llega radiante, haciendo gala de su belleza, de la luz cegadora que irradia, pero a mí no me engaña. Bajo los brillos intensos, los vivos colores, la suavidad acaramelada de sus perfumes, trae la desdicha y la inquietud. La temo tanto que cuando noto su inminente presencia me armo cual guerrero masai a punto de entrar en combate. No se por donde atacará pero se que atacara. Lo ha venido haciendo durante años con una machacona perseverancia. Es pertinaz como la sequía, dulzona como una pera confitada, falsa como el beso de judas 
It´s here again the fucking spring.
Supongo que en inglés queda más fino. Y a todos aquellos que la améis, disfrutadla.

Sabores



No me decidía a probarla, pero al fin lo hice. Hasta entonces sólo la había saboreado levemente, mojando mis labios  con turbación en ella. Al principio sabia dulce, muy dulce, después burbujeante como si se tratara de un vino espumoso. Un poco más tarde se volvió amarga como la hiel. Dí un trago largo y la sentí pasar helada por mi esófago, pero el siguiente trago ardía, tanto que me quemó la punta de la lengua y la garganta. A pesar de ello, seguí paladeándola y esta vez me produjo una sensación de escalofrío en la coronilla. Beberla era un placer imposible de frenar, Transparente, opaca, translúcida, turbia, nítida, clara, oscura. De repente, maravilloso su sabor, otrora, repugnante. Otro sorbo. Sentí arcadas y a continuación, un inmenso deleite. Su sabor se extendía imparable por todo mi cuerpo, llegando hasta las cloacas de la piel. Era fuerte, suave, abrupto, asfixiante, luminoso, tedioso, único.
Único.
El sabor de la vida.

viernes, 22 de marzo de 2013

Teresa y las trenzas de colores


Había una vez una niña llamada Teresa que vivía en una pequeña casa en el bosque, junto a una laguna de aguas cristalinas en el Reino de Villargordo. Era éste un reino pequeño como un garbanzo y tan precioso como una gota de rocío. En ese feudo de ensueño había un príncipe que un buen día decidió que quería conocer una joven para compartir con ella el resto de su vida.
Así que el paje del príncipe, que era un hombre gordinflón y de anchas mejillas coloradas, hizo un bando en el que daba a conocer la voluntad del príncipe de encontrar una bella joven que pudiera convertirse en su esposa.
Teresa era una doncella preciosa, con dulces ojos claros y el cabello del color de una puesta de sol o de una hoja en otoño. Cuando se enteró de que el joven y apuesto príncipe buscaba novia, le dijo a su madre:
- Yo quiero ir al palacio, mamá. Probablemente, no me escogerá a mí, pero quiero conocer al príncipe. 

 Teresa, además de guapa, era hacendosa, risueña y feliz. Por las mañanas ayudaba a su madre en las tareas de la casa, y por las tardes acudía a la escuela para aprender geografía, matemáticas e historia.

- ¿Y para que quieres convertirte en princesa? - le dijo su madre-. Nosotros somos gente sencilla que no está acostumbrada a vivir entre lujos.
Pero la joven Teresa estaba tan ilusionada que al final su madre cedió y se pasó toda una noche entera cosiéndole un vaporoso vestido de raso y de tul.
Al día siguiente, nada mas amanecer,  Teresa se dirigió al castillo de las seis torres, que era donde vivía el joven príncipe. Cuando llegó, se dio cuenta de que no había sido la única en responder al llamamiento del paje, porque más de veinte muchachas con preciosos vestidos y delicados tocados hacían cola ante las puertas del castillo.
Cuando Teresa llegó a la presencia del príncipe, éste le dijo:
- Eres una joven muy hermosa, Teresa. pero tu cabello... Me gustaría que lo llevases recogido en tres trenzas, y que cada una de ellas fuera de un color; una la tintarás de azul, la otra de rosa y la otra de verde.
Teresa le prometió que así lo haría y volvió a su casa, paseando por el bosque, un poco confundida. 
Así que durante los meses siguientes, Teresa se dejo el cabello muy largo y lo recogió en tres trenzas, que pintó, una de azul, la otra de rosa y la otra de verde. 
Pasado un tiempo, Teresa volvió  a visitar al príncipe. Para la ocasión, se había puesto un delicado vestido de color azul purpura y una diadema que su madre había elaborado con margaritas, amapolas y lirios del bosque. Cuando llegó a la presencia del príncipe, éste le dijo: 
- Eres una joven muy hermosa, Teresa, pero tu cabello...
- Llevo tres largas trenzas de colores- replicó Teresa- como vos me dijisteis. 
- Ya lo se - le contestó el príncipe-, pero pensándolo bien, me gustaría que fuesen seis las trenzas, una rosa, una azul, una roja, una verde, una amarilla y una gsduemvfu. Teresa no entendió la última palabra pero a pesar de eso, le volvió a decir que así lo haría, y regreso a su casa atravesando el bosque y totalmente desconcertada. ¿Cuál sería el color gsduemvfu?- se preguntó- 
Su madre la esperaba junto a la puerta bordando un precioso vestido de color malva. 
- ¿Qué te ha dicho esta vez el príncipe, hija mía?- le preguntó al verla llegar-
- Que me haga seis trenzas, una azul, una rosa, una roja, una verde y una amarilla y una... gsduemvfu
-gesdu... qué - pregunto extrañada su madre? ¿Pero cuál es ese color?
- No te preocupes -dijo Teresa- Ya lo averiguaré. 
Pasó apenas unas semana y Teresa se fue al bosque para que su madre pudiera hacerle la más hermosa de las diademas, Y cuando ya estaba de regreso a casa, escuchó una vocecilla que le llamaba desde detrás de un grueso árbol. 
- ¿Quién eres?- preguntó Teresa-. ¿Dónde estás? 
- Aquí abajo - respondió la voz. 
Se trataba de un gnomo del bosque, seres tan pequeños como inteligentes y audaces. Llevaba un gorro extremadamente grande para su diminuta cabeza y Teresa no pudo evitar echarse a reír. 
-¿De qué te ríes?- dijo el gnomo un poco indignado- Anda que tu con esas trenzas de colores...
-¿No te gustan?- preguntó Teresa. 
-Pues no ¿y a ti?
la pregunta cogió tan de sorpresa a la joven que no supo qué responder.
La  doncella regresó a su casa pensando en lo que le había dicho el gnomo del bosque. En realidad, a ella tampoco  le gustaban nada las trenzas de colores, pero es lo que el príncipe le había pedido.
Después de cenar se sentó en el porche de su sencilla casa a seguir cosiendo la diadema de amapolas y margaritas silvestres, Estaba comenzando a pensar que el gnomo tenía razón.  Además, nunca lo iba a conseguir porque estaba convencida de que el color gsduemvfu ni siquiera existía. Sin pensárselo dos veces, se cortó las trenzas de colores, y dejó sus hermosos cabellos a la altura de sus mejillas.
Cuando llegó el día en el que la joven Teresa tenía que presentarse ante el príncipe, se puso un sencillo vestido de color verde esmeralda y los zapatos que siempre usaba para ir a la escuela.
Delante del palacio real se congregaban una gran cantidad de muchachas. Todas llevaban el cabello recogido en extraños tocados y vestían preciosos vestidos confeccionados con sedas multicolores y finisimos rasos.
Cuando llegó el turno de Teresa, el príncipe le dijo:
- ¿Donde están las trenzas de colores que te pedí que llevases?¿Y la que te dije que pintases de color...
- Ese color no existe, alteza - contestó Teresa alzando la barbilla con donaire. 
-¿Y ese pelo tan corto?- volvió a preguntar el príncipe- 
- No me gustaban las trenzas y las corté. 
- ¿Y ese vestido tan sencillo?
- Es el que me pongo para ir a la escuela.
El príncipe, al principio, se quedó muy pensativo, pero luego sonrió abiertamente. 
-Seras tú, Teresa -le dijo- la reina de mi Reino, la estrella de mi cielo, la luz de mi corazón, porque sólo tu has sido lo suficientemente sensata para no ceder a todos mis tontos caprichos.
Una semana después, el príncipe y Teresa unían sus vidas para siempre en el palacio real. Y cuenta la leyenda que todos los gnomos del bosque acudieron a la boda. 

lunes, 18 de marzo de 2013

Mis primeros relatos que no llegaron al papel


 Hace unos meses, alguien, no recuerdo ya quien, me preguntó desde cuando escribía. Creo que le contesté algo parecido a desde siempre, frase que me libró del esfuerzo de recordar y que acompañé con una amplia sonrisa. Después, al volver a casa, me quedé pensando. No era cierto lo que había dicho, no escribía desde siempre, aunque sí es verdad que desde muy pequeña comencé a crear historias, que todavía no llegaron a verse reflejadas en papel. 
Hasta los diez años acudí al colegio de las Trinitarias, un colegio de monjas, exclusivamente para niñas, que se hallaba en el Llano de la Zaidia, junto al río. Tenía por aquel entonces una imaginación desbordante que hacía perder los nervios a más de uno, porque en aquella época ya casi olvidada de la infancia, mis primeras historias fueron mis primeras mentiras. Y no sabéis cómo disfrutaba. 
Cada dos por tres las monjas nos hacían ir a la iglesia, con un velo de tul blanco sobre la cabeza, y rezar de rodillas hasta que nuestros jóvenes huesos crujían como sarmientos rotos. Allí, catapultada por el aburrimiento que me causaba el rezo del Rosario, inventé mi primera historia, y si no mal no recuerdo, convencí a todas mis amigas. Les decía entre susurros que los santos, las imágenes que dormían en sus altares dorados, me hablaban a través de un complicado sistema de morse que yo acentuaba dando golpecitos con los nudillos en el banco de madera. Las niñas me preguntaban emocionadas qué cosas me decían los venerables y las vírgenes desde sus inmaculados aposentos, y como es natural, yo les contestaba lo que me convenía:  San Francisco dice que me des tu lápiz del número uno, de staedtler; Santa Agueda te pide que me invites a chuches al salir del colegio.  Me emocioné de tal forma con aquellas irreverentes fantasías que crecían como pompas de jabón, que estuve a punto de creerme yo misma aquellas patrañas. 
Mi imaginación se enredaba en los rizos de mi cabello cobrizo, como un matojo reseco de los que rodaban por mi barrio cuando soplaba el viento.  Recuerdo igualmente otra ocasión, esta vez en el pueblo, que unos cuantos niños entramos en una casa a recoger no me acuerdo ya que. En aquella casa encalada, muy sencilla, vivía una mujer sola, extraña, gorda, de nariz afilada como una bruja. Mientras mis primos hacían el recado, yo, llevada de mi innata curiosidad, miraba aquí y allá. De repente alcé una cortinilla que había bajo un fregadero y allí estaba: el cadáver de una mujer. Os aseguro que creí verlo: la cabellera caída sobre el rostro, la falda arrugada... Corrí de nuevo la cortinilla y salí hacia la calle velozmente. Mis primos, al ver la palidez de mi rostro,  me preguntaron qué me pasaba y yo les contesté, temblorosa, que había visto una muerta bajo el fregadero. La noticia corrió entre los niños como un reguero de pólvora y fueron muchos los que pasaron temerosos por delante de la puerta de la casa de aquella mujer-bruja que, mientras tanto, hacía punto de media sentada al sol de media tarde. Por fortuna, el rumor no llegó a oídos de los mayores, porque de haber sido así. a mi me hubieran llevado al psiquiátrico más cercano y me habría quedado a solas con mis alucinantes embustes. 
De ahí pasé a inventar historias de miedo, terribles historias de apariciones fantasmales, a cual más escalofriante, que contábamos junto al calor del fuego o en la que llamábamos Sala de lectura, historias que nos aterrorizaban en la misma medida que nos fascinaban. A pesar de todo este siniestro currículum, parece ser que nadie hizo ningún esfuerzo por canalizar aquella imaginación que se salía de madre y sin duda no sólo amenazaba mi estabilidad mental, sino también la de los que me rodeaban  Pero eso fue hasta que llegué al Instituto. 
En la Filial 5 del Instituto femenino San Vicente Ferrer en la que estudie el bachiller - primero el elemental y luego el superior- había una profesora que me llamaba por mi auténtico nombre: Desamparados. No he visto en mi vida un nombre más largo ni más triste, pero es el que me pusieron y, afortunadamente, el que casi nadie ha empleado para requerirme a lo largo de mi vida.  Menos ella. 
Era una profesora alta y delgada, probablemente de barrio rico. Un día, después de recoger las redacciones, me llamó a su mesa.
- Desamparados - me dijo mientras blandía la libreta frente a mis ojos-, ¿esto lo has escrito tú?
Creo recordar que era una redacción sobre una tormenta, una tormenta con todo lujo de rayos, truenos y vendavales. 
- Sí -le contesté sin dudar- 
- ¿De verdad?
No se lo creía y eso me fastidió hasta el límite.
- Pues claro - respondí un poco indignada. 
Tenía once años y una inseguridad más que manifiesta. 
- Pues cuando acabe la clase te vas a quedar y vas a escribir otra. 
Así lo hice. La profe de barrio rico me dio un tema y escribí sobre él mientras mis compañeras jugaban en el paseo y. flirteaban con sus primeros novios, algunos recién salidos del reformatorio.  Cuando acabé, se la entregué y, después de leerla atentamente, me dijo: escribes muy bien, Desamparados. Sigue escribiendo. 
Y fue entonces, ese preciso día, en ese exacto instante, cuando fui consciente de que quería escribir, de que  realmente aquello me gustaba, de que sabía hacerlo mejor que las otras niñas de mi edad. 
 Con el paso inexorable del tiempo, reconozco que mis sueños se quedaron en alguna cuneta recubierta de margaritas. Admito, muy a mi pesar, que no he llegado demasiado lejos en esto de la escritura, pero también es verdad que seguí  al pie de la letra el consejo de aquella profesora delgada, alta y rica. Desde entonces, no he dejado de escribir. 
Y han pasado ya unos cuantos años. 

lunes, 4 de marzo de 2013

El amigo del alma


Había sido su mejor amigo, uno de esos amigos de los que llaman del alma. Habían compartido deberes escolares y primeras novias. Habían hecho novillos los viernes por la tarde y se habían emborrachado por primera vez, y no última, a los catorce años. Sin darse cuenta se habían convertido en hombres de pelo en pecho. Juan se había casado con Lourdes, una chica de la barriada, y Arturo se había ido a vivir con una señorita de clase alta, pero a éste último la alianza le había durado lo que un caramelo a la puerta de un colegio.
Juan destripaba sus recuerdos aquella tarde de finales de invierno mientras trabajaba el mármol. Era un artista y lo sabía, pero en aquel trabajo en concreto estaba poniendo especial interés. 
El mármol era travertino, de color amarillo oro, con unas vetas anaranjadas que le dotaban de luz propia. Las letras, plateadas, que últimamente eran la moda, y sin lugar a dudas, las tendencias de moda llegaban en estos tiempos de imagen hasta las mismas puertas del Paraíso. Fue colocando las consonantes y las vocales hasta concluir el nombre: Arturo de la Peña García. Perfecto. El texto estaba por ver, pero si algo tenía claro Juan es que no iba a escribir  Descanse en paz. Desde luego no era  la frase  más apropiada dadas las circunstancias, porque malditas las ganas que tenía de que descansara en paz el muy cabrón. Más bien deseaba que la conciencia le atormentara más allá de la vida y le acompañara hasta las mismas  entrañas del infierno. Mejor poner Tus seres queridos no te olvidan. Era una frase muy manida, pero se prestaba a cualquier interpretación. Tus seres queridos... -pensó Juan mientras hacía esfuerzos por sonreir-. ¿Y que pasa con los que un día te quisimos y luego traicionaste? Tampoco te vamos a olvidar aunque quisiéramos.
¿Cómo sería posible olvidar la traición, la mentira, la infamia? ¿Cómo olvidar aquella tarde de playa cuando los tres caminaban sobre la arena mojada, y Arturo miraba a  Lourdes como si quisiera zamparsela de un bocado? ¿Cómo ignorar aquellas cenas compartidas en la terraza de casa en las que Juan sentía que sobraba tanto como el espantoso mantel de hule que cubría la mesa
Arrebatando terreno, escarbando como un topo musaraña, Arturo fue llegando al corazón, y un poco más tarde, al cuerpo moldeado de Lourdes. ¡Amigo del alma, joder! Y lo había sido en cierto sentido. Era siempre el que escuchaba, el que consolaba, el que acompañaba, el hombro sobre el que llorar, el paño de lágrimas. Y en la cercanía confiada, había ido destruyendo su relación desde dentro, como en una metástasis violenta que hubiese fagocitado cada uno de sus sentimientos. No debía torturarse con lo recuerdos, así que siguió pensando en el texto más adecuado. También podía escribir sobre aquella lápida anaranjada, "Te recordaremos siempre", porque Juan estaba seguro de que lo recordaría  cada minuto del resto de su vida, cada tarde, cada mañana, cada noche arrebatada. 
Sintió odio hacia sí mismo por no haberse dado cuenta antes de que el amigo del alma le había arrancado de su vida lo que él más quería, había invadido su territorio, había ocupado su cama. Con pasos quedos y sigilosos, como una pantera, Arturo había saltado sobre su presa para hacerla suya y había roto su horizonte de promesas de un inmenso zarpazo.
Observó su obra a cierta distancia. No podía estar quedando mejor. Luego puso la fecha de nacimiento y de defunción. A continuación, colocó una pequeña vasija igualmente de mármol, por si algún osado deseaba llevarle flores en un instante de desvarío. 
Se sentía tremendamente satisfecho. La lápida había quedado perfecta. Perfecta la armonía de colores, el cincelado de las letras,  la composición del texto, el pulido de la piedra marmórea. Era un buen artista y el lo sabía.
Ahora sólo le faltaba matar a Arturo.