miércoles, 7 de diciembre de 2011

El secreto de Maurice. Cap. IV


Dos días después de la tragedia, la decisión estaba tomada. No podía hacer otra cosa. Los castillos - Como solía decir Ana- no podían quedarse flotando en el aire porque corríamos el riesgo de que cayeran sobre nuestras cabezas. Así que pensé que era justo que sus sueños se hicieran realidad aunque finalmente no acabara alcanzándolos la persona que debiera, sino otra.

La despedida de Ana en el tanatorio del cementerio municipal había sido extremadamente dolorosa. Un familiar lejano había recitado unos versos del poema de Antonio Machado, esos que dicen “Dormirás muchas horas todavía sobre la orilla vieja, y encontrarás una mañana pura amarrada a tu ribera. Mientras de fondo, podía escucharse una bella canción de Silvio Rodríguez, uno de sus cantautores favorito. Yo, a pesar de mis buenas intenciones, no había podido contener las lágrimas durante la breve ceremonia. Tras una sentida oración, los restos de la pequeña Ana fueron a encontrarse con el fuego purificador. Una vez más me pregunté adónde van a parar los sueños incumplidos cuando se dice definitivamente adiós a esta vida terrenal. Pero una vez más, no encontré respuesta.

Sabía que, en ocasiones, la vida era cruel y despiadada, pero esta vez había desplegado toda su crudeza. La desaparición de Ana había sido como una bofetada inesperada, como una burla estúpida, un sin sentido que te hace dudar incluso del porqué de la vida. Pero las cosas no iban a quedar ahí, en lamentos y llantos, y si había algo que tenía muy claro es que el oso memorión tenía que llegar a París para que la pequeña Alice pudiera escuchar la tierna canción que Ana le había compuesto. Ya no tenía ninguna duda: yo lo llevaría a la ciudad de la luz, aunque en ello tuviera que arriesgar los pocos ahorros que tenía.

Bajé la maleta del altillo del armario y la dejé sobre la cama. Para cuatro o cinco días de estancia, era suficiente con unas cuantas camisetas, unos vaqueros, un par de faldas y otros tantos vestidos y dos pares de sandalias bien cómodas. Tragué saliva con dificultad. El nudo marinero que atenazaba mi garganta desde hacía dos días no conseguía deshacerse, pero el propio dolor que sentía por la desaparición de Ana me proporcionaba un valor inesperado donde no cabía la indecisión.

Cogí el teléfono y llamé a mi encargada.

- Necesito una semana, Susi. Tengo que llevar a Paris algunas cosas de Ana.

Hubo un silencio que yo supuse lleno de interrogantes.

- Será a cuenta de tus vacaciones, Asun. El fallecimiento de una amiga no da derecho a días libres.

- Naturalmente -respondí mientras notaba que mi voz temblaba-

- De acuerdo -dijo- pero el lunes te quiero aquí. El encargo de la condesa no puede esperar más. Me llama casi todos los días.

- No te preocupes - afirmé con un suspiro- voy y vengo.

- Que tengas un buen viaje, ah, y exprésale mi pésame al primo de Ana.

Colgué el teléfono con cuidado, como si sintiese que fuera a incendiarse de un momento a otro. ¡Bien!- exclamé en voz alta-. El oso memorión y yo nos íbamos a Paris. Pero, de alguna forma, Ana también venía con nosotros.

Nos esperaba un largo viaje.

Un largo viaje y seguramente mucho más complejo de lo que esperaba. Y la nostalgia como acompañante ni deseado ni invitado. Aunque seguro que ésta se apearía más pronto o más tarde del tren. Sólo había que darle tiempo al tiempo.

Pero había que dejar de mirar hacia el pasado y comenzar a solucionar problemas. Tenía las llaves del apartamento de Ana guardadas en el cajón de la cómoda. Habíamos hecho un intercambio de llaves en previsión de que “alguna vez pasara algo”, pero cuando lo hicimos estábamos pensando en cosas tan cotidianas como dejarse las llaves dentro de casa o no estar segura de haber apagado el fuego.

Sin embargo, había pasado algo, en mayúsculas, y yo debía hacer de tripas corazón, acercarme a su casa, recoger sus cosas, tirar aquello que ya no fuera necesario, y encontrar aquel billete con destino a París que para ella habría supuesto un vuelo hacia la libertad y para mí un deber que cumplir.

La casa estaba situada en una calle ancha y destartalada del barrio de Benicalap, en el extrarradio de la ciudad. Las fincas no tenían más de tres o cuatro alturas, y la mayoría de ellas ni siquiera contaba con ascensor. En la calle, unas cuantas palmeras se alineaban en un estrecho seto central. Justo enfrente de la casa de Ana, había un pequeño parque, lugar de encuentro de borrachines de fin de semana y discretos camellos que se dedicaban al menudeo de la droga al anochecer. Cuando algunas noches de verano cenaba en su casa, solíamos acabar escondidas entre las macetas de su balcón, espiando las idas y venidas de los jóvenes por el parque, amparado a aquellas horas en la semioscuridad que le proporcionaba el hecho de tener más de la mitad de sus farolas destrozadas.

A pesar de ser ya las seis de la tarde, el calor era aún insoportable y las calles estaban casi vacías. Entré en el portal y miré el buzón: dos cartas del banco y una propaganda de Carrefour. Subí a pie los dos pisos y me detuve un segundo frente a la puerta. Debía estar preparada para no encontrar a nadie, para saber que no escucharía aquella voz familiar y cantarina que siempre decía “Pasa y siéntate mientras me voy arreglando“. Y yo cogía un refresco del frigorífico y me sentaba en la sala de estar junto a una mesita llena de revistas del corazón.

Abrí la puerta y me respondió un silencio que arrugó mi corazón como una vieja esponja. En el vestíbulo, sobre un arcón de madera, estaba su paraguas de topos negros, y colgada en el perchero, una rebeca de lino beige con diminutos bordados en el cuello de la solapa.

Entré a la cocina donde aún estaban los restos de la cena del día anterior a su fallecimiento: una sartén sobre la encimera, y un par de platos y un vaso en el fregadero. Abrí el frigorífico y no pude dejar de estremecerme al ver que sólo había un brick de leche, media docena de huevos y una bolsa de fiambres. En el congelador, unas albóndigas con guisantes que seguramente había dejado preparadas para el fin de semana. Me conmoví al darme cuenta de que la casa estaba esperándola, como la hubiera esperado un gato o un perro durante horas, detrás de la puerta.

Pero ella no iba a volver, y la casa y yo debíamos hacernos el ánimo. Me puse un delantal que había detrás de la puerta de la cocina y comencé a fregar, pasé un estropajo por la encimera y el banco de la cocina y vacié la nevera guardando en una bolsa lo poco que contenía. Más tarde se lo pasaría a la vecina a ver si le interesaba quedárselo. A continuación, dí una barrida ligera y pasé el mocho.

Una vez recogida la cocina, fui al dormitorio. La cama no estaba hecha, y en el suelo, junto a la mesita de noche, estaban sus zapatillas de ir por casa. Hice la cama, no sin antes abrir la ventana de par en par y dejar que entrara la luz de la tarde. Abrí el armario de luna y vi su ropa colgada. Allí estaba su vestido blanco, de gasa muy fina y pequeños volantes, que había comprado en las rebajas y que pensaba estrenar el día de la batalla de flores, a finales de julio. Pero la batalla estaba ya perdida, así que cogí la ropa, la metí en dos enormes bolsas de plástico y la arrinconé junto a la ventana. Cuando volviera de Paris, con más calma, la llevaría a uno de esos contenedores que las instituciones benéficas habían instalado en cualquier esquina del barrio.

Tenía que encontrar el billete de tren y hacer las gestiones necesarias en la Renfe para el cambio de titular. Supuse que, dadas las circunstancias, no me pondrían ningún problema. Lo cierto era que me producía una enorme pereza pensar en aquel viaje, pero me sentía en la obligación de hacerlo. Y no sólo era para trasladar el oso memorión a su destino, evidentemente. Estaban también los papeles que nos acompañan durante la vida: la escritura de la casa, el plan de pensiones, sus libretas de ahorros, un par de anillos y un pequeño colgante de oro.

¿Pero dónde había puesto Ana el billete? Busqué por los cajones del armario, por los del arcón que tenía junto a la entrada, y después de revolver por todas partes como si fuera una vulgar desvalijadora de casas, encontré el maldito billete en el último cajón de la armariada de la cocina, junto a una cucaracha que yacía patas arriba. Pero aún me esperaba una sorpresa: el billete de tren era para el trayecto Valencia-Montpellier, y junto a él encontré otro de una compañía de autobuses, Montpellier-Paris. O sea, que me enfrentaba a un largo viaje con escalas. Suspiré y seguí mirando. En un pequeño sobre amarillo encontré una cuartilla donde Ana había apuntado: Rue de la Bucherie, Quai de Montebello, frente a Notre Dame.
No debía aquel ser un mal sitio para vivir, porque, a pesar de lo poco que sabía de París, sí que tenía claro que aquella enorme catedral estaba en el centro de la ciudad. Volví a introducir la nota en su sobre, cogí los billetes de tren y autobús, y lo guardé todo en mi bolso. No podía olvidar tirar la basura y coger el oso. Cerré las ventanas, bajé las persianas y antes de salir dí una última mirada.

- Adiós Ana - dije en un susurro- ya ves, por fin me has convencido y me voy a Paris.

 A continuación, le pasé a la vecina la comida que había encontrado en la nevera. La mujer, con la que me había encontrado cientos de veces en la escalera, me dio un abrazo y cerró la puerta después de darme las gracias.

Aunque eran casi las diez de la noche, aún no había anochecido del todo. El calor era asfixiante y no corría ni una pizca de aire. Desde luego, en el mes de julio los días eran exageradamente largos.