sábado, 29 de junio de 2019

El tío Cachi

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Ximeta tenía un estanco en la calle en la que vivíamos, bueno más bien en la calle en la que tenemos una casa donde pasamos los veranos. Ximeta era una mujer delgada como un junco y la recuerdo alta, aunque como  por entonces yo era una niña, pues igual no era tan alta. Tenía una cara afilada y llevaba el pelo recogido en un pequeño moño lleno de canas.
El estanco era pequeño y hondo, al fondo del cual había una estrecha escalera que daba al piso superior. Corrían los años sesenta. En tierras lejanas se libraba la terrible guerra de Vietnam, en Europa, 66 oficiales de las SS eran condenados a muerte; en EE.UU Martin Luther King, acompañado de miles de personas, organizaba una gran marcha por los derechos civiles. 
Pero nosotros éramos niños y la televisión todavía no había llegado a muchas casas, así que vivíamos tan ignorantes como felices, en nuestro mundo de juegos en la calle. Y también en el estanco. 
Cuando Ximeta tenía que hacer algún recado se asomaba a la puerta y nos decía: 
—Eh xiquets, podeu quedar-vos un ratet, que he d´eixir.
Y nosotros, niñas y niños de entre ocho y doce años, todos primos hermanos, nos peleábamos por ver quién era el que atendía al primer cliente. Sabíamos de memoria dónde estaban los celtas cortos, los celtas largos, los Ideales,  los Bisonte,  los Ducados y los puritos habanos. 
Ahora que lo pienso, tantos años después, tengo la sensación de que la esbelta Ximeta actuaba con un defecto de responsabilidad. Dejar un negocio en manos de unos niños atolondrados para los que todo era un juego, quizás no era una buena idea, pero nunca salía mal.
Hasta que llegaba él. Entonces cundía el pánico. Uno de nosotros se apostaba en la puerta hasta que le veía doblar la esquina. Era un hombre que daba miedo,  muchas veces ebrio, malcarado, se acercaba con pasos vacilantes hacia el estanco. Y entonces el vigía gritaba:
—¡Que viene el tío Cachi!
Y mientras unos se escondían debajo del mostrador, otros subíamos corriendo las estrechas escaleras hasta el piso superior. Habíamos escuchado cosas terribles sobre ese hombre y nos producía terror. Guardábamos silencio, conteniendo la respiración, agazapados, apretados los unos contra los otros, hasta que alguien, probablemente uno de los primos más mayores, se atrevía a atenderle no sin un ligero temblor en las manos. 
Cuando el tío Cachi se iba, todos bajábamos en tropel, aliviados, riendo de tanto nervio, aplaudiendo a quien se había atrevido a atender a aquel pobre hombre desaliñado. 
Eran otros tiempos. Veranos de los años sesenta,  veranos de tardes de tormenta, de jugar con barro, de ir a misa y no enterarse de nada, de subir al sauce llorón del Huerto  y de contar historias de miedo en la sala de lectura. 
Pero de esas cosas hablaremos otro día. 

sábado, 22 de junio de 2019

El huesped del Ganges



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El cólera asoló Valencia en  1885.  Parece ser que apareció en Beniopa, procedente de Marsella, en octubre del 84, y  el 2 de abril de 1885 se produjo el primer caso en Valencia con resultado de muerte. Pocos días después se presentaban otros casos aislados que eran rápidamente sofocados, pero  nada se pudo hacer para detener la epidemia, una epidemia que fue llamada popularmente como el huésped del Ganges, por venir del subcontinente asiático  A principios de junio los casos constituían focos. El día 23 de junio  morían en la ciudad 134 personas, pero el peor mes  fue el de julio. Solo el día 5 se produjeron 217 defunciones. 
Con un fondo histórico alarmante,  se produce por entonces la muerte del rey Alfonso XII de tuberculosis con tan solo 27 años, y las guerras coloniales, la epidemia se extendió imparable llegando hasta los más lejanos rincones.  
Lejos de la ciudad, en un pequeño pueblo de la provincia de Alicante, Beneixama, un médico rural, se afanaba por controlar la epidemia olvidándose de su propia salud. Se llamaba Joan Baptista  Pastor Aicart. Tenía 36 años. Se había casado en Valencia con Josefá Sanjuan Payá el 11 de mayo de 1875 y con ella tuvo seis hijos: Desamparados, que murió en 1955, Mercedes —mi abuela—, que fue asesinada por los milicianos del Frente Popular en Valencia en 1936,  Aurelio, que murió con apenas tres años; Juan Bautista, que murió con seis meses, José María, que murió de cólera con dos años, y Rosa, que murió de gripe con 22 meses. Joan Baptista había recibido el título en medicina y cirugía el día 29 de noviembre de 1873, con tan solo 24 años.
La tragedia era inmensa. Una semana después de haber enterrado al pequeño José María, su esposa Pepica moría también de cólera con tan solo 35 años. Dejaba tres hijas huérfanas de madre.  Rosa, su hija pequeña, solo tenía tres meses y moriría de gripe al cumplir los 22 meses.

Es difícil imaginarse el dolor profundo de este hombre azotado por la tragedia, dolor que el médico, poeta y escritor ampliamente reconocido y premiado, convertía en poemas. A continuación, reproduzco el poema que le escribió a su hija Rosita con motivo de su muerte.  

Hija del corazón! ¡Cuan breve ha sido
por el valle de mundo tu jornada!
Ni has gustado la nada de su nada
ni tus pies sus abrojos han herido.

En grato sueño tu existencia ha huido
como fuente entre las flores derramada
y has labrado de Dios en la morada
para embriagarte en sus amores nido. 
pídele por mi bien, luz de mi vida
que cuando rotos los eternos lazos
en sus redes de amor cantemos presos,
yo pagaré tu afecto sin medida
dándote por un beso mil abrazos
y por un solo abrazo cien mil besos. 

Joan Baptista murió en 1917 a los 68 años de edad. La penicilina, que sin duda podría haber salvado la vida de algunos miembros de su familia,  fue descubierta por Fleming en 1928. 

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Fuente: Joan B. Pastor Aicart. Més enllà de la poesia, de Josep Martinez Sanchis, autor, entre otras obras, de las aplaudidas y premiadas novelas Intercamvi, Gegants de gel y Serem atlántida, publicadas bajo el seudónimo de Joan benesiu. Es tataranieto de Pastor Aicart. 

martes, 18 de junio de 2019

Hasta siempre, Pedro

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Te recuerdo en el paseo de las palmeras, un paseo por aquel entonces un tanto desvencijado, desolado. Eras un chico alto, Rubio, tranquilo, con mirada de perdonavidas, callado. Te imagino como uno de esos cowboys del lejano Oeste, llegando al poblado polvoriento y retando a todos con tu mirada caída. Eras un joven de pocas palabras y buenos actos.
El tiempo pasó y dejaste Valencia, pero seguíamos sabiendo de tí, de tus andanzas, de tus escritos, de tus fotografías, de tu Sacedón querido. 
Y un día un diagnóstico te dio un buen susto, pero tú no te amilanaste.  Más bien retaste a la muerte, le plantaste cara, seguramente le dijiste: Aquí estoy, ¿qué quieres? El miedo no era palabra válida para ti, no iba contigo. Sí, te enfrentaste a ella con tu mirada retadora  y la muerte estuvo a punto de rendirse, de tirar la toalla, deslumbrada por tu valor. Pero se enamoró de ti, perdidamente, y te ha llevado a un lugar seguro donde nada ni nadie podrá ya hacerte daño.
Te recuerdo con aquella media sonrisa, entre palmeras, en el sol blanco y deslumbrante de Valencia, en aquel descuidado paseo que habíamos convertido en nuestra guarida, en nuestro lugar de encuentro. Eramos tan jóvenes. 
 Donde quiera que estés, sigue siendo feliz.

viernes, 14 de junio de 2019

Cartas que dejaron de llegar


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Hubo una época en la que escribíamos cartas. Y nos escribían cartas. Pero ese tiempo de palabras sobre papel pasó a la historia, se acabó para siempre.Recuerdo aun cuando el cartero tocaba al timbre. A veces ni esperábamos el ascensor. Nos lanzábamos escaleras abajo como alma que lleva el diablo. Y allí esperaban las cartas, escritas,a mano, con nuestro nombre y nuestra dirección. A veces era la carta de una amiga que vivía lejos, de los primos, del chico del pueblo del cual andaba enamoriscada, del chaval que conocí en Santiago, o del tío Luis, a quien mi madre llamaba Luisito, que nos mandaba crónicas de sus numerosos viajes desde cualquier punto de España. Viajero incansable, escritor incansable.
Pero  con los años esas cartas dejaron de llegar. Hablábamos más por teléfono, mucho. Mientras nuestro padre nos decía que el teléfono era  caro, que colgásemos de una vez. Al mismo tiempo, el buzón se iba llenado de recibos. de  propaganda, de inquietantes cartas del Banco.
Y pasó el tiempo. Ahora ya no llegan cartas al  buzón. Nunca. Tampoco suena el teléfono fijo sólo de vez en cuando. Porque, ¿para qué sirve un teléfono fijo si no es para localizar el móvil? Ahora sólo suena el wasap, el maldito wasap que separa más que une. Y los mensajes a veces sólo son emoticonos, cadenas indeseables, pollitos que bailan o coloridos ramilletes de flores de plástico con frases de serie.
Sinceramente, creo que vamos por mal camino. Llamadme antigua, retrógrada,  nostálgica, lo que queráis.  Porque incluso de lo que escribimos ahora, también  este post, dentro de unos años no quedará  nada. O estará  en la nube, una nube evaporada en la noche de los tiempos. 
Coged un bolígrafo y un folio. Sentaos junto a la ventana y escribid esa carta que siempre quisísteis escribir. Porque aún hay cosas que nunca se podrán decir por wasap.
Afortunadamente.


domingo, 9 de junio de 2019

Del abandono


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Tengo una tendencia cada vez mayor hacia las cosas abandonadas: casas, objetos, personas, animales... No sé si todo proviene del significado de mi nombre —Desamparados—, o tendrá otro ignoto origen. Pero me atrae sobremanera todo aquello que ha sido dejado de la mano de Dios. olvidado, ninguneado, en una palabra, o en varias, todo lo que ha sido dejado de amar.
Mirad a los ojos de un animal abandonado, de un anciano a quien nadie va a ver. Asomaos a las ventanas desvencijadas de una casa que fue mansión y ahora es solo un amasijo de ruinas. Coged en vuestros brazos una muñeca rota. Observad de cerca los tallos marchitos de una maceta que ya nadie riega.
Todas esas personas, todas esas cosas, no solo transmiten una profunda sensación de tristeza, sino algo más, algo que va más allá, algo que se manifiesta por generación espontánea, algo que se percibe claramente: desamor.
Porque todo lo que se abandona alguna vez fue un sueño, un proyecto, una ilusión que desafió todas las adversidades, todos los inconvenientes. Es ese cachorro que un día llegó a casa con los ojos brillantes y meneando la cola; son esos padres que se desvivían por sus hijos; es esa caseta entre almendros y olivos que se construyó con tanto esfuerzo como empeño; es la dulce muñeca del vestido azul que llegó a casa una navidad; es la planta florecida que ocupaba el mejor lugar del salón. 
Pero un día nos cansamos, nos desenamoramos, la ilusión se fue como se va la niebla nocturna a la salida del sol. Quizás vinieron nuevos proyectos a sustituir a los viejos. Quizás el cachorro destrozó el sofá y acabó en la perrera. El padre, o la madre, se orinaban encima y se volvieron agresivos y acabaron en la residencia. Y después la frase: ¿Para que vamos a ir a verle si no se entera de nada? Y la caseta que se cae a pedazos entre olivos y almendros. Y la frase: Es que los hijos ya no quieren ir. La dueña de la muñeca del vestido azul creció rápido y es más que probable que juegue ahora a cosas más peligrosas. ¿Y la planta? Pues la frase: No tengo tiempo ni de regarla y en ikea venden unas artificiales que parecen de verdad. 
Pero no son de verdad. No crecen, no florecen, no sacan nuevos tallos. Y los peluches no ladran, no te comen a besos con la mirada. Y las fotos de los padres, aún en marcos de plata, no sienten las caricias. Y los "juguetes nuevos" a veces traen malas consecuencias. 
Y así, las personas, los animales y las cosas van sufriendo los efectos del desamor y se van degradando, destrozando, hasta hacerse cada vez más indeseables, más incómodos. Y es entonces cuando el lazo afectivo que en algún momento nos unió a ellos, se rompe para siempre. 

jueves, 6 de junio de 2019

La soledad de los números primos



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Hace unas semanas acabé de leer La soledad de los números primos. Me lo habían recomendado. Lo vi en la biblioteca municipal de mi barrio y lo saqué. La soledad de los números primos es una novela escrita por el físico teórico y escritor Paolo Giordano, que por aquel entonces tenía tan solo 26 años.  La novela narra la vida de dos personas que a través del tiempo desarrollan una amistad un tanto extraña, derivada de la soledad de ambos. Con esta novela el autor consiguió el Premio Strega y su libro fue traducido a treinta idiomas. Ha vendido un millón de ejemplares.  Todo un éxito. 

La primera impresión que tienes al leer el libro es que está  escrito de una forma magistral. Es brillante. La prosa es impecable,el ritmo, sublime,  pero el libro no es apto para todos los paladares. La razón es que es un libro perturbador, muy triste, terriblemente triste. Los sucesos, a cada cual peor, no dan respiro. No encuentras lineas ni capítulos que te quiten el agobio que te causa el relato de dos vidas intensas marcadas  por sendas tragedias ocurridas durante la infancia de los personajes y que les perseguirán durante el resto de su vida. 
Lo dicho. Un libro que se convertirá en un clásico, un libro para recordar, pero nunca releer cuando estemos de bajón anímico. Según el autor del blog "La librería de Javier", la novela de Giordano tiene la rotundidad negra y autodestructiva de la película Repulsión, de Roman Polanski.
Por último,  al leer las criticas escritas por otros lectores sobre este libro, me encuentro con un parecer común.  A la mayoría  no les gustó el final. A mi me encantó.  Un final realista, veraz y consecuente, un final lógico en una historia de encuentros y desencuentros de dos personajes difíciles y complejos.  Pero para gustos colores.  O eso dicen. 

martes, 4 de junio de 2019

Los miserables de Licenci


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Voy a ser muy breve porque no merecen ni mis palabras. Vaya por delante: miserables.

Ayer leí una noticia repugnante, muy repugnante. Una falsa ONG, que se hacía llamar LICENCI, había recaudado cinco millones y medio con destino —decían los muy cabrones— a los niños con cáncer y sus familias, aunque en realidad el dinero iba destinado a la adquisición de diez coches de alta gama, dos chalets, viajes, comilonas, etc. Cinco personas fueron detenidas de las que solo dos permanecen en prisión. Repugnante.
La ONG en cuestión, formada por una pandilla de bribones miserables, había sido declarada por el gobierno como de "utilidad pública", y parece ser que ya había estafado a siete mil empresas y a saber cuántos particulares bienintencionados.
Me da lo mismo la pena que les impongan. me da lo mismo que se pudran en la cárcel. Para mí no tienen perdón. Jugar y robar a base del sufrimiento ajeno es mezquino y refleja la catadura moral de estos tipejos que utilizaban el dolor y el sufrimiento de los niños con cáncer para enriquecerse.
Espero que la justicia funcione, que sea severa, que sea justa, que sea verdaderamente justicia.
Y me gustaría ver sus rostros, saber sus nombres, para que todo el mundo sepa que esas personas nunca, y digo nunca, serán de fiar.

lunes, 3 de junio de 2019

El regreso


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Como decíamos ayer...
Han pasado años desde la última vez, sí. Y han pasado cosas. Y de repente me he preguntado cómo estaría mi viejo jardín de Jazmines abandonados. Así que, sin pensármelo mucho,  he cogido la mochila, he echado cuatro cosas dentro y he emprendido el camino. Un camino de vuelta, de regreso. Un camino para volver a encontrar lo que un día, ya no recuerdo por qué razón, dejé a un lado.
Había pensado en dar un nombre nuevo a mi blog. E incluso lo he intentado. Pero le he puesto un nombre tan común, Cerezas silvestres, que no hay Dios que lo encuentre. Así que vuelvo al sitio de siempre, a ese lugar de perfume intenso donde se mecen las palabras y las comas y los puntos y comas. Ese jardín que tanto tiempo compartimos.
Comenzamos. Segunda etapa. Espero que no me hayáis olvidado.