lunes, 25 de febrero de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XIV




 Alice me observaba con los ojos abiertos como lunas llenas.
- ¿Cómo hacen los gatitos? - le pregunté con una sonrisa-
- Mauuuuu.
-¿Y los perritos?
- Guau...
- Bueno Alice -dije dando por concluida la sesión de onomatopeyas-, ¿y qué vestido se va a poner hoy esta princesita?
Y la pequeña, sin dudar un instante, señaló el mío con su dedo regordete. 
- Pero si ese es mío y, además, es muy feo y muy antiguo. Vamos a ver que te ponemos hoy para salir a la calle. 
Buscaba en su armario un conjunto favorecedor y unos leotardos que le fueran a juego cuando escuché que llamaban a la puerta. Supuse que, como todas las mañanas, Javier vendría a ver cómo estaba la niña y a darme alguna recomendación para el día que empezaba. 
Pero me equivoqué. Era Juliette, y por su agria expresión no parecía estar de muy buen humor. 
- Bounjour - dijo mientras intentaba esbozar una sonrisa que más bien fue una horrible mueca-, Javier... il m´ha raconté... puedo pasar?
Claro - contesté sin dejar de sentir cierta inquietud- Esta es tu casa. Estaba vistiendo a Alice.
- Javier, il me ha parlado - hacía un esfuerzo bastante inútil por hablar en castellano-, que vous avez parlé avec l´homme fou dans le parc... el hombre loco- añadió-,¿te ha hablado?
- Sí, es cierto -admití-
- Je suis très inquiet porque es...- dudó- porque es un hombre enfermo, fou, loco. je ne veux pas... no quiero que toque  ma petite fille.
Parecía realmente angustiada. 

- No te preocupes, Juliette. Ni él ni nadie va a tocar a Alice.
- Javier vous dit quoi?
No me gustaban los interrogatorios de buena mañana, así que, sin querer, mi tono fue cortante. 
- Javier me ha dicho que si ese hombre volvía a dirigirme la palabra, llamase a la policía. No debes preocuparte. 
Pero Juliette no estaba dispuesta a dejarme en paz. 
- ¿Sabes qui est cet homme? C´est un traidor, une merde.
Estaba muy alterada. Alice la miraba con los ojos abiertos y sin pestañear.
- Je dois aller... Tengo que marchar. Rappelez-vous. C´est un fou.
Estaba ya un poco harta de tanto sermoneo. 
- Te vuelvo a repetir que no te preocupes. Ve tranquila.


Es un traidor, una mierda, un hombre loco. Así había descrito Juliette al anciano que me había dirigido la palabra en el parque. Más descriptiva no podía ser, y más demoledora tampoco. Cuando cerré la puerta, me pregunté si aquella breve conversación no me habría cortado la digestión del desayuno. 


Acabé de vestir a Alice sin poder dejar de sentir cierto cosquilleo a la altura del estomago. Le coloqué un pequeño pañuelo azul sobre su escaso cabello rubio, y ella sonrió coqueta. Hacía un buen día y necesitaba caminar, tanto como resistiesen mis pies. El suceso del anciano mirón me había desencajado los nervios. Comprobé que la batería de mi móvil estaba suficientemente cargada, coloqué a la niña en su cochecito, y salí al rellano. 


- Alice -  le dije-, hoy nos vamos a jugar a los Jardines de las plantas, ¿te apetece?
Sin duda, Alice no entendió una palabra, pero sonrió abiertamente y dio palmas con sus pequeñas manos regordetas. Supongo que lo hubiera hecho igual si le hubiera dicho, con el mismo tono de voz, que nos íbamos a cazar ratas a cualquier alcantarilla de París. Estaba claro que la proximidad de salir a la calle, la hacía feliz. Curiosamente, a mí no tanto. 
La mañana era preciosa. No hacía calor ni frío, la temperatura perfecta. Avancé por la acera confiadamente. Javier me había dicho que sólo debía caminar en línea recta para llegar al Jardín des plantes, en cuyo interior estaba el Museo Nacional de la Historia Natural, un edificio de gran belleza, y aunque tenía bastante curiosidad en visitarlo, consideré que Alice era demasiado pequeña para contemplar los esqueletos de los grandes animales del Jurásico, o colecciones inmensas de bichejos, a cada cual más asqueroso. No podía consentir que la pequeña Alice tuviera pesadillas, y tal como estaban las cosas, yo tampoco podía permitírmelas. 
El jardín no estaba lejos de casa y parecía suficientemente grande y tranquilo para pasar una mañana perfecta. El otoño iba abriéndose paso entre los restos del verano, y las grandes alamedas aparecían con el suelo cubierto de hojas amarillas que crujían bajo el peso de las ruedas del coche de Alice.  La niña no tardó en dormirse, y yo tomé asiento en un banco desde el que podía contemplarse el magnífico edificio del Museo de Historia natural. 
El entorno me resultó relajante. Realmente, aquello era un bosque en medio de la ciudad. Y era más que probable que con esa idea lo hubieran diseñado. Era tanta la paz que allí se respiraba que era difícil imaginar que una ciudad bulliciosa y enorme crecía a su alrededor alimentándose de su silencio. Era agradable estar allí, bajo los álamos, estirando las piernas e intentando no pensar en nada. Pero había que ser precavida, porque cuando los bebés despiertan con hambre, no hay consuelo para ellos; ni flores, ni paseos, ni cisnes, ni lirios del campo. Iba a levantarme para acercarme al estanque cuando vi que un anciano se sentaba a mi lado. Me pareció feo irme precisamente en ese momento, así que pensé que cinco minutos más no iban a estropear mi día.
- Bonjour -dijo el hombre mientras tomaba asiento con dificultad-
- Bonjour- respondí con mi lamentable acento francés.
- Vous etes francais? -inquirió-
- No - respondí-, je suis espagnol.
- Je suis Juif - respondió el hombre riendo- 
Probablemente, puse cara de no haber entendido nada porque el hombre añadió: 
- Judio, soy judio. 
- Ah - dije sorprendida.
 Creía que todos los judios llevaban sobre su cabeza la kipá, como  los actores en las películas norteamericanas.
- Mon nom est Fabrice, et vous?
- Me llamo Asun.
- Et la jeune fille, c´est la votre?
- No. Je suis sa... -dudé- niñera. 
- Nounou. 
- Eso, nounou- afirme mientras soltaba una carcajada-
- Elle a des parents?
- ¿Si tiene parientes?- pregunté extrañada-
- Je veux dir... padres. 
- Claro.
- Elle a de la chance... dijo el anciano bajando la mirada-
No había entendido nada. 
- ¿Cómo?
- Que tiene... -vaciló- suerte.
Asentí con la cabeza mientras intentaba averiguar hacía donde derivaría aquella extraña situación, pero Alice la dio por finalizada. Abrió los ojos lentamente y comenzó a poner morritos.
- Se me ha hecho tarde - dije a modo de disculpa, sin importarme demasiado si aquel hombre me entendía o no- Je dois y aller. 
El anciano sonrió nuevamente y me observó mientras recogía mi bolso y me levantaba. Sabía que cuando Alice quería su comida,  la quería ya. Así que volví sobre mis pasos preguntándome qué clase de imán tenía para los ancianos, y  haciéndome la promesa de que mi primera tarde libre la dedicaría íntegramente a visitar el museo que, tal como me había comentado Javier, era un edificio formidable. En apenas veinte minutos llegué a casa. Alice seguía mediodormida, lo que me iba a permitir prepararle la comida con tranquilidad. Había dejado el pollo, la carlota y la patata cocida antes de salir. Sólo tenía que triturarlo.
Llegué a mi planta y cuando me disponía a abrir la puerta, escuché voces alteradas que provenían del piso de abajo. Me detuve en seco y me puse a escuchar, pero apenas se entendía nada. Lo único que estaba claro era que las voces pertenecían a Javier y a Juliette. 
Haciendo gala una vez más de mi perversa curiosidad, bajé diez o doce escalones hasta estar lo suficientemente cerca para poder entender el sentido de las palabras. 
- Es que tu no puedes afirmarlo públicamente- decía a voz en grito Javier- 
- Pourquoi?- respondía Juliette gritando a su vez. 
- Porque no sabes nada, porque no estás segura de nada. Sólo te has empecinado en que ese pobre viejo puede perjudicarte...
- C´est pour l´honneur de la famille...
- ¡Está a salvo! -gritó Javier- 
Subí los escalones lentamente, intentando no dar ningún traspiés que diera al traste con mi torpe espionaje. Abrí la puerta despacio, evitando  hacer el menor ruido, Dejé a Alice aparcada junto al sofá y me fui a la cocina. Calenté su comida, la trituré, y cuando ya estaba lista, conecté la televisión. En cuanto la niña escuchase entre sueños las canciones infantiles, abriría los ojos en un pis pas. Y así fue. Sus padres, mientras, seguían hablando a gritos, pero yo preferí no escucharlos. 


Dediqué la tarde, húmeda y neblinosa, a jugar con Alice sobre la alfombra. A la hora de la merienda, mientras la pequeña se tomaba su potito de frutas, le conté el cuento de la princesa y el guisante. Ignoro si entendía algo, pero no dejaba de mirarme atentamente mientras yo le hablaba de palacios inmensos,  hermosas doncellas, y camas en las que un diminuto guisante podía distinguir a una princesa de una joven aldeana. 

Sobre las siete de la tarde subió Javier. Alice jugaba con el oso mientras yo leía una revista de moda inalcanzable sentada en el sofá. Se sentó a mi lado. 
- ¿Qué tal el paseo de esta mañana?- preguntó con una sonrisa que no acababa de ocultar un gesto de preocupación. 
- Magnífico -afirmé- Alice, como siempre, se ha portado muy bien, aunque yo he dejado para otro día la visita al Museo de Historia natural. 
- Mejor- afirmó Javier mientras asentía con la cabeza- allí hay muchos monstruos que podían asustar a Alice. 
Guardó silencio. Era evidente que presentía que la bronca del mediodía había traspasado las paredes. 
- ¿Dónde me recomiendas ir mañana?- pregunté para romper el tenso silencio. 
- Hay tantos sitios.... Lo pienso y te dejo una nota mañana por debajo de la puerta. 
-Estupendo - afirmé con una exagerada sonrisa-, pero que no esté muy lejos. Tengo los pies...
- Tranquila. te buscaré un sitio cercano y que os pueda gustar a las dos.  
Se hizo de nuevo el silencio. Javier se levantó y tomó en brazos a Alice, que le cogió la cara con sus pequeñas manitas. Se volvió y me dijo: 
- Si quieres salir un rato, me puedo quedar con la niña.
Supuse que era una invitación para que me fuera. 
Si no te importa- dije-. Tengo que comprar algo de verdura. 
- Pues no tengas prisa. Así estoy un poco con la niña. No te puedes imaginar cómo la echo de menos durante todo el día. 
Sonreí discretamente, me calcé las sandalias, cogí el bolso y me fui. No tenía que comprar verduras, evidentemente, pero sí necesitaba una porción de aire fresco sobre mi rostro. Era casi de noche y la calle estaba llena de gente que paseaba mirando las paraetas instaladas junto al muelle. Me llamó la atención una en la que vendían libros de segunda mano. Me acerqué y comencé a hojear algunos de los volúmenes. La mayoría estaban escritos en francés. 
- Vous avez des livres ecrits a espagnol?- pregunté-
- Ils sont la - me contestó señalando una estantería a su izquierda-
Fui mirando títulos al tiempo que no le quitaba la vista a mi reloj. No podía demorarme demasiado porque, al fin y al cabo, había salido a comprar verdura. Al final me decidí por dos volúmenes, Paris en el siglo XX, de Julio Verne, y Siguió la fiesta, de Alan Riding. El joven, bellísimo por cierto, me recomendó este último, no sé si por su propio interés o porque pensaba que era realmente un libro interesante. Antes de volver a casa, pasé por la frutería y compre un kilo de cebollas y apio. Verduras para una coartada
Javier me esperaba junto a la puerta con la niña ya dormida. Me dijo que Juliette subiría a darle un beso en cuanto llegase, pero no lo hizo. Una vez más me pregunté cómo podía haber madres así, madres que no sentían pasión por sus hijos, madres que no deseaban comerse a besos las mejillas de sus bebés, madres que no sentían la llamada del cachorro que le echa de menos. Y también una vez más pensé que gente hay para todos los gustos y los disgustos, y, sin duda, Alice tendría que ir acostumbrándose a crecer sin los mimos de su madre. 
Después de cenar un ligero hervido y un yogur desnatado que no sabía a nada, me tumbé en el sofá y encendí la lámpara de pie que había junto a él. Leí el titulo del libro, Siguió la fiesta", y la sinopsis que había en la contraportada. Se trataba de cómo se había desarrollado la vida cotidiana en la Francia ocupada por los nazis. No parecía un tema muy agradable, pero me interesaba ¿Cómo se puede conocer un país si no se conoce su historia. Comencé a leer

sábado, 16 de febrero de 2013

Y Rau se fue al cielo

Os voy a contar un cuento o, quien sabe, a lo mejor no lo es.

Había una vez un viejo cazador que se llamaba Cosme. Vivía en un pueblo perdido en una zona boscosa de un país sureño llamado España. Cuando salía a cazar iba siempre acompañado de sus galgos, machos y hembras, perros nobles que, por desgracia, cuando acababa la temporada de caza, Cosme iba sacrificando de una u otra forma porque ya no le servían para nada.  O bien los dejaba morir de hambre, o bien los tiraba a un pozo, o incluso los abandonaba en el bosque, por no citar otras formas de deshacerse de ellos que sin duda herirían la sensibilidad de mis queridos y escasos lectores. 

Cosme tenía, entre otros, una galga de color pardo a la que llamaba Rau. De joven fue rápida, audaz  e implacable, de ahí su nombre;  pero había ido cumpliendo años, y cuando la temporada de caza acabó en aquel gélido mes de febrero del 2013, Cosme decidió que aquella perra ya había dado de sí todo lo que había podido y se hacía necesario eliminarla de una u otra forma. Así que, después de tomarse dos carajillos y limpiar el arma a conciencia, la encerró en un corral abandonado que tenía lejos del pueblo, junto a un bosque de alcornoques.


Unos días después, Rau murió, como él había previsto. Si murió de hambre, de sed, de frío o de pena, la autora de este cuento no lo sabe ni lo quiere saber,  pero piensa que pudo ser de todo a la vez. A la semana siguiente, Cosme, que se había tomado mucho más que dos carajillos, se despeñó por un barranco al coger una curva y su coche quedó destrozado, él también. Soló tuvo tiempo de ver un túnel largo, interminable desde cuyas paredes rostros transparentes y sin expresión le observaban con frialdad. 



El túnel desembocaba en un lugar muy blanco,  deslumbrante, como si alguien hubiese forrado las paredes con finísimas láminas de algodón. Cosme miró a su alrededor asustado, y casi pierde el conocimiento al ver a Rau sentada sobre un banco, tranquila y aparentemente feliz.  

-¡Puta perra! - exclamó-, ¿qué haces tu aquí? Deberías estar muerta.
- Y lo estoy, igual que  tú- le contestó Rau para su sorpresa. 
Cosme se cogió la cabeza con las dos manos como si quisiera arrancársela de cuajo.
- ¡Esto es una pesadilla! - gritó-. Los putos perros no hablan...
- Cuando estamos muertos, sí - aseveró Rau que parecía muy serena.
- ¡Estoy soñando y quiero despertar!- bramó como un loco Cosme-.  Esto no puede estar pasándome a mí. 
Y en esto, entre unas nubes apretadas y grises, apareció un Angel. Era bellísimo, pero no iba vestido con túnicas ni nada por el estilo,  sino con una camiseta verde clara y unos vaqueros desgastados. Llevaba una libreta de apuntes donde, a simple vista, no parecía haber apuntado nada. 
- ¿Tu eres Rau?- le preguntó a la perra con voz solemne y dulce a la vez- 
- Sí -contestó ésta comenzando a mover el rabo alegremente- 
-Y tu debes ser Cosme - dijo dirigiéndose al hombre-
- Si, soy Cosme, y quiero saber donde estoy. 
El ángel extendió las manos y le respondió con una sonrisa.
- En la antesala del cielo, en el preludio del paraíso, en el vestíbulo de... 
- Y entonces - interrumpió el hombre-, ¿qué hace aquí mi perra?
_- ¿Es Rau tu perra? Qué curioso. Haces demasiadas preguntas, Cosme. Tienes que tranquilizarte. Aquí las prisas no se conocen y, además, no sirven para nada. 
Cosme volvió a sentarse en el banco refunfuñando. 
- A ver, Rau, pasa por aquí - le dijo el ángel a la perra-. Y esta pasó por una especie  de arco de niebla que inmediatamente se encendió con una cegadora luz azul cuando ella lo atravesó. 
- Rau - preguntó el ángel-,  ¿ tu crees que has sido una buena perra? 
- Sí- contestó el animal sin dudar un instante-
- ¿Has obedecido a tu dueño?
- Claro. 
- ¿Has cuidado bien de tus hijos?
- Siempre - contesto la perra-, mientras me los dejaron.
- ¿Has sido fiel?
- No conozco otra forma de ser. 
El ángel dio un profundo suspiro de satisfacción y le dijo a la perra que esperase un momento. Después se dirigió a Cosme.
- A ver, Cosme, pasa por debajo del arco. 
Cosme pasó, pero el arco de niebla no se encendió con luz cegadora alguna.  Volvió a pasar una y otra vez mientras el ángel se iba poniendo cada vez más nervioso. 
- Debe haberse estropeado algo - dijo confundido-, aunque por aquí las cosas no suelen estropearse. No lo puedo entender. 
- ¿Qué pasa?- dijo Cosme hinchando el pecho como un palomo en celo- ¿Por qué este trasto no se enciende?
- No lo sé - dijo el ángel, pero creo que tenemos un verdadero problema. 
-¿ Porqué?- dijo el hombre cada vez más inquieto- 
- Pues porque, aunque parezca imposible, si el arco no se enciende, quiere decir que tu no tienes alma.
Ahora si que Cosme se infló como un pavo real a punto de reventar. 
- O sea, ¿qué el trasto ese brilla con la puta perra y no conmigo? ¿Que me estás contando? - bramó fuera de sí-
- La verdad. Aquí nunca mentimos. Parece ser que tu no tienes alma. 
- Y eso qué significa? 
El ángel volvió a suspirar. 
- Cosas terribles.
-¿Cómo que? ¿Me voy al infierno de cabeza?
- Qué poca cultura, Cosme. Ya dijo el Papa que el infierno no existe. 
- ¿Entonces?
- Un cuerpo sin alma está condenado a vagar por el espacio, a merced de todos los peligros y misterios que encierra el universo:  los meteoritos, las estrellas fugaces... A veces, el ser que deambula por el universo es absorbido por los agujeros negros que probablemente destrozarán su cuerpo.  Puede incluso acercarse demasiado a una estrella y achicharrarse en milésimas de segundo.
Cosme se había quedado muy pálido, como si estuviera a punto de desmayarse. Viéndole así el ángel le dijo. 
- No te preocupes, vamos a arreglarlo,  pero este asunto me supera. Voy a hablar con el consejo de arcángeles a ver si encuentran una solución para tu problema. 
Cosme se sentó junto a su perra, que no le quiso dejar solo, pero él ni siquiera la miró. Varias horas más tarde, el ángel regresó con aspecto satisfecho. 
- Ya está todo arreglado, Cosme. - le dijo con una sonrisa que le hacía parecer aún más bello-. Los arcángeles han decidido que tienes que volver a la vida. 
- ¿Voy a resucitar? ¡Bien!- exclamó-, pero tenéis que daros prisa o estaré ya putrefacto. 
- No tienes de qué preocuparte. Vas a volver a la vida pero en el cuerpo de un galgo. Es la única solución.
- ¿Qué?
- Ya te lo dicho, Cosme. Es la única forma de que consigas un alma.
Ahora Cosme estaba a punto de romper en llanto.  
- Pero yo no puedo... yo... a los galgos los maltratan, los matan de hambre, les dan de palos, los tiran a pozos, los...
- Ya veo -dijo el ángel-, que comienzas a tener alma de galgo. Que tengas suerte. 
Cosme despareció en un instante y Rau entró en el cielo dando saltos de alegría. El ángel le acarició la cabeza. Era la primera caricia de su vida... mejor dicho, de su muerte. 

viernes, 8 de febrero de 2013

La persecución



El semáforo se pone en ámbar y, a continuación, en rojo. Sara Frena en seco mientras baja con esfuerzo la ventanilla del coche. Hace un día cálido y húmedo, y enormes nubes rojizas parecen incendiar el horizonte. Vuelve a casa después de una jornada desastrosa, una de esas en las que sólo se desea que concluyan, una más en esa secuencia amarga de jornadas clónicas, grises y aburridas que últimamente dan forma a su vida.


Sin saber por qué razón mira por el espejo retrovisor. Tiene la misma sensación que cuando se piensa paranóicamente que alguien te persigue. Entonces le ve. Al principio tiene sus dudas porque el tiempo no ha pasado en vano, pero el vuelco inesperado de su corazón las despeja  rápidamente. 

Más viejo, sí, con menos pelo, con profundas arrugas marcadas junto a los ojos, pero es su rostro, el mismo con el que soñó noches enteras en una adolescencia casi olvidada. 
Han pasado veinte años desde la última vez que le vio, pero le hubiera reconocido en cualquier lugar. Vuelve a mirar obsesivamente hacia el espejo retrovisor. Es curioso -piensa- que en una era cibernética en la que la gente sólo se reencuentra en la comodidad de las redes sociales, ella se haya encontrado con el hombre que amó durante años junto a un semáforo, en el centro de una desabrida avenida, en una larga y pegajosa tarde de finales de primavera. 

Olvida el anodino día que ha pasado. Olvida la dura rutina que, poco a poco, ha ido quitándole brillo a la vida, y, por supuesto, olvida meter la primera marcha cuando el semáforo se pone en verde. Dejaré que me adelante - decide-. Y no es difícil teniendo en cuenta la mierda de coche que conduce-. Nunca es tarde para hacer una locura. Además, y a pesar de la acumulación de colesterol en su cuerpo, vuelve a sentir correr la sangre por las venas y ese  flujo carmesí despierta a guantazos los recuerdos de un letargo obligado. 

El muy canalla lleva un buen coche. Un bemeuve de color negro que brilla como un espejo a la salida del sol. Sin duda, le va bien en la vida, lo contrario que a ella. Sara quiere hacerse más pequeña de lo que ya es. Se agacha cuanto puede para tratar de esconderse tras el volante de su Ford fiesta de segunda mano, mejor dicho,  de tercera. El bicho - como suele llamarle cariñosamente- lo adquirió hace poco más de un año a la prima del cuñado de su vecino de rellano. Y ésta a su vez parece ser que ya se lo había comprado a un compañero de trabajo. Esa diversidad de dueños ha dotado a su utilitario de un historial que ya quisieran para sí muchos vehículos. Eso, y una malformación congénita que hace que su motor se caliente  mucho mas de lo habitual. 

Acelera cuanto puede para poder dar alcance al bemeuve, pero siempre intentando mantener una distancia prudencial. Menuda sorpresa le voy a dar- piensa con deleite-, e Imagina su sonrisa de oreja a oreja iluminando su rostro.  Fantasea pensando en un abrazo rotundo, incluso en un beso. Sin poder evitarlo, extrae de su memoria aquel beso en los labios, con sabor a tabaco negro, la mirada ansiosa, la caricia tanto tiempo deseada... y así, rememorando, el santo se le va al cielo. ¿Dónde esta? ¿Dónde se ha metido el maldito cochazo? Mira a su izquierda y obtiene la respuesta: el túnel. ¡Dios! se ha metido en el túnel que pasa por debajo de la antigua carretera de Barcelona.

 Le han comenzado a sudar las manos. Ahora ya no puede alcanzarlo. Ha tenido la oportunidad de su vida y la ha desaprovechado haciendo gala de su generosa torpeza. 
Se detiene de nuevo en otro semáforo. A su izquierda hay una bicicleta y a su derecha, otra. Tiene la extraña sensación de  que sendos ciclistas observan con ironía su rostro arrebolado. El motor de su Ford ruge como un viejo tractor agonizante. La salida del túnel esta un poco más allá del colegio de los Salesianos. No lo duda y se salta un semáforo en ámbar. El castigo de los coches que atacan por su izquierda es desproporcionado. Los conductores hacen sonar sus claxon como si en ello les fuera la vida. Sara lanza su melena por detrás de su hombro en un gesto de claro desafío y sigue adelante. Afortunadamente, el semáforo que hay junto a la calle Bilbao lo ha retenido.  Se pone las gafas de sol y se coloca tras él mientras su corazón hace serios esfuerzos por seguir latiendo con normalidad. Como si no pasara nada. 

Como si no pasara nada. Con toda naturalidad le cogió de la mano en aquella plaza inmensa abarrotada de gente. Fuegos artificiales llenaban el cielo de lagrimas de colores que iluminaban sus rostros. Y Sara sentía sus dedos acariciando suavemente la palma de su mano. ¿Es posible morir de felicidad? Estuvo segura en aquel momento y, más aún, no le hubiera importado. 

Menudo arranque tiene el puto bemeuve. En dos segundos adelanta veinte metros. Por un momento piensa que la ha visto y huye. Después de todo, la huida hacia adelante siempre fue su mejor técnica. ¿Por qué no puedes olvidarme - le preguntó  aquella noche casi olvidada mientras observaba con serenidad su triste expresión-. Porque te quiero - le susurró ella con voz temblorosa. "Pues ese es tu problema"- contestó él. Sara se estremece con sólo pensarlo. Sin duda, aquella  respuesta era en toda regla un puñetazo en el alma. Y se sintió tan sola como un abeto nevado en un bosque mediterráneo. 

¿Pero dónde va este hombre, Dios? Sara alarga el cuello por encima del volante.  El coche ha enfilado la avenida Blasco Ibañez a toda velocidad y le cuesta seguirlo. Siempre le costó. Le costó hasta entender sus más crueles ironías.

 ¿Te imaginas - le dijo aquella noche de verano-, junto a la persona que amas, con una copa de champagne en la mano, y frente a una chimenea con el fuego encendido? Estúpida hasta los talones ella contestó que sí, saboreando la gloria antes de tiempo. "Pues no eres tú"- añadió él para abrir más la herida y que la sangre - o lo que quiera que contenga el alma- pudiera salir en cascada. 

Sin embargo, el amor, a pesar de tantas jarras de agua fría, no se marchitó. Y ella pensó que era como el viento que trae la tormenta, la luz de la linterna que rasga la oscuridad, un roce, una sonrisa, una mirada cómplice que conduce al infinito y aún más allá, a un lugar donde las estrellas, por no tener, ni siquiera tienen nombre.

Ha llegado al Cabañal. El mar está muy cerca y el aire llega hasta ella fresco y aún más cargado de humedad. Se pregunta sobresaltada si este hombre no irá en busca de una de esas... meretrices que pasean junto al puerto enfundadas en estrechos y brillantes vestido de nylon. No lo cree, pero sabido es que mentes nobles y almas más o menos puras han acabado cayendo en la fácil tentación del sexo callejero.  

En aquellos días ya lejanos a los que se asoma desde su frenética persecución, surgió la duda con la imprudencia de uno de esos granos asquerosos que destrozan las mejillas más lozanas. ¿Cómo adivinar si el otro siente lo mismo que tú?, ¿Como saber si mira en la misma dirección, camina por el mismo sendero? ¡Coño! no ha puesto el intermitente y le ha obligado a dar un volantazo. El conductor que está a su derecha la mira con odio. "Qué pasa, eh?- le grita ella por la ventanilla-, ¿qué pasa? Aunque lo cierto es que ha estado  a punto de tragarse el tronco de una de las palmeras que adornan el seto central de la calzada. 

Sin duda va hacia la playa. Más romántico si cabe - piensa Sara- y se deja llevar de nuevo por al ansia de volver al encuentro  de la que alguna vez fue: joven, ilusionada, torpemente enamorada. Siente la boca seca. Pasa su lengua por sus labios finos y levemente agrietados y recuerda la tibieza de los suyos en aquella playa donde crecía la mandrágora y la magia llenaba la tarde de primavera. 

Está ya junto a la línea de adosados de la Malvarrosa.  Él aparca el bemeuve a la sombra breve de una acacia escuálida, y Sara se detiene a unos diez metros, entre un vado y una tienda de comida turca. Se contempla por un instante en el espejo, tiempo suficiente para desanimarse por completo. Ha sudado en exceso y tiene el pelo grasiento. Las ojeras parecen barcazas encalladas bajo sus ojos cansados. Abre la puerta del coche. Él esta manipulando algo en el maletero. Lleva un traje de corte clásico, pero se ha quitado la chaqueta y se ha quedado en mangas de camisa.  Sara camina hacia él conteniendo la respiración. Tampoco sabe cómo va a recibirla después de tantos años. Piensa en un instante qué huella dejan, a pesar del tiempo pasado, los besos, los abrazos, las caricias. Si son acaso como huellas de dinosaurios que permanecen para siempre, o huellas de gaviota sobre la arena, que se lleva la primera ola que llega. Está justo detrás de él. 
- Hola - dice, mientras presiente que está cometiendo un grave error- 
 El hombre se da la vuelta como una peonza, como si su voz inesperada le hubiera sobresaltado. 
-¿Perdone? - dice-
No la ha reconocido. La mira sin verla. No parecen sus ojos. No parecen sus labios.  Ha cometido un grave error.
- Perdóneme usted - contesta completamente azorada-. Creo que me he confundido. 
 Sara regresa al coche deseando ser por un momento, invisible. Los recuerdos revividos vuelven velozmente a las celdillas de su cerebro para fundirse de nuevo con el pasado. Todo ha sido como un espejismo que se ha esfumado en un par de segundos. 
Ahora ya lo sabe. Los besos, los abrazos, las caricias, fueron sólo como huellas de gaviota sobre la arena.  

viernes, 1 de febrero de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XIII

Los días pasaron rápido. Javier y Juliette no recibieron más visitas y Alice y yo pudimos comer con ellos bajo la jaima que había instalada en el jardín. El tema de la negativa de Juliette a que bajásemos a comer el día que vino François, quedó zanjado con dos simples frases. Javier me preguntó si Alice ya estaba mejor y yo contesté que sí, y que había sentido no poder acompañarles en el almuerzo con françois. Juliette me miró agradecida y luego esbozó una sonrisa de complicidad. Estaba claro que no lo hice por ella, sino porque no podía hacer otra cosa si quería conservar mi puesto de trabajo. 
Así que los días se fueron sucediendo unos a otros en una secuencia de rutina que nos vino muy bien a todos. Por la tarde dábamos un paseo hasta el pueblo, hacíamos alguna compra o nos acercábamos un rato a la playa. pero lo cierto era que el verano se esfumaba deprisa, como una niebla baja que en un instante de despiste desaparece. 
A finales de agosto, las tardes comenzaron a ser más cortas y  refrescaba más pronto. Una noche, mientras subía a acostarme portando a Alice en Brazos, Javier me detuvo cogiéndome del brazo. 
- Se acabaron las vacaciones, Asun- me dijo-. Volvemos a Paris.
-¿Cuando?- pregunté mientras repasaba mentalmente la cantidad de cosas que tendría que hacer. 
- Pasado mañana. Tengo que empezar a trabajar y Juliette tiene algunos temas pendientes que no puede demorar más. 
Tuve la impresión una vez más. Algo se había roto entre Javier y yo desde aquel mediodía de agosto en el que Alice y yo nos habíamos quedado recluidas en la habitación y no habíamos bajado a compartir la comida con ellos y su invitado. Posiblemente, se había perdido la confianza, o más probablemente aún, el hecho de que él y Juliette me estaban ocultando algo, se alzaba en la relación entre nosotros con la fuerza y la longitud de la muralla china. 
- De acuerdo - afirme sin intentar indagar-. Tendré preparada todas las cosas de Alice. 
Dos días después volvíamos a Paris. No voy a negar que me había acostumbrado a vivir en aquella magnífica casa y, sobre todo, a la cercanía del mar, a la tranquilidad que me aportaba el rumor de las olas, al placer de caminar por la arena, a los juegos de Alice en el jardín. Creo que he dicho hasta la saciedad que no me agradan los cambios, y aquel, aunque esperado, no iba a ser una excepción. 
El viaje de regreso a casa se me hizo pesado y largo. Afortunadamente, poco después de salir, Alice y yo caímos en un sueño superficial del que despertamos cuando ya estábamos a las puertas de la gran ciudad. Aunque apenas era finales de agosto, París olía a otoño. La  intensidad de la luz veraniega había disminuido, anochecía más pronto, y los colegios estaban a punto de comenzar, lo cual significaba que no sólo nosotros, sino miles de familias desplazadas durante el verano, estaban ya de vuelta.  Alice no pareció notar el cambio tanto como yo. Mostró un gran alborozo al entrar al apartamento y, sobre todo, al reconocer su cuna, sobre cuyo colchón saltó repetidamente mientras daba estridentes gritos de alegría. 
Volvió la monotonía. Javier regresó a su trabajo y Juliette desaparecía con frecuencia desde la mañana hasta la noche, sin informar- al menos a mí- sobre cual era su destino y su hora de vuelta. Frecuentemente, solía subir para darle un breve beso a la pequeña y decirme escuetamente: Si pasa algo,  estoy en el móvil. Así que Alice y yo volvimos a ser las reinas de la casa en aquel preludio de invierno que prometía ser muy frío. 
Aquella tarde de principios de septiembre una lluvia fina pero pertinaz caía sobre la ciudad. Alice estaba sentada en su trona viendo, una vez más, el video de la Sirenita. Mientras tanto, yo había decidido ir guardado la ropa de extremo verano e ir sacando ya algunas cosas de otoño, las cuales estaban en su mayor parte, sin estrenar. 
Fue al acabar de guardar la ropa  y abrir el frigorífico, cuando me di cuenta que no no quedaba ningún petit suisse, el postre preferido de Alice. Tampoco había ningún plátano, ni siquiera quedaban  manzanas de las que habíamos traído de Normandia. 
Fui hacia la ventana y comprobé que ya no llovía y que se habíia quedado una buena noche. Con unos leotardos, un vestido y una chaquetita, la niña podía salir a la calle sin problemas. 
El aire era fresco y olía a humedad. Era curioso comprobar como una ciudad después de un buen aguacero, huele igual que un pueblo. Alice, nada ver la calle, comenzó a dar fuertes golpes con sus botitas sobre el encolchado del cochecito. Avanzamos a buen ritmo entre la gente que paseaba por las aceras. El supermercado estaba  a dos manzanas, y si la tarde seguía siendo tan buena, no vi inconveniente para volver atravesando el parque. Compré los petits y un cuarto de jamón cocido y regresé a casa cruzando el parque y disfrutando con la brisa fresca que acariciaba mi rostro. Algunos niños jugaban a la pelota entre los macizos de césped, así que yo busqué el camino de gravilla para salir en busca del paso cebra. Junto al semáforo había un hombre muy mayor que miraba con insistencia hacia el lugar donde jugaban los niños. Qué asco. Pensé que debía ser uno de esos pervertidos  que se dedican a buscar fotos de niños con escasa ropa en internet. Sentí una repugnancia infinita. El semáforo se puso en rojo y tuve que detenerme junto a él. Mi corazón estaba perdiendo el control.  De repente, me di cuenta de que miraba a Alice. Uno de sus ojos permanecía medio cerrado, como si en algún momento hubiera sufrido un accidente. Si continuaba mirando a la niña con la misma insistencia, estaba segura de que acabaría perdiendo también el otro.
- Pardon - dijo acercándose- ce fille, c´est la petite fille de  Maurice?
- No - mentí-, y crucé el semáforo en rojo aprovechando que en ese momento no pasaba ningún vehículo. 
Me faltaba la respiración. El muy cerdo se había atrevido a dirigirme la palabra. Caminé deprisa hasta el portal, cogí el ascensor, y cuando al fin cerré la puerta, comencé a sentirme segura.  Dejé a Alice en su mantita y guardé las cosas en la nevera, sin poder dejar de lado la sensación de repugnancia. ¿Qué hacía aquel anciano mirando a los niños desde una esquina del parque?¿Cómo había adivinado que Alice era la nieta de Maurice?
"La ciudad de la luz está llena de sombras"- recordé la profética frase de Coraline. Quizás era algo exagerada, pero también era cierto que yo empezaba a percibir las primeras sombras. Y no me gustaban. 
A las ocho de la tarde - me estaba adaptando sin problemas a los horarios europeos-, Alice y yo cenábamos frente a la televisión donde proyectaban una serie de dibujos animados. Era una forma de tener a la niña entretenida y, al mismo tiempo, de ir introduciéndome en un francés básico donde las mismas palabras se repètían una y otra vez. Alice devoró la cena y cuando estaba a punto de darle el postre, llamaron a la puerta. 
- Seguro que es papá - le dije con una sonrisa- 
- Pa..pa- repitió la niña mientras daba palmas con las manos. 

Al abrir la puerta me llegó el profundo perfume de su eau de cologne. Olía a prado, a fresco, a menta. Javier parecía estar de buen humor. 

- ¿Cómo os ha ido el día?- preguntó al tiempo que entraba. Cogió a la niña en brazos y se sentó en el sofá. 
Le conté que por la mañana habíamos paseado junto al Sena y habíamos llegado hasta el parque de Rene Viviani, y por la tarde, como llovía un poco, me había dedicado a guardar la ropa de verano y a ir sacando la de otoño. 
-Luego, hemos salido a comprar- añadí casi sin darme cuenta- . Es que no me quedaban petits. 
Y eso que me había repetido hasta la saciedad que no iba a contarle nada. 
Ah, bien - constestó sin darle importancia. Al final se ha quedado una buena tarde. 
-Sí.
Algo debió notar en mi parca contestación porque su mirada se convirtió en todo un interrogante. 
-¿Ha pasado algo fuera de lo normal?
- No - mentí-, bueno, sí- rectifiqué- Me he encontrado con un hombre... un tanto asqueroso. 
- ¿Un hombre asqueroso?
- Sí -dije en un susurro-, un anciano que no paraba de observar  a los niños del parque
Javier adoptó una expresión de extrema repugnancia. 
- ¿Estás segura?
- Y tan segura. No les quitaba ojo. Es un tema que me puede ¿sabes?
- Y a mí, ¡Dios! que aversión.
-Y encima, se ha atrevido a hablarme, el muy...
- ¿A tí?- me interrumpió Javier- 
- Sí. Me ha preguntado si la niña era la nieta de Maurice.
Javier abrió los ojos como si hubiera visto saltar una boa constrictor desde detrás del sofá. 
- ¿Y tú qué le has dicho? 
- Que no.
- Bien hecho. Dime Asun, ¿cómo era el tipo?
- Alto, viejo, pero aún conservaba el cabello. Ah,  tenía un ojo un poco cerrado, como si hubiera sufrido un accidente. Un horror...
Javier seguía jugueteando con la manita de Alice pero se había quedado lívido. 
- Creo que se quien es y te aconsejo que no hables nunca más con ese hombre, Asun. Está completamente loco. 
- ¡Dios mio!- exclamé- 
- Si vuelve a hablarte en el parque, llama a la policía ¿llevas siempre el móvil contigo?
- Siempre. 
- Pues haz lo que te digo. Ese viejo perdió todos sus engranajes hace ya muchos años - miró el reloj-. Te tengo que dejar. Debo ir a recoger a Juliette.
- No te preocupes Javier- aseguré- El bienestar de Alice es lo único que me importa. 
-Lo sé, gracias Asun. 

Desapareció por la puerta y aún pude escuchar como bajaba por la escalera a toda velocidad. Alice se estaba quedando dormida 

sobre el sofá con los ojos entreabiertos. La cogí en brazos, le puse el pijama y la llevé a la cuna, cerrando lentamente la puerta tras de mí. 
Necesitaba con urgencia hacer algo que me distrajese: leer un libro, ver una película intrascendente que se llevara consigo las malas sensaciones que había tenido durante el día. Observé atentamente los deuvedés que había en la estantería junto a la televisión. "Amelie", no me apetecía y ya la había visto en un par de ocasiones, "Mogambo", Dios,  muy buena pero muy antigua. "Descalzos por el parque", con Robert Reford. Ya no hacía falta buscar más. Estaba segura de que el buen hacer de Reford acabaría de una vez con aquel malestar interno que no podía quitarme de encima.
Una Jane Fonda jovencísima y un apartamento cutre en Los Angeles. Un guión perfecto y un final precioso, con un maravilloso Reford caminando borracho y descalzo por el parque y tirándose el contenido de una papelera sobre la cabeza.
Apagué la television con una agradable sensación de bienestar. Entré a la habitación para comprobar que Alice no se había destapado, me abrí una tónica muy fría y me acerqué hasta la ventana. Hacia una noche templada. La luna estaba en cuarto menguante y la luz que desprendía la ciudad se comía el minúsculo resplandor de las estrellas. Miré hacia la calle. De nuevo, allí, apoyada en el respaldo de un banco, estaba Coraline, probablemente esperando a algún posible cliente. 
-Coraline -grité-
Vi como movía la cabeza hacia uno y otro lado, como si buscara la procedencia de la voz. Esta vez no se me iba a escapar. Salí a la escalera con zapatillas de ir por casa y llegué a la calle temiendo que ella ya hubiera desaparecido. 
- Coraline.
Entonces sí me vio y comprobé que una enorme sonrisa se dibujaba en su rostro. 
- Asunción- exclamó sorprendida-  vous êtes encore a Paris?
- Qui- respondí - maintenant je travail ici, trabajo aquí, Coraline.
- Muy bueno - exclamó entre risas-.Yo también.
- ¿Donde vives? Ou habitez-vous?
- A quartier de Villiers de Bel, un peu loin de Paris. 
Sacó de un pequeño bolso de fiesta un papel y escribió su dirección. - Ven chez moi, si vous plait- me dijo con una sonrisa mientras me entregaba el papel- .
- Iré a tu casa - respondí- Los miercoles je ne travail pas.
- Muy bueno, muy bien- repitió- Ven et nous prenons un café.
Un coche se detuvo junto a ella, Era un joven con aspecto extranjero. Ella se agachó para hablar con él y le dejó ver sus tetas nacaradas. 
Yo tengo que... le travail ¿me entiendes?
Y se introdujo sin reparos en el coche de aquel desconocido, mientras yo me quedaba parada en la acera, viendo como el vehículo desaparecía entre el tráfico.
Volví rápidamente al apartamento y me dejé caer en el sofá como una piedra de granito. Efectivamente, la  ciudad de la luz cada vez tenía más sombras.