sábado, 25 de julio de 2020

1984

Páginas antiguas escritas a mano. Páginas antiguas y antiguas ...


Hace unos días cayó una tormenta impresionante. Ya era hora. Rayos y truenos iluminaban un cielo oscuro y amenazante. Una tarde perfecta para descansar y leer. Y así lo hice. A eso de las siete, mi hija, que buscaba un paraguas desesperadamente, me preguntó de que me reía a carcajadas, y yo le respondí: de mí misma.
Me explico: ese día de tormenta inesperada encontré un diario que escribí en 1984, Hace la friolera de 36 años. Comencé a leerlo con una cierta curiosidad no exenta de ternura, y reconozco que acabé completamente entusiasmada. Inocencia, tensión, esperanza, tristeza, intensidad, pasión... La verdad es que sí, me reí a carcajadas, me odié, me amé, me asombré, e incluso al leer algunos pasajes me hubiera abofeteado con la mano bien abierta. pero sobre todo, me emocioné. Me emocioné porque todo lo que estaba leyendo lo estaba viendo desde el futuro, porque cuando lo leía ya sabía, para bien o para mal, cómo acababan las diversas historias que en aquellas hojas amarillentas se contaban. Me conmovió mi tardía inocencia, mi increíble capacidad de soñar, de nadar contra corriente. Entonces era joven y todavía no sabía que las esperanzas incontroladas construyen pero también destruyen al que las alberga.
A veces, y aunque nos duela, hay que observar con detenimiento el campo de batalla y decidir si lo mejor es batirse en retirada, huir campo a través, desistir, rendirse, sacar la bandera blanca y volver a la oscura y húmeda trinchera. Pero, vuelvo a repetir, entonces era joven y esas palabras no estaban en mi diccionario. Había que luchar hasta la desesperanza para lograr lo que ansiábamos, porque en aquella época todo parecía posible, fácil, amable.
Pero no lo era. Definitivamente, no somos los que fuimos. No pensamos como pensábamos, pero a veces te sorprendes al darte cuenta de que quizás sigues sintiendo lo que sentías.
¿O acaso es todo un espejismo?

sábado, 18 de julio de 2020

La caja azul

Gran azul magia misteriosa asistente de rompecabezas libro de caja ...



El helicóptero de la policía sobrevolaba aquel barrio de las afueras de la ciudad una y otra vez. Sus hélices plateadas rompían el aire como si lo pasara a través de un pasapuré. Por lo demás, todo era silencio.
El niño  asomó la cabeza por la puerta del pequeño despacho de su madre.
—Mamá, ¿qué pasa?
—¿Por qué?
—El del helicóptero va diciendo cosas.
La mujer dejó de prestar atención a la pantalla del ordenador.
—No pasa nada. Seguramente hay alguien por ahí que está incumpliendo las normas del confinamiento.
El niño permaneció en la puerta.
—Me aburro como una ostra.
—¿Has hecho los deberes de inglés?
—Todos.
—¿Y las mates?
—No las entiendo.
—Cuando venga tu padre que te las explique. Y ahora déjame trabajar. Yo no estoy de vacaciones. Trabajo desde casa. ¿Lo entiendes?
Lo que entendió Raúl era que su madre tenía un humor de perros. Estaba trabajando con el batín puesto y con el pelo recogido con una pinza de tender las ropa. Estaba en casa pero en realidad no estaba.
Raúl volvió a su habitación. Era una estancia grande y luminosa que incluso contaba con un pequeño balcón que daba a un gran parque. Por lo general, por las tardes, el parque estaba lleno de familias con niños que gritaban como gaviotas  y  ancianos sentados en los bancos, pero ahora estaba vacío, silencioso, quieto.
Raúl era un gran buscador de tesoros. De hecho, eso es lo que quería ser cuando fuera mayor, buscador de tesoros. Le gustaba jugar en casa y husmear por todas partes. De todas formas, y aunque ya había cumplido los diez años, sus padres no le dejaban bajar solo al parque. Y era extraño, porque los padres de sus amigos sí les dejaban ir, incluso podían ir a merendar a la hamburguesería del  centro comercial. El ansiaba esas pequeñas libertades que los otros tenían, pero se tranquilizaba pensando que todo era cuestión de tiempo. En dos o tres años el problema estaría solucionado.
Entró en el trastero y abrió una caja al azar: las bolas del árbol de navidad. Abrió otra: libros antiguos y amarillentos. Estaba a punto de cerrar el trastero cuando, al fondo del mismo, vio otra de un azul discreto, cerrada con cinta aislante, como si quisiera decir: ni se te ocurra abrirme. Pero la abrió con cuidado, como si la caja pudiera estallar en cualquier momento.  Dentro había algunos archivadores. Se preguntó qué sería aquello, sobre todo al ver que los textos estaban escritos en un alfabeto que no conocía. Pasó las páginas y encontró el que supuestamente era el mismo documento escrito en inglés. Ese idioma ya lo entendía. De hecho, era el primero de la clase en la asignatura de inglés. Leyó atropelladamente palabras sueltas: Ucrania, abandonado, una fecha, orfanato, requisitos, adopción... Y al final de la página la foto de un bebé, un bebé excesivamente parecido a él; sus ojos, sus labios, su mentón decidido.
—¡Raul, baja! Ha llegado tu padre y te va a explicar las mates. 
El niño metió otra vez los papeles en su sitio; los archivadores en la caja azul, e intentó pegar de nuevo la tapa con la cinta aislante. No fue fácil, sobre todo porque le sudaban las manos como si una fuente se ocultase bajo su piel y manase a través de sus poros.
—¡Ya bajo, mamá!
No pensaba decir nada. Callaría como un muerto. El confinamiento estaba sacando a la luz demasiados secretos, algunos de ellos completamente inesperados.

sábado, 11 de julio de 2020

Los pendientes de perlas.

Pendientes de perlas barrocas de agua dulce Natural GLSEEVO para ...


Su primer libro había sido un éxito. Un éxito inesperado para ella misma, pero no para su editor que había visto muchas posibilidades en aquella escritora de mediana edad que no fumaba, bebía cerveza sin alcohol y, para relajarse, hacía punto de cruz. Pero con el segundo libro todo estaba siendo distinto. Debía entregarlo a finales de junio y a principios de marzo apenas había escrito unas cincuenta páginas. Mas de una vez había entrado en pánico. Los personajes no acababan de convencerle e incluso uno de ellos, el policía sabelotodo, la sacaba un poco de quicio. Apagó el ordenador cuando sonó el teléfono. Era su madre. 

 —¿Cómo va el libro, hija?
—Despacio y  mareado, mamá. No consigo encauzarlo, no logro darle la chispa que tenía el primero.
—¡Vaya! — exclamó la madre con pesadumbre—. Cógete unos días de descanso. No escribas. Igual tus musas necesitan unas vacaciones.
—Mamá, lo de las musas es un cuento chino. Hay que trabajar y trabajar... La editorial me ha puesto un plazo. 
—Entonces, ¿no podrás venir el domingo?
—Imposible del todo. En cuanto me aclare con esto y pueda escribir unas cincuenta páginas más, voy.
—Pues cuando vengas tráeme los pendientes de perlas. Están en el primer cajón de mi tocador. Vamos a celebrar el cumpleaños de Consuelo. Cumple 99 y está como una rosa.
—¡Qué suerte! No te preocupes. Te llevaré los pendientes. 
—De acuerdo. Te dejo que me llaman para comer.
Carmen colgó la llamada y se recostó sobre la silla. Quizás su madre tuviera razón. Ella había empezado a escribir diez años atrás, para que fuera un placer, una amable distracción, no para que acabara convirtiéndose en una tortura. Miró por la ventana. La luz de la cercana primavera entraba descaradamente a través de los cristales. En el parque corrían los niños y algunos ancianos jugaban a la petanca. Volvió a abrir el ordenador. ¿Y si mataba al policía que la ponía de los nervios? Un resbalón en la ducha, un tiro en la nuca, cualquier cosa. Después de todo se trataba de una novela negra. "Cuantos más muertos, mejor"— pensó mientras esbozaba una sonrisa traviesa. Aquella noche, por fin, pudo escribir las mil quinientas palabras que se había propuesto, y eso le hizo sentir un poco más relajada. 
A eso de las nueve se preparó un sandwich y puso la televisión. El locutor del telediario decía que en China las cosas no andaban nada bien. Aquel nuevo y extraño virus estaba haciendo de las suyas entre la población. "Bueno—pensó distraída—, aquí no va a llegar. Y decidió que al día siguiente, en las próximas mil palabras, se cargaría de la forma que fuese al policía insolente. Incluso podía tratarse de un error. El narco gallego podría confundirle con uno de los otros, con uno de los policías leales e íntegros. En la oscuridad todos los gatos son pardos y uno ya no sabe ni a quien mata. 
El teléfono sonó pasadas las once de la mañana. Había dormido mal y le dolía la cabeza. Miró el número. Era Rosa, una de sus amigas. 
—¡Hola guapa! —exclamó a voz en grito—. ¿Cómo va tu libro?
—Despacio, y voy mal de tiempo. ¿Qué haces tú?
—Desayunando en la playa, con mi chico. Se está de lujo. ¿Vas a venir a la manifestación esta tarde?
—Imposible. Tengo que ir a ver a mi madre a la residencia, y aún tengo que escribir las mil palabras diarias.
—¡Vaya! ¿Cuántas llevas hoy?
—Ciento veintidós.
—No es mucho.
—No es nada. Perdona, me suena el fijo. Te dejo.
No, no sonaba el fijo, ni el timbre de la puerta, ni el móvil que tenía para temas profesionales. No sonaba ni la música que solía poner su vecina adolescente a todo trapo. Abrió el ordenador. El editor le había sugerido que tenía que meter alguna palabra soez y alguna escena subidita de tono. "Es lo que se lleva —le había dicho—, lo que el público quiere. Y si puedes incluir algo de violencia y sangre, mejor"—había acabado afirmando. 
Y lo haría. No había otra.  Comenzó a imaginar una escena turbulenta, en un paraje solitario, a las afueras de la ciudad industrial, sobre un colchón abandonado y sucio. Volvió a sonar el teléfono. Era su madre. 
—Hija, ¿vienes hoy por fin?
Y tras unos segundos de duda, Carmen le dijo que no, que había una manifestación muy importante y la ciudad estaba cerrada al tráfico, que era una locura coger el coche en un día como aquel. 
—No te preocupes, hija. Ya vendrás otra semana. Y acuérdate de los pendientes. 
—Claro, mamá. Un beso. 
Y volvió al ordenador, a sus líneas, donde la esperaban pacientemente un narcotraficante enamorado y un colchón maloliente.

Mediados de marzo. El aire olía bien, como a colonia de bebé. Carmen dejó caer las manos sobre el teclado del ordenador y respiró hondo. La historia ya estaba encarrilada. Al personaje indeseable se lo había cargado el primo del narco por error; la historia de amor continuaba a buen ritmo entre sirenas de coches de policías, chivatazos y traiciones. Le había enviado unas cuantas páginas a su editor y éste había contestado entusiasmado. Le dijo que aquella novela sería un gran éxito y que recibiría las mejores críticas. Nada más colgar, Carmen se preguntó si a pesar de todos esos buenos augurios,  era esa la novela que ella había querido escribir. Y prefirió no contestarse. Estaba triste. Dos días atrás el Gobierno había decretado el estado de alarma y el obligado confinamiento, y eso le impedía ir a ver a su madre. Se reprochó haberlo pospuesto tantas veces y se prometió a sí misma que en cuanto todo pasase, iría a verla y le llevaría los pendientes de perlas. Y pasaron los días, todos iguales, tanto que empezaban a confundirse en su memoria. En la residencia donde vivía su madre los ancianos morían como moscas atrapadas en una tela de araña. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para que su novela no se volviera aún más siniestra de loo que ya era. Su editor le daba ánimos. "No te preocupes—le decía—. Esto es como una gripe, que los políticos lo exageran todo para tenernos más controlados". Pero Carmen adivinó entre líneas que a él solo le importaba que la novela avanzase y poder sacarla al mercado en cuanto se llegase a la tan cacareada nueva normalidad. 

Aquel dos de abril se había despertado muy pronto. Hacía un día insolentemente espléndido. Puso la lavadora y unas cuantas verduras en el horno. Dejaría trabajar a los electrodomésticos mientras ella seguía escribiendo. Se asomó a la ventana. Vaya, su vecina, la rara, parecía haber adoptado a una gaviota. No sabía lo que hacía. Sonrió. Ese día tenía que hacerle frente al crimen más truculento de su novela. Se esmeraría. "El público quiere sangre,      cuanta más mejor", le había dicho su editor. Sería cruel, incluso un poco sádica. Además, el protagonista... Sonó el teléfono. Apenas eran las nueve de la mañana. ¿Quién podía llamar a aquellas horas? Miró el número antes de coger el teléfono. Era de la residencia. Seguramente era su madre reclamándole de nuevo sus pendientes de perlas. Se equivocó. Era la directora. 
—Carmen... —su voz sonaba extrañamente dulce—. Siento comunicarte que tu madre ha fallecido de madrugada. Lo lamento mu...
El teléfono cayó de sus manos y se hizo en mil pedazos. Su corazón también. 

domingo, 28 de junio de 2020

Cita a medianoche

casa de campo con 6.900 m2 de terreno en parque natural Sierra ...


Él bajó el cristal de la ventanilla del coche y se besaron. Era de noche. El camino olía a romero y a salvia. La luna brillaba entre los pinos piñoneros del bosquecillo que había junto al pueblo.
—¿Vendrás el sábado?—preguntó ella.
—Claro, como siempre.
El coche arrancó y se perdió en la penumbra de la noche. Ella volvió a su casa caminando, saboreando ese último beso dulce y rápido. Hacía apenas dos meses había cumplido los diecisiete. El tenía veintiuno. Los había presentado una amiga común durante las fiesta del pueblo, y de eso ya había pasado un año. Había sido un flechazo, en toda regla; una conexión química cuya agitación podía percibirse incluso a cierta distancia.
Pero el sábado siguiente él no volvió. Le puso un wasap lleno de emoticonos llorosos y enfadados. Y nada más salir de trabajar, la llamó por teléfono.
— Sabes que no soporto los emotis —dijo ella nada más coger la llamada.
—No podía escribir. Estaba trabajando. ¿Has oído al presidente?
—Sí, pero no me he enterado de mucho. Estaba distraída.
—Han puesto un horario para salir de casa. Y sólo podemos alejarnos un kilómetro, y lo peor, no podemos salir de nuestra provincia.
—¿Es una broma?
—No, no es una broma. Es por el coronavirus ese.
—¿Y cuánto va a durar esto?
—Ni se sabe.
—¿Un mes?
—Más, seguro. No te preocupes. haremos videollamadas.
—No es lo mismo.
—Ya, pero es lo que hay.
Vivían a solo 20 kilómetros de distancia, pero en dos provincias diferentes. La maldita pandemia les había separado, alejado, les había dejado rotos en medio de un camino donde solo cabía la aceptación. La melancolía cayó como una losa sobre las vidas cotidianas de Román y Julia. Todos los días, a eso de las ocho, hacían una videollamada. Ella estaba cada vez más pálida y más triste; él más harto.
—¿Qué has hecho hoy?
—Ir hasta la ermita, en mi franja horaria. He calculado que es más o menos un kilómetro. ¿Y tú?
—He hecho dos kilómetros—respondió desafiante—. Tenemos que vernos. Te echo tanto de menos...
—Y yo, pero no se puede...
—Se me ha ocurrido una idea. ¿Te acuerdas de aquella alquería abandonada donde nos refugiamos una vez de una tormenta?
—Claro.
Nunca podría olvidar aquella tarde.
—Podíamos vernos allí. Está a unos cinco kilómetros de tu casa y a unos diez de la mía. Podemos ir en bicicleta. Es una zona de mucho bosque. No nos verán.
Ella dudó.
—¿Y si nos pillan?
—Nos pondrán una multa. No pueden hacernos nada más. Y la recurriremos.
—Parece emocionante—dijo ella con una sonrisa—. Nunca pensé que tuviéramos que escondernos para vernos.
—La vida cambia. ¿Mañana por la noche? ¿A las diez?
—Vale. Espérame si tardo. Mi bici está hecha una mierda—rio.
La noche era tan cerrada como un refugio nuclear. Román, antes de despedirse, le había dicho que no encendiera el faro de la bici, que entonces sí que podían verla a kilómetros. Julia sentía el corazón en la garganta cuando sacó la bicicleta del granero. Estaba sucia y polvorienta pero, afortunadamente, las ruedas estaban hinchadas. Sus padres hacía ya rato que se habían ido a dormir. Dijeron que estaban estaban hartos de programas que sólo hablaban del coronavirus, y que si los veían, luego tenían horribles pesadillas.
Ya había anochecido cuando salió del pueblo y pronto se acostumbró a la oscuridad. Cruzó la carretera como un relámpago y dejó atrás el arroyo que separaba una provincia de otra. Sentía que estaba haciendo algo prohibido y eso le hacía pedalear más y más deprisa. No tardó mucho en ver la vieja masía, rodeada de álamos altos y enfermos. Román la esperaba en la puerta, nervioso, emocionado. Se abrazaron como si fuera la primera vez. Se besaron como si nunca lo hubieran hecho. Se amaron con absoluta desesperación. Y se quedaron dormidos como niños acunados por la brisa del bosque.
Pero alguien les había visto. Al amanecer, frente a la masía, había dos coches de la guardia civil. Les acusaron de infringir la norma del kilómetro, de pasar de provincia, de violar las franjas horarias, de no llevar mascarilla, y por si fuera de poco, a él le acusaron de abuso de menores porque ella apenas tenía diecisiete años.
Estaba claro que las leyes durante la pandemia estaban siendo realmente duras. 

viernes, 19 de junio de 2020

Pandemia

Cómo la bufanda salvó vidas en la gripe de 1918 | Actualidad, Moda ...


Y la vida se paró. Así, de repente, sin previo aviso. Aquella noche de vendaval furioso, él le dijo a ella que todo iba a cambiar, que aquel virus era tan malo que parecía tener consciencia. Le dijo también que no se preocupara, pero que se alejara de él porque el riesgo de contagio era muy alto y él tenía que ir todos los días al hospital. Le aseguró que luego, cuando todo pasase, vendrían los mejores años, años de canela y miel, de rosas y vino. Le dijo, entre besos tímidos y no tan tímidos, que el virus un día se iría cual arena arrastrada por el viento y volvería el tiempo de la luz y la vida, a pesar de todo. 
 Y llegó la muerte y arrasó con todo. A lo bestia. El sobrevivió. Ella también. 
Dieciséis años después, una noche de furioso vendaval, ambos corrían hacia el refugio antiaéreo, pero no llegaron. La bomba les alcanzó de lleno. Murieron en el acto. Nadie pudo separar sus manos entrelazadas. 

sábado, 13 de junio de 2020

La visita


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La ciudad se llenó de flores y brotes verdes. Era como si la naturaleza quisiera gritar su victoria a voz en grito. la mañana amaneció tan hermosa que el confinamiento era como una condena, una condena cuyo único delito consistía en ser humano. Marinela planchaba junto a la ventana abierta de par en par. Intentaba escuchar algún ruido que pudiese aliviar el agobio que sentía, pero en la calle reinaba un silencio tan desapacible como el peor de los ruidos. De repente escuchó como alguien llamaba a la puerta. ¿Quién podría ser a aquellas horas? Le habían comentado en el super que había mucho timante por ahí, mucho listillo que, haciéndose pasar por Dios sabe quien, entraba en las casas y arramblaba con todo. Así que caminó de puntillas hacia la puerta y miró por la mirilla. ¡Era su padre! Abrió la puerta de inmediato.
—¡Papá! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has llegado?
—En taxi. Está en la calle, esperándome.
—¡Dios mío! ¿Qué haces con el sombrero, con el calor que hace...
—Me favorece. ¿Qué te decía? Ah sí, me he escapado de la residencia. He visto la ocasión y ¡zas! me he salido por la puerta trasera mientras entraba una furgoneta.
La mujer no podía salir de su asombro.
—Te estarán buscando por todas partes. Voy a llamar a la residen...
—Ni se te ocurra. La directora debió hacer las practicas en la gestapo. Además, ya te he dicho que solo quería verte, Tengo el taxi en la calle. No se van a dar ni cuenta. 
—¡Pues quédate! ¿Para qué quieres volver ahora, papá?
—Hija, mis novias no me lo perdonarían. Otra razón es que hoy tenemos lasaña para comer y sabes que me encanta. Y esta tarde partida de dominó. Necesito la revancha. Llevo dos días perdiendo. Solo quería verte.
—Pues por verme te vas a meter en un buen lío.
—La mía es una edad para meterse en líos. Siempre le dan la culpa de todo a la vejez y a la demencia. Hay que saber jugar las cartas, hija.
—Tómate un café al menos...
—No quiero nada, hija. Ya son las doce y media. La lasaña debe estar en su punto. Me voy. Solo he venido a decirte que te quiero. A veces me daba vergüenza decírtelo. Cosas de la educación que nos dieron. 

—Yo también te quiero a ti.

El hombre le lanzó un beso con la mano antes de meterse en el ascensor y ponerse la mascarilla. El color de sus ojos era de un azul brumoso, como el de un cielo a punto de descargar una tormenta.
Nada más cerrar la puerta y mientras una lágrima furtiva se escapaba de sus ojos, sonó el teléfono.
—¿Marinela Rivas?
La voz sonaba fuerte, grave. No podía saberse si pertenecía a un hombre o a una mujer.
—Llamo de la residencia. Soy Berta, la directora. Lamento comunicarle que su padre ha fallecido esta mañana. No ha sufrido en absoluto y le acompaño en su sentim,iento.
Marinela sintió que su cabeza se vaciaba, que se quedaba hueca. Le falló la voz.
—No puede ser. El ha...
—Anoche estaba más o menos bien, por eso no la llamamos. Pero esta mañana ha empeorado y a las nueve y media nos ha dejado. Sé que deberíamos haber llamado antes, pero los papeleos, el certificado... Bueno, ya sabe. ¿Está usted ahí?
—Sí.
—Sabe que solo se permite la asistencia de  tres personas al sepelio. ¿Se ocupa usted de eso?
—Naturalmente.
Y colgó, sin añadir nada, sin decir adios. Nunca había creído en aquellas cosas y ahora... De lo único que estaba segura es de que no se lo contaría a nadie. Seguramente había sido un sueño o una alucinación, algo raro, cosas del maldito confinamiento.
Y cuando fue a salir a comprar vio el sombrero de su padre sobre el taquillón del vestíbulo, lo cogió entre sus manos y lo olisqueó. "Adiós papá"—susurró.
En la calle el silencio empezaba a ser angustioso.  

martes, 2 de junio de 2020

El confinamiento de Anibal


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Su hija se había ido al apartamento a pasar el fin de semana. En marzo cambiaba la luz, cambiaba la estación, resucitaba la vida.
—Te dejo al gato, mamá. El domingo por la noche lo recojo.
—Ni se te ocurra. La última vez que me lo dejaste me arañó la tapicería del sofá y me bufó como una fiera.
—Mamá, por favor. Dale una oportunidad. Pero si se pasa el día comiendo y durmiendo...
La mujer se lo pensó durante unos segundos.
—De acuerdo, pero el domingo a las diez en punto te quiero aquí para recoger al monstruo.
—¡Mamá, eres un cielo!
—¡Soy idiota, pero ya no tengo remedio. ¿A qué hora me lo traes?
—A las seis, cuando salga Oscar de trabajar.

Y a las seis de la tarde su hija y el gato estaban allí. El felino, negro y brillante como una joven pantera, le miró con desconfianza desde sus ojos amarillos.
—Te he traído su comida, sus juguetes, su cama y su arenero.
La mujer observaba al gato.
—Pero si parece el diablo, míralo, con esos ojos amarillos. Creo que no le caigo nada bien.
—¡Qué tonterías dices! Pero si es un amor de gato...  Bueno, te dejo que Oscar ha aparcado mal. ¡Pasadlo bien!
«Encima recochineo»—pensó la mujer mientras ponía la manta del gato junto al balcón, donde llegaba el sol dorado de la tarde.  Después puso la televisión. Quería saber cómo iba la trayectoria de aquel maldito virus chino, como ella le llamaba. Las noticias eran terribles. El virus había llegado a Italia causando la muerte y la desolación de miles de personas. Era improbable—decían las noticias— que la epidemia llegase a España, y se estaba haciendo todo lo posible para frenar su expansión. Aníbal, el gato se llamaba Aníbal, se había tumbado en su manta después de olisquear todo el salón. Estaba en tensión, con el cuello erguido y la mirada interrogante. La mujer pensó que lo mejor era no hacerle caso y dejar que se fuera adaptando poco a poco.
El domingo amaneció tranquilo. Olía a primavera, a resurrección, a vida renacida. Mientras desayunaba la mujer puso la radio y escuchó tres palabras que le hicieron más efecto que el café de Colombia: Estado de alarma.
¿Estado de alarma? ¿Qué significaba aquello? ¿Qué coño pasaba? ¿Tan grave era la situación? Comenzó a pasear arriba y abajo por el salón mientras Aníbal la miraba moviendo la cabeza como quien observa un partido de tenis. Al final, presa de los nervios, llamó a su hija por teléfono.
—¿Qué es eso del Estado de alarma, hija? Estoy un poco nerviosa.
—¿Te has tomado las pastillas de la tensión?
—Que sí. Explicame lo del Estado de alarma. No me suena nada bien. 
Se hizo un corto silencio más expresivo que cualquiera de las palabras que hubieran podido pronunciarse.
—No podemos salir de casa, mamá. Solo para comprar comida o ir a la farmacia.
Otro silencio.
—¿Pero vosotros venís esta noche?
—No podemos. Estamos en Benissa. Nos pararía la policía. Nos pediría explicaciones que no podemos dar. Vamos a quedarnos aquí.
—¿Y el gato?
—¿Se porta bien? Se queda contigo, claro. Espero que no te importe. Te quiero mamá. Te dejo que vamos a comprar antes de que la gente desvalije los super. Un beso.
La mujer se quedó con el móvil en la mano, parada en medio del salón, con la boca entreabierta, como si se hubiera convertido en estatua de sal. Poco a poco iba dándose cuenta de lo que sucedía. Se quedaba confinada, encerrada en casa, atrapada con aquella temible pantera negra disfrazada de gato. No podría soportarlo.
Pero lo soportó. Al principio Aníbal y ella se esquivaban, hacían como que no se veían. Ella le ponía su comida, le limpiaba el arenero y evitaba mirar aquellos ojos amarillos que la observaban con curiosidad. Hasta que una noche la obligada soledad la hundió en la miseria. Sin venir a cuento, sin saber por qué, comenzó a llorar, al principio con suaves gimoteos; luego, a mares. Y fue entonces cuando Aníbal saltó sobre su falda, la miró asustado y comenzó a lamerle las lágrimas. Luego se quedó dormido en su regazo, con la placidez que da la confianza, y ella sintió una sensación nueva, reconfortante, una sensación que aliviaba su dolor y que eclipsaba su miedo. 
Al día siguiente descubrió que a Aníbal le gustaba jugar. Corría detrás de las pequeñas pelotas, disfrutaba con los ovillos de lana, con los hilos, con las cuerdas. Y ella volvió a reír a carcajadas, como antes, como hacía tiempo.  Por las tardes, mientras veía alguna serie en la televisión, el gato se arremolinaba junto a ella y dormía un buen rato. Al cabo de un par de semanas se habían hecho inseparables. Cierto es que a veces se afilaba sus largas uñas en el tapìzado del sofá, pero ya no le importaba. la compañía lo compensaba, las risas compensaban los destrozos.
A finales de junio el presidente del gobierno compareció. En realidad lo hacía todas las semanas y sus discursos eran largos, muy largos. Aníbal solía dormirse y a veces ella también. pero aquel día tanto el gato como ella estaban con las orejas bien abiertas. "A partir de la fase tres— había dicho el presidente—, ya se podía viajar a otras provincias. Eso significaba que su hija y Oscar saldrían de su confinamiento y volverían a la ciudad. Eso significaba que se llevarían a Aníbal para siempre. La pequeña pantera de ojos amarillos volvería a su casa y ella volvería a quedarse sola. 
La melancolía la acompañó durante todo el día y Aníbal se dio cuenta. Se sentaba frente a ella y ladeaba la cabeza como si quisiera preguntarle qué le pasaba. Ella le acariciaba el lomo brillante y él pasaba su cara por sus piernas  una y otra vez. A las ocho de la tarde cogió el móvil y escribió las palabras que había estado pensando durante todo el día: 
—Lo siento muchísimo. Aníbal se ha perdido. He puesto carteles por todo el barrio. Igual vuelve.  Estoy desolada.
Sabía que no habría podido soportar el largo confinamiento sin la compañía de aquella bola de pelo suave y negro.. Y si la descubrían, siempre podía decir que el gato había vuelto inesperadamente. 
Nunca se había sentido tan feliz después de mentir. 

jueves, 28 de mayo de 2020

La invasión final

Funda y vinilo para iPad «paseo solitario, silueta de hombre ...

El hombre leía ávidamente el periódico mientras se rascaba la cabeza con deleite. En la calle reinaba un silencio amenazante y extraño. Hasta se podía escuchar el piar de los pájaros. 
—¡Te lo dije, te lo dije!—exclamó mirando a su mujer que tejía junto a la ventana entreabierta.
—¿Qué me dijiste?

—Mira lo que dice el periódico.

—¿Qué dice?
—Que japón está preparando un  protocolo para un posible ataque extraterrestre.
La mujer dejó con delicadeza su labor en el costurero  mientras de sus labios salía un disimulado suspiro. 
—Venga ya —dijo—. ¿Es que acaso es hoy el día de los inocentes? Yo creo que estamos en mayo, pero no me hagas mucho caso. 
—Que no va de broma, Carmen, que aquí lo dice bien clarito. ¿Es que no lo ves?
—¿Qué tengo que ver?
—Escucha, primero nos atacan con el virus, un virus muy peligroso que nadie conocía hasta ahora.  Nos asustan, nos encierran en casa y luego nos invaden. Yo lo veo clarísimo. Es una estrategia de libro.
La mujer suspiró de nuevo. Parecía muy cansada. 
—Desde aquella noche no eres el mismo, Juan. Tendrías que ir a ver al médico.Si a ti te da cosa, yo llamo.
—¿Y que me tomen por loco? ¿ Quieres que me tomen por un pirado y me encierren quien sabe dónde? Para eso no voy.
—Cada día dices más tonterías. Estoy empezando a preocuparme.
—Pues preocupate, y mucho. Porque cuando salgamos a la calle no sabemos a quien nos vamos a encontrar detrás de las mascarillas.
—Por favor...
Había pasado ya una semana desde el suceso, pero desde entonces se había trastornado. Juan había salido a tirar la basura, pero como necesitaba dar un paseo porque los nervios se lo estaban comiendo vivo, decidió ir al contenedor de la avenida, a casi un kilómetro de su casa. El aire de la noche era puro, olía bien. La primavera había traído perfumes dulces,  brisas suaves y pequeñas y jóvenes flores. Un hombre caminaba delante de él, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de una cazadora de cuero. De repente, el hombre tropezó y cayó al suelo. Juan se precipitó para ayudarle, pero el hombre, malcarado, blanquecino, lo apartó con el brazo. Se había hecho un corte en la mano, y de la herida salía un liquido viscoso verde. Juan se echó hacia atrás y volvió a casa a buen paso. Nada más llegar le contó a su mujer lo que había visto: un hombre se había herido en la mano y de la herida no manaba sangre roja, como era lo normal,  sino un repugnante líquido verde. Desde entonces no había salido de su cuarto. Pegado al ordenador buscaba artículos  de avistamientos ovnis, textos conspiranoicos, teorías sobre vida extraterrestre.
—Me voy a hablar con el delegado del gobierno o con quien sea que quiera escucharme.—le dijo aquella mañana muy decidido a su mujer. 
—Te van a encerrar, Juan. El maldito confinamiento te está sentando como un tiro. Creíste que viste lo que no viste.
—Mañana voy. Ya no espero más. 
Y fué. Sudaba a mares bajo la mascarilla. En el palacio que albergaba la delegación le preguntaron si tenía cita y él contesto que no, pero que se trataba de un asunto muy importante, de interés nacional—dijo.
Tuvo que esperar casi una hora. Le sudaban las manos y se le empañaban las gafas por culpa de la mascarilla. El conserje le miraba con desconfianza. Por un instante, Juan temió que acabara llamando a la seguridad privada. Al fin le dijo:
—Puede subir. Primer piso, la puerta del fondo del pasillo.
Cuando llegó, a Juan le faltaba el aire, no por el esfuerzo sino por lo propios nervios. 
—¿Y bien? — dijo aquel hombre de mirada serena y gesto confiado—. ¿Qué es eso tan urgente?
Y Juan se lo contó todo, atropelladamente, sin dejarse detalle alguno, lo del hombre, lo de la caída, lo de aquel líquido viscoso que salía de su herida, lo del protocolo japonés, todo.  
—Creo que nos van a atacar los extraterrestres—dijo al fin. 
El hombre de mirada serena endureció su gesto. 
—¿Y para eso me hace usted perder el tiempo?
—¡Estoy seguro! Están entre nosotros. primero nos mandan el virus y luego nos invaden. ¡Es de libro de primaria!
El hombre cruzó las manos sobre la mesa. 
—A ver... ¿Cómo se llama usted?
—Juan, para servirle. 
—Pues mire Juan, esta situación tan inesperada como extraordinaria nos ha sobrepasado a todos. Estamos confundidos y nerviosos. Hasta yo he creído tener todos los síntomas del coronavirus. Es normal que nos pongamos nerviosos y nos preocupemos. Si lo que usted dice fuera cierto, los servicios de inteligencia de todo el mundo ya lo sabrían y estaríamos avisados.
—Pero entonces...
—La imaginación aunada con el miedo juega muy malas pasadas y nos hace ver lo que realmente no existe. No se preocupe, vuelva a su casa, tómese una tila caliente y descanse. 
Juan salió del despacho enfadado y triste. Ni siquiera le habían tomado por un loco, sino más bien por un tonto del culo, un miedoso, un hombre sin coraje al borde de los nervios. 
Pero en cuanto Juan salió del edificio, el hombre cogió el teléfono y marcó un número. Su mirada se había vuelto de hielo. 
—¿Carmen? Tu marido acaba de salir de mi despacho. Nos han descubierto. ¿Tu sangre  ya es roja?
—Sí. Desde hace un par de meses.
—Perfecto. No olvides la reunión de mañana.
—No la olvido. Todo está saliendo bien. 
En la calle reinaba el silencio, un silencio irritante y turbador.  




miércoles, 20 de mayo de 2020

La niña y el dragón


DRAGONES » Criaturas Mitológicas, Descúbrelos

La luna de las mil flores brillaba en el cielo. Era tanto el silencio en aquella ciudad que incluso se escuchaba el canto de un grillo.
—Mamá, cuéntame un cuento.
—Estoy muy cansada, así que uno cortito. ¿Cuál quieres?
—Uno nuevo.
—¿Uno nuevo? No puedo inventar cuentos todos los días.
—Sí que puedes. Yo lo sé.
La niña cruzó los brazos sobre el pecho. Era pequeña, rubia y testadura.
— Bueno, pues a ver qué sale. Erase una vez una niña que vivía en el bosque junto a sus tres hermanos, que eran mayores que ella.
—Lo has dicho mal, mamá.
—¿Cómo?
— Esa niña no puede vivir en el bosque. Vivirá en una casita que está en el bosque.
—Tienes razón, hija. Pues bien —continuó la madre—. Hacía dos o tres días que el paje real había leído un importante mensaje para que pudiera escucharlo todo el mundo.  Por lo visto, había un dragón suelto por el Reino, un dragón enorme y furioso que no solo lanzaba fuego por sus fauces sino también por sus ojos y orejas.
—¡Hala!
—Y, además, el fuego era invisible. No podía verlo nadie.
—¡Hala!
—Así que el rey de aquel pequeño reino le dijo a todo el mundo que se quedase en sus casas, que cerrase puertas y ventanas y que solo saliera de sus casas si era muy, muy preciso.
—¿Como estamos nosotros ahora?
—Exacto.  Los primeros días fueron muy bien. Todos tenían miedo de aquel enorme dragón y se quedaron en casa jugando al parchís y cocinando sabrosos platos, pero cuando pasó un cierto tiempo el hermano mayor dijo con voz muy fuerte: "Ya no puedo más! Voy a salir a dar una vuelta por el bosque. Me apetece cazar algo y ver a mis amigos. Esto es un aburrimiento".
"Pero si no se puede..."—le dijo su hermana.
Sin embargo, aquel grandullón cogió la puerta y se fue dando un portazo tan fuerte que temblaron hasta las paredes. Los días iban pasando y no volvía, así que el segundo hermano dijo: "Tengo que salir a buscarlo. Ningún dragón de mala muerte impedirá lo que debo y puedo hacer". Así que cogió la puerta y se fue dando un  portazo tan fuerte que hasta temblaron los árboles del bosque. Pasaron los días y las noches y el segundo hermano no volvió. "Seguro que nuestros hermanos han matado al dragón y se están repartiendo los favores y riquezas que les debe haber dado el rey. No lo voy a permitir"—dijo muy enfadado el tercer hermano. ¿No me irás a dejar sola? —le dijo su hermana. Pero él no contestó. Cogió la puerta y se fue dando otro  portazo tan sonoro que la niña tembló como una hoja mecida por el viento.
—¿Y la niña se quedó sola?

—Con su gato Mau, que era un poco cabezota pero muy cariñoso. Y esperó y esperó hasta que, pasados muchos días, el paje de la Corte volvió al bosque con un nuevo mensaje.

—¡El dragón estaba muerto!
—No, cariño. El dragón se había ido por donde había venido, y ya todos pudieron salir de sus casas y volver a hacer las cosas que siempre habían hecho. 
La niña se quedó pensativa. Fruncía el ceño y apretaba los labios.
—¿Y tú crees —dijo—que ese bicho con corona que está ahora en la calle se irá algún día?
—Seguro que se irá.
—¿Y no volverá nunca más?
—Eso ya forma parte de otro cuento. Ahora, a dormir. 
La luna de las mil flores seguía brillando en el cielo. El grillo cantaba aún más fuerte, como si quisiera borrar el silencio de las calles. 

miércoles, 13 de mayo de 2020

La gaviota

Gijón cierra el pico a gaviotas y palomas

 A Paula nunca le habían gustado las gaviotas. Le parecian grandes,  chillonas y descaradas. Hasta que llegó ella aquella mañana de primavera y se  posó en el alfeizar de la ventana, picoteando una migas de pan que a ella se le habían caído durante el almuerzo. El primer día la había espantado agitando un trapo de manos; el segundo la había dejado posarse sobre la ropa tendida. El tercero la muy zorra ya se había atrevido a entrar al salón. Ese día Paula  pensó que era demasiado grande para encararse con ella.  «No vaya a ser—había pensado— que salte sobre mí y me saque los ojos».
Paula era una mujer disciplinada y consecuente.  No se había atrevido a salir durante todo el confinamiento. Había cumplido ya los setenta y no estaba para bromas. Le habían traído la compra a casa y se había organizado el tiempo como tenía por costumbre. Había hecho ganchillo, punto de media, patchwork, macramé, sudokus, haikus, pilates... Había cocinado platos chinos, hindúes, incluso se había lanzado al ruedo y había horneado pan. Mientras, la gaviota la observaba desde sus ojos cristalinos. Desde hacía un par de días se había vuelto algo agresiva. No dejaba que ninguna otra entrara en la casa. Defendía a muerte su territorio, a picotazo limpio, chillando, espantando a quien osara acercarse.
Y por fin llegó el cuatro de mayo, el día deseado.  El gobierno había dicho que se podía salir de diez a doce, no más. Paula se acicaló como si fuera a la misa del domingo, se pintó solo los ojos porque la mascarilla taparía el resto del rostro. Estaba nerviosa, la inquietud corría bajo su piel como la lava por la ladera de un volcán. Esperaba no encontrarse con nadie, sobre todo con la vecina parlanchina, la que al hablar, se acercaba  mucho más de lo debido. Hacía un calor insoportable aquel cuatro de mayo, así que cogió el sombrero de paja y se echó crema solar sobre los hombros y el escote. Tomó aire, La calle estaba ahí, esperándola. Fue a buscar el bolso y las llaves. El bolso estaba colgado en el perchero, donde lo había dejado cincuenta días atrás, pero las llaves... ¿Dónde había dejado las llaves? Buscó por todos lados, incluso en los fondos del sofá, donde solo encontró tres pinzas de tender y dos bolígrafos. Debajo de las camas tampoco había nada, ni en la cesta de la ropa sucia. Hasta que se asomó a la ventana y la vio.  Allí estaba. su gaviota, en la azotea de la finca de enfrente, posada sobre unas sábanas blancas que bailaban con el viento. Y de su pico colgaban las llaves.¡ Maldito bicho! —exclamó en voz baja.
Cerró la ventana y se sentó en el sofá con las piernas encogidas como una niña enfadada. Bueno, otro día sería. Tampoco había que precipitarse. Salir a la calle no era obligatorio. «Maldita gaviota»—volvió a pensar antes de quedarse dormida. 

domingo, 10 de mayo de 2020

Miedo a salir a la calle

Tomar el sol en tiempos de cuarentena?: Cómo 'suplir' la vitamina ...


El confinamiento había comenzado apenas unos días atrás. Era una situación nueva, desconocida, incierta. Juana entró en la cocina y comprobó que olía a pestes. Si no tiraba aquella basura pronto cogería el tifus o algo peor. Había que tirarla aunque salir a la calle le daba un poco de miedo. La "tele" decía que el virus estaba por todas partes. Al salir del portal miró a un lado y a otro como si presintiera que algún peligro inimaginable acechase desde detrás de la hilera de coches aparcados. Nadie por aquí; nadie por allá. Ni siquiera el paseante de perro exhausto, el perro, que ya había visto aquel día tres veces desde su ventana. Tampoco vio al anciano que, con una bolsa bajo el brazo, solía acercarse a la verdulería pakistaní a comprar un limón y dos cebollas por la mañana, y una lechuga y tres patatas por la tarde.
Nadie. Un silencio incómodo, irreal y triste reinaba en el barrio.  Tiró la basura. El vidrio al contenedor verde; el plástico al azul y todo lo demás al gris. También debía haber tirado la ropa al contenedor naranja, pero para ello habría tenido que dar la vuelta a la esquina y eso ya eran palabras mayores.
Cuando regresaba a su casa, apenas a cien metros, vio acercarse un coche de la policía. Se dio cuenta de que la observaban y sintió terror. Estaba segura de se iban a detener y le iban a preguntar de dónde venía y adónde iba. ¿Cómo podía justificar que acababa de tirar la basura? No podía, evidentemente. Aceleró el paso siendo consciente de que eso la convertía en más sospechosa. Solo quería llegar al portal y sentirse a salvo. Afortunadamente, la llave entró con facilidad. Cuando subía en el ascensor escuchó cómo la vecina del quinto tosía como una loca. Parecía a punto de ahogarse ¿Acaso habría cogido el virus? Al llegar a casa se lavó las manos hasta dejarlas enrojecidas.  Pensó que aquello de bajar la basura habría que echarlo a suertes. Ella no estaba dispuesta a pasar otro mal rato como aquel. 

lunes, 4 de mayo de 2020

Los abrazos perdidos

4 beneficios de un abrazo para nuestra salud — Mejor con Salud
Dicen los psicólogos, los sociólogos o Dios sabe quién, que mientras haya miedo. no habrá abrazos ni besos. Terrible afirmación. "El miedo guarda la viña" —avisa el refranero—, pero a veces la guarda tanto que la uva muere reventada, abandonada al sol más cruel, olvidada.
Hay que tenerle cierto miedo al miedo, sobre todo al miedo que nos aleja. Porque, queramos o no, pertenecemos a la cultura del roce, de las caricias, de la palmada en la espalda, del abrazo más intenso. Y ahora nos dicen que no se puede, que hay que mantener una distancia de seguridad, como si abrazar a alguien a quien amas fuera como lanzarse a un precipicio con los ojos cerrados. Queremos —necesitamos— volar negándonos a admitir que quizás ya nada vuelva a ser como antes. reconozco que siento cierta aversión hacia eso que nuestro presidente llama —quizás en exceso— nueva normalidad. Yo quiero volver a la normalidad de antes, la de toda la vida, la de la cercanía y el contacto. Cierto es que no soy muy de dar besos, pero sí de coger a alguien del brazo, como las mujeres de la posguerra, o de la mano, como las mujeres románticas.
Dicen algunos, probablemente psicólogos o sociólogos, que saldremos cambiados de esta catástrofe. Pero yo no creo que "el bicho" saque lo mejor de nosotros. Pienso, por el contrario, que los buenos seguirán siendo buenos, incluso más, y los malos seguirán siendo malos, incluso más.
Que el miedo razonable que ahora sentimos no se convierta en una muralla que nos encierre, sino que nos proteja. Que el miedo nos haga ser prudentes, pero no cobardes. Que el miedo no mate nuestros sueños, porque una vida sin sueños no es vida. Que el miedo se quede con nosotros en su justa medida, pero nunca en una sobredosis.
Nadie dijo que la vida iba a ser fácil. Y si alguna vez os lo dijeron, os mintieron. Posiblemente, con la peor de las mejores intenciones.