viernes, 15 de junio de 2012

Aquella playa lejana

Seguramente soñé durante toda la noche, pero sólo recordaba el último sueño. Subía a pie la escalera de mi casa e iba contando las puertas: doce, trece, catorce, qu... La mía era la quince. Metí la llave en el paño, la empujé suavemente, y tras dejar atrás el oscuro recibidor, fui directamente al dormitorio, débilmente iluminado por una extraña luz rojiza. Sobre la cama, había una maleta abierta con dos o tres prendas dentro. La cerraba y subía con ella a la terraza desde donde podía contemplarse el mar, encrespado, violento, gris, En la arena, paseando, sólo había una mujer de larga melena rubia ataviada con un vestido verde. La mujer sonreía y me miraba sin disimulo. La cara me era conocida, pero no acababa de reconocerla. Luego seguía caminando en dirección al mar, arrastrando los pies como si estuviera muy cansada. Se acercaba a la orilla y las olas salpicaban los bajos de su vestido. Yo seguía mirando desde la barandilla sin comprender. De repente vi que la arena de la playa se alzaba y de ella iban surgiendo pequeñas e impolutas cruces blancas, alineadas unas junto a otras hasta llenar todo el espacio. La mujer del vestido verde había perdido la sonrisa y ahora gritaba, pero yo, desde la distancia, no podía oír lo que decía. Comenzó a correr en dirección al mar. El agua había mojado ya completamente su vestido. Fue entonces cuando observé como venía una gran ola, oscura, rizada, que se enredaba en sí misma como un tirabuzón mortal. En esa ocasión, fui yo quien grité, pero de mi boca no salía ningún sonido. No pude avisarla. No tuve ocasión de advertirle del peligro que se cernía sobre ella. La ola se la tragó como una ballena a un confiado pececillo.

Desperté angustiada y comprobé que mi corazón había salido del letargo antes que yo. Lo podía sentir en las sienes, en los oídos, e incluso en una herida medio infectada que el día anterior me había hecho mientras abría una lata de aceitunas.

La luz del día entraba por la puerta de la terraza y hacía brillar las copas de cristal que había sobre la mesa. Alberto estaba sentado en la terraza con una fina rebeca echada sobre los hombros.

- Tienes mala cara - me dijo frunciendo el ceño con desagrado-

- He tenido una pesadilla - contesté mientras me frotaba los ojos con los puños cerrados-, una pesadilla muy desagradable.

No parecía que me hubiera prestado mucha atención porque a continuación, y sin apartar la vista del periódico, musitó:

- Las acciones de Telefónica bajan otra vez, ¡Mierda!- para continuar diciendo- ¿Te acerco al trabajo? Voy sobrado de tiempo.

- No hace falta- respondí en medio de un tremendo bostezo-. Hoy entro un poco más tarde.

-¿Sabes dónde está la camisa blanca, la de manga corta?

- Colgada en el armario, junto a la chaqueta gris.

Alberto y yo nos habíamos conocido dos años atrás, en la boda de Aurelia, mi compañera de trabajo que, tras años de esfuerzos y sacrificios, había logrado darle caza al contable, un hombre muy calvo, un poco anodino, pero que había logrado tener una gran fortuna debido a varias herencias. Después de un romance arrebatado, habíamos tomado la decisión de vivir juntos hacía apenas dos meses. Al principio no había sido fácil. Cada uno tenía sus propias manías, sus costumbres, fruto de la crianza en familias que, aún siendo de la misma clase social, tenían sus diferencias. Sin embargo, como dos cantos rodados que el agua va acercando hasta no dejar casi espacio entre ellos, Alberto y yo nos habíamos ido compenetrando poco a poco hasta poder limar las mínimas asperezas cotidianas. No era el amor de mi vida, desde luego, pero el tiempo pasaba raudo y yo no quería verme envuelta, de un día para otro, en los gélidos brazos de la soledad. Había estado locamente enamorada a los quince años de un chico del Instituto, pero aquello pasó como el acné del rostro adolescente. Al final, tuve que conformarme con un amor treintañero, algo que tenía un poco que ver con eso que han dado en llamar reloj biológico, aunado a una autoestima algo mermada.

A lo largo del día, olvidé el sueño como se olvidan tantos otros, incluso aquellos que se sueñan estando despierto. Llamé al trabajo para decir que no me encontraba muy bien y que iría por la tarde. Sorprendida por la respuesta dubitativa de la jefa de sección, le aseguré que cumpliría mi horario por la tarde y recuperaría las horas y, si era preciso, hasta los minutos. Al final aceptó el trato sin disimular en su voz un ligero acento de desconfianza.

Y era posible que fuera posiblemente aquella actitud de recelo que yo percibía como si tuviera un sexto sentido, lo que me hacía sentir tan mal cada mañana al levantarme. Mejor no pensar- me dije-, y me quité esa mala sensación de la cabeza como quien se aparta una mosca molesta. Recogí mi larga cabellera rubia en una trenza y salí a hacer la compra diaria. Faltaban apenas dos días para mi cumpleaños y necesitaba unos moldes de hojaldre para rellenarlos de gambas y palitos de surimi. Compré la salsa rosa, unas cuantas latas de berberechos y navajas chilenas, un buen vino rosado y una tarta de almendra y trufa que congelaría nada más llegar a casa para evitar posibles tentaciones. La tarde pasó rápida. Tuve que corregir dos capítulos de una interminable biografía, y elegir la foto de contraportada entre varias instantáneas en las que el autor parecía el mismísimo perro de baskerville. Cuando regresaba a casa atravesando el parque, comenzó a llover, pero era una lluvia tonta, fina, fría, como cubitos de hielo deshechos deslizándose por el canalillo de la espalda. Era tanto el calor concentrado en el ambiente que aquella lluvia caía como regalo del cielo, así que, en vez de acelerar el paso, bajé el ritmo de mi caminata y me dejé acariciar por el murmullo que producía el agua al caer sobre la gravilla del parque.

Sobre las nueve de la noche llamó Alberto para decirme que volvería tarde, que no había podido acabar un informe y que se quedaba un rato más en la oficina. Le dije que bien, que no se preocupara, que yo cenaría un sandwich y me acostaría temprano. Pero aquella costumbre de cambiar el tiempo de ocio por tiempo de trabajo cada vez me estaba gustando menos, y ya no por mí, sino porque pensaba sinceramente que nadie le agradecería nunca aquellos desvelos, aquellas noches de trabajo en la oficina desierta. Tenía previsto decírselo algún día, cuando llegara el momento.

A las once me fui a la cama, y esa noche el sueño volvió como las gaviotas regresan a la basura. Pero fue más confuso. El mar aparecía envuelto en una niebla baja y agobiante. La arena de la playa estaba cubierta de extrañas manchas rojizas, y podían escucharse voces aunque todo aparecía desierto. Tampoco estaba la mujer del vestido verde ni las cruces blancas sobre las suaves dunas. Cuando entré en la casa, vi que las ventanas estaban cerradas y mi habitación completamente vacía. Desde allí ya no podía escuchar el rumor del mar.

El sonido del despertador me arrancó del sueño. Desperté menos angustiada. Mi cuerpo no estaba cubierto de sudor frío y mi corazón parecía estar en su sitio y no por todas partes, como la noche anterior. Salté de la cama y fui hacia la cocina que aún permanecía en la semipenumbra del amanecer. Alberto ya se ha había ido de buena mañana pero había querido sorprenderme en ese día tan especial. Cumplía treinta y dos años y tenía la sensación de que la juventud quedaba atrás y de que el tiempo comenzaba a pasar muy deprisa. Sobre la mesa de la cocina había una vela encendida, una de esas velas que hace que todas la casa huela a jazmín y a miel. Junto a ella había un sobre americano y un pequeño paquete envuelto en papel dorado.

Cogí el sobre y leí: el viaje que siempre soñaste, había escrito Alberto a mano. Eran dos billetes de avión. El destino era Francia, en concreto la fascinante costa de Normandía, lugar que siempre había querido conocer. Lo dejé a un lado y cogí ansiosamente el otro paquete. Arranqué el papel dorado y abrí la caja lentamente mientras me mordía el labio inferior. Era un vestido verde, de gasa, con un pequeño bordado de lentejuelas plateadas junto al cuello.

Me levanté y me alejé de la mesa horrorizada. La playa de Normandía, las cruces blancas sobresaliendo de la arena, los soldados muertos en aquella lejana batalla, las voces, los gritos, la sangre tintando el agua de la orilla, la mujer del vestido verde avanzando despacio hacia el agua, devorada por el mar, entre los fantasmas de aquel desembarco nunca olvidado.

Noté cómo la saliva caía a chorros por mi garganta. Me ahogaba, y traté de poner un poco de orden en mis sensaciones encontradas. Sin embargo, y a pesar de mi intento de mantener la calma, cogí los billetes de avión y los rompí en trocitos minúsculos. El vestido me costó un poco más. Lo hice jirones hasta que no podía reconocerse una sola de sus costuras.

Nunca más volví a soñar con la playas de Normandía.

Ni qué decir tiene que tampoco volví a ver a Alberto. Esa misma noche hizo su maleta y salió por la puerta como alma que lleva el diablo.