domingo, 20 de enero de 2013

Teresa y las hadas del bosque

Las campanas de la vieja iglesia tocaban a fiesta y su sonido se extendía por todo el valle. En Villargordo, las calles estaban vacías a esas horas del mediodía. Hacía mucho calor y todo el mundo estaba dentro de sus casas. Pero Teresa quería salir a la calle. 
- Hace demasiado calor para salir de casa - le advirtió su abuelo Rafael -. Si quieres puedes salir esta tarde. 
La niña le miró con sus ojos claros y enormes y buscó la mirada de su abuela Charo.
- Yo quiero ir al bosque. El tito Rafa me dijo un día que allí había un tesoro escondido. 
- Pues esta tarde irás y te llevarás la merienda por si tienes hambre, pero ahora hace demasiado calor. 
 La niña se conformó enseguida. Charo la miró con cariño. Cómo pasaba el tiempo- pensó-, hacía tan poco que era un bebé... 
A las cinco de la tarde, Teresa, acompañada de su amiga Rosa, salía hacia el bosque más contenta que unas pascuas. Llevaba un precioso vestido de algodón y unas bailarinas de color verde. En la cesta de mimbre que le había preparado la abuela Charo, llevaba de todo: arroz para dar de comer a las hormigas, migas de pan para los gorriones, nueces para las ardillas y, además, su abuela le había dado galletas de canela y miel. 
- Esto es mi merienda ¿verdad? - dijo la niña ilusionada- 
- Bueno... - la abuela hablaba en tono de misterio-, esto es para ti, para tu amiga y para las hadas que habitan en el bosque.
 Teresa abrió los ojos como platos. 
- ¿Hay hadas en el bosque?- preguntó entusiasmada-
- Eso me han dicho - contestó la abuela con una sonrisa-, aunque yo nunca las he visto. 
La niña daba brincos de alegría. 
- Escúchame Teresa - le dijo la abuela Charo-, Cuando escuchéis tocar la campana de la iglesia, tenéis que volver enseguida, porque si no,  se os hará de noche. 
La niña dijo que sí con la cabeza, y al salir a la calle, la abuela puedo ver cómo brillaba su intenso cabello rubio bajo los rayos del sol.
Cerca del pueblo de Villargordo había un lugar de ensueño, un lugar con grandes montañas, lagunas azules y viejos arboles con sinuosas ramas retorcidas. Teresa y su amiga Rosa avanzaban cogidas de la mano cuando descubrieron un gran hormiguero. 
- ¡Mira! - gritó Teresa-, hormigas-, y parece que tienen hambre porque no paran de moverse.
Las dos amigas sacaron el arroz de la cesta y lo fueron tirando alrededor del hormiguero. 
Siguieron caminando y al poco rato se encontraron con unos pájaros de vivos colores que picoteaban por la tierra.
- Saca las migas de pan - dijo Teresa a su amiga-. Estos también tienen hambre. 
Las dos niñas tiraron miguitas de pan por el suelo y, enseguida, los pájaros se pusieron a comer. 
Siguieron andando y muy pronto llegaron a una gran laguna azul. A un lado y a otro crecían árboles enormes que tenían unas preciosas flores amarillas. 
- Mira, una ardilla- gritó Teresa- 
la ardilla daba grandes saltos de árbol en árbol sin parar, así que las dos niñas decidieron dejar las nueces cerca de un viejo olivo para que pudiera cogerlas cuando quisiera, 
Y como ya habían andado mucho, se sentaron junto al lago, se quitaron las sandalias y chapotearon con los pies en el agua. 
- ¿Tu has visto alguna hada?- le preguntó Teresa a Rosa- 
-Yo no- contestó su amiga, pero ya vendrán. Estoy segura de que van a venir. 
- Tampoco hemos encontrado ningún tesoro- murmuró Teresa un poco desilusionada- 
- Estará por ahí - contestó Rosa- . No te preocupes. 

Y, de repente, vieron como algo se deslizaba sobre las aguas azules del lago. Parecían mariposas gigantes que brillaban como espejos. 
- Mira- gritó Teresa- Deben ser las hadas. 
Efectivamente, Teresa no se equivocaba. Tres pequeñas hadas con preciosos vestidos de tul y gorros de seda, se acercaron hasta ellas.
- Hola niñas - dijeron alegremente-  ¿Os gusta el bosque?
Las niñas apenas podían hablar de tanta emoción.
-Nos gusta mucho - contestaron a la vez- 
-¿habéis visto a las ardillas? - preguntaron las hadas. 
- Sí - dijeron las niñas- 
- ¿Y a los pájaros del bosque?
- Sí.
- ¿Y a las diminutas hormigas?
- Siiiii - contestó Teresa un poco cansada de tanta pregunta-, pero no hemos podido encontrar el tesoro. 
- ¿Estás segura? - le preguntó unas de las hadas que llevaba el sombrero tan arrugado que parecía un champiñón-
-A lo mejor lo habéis encontrado y no os habéis dado cuenta. 
Fue entonces cuando Teresa recordó algo. 
- Hemos traído galletas de canela y miel para vosotras. 
- ¡Que bien! - exclamaron las hadas-. Hacia mucho tiempo que ya nadie nos traía galletas al bosque. Y eso es porque ya muy poca gente cree en nosotras - dijeron un poco apenadas- . Pero nosotras también tenemos un regalo para vosotras.
Y le entregó a Teresa una caja de madera muy pequeña que estaba adornada con piedras de colores y lentejuelas. 
- Pero no la podéis abrir hasta que lleguéis a Villargordo- advirtieron- 
En ese momento, en la lejanía escucharon la campana de la iglesia: tilín, tilón, tilín, tilon. 
-Tenemos que volver - dijo Teresa-.la abuela Charo ha dicho que volviésemos en cuanto escucháramos las campanas. 
Y las dos amigas se despidieron alegremente de las hadas y volvieron caminando por el bosque.
Cuando llegaron al pueblo, la abuela Charo y el abuelo Rafael  ya estaban esperándolas en la plaza de la Fuente. 
- ¿Como os ha ido ?- preguntaron-
- Hemos visto a las hadas-. gritaron las dos niñas a un tiempo- 
La abuela Charo no pareció extrañarse. 
- ¿Y les habéis dado las galletas?- preguntó el abuelo Rafael-
- Claro -contestó Teresa-. Y ellas nos han dado también un regalo. 
Y la niña sacó  de su cesta la preciosa caja de madera, dentro de la cual encontraron un pequeño sobre de color azul. La abuela Charo lo cogió y leyó la nota que había escrita. 
"El tesoro, queridas niñas. es el propio bosque", Y la nota iba firmada por el Tito Rafa. 
- ¿Qué quiere decir esto, abuela Charo?- preguntó Teresa- 
- Pues eso mismo, que el bosque es el mejor tesoro que podíais haber encontrado. ¿Os apetece un chocolate caliente con galletas y mientras os lo voy explicando? 
-¡Sí! - gritaron las niñas-
Y la abuela Charo, el abuelo Rafael, Teresa y Rosa se alejaron por las soleadas cales de Villargordo cuando la tarde caía con la dulzura de una cortina de seda. 

viernes, 18 de enero de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XII

Javier y Juliette llegaron muy temprano, tanto, que Alice y yo aún estábamos desayunando. Al contrario del día anterior, hacía un sol espléndido y habíamos salido al jardín. Alice, aún con el babero puesto, jugaba a arrancar briznas de hierba con gran dedicación. 
Escuché el motor del citrôen entrando por la puerta trasera de la casa. La parcela, a pesar de su amplitud, no tenía garaje, sólo una pérgola acristalada que hacía las veces. Javier llegó primero al lugar donde descansábamos Alice y yo, y después de saludarme con un breve beso en el que ni siquiera me rozó la mejilla, tomó a la niña en brazos y la levantó hacia el cielo como si hubiera logrado un inestimable trofeo. Juliette se acercó despacio y le dio un beso en la frente. 
- ¿Cómo ha ido todo, Asun? - preguntó Javier en tono distendido-. Tendrás que perdonar nuestro imperdonable retraso. 
¿Cómo iba a decirle que había estado más que tranquila?
- Ha ido muy bien - contesté levantándome de un pequeño brinco-. Alice se ha portado de maravilla, y excepto ayer que estuvo lloviendo todo el día, ha hecho un tiempo realmente bueno. ¿Qué tal en Paris?
Decidí en un instante silenciar el suceso del papel que había encontrado en la boca de Alice. Tampoco quería dar explicaciones. 
-Bien - contestó Javier-. Hemos podido resolver todos los temas que teníamos pendientes. A ver si ahora nos dejan en paz de una vez.
Recordé la visita del día anterior. 
- Ayer vino a visitaros el dueño de la casa - advertí mientras recogía algunas cosas del suelo-, y dijo que hoy vendría a comer. 
- Estupendo - exclamó Javier nada convencido- ¿Has oído Juliette? François viene hoy a comer. Tendremos que ir al pueblo a comprar algunas cosas. Ya sabes cómo le gusta un buen vino tinto.
Pero Juliette se había dado la vuelta y se había introducido lentamente en la casa. Tenía un aspecto cansado e incluso algo desaliñado, algo realmente extraño en ella. Supuse que no le hacía gracia tener invitados después de un largo viaje. 
-¿Puedo ayudar en algo?- me vi en la obligación de decir-. Juliette parece cansada. 
- No te preocupes. Yo iré al pueblo y haré la compra. Tu ocúpate de Alice. ¡Ah!-. dijo cuando ya se alejaba-, y, desde luego. te esperamos para comer. Ponte guapa.
Javier entró en la casa con paso decidido, mientras Alice y yo nos quedamos un rato sentadas en la manta que habíamos extendido sobre la hierba. Miré a mi alrededor fascinada. Después de la lluvia persistente que había caído el día anterior, el verde de los setos y de los árboles era aún más intenso. Yo estaba acostumbrada a veranos muy secos, tan secos que hasta las malas hierbas eran incapaces de sobrevivir. Sólo las matas de romero y tomillo, con gran esfuerzo, conseguían superar la atroz sequía del verano. Muchos días, las temperaturas superaban los treinta grados e incluso llegaban a los cuarenta si el viento soplaba de poniente. 
Afortunadamente, en Normandía los veranos eran como nuestras primaveras y de vez en cuando, sobre todo al atardecer,  había que echarse algo de abrigo sobre los hombros porque el tiempo refrescaba. 
Estaba perezosa, pero tenía que bañar a Alice, arreglar su bonito cabello y buscarle un precioso vestido para la comida. Igualmente, tendría que encontrar para mí un atuendo adecuado a la ocasión, y no pude dejar de sentir un cierto vértigo al recordar que mi vestuario no era nada extenso y mucho menos, distinguido. Así que recogí las cosas con desgana, cogí a la niña en brazos y subí a la habitación.
Después de bañar y vestir a Alice con un primoroso vestido de batista blanco, abrí el armario para ver qué podía ponerme yo. Allí había poco donde elegir: pantalones vaqueros, un vestido playero, un fino suéter de algodón... Me pareció entonces que llamaban suavemente a la puerta, pero no estaba segura de no haberlo imaginado. Instantes después volvieron a llamar, esta vez más fuerte. Me tiré la bata por encima y abrí la puerta. Juliette estaba frente a mí con un espectacular vestido de tirantes que resaltaba la extrema delgadez de su cuello. Sonreía. 
- Pardon- murmuró- Je peux parler avec toi?
- Claro, pasa -contesté mientras mi sistema de alarma se disparaba como un misil-. Nos estamos arreglando. 
- Alors...  Yo quiero te decir que c´est mieux que tu... que tu - dudó- Javier et moi...¡Oh!. -suspiró- Je ne veux pas que tu viens manger avec nous- musitó al fin.
- ¿Perdón? - dije confundida, aunque creía haber entendido la frase perfectamente. 
- C´est mieux que tu manges avec Alice dans la chambre. 
Intenté no parecer sorprendida ni humillada, aunque me sentía muy mal. 
- De acuerdo - afirmé intentando sonreír-. Alice y yo comeremos en la habitación. No te preocupes. 
Cerré la puerta despacio y me apoyé contra ella intentando encontrar mi ritmo respiratorio. Alice, sentada en el sofá con su precioso vestido de batista blanco, parloteaba en su propio idioma. No entendía nada. hacía menos de un par de horas, Javier me había invitado a comer con ellos, y ahora Juliette subía expresamente a mi habitación para dejarme bien claro que no debía aparecer durante la hora de la comida, que Alice y yo debíamos permanecer encerradas en nuestra confortable chambre unas cuantas horas. Realmente, casi lo prefería, pero no dejó de extrañarme aquel cambio de actitud.
Aquellas eran sin duda alguna de las consecuencias de trabajar para alguien de forma tan cercana. Estabas obligada a aguantar sus cambios de humor, sus caprichos, y alguna que otra impertinencia, causada por cualquier motivo, desde los más estúpidos a los más razonables.  
Tras la sorpresa inicial, decidí ver lo que de positivo tenía aquella imposición: no era necesario arreglarse para la comida. Así que le quité el delicado vestido de batista a Alice y le puse una bata de algodón mucho más cómoda y que dejaba al aire sus bracitos blancos y regordetes. 
Debía pensar en la comida ahora que ya no estábamos invitadas. Para mí haría una ensalada de tomate, atún y maíz, y para la niña calentaría un potito de merluza y verduras. Como la mayoría de los niños, Alice le hacía ascos al sabor del pescado, pero quizás por ello mismo había que acostumbrarla al nuevo sabor antes de que se rebelase del todo y acabara escupiendo el maldito potito a mi cara. Pero había un problema. Los potitos estaban en el frigorífico de la planta baja, en el cuarto que había junto a la cocina. Debía bajar con cuidado y evitar a toda costa que me vieran; de lo contrario, Juliette pensaría que lo estaba haciendo adrede. Aunque en el fondo, pensaba que no estaría mal espiar un poco. Si Juliette no había querido que yo estuviera presente en aquella comida, podía ser porque quizás quisiera comentar con François lo que había pasado en Paris y el motivo de tan precipitado viaje. La niña bostezaba de hambre. No tenía más remedio que bajar. 
Después de dejar a Alice sobre la alfombra con alguno de sus juguetes, bajé despacio en dirección a la cocina. Hasta la escalera llegaban claramente las voces de los tres comensales. Una vez más, la curiosidad pudo más que mi prudencia y me detuve durante un instante para escuchar.  Era Juliette quien hablaba, y aunque no entendía lo que decía, por su tono de voz deduje que estaba muy alterada. 
- No tienes de qué preocuparte Juliette - ahora era Javier quien hablaba en tono tranquilizador-. Estas sacando las cosas de quicio. Ese viejo loco, como tu lo llamas, sólo hizo una entrevista a un periodicucho de barrio que no lee ni el propio editor. No hay que ver problemas donde no los hay. 
- Sí -intervino el invitado- mais tu sais. Javier, que ces choses son así. Les journalistes escriben et il y a des persones que todo creen. Comment arrêter  une rumeur?
 Como detener un rumor, había dicho François. Y tenía razón. No tenía ni idea de cuál podría ser el rumor, pero detenerlo era como intentar parar el curso de un río o abrir las aguas de un mar.  En ese instante, Alice se puso a llorar y podía escucharse perfectamente desde la escalera y, probablemente, desde cualquier punto de la casa No le gustaba nada quedarse sola, aunque fueran unos minutos. Bajé corriendo las escaleras y entré en  el habitáculo que había junto a la cocina en el mismo momento que lo hacía Javier. 
- Asun -me dijo tan sorprendido como si hubiera visto un fantasma-, ¿cómo es que la niña y tu no habéis bajado a comer? 
Lo que me faltaba por escuchar aquel día. Y no sé por qué, mentí. 
- Alice tenía unas decimillas y estaba un poco llorona. Juliette pensó que era mejor que no bajase. ¿No te lo ha dicho?
Era obvio que no le había dicho nada.
- ¿Y cómo está ahora?
- Mejor pero, ya ves, hambrienta y lloriqueando. Perdona, tengo que subir. 
Cogí el primer potito que vi y subí las escaleras de dos en dos. Alice seguía sentada en el lugar donde la había dejado, pero gruesos lagrimones resbalaban por sus mejillas enrojecidas. 
- Venga princesa- le dije alegremente- que tienes más hambre que un gatito abandonado. 
Alice se comió el potito entre evidentes muestras de desagrado y se quedó dormida sobre la alfombra hasta donde llegaba el tibio sol de mediodía. Le eché por encima su mantita de algodón y me tumbé junto a ella. Se me había ido el hambre por completo y me estaba entrado un sopor dulce y agradable.  Aun podía escuchar las voces  claramente, pero no lograba entender el significado de las frases. ¿Quién sería aquel viejo loco del que hablaban? ¿Qué declaraciones podía haber hecho al periódico? ¿Por qué estaba Juliette tan angustiada?  Me estiré buscando la posición más cómoda. Después de todo, ¿que importaba? Estaba en Normandía, en una mansión junto al mar,  aquellos eran sus problemas, no los míos, y Alice dormía feliz abrazada a su oso. 
Recordé a Ana. Era como si de repente se hubiese colado en mi mente. Seguro que si ella estuviera allí sería capaz de descifrar tanto misterio. Siempre le habían gustado las novelas de Agatha Christie. Y si no podíamos descubrir nada, probablemente acabaríamos rodando por la alfombra, haciendo mil elucubraciones y riendo como dos tontas. 
Antes de que me invadiera la melancolía, me dí la vuelta y me quedé completamente dormida, a pesar de los rayos de sol que iluminaban toda la estancia. 

martes, 8 de enero de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XI

Una semana después de llegar a Cauville sur Mer, en la Alta Normandía,  Javier recibió una inesperada llamada de su trabajo. Debía volver a Paris a firmar un proyecto arqueológico que se iba a llevar a cabo en Reims. Juliette se empeñó en regresar con él a pesar de las prisas que había tenido unos días antes para salir de la ciudad. Mientras ellos discutían una vez más tratando de no levantar la voz, yo permanecí en el jardín, al cobijo de una sombrilla, mientras  Alice jugaba con un rompecabezas de grandes piezas almohadilladas. 
Después de comer, y cuando por fin parecían haberse puesto de acuerdo, partieron hacia Paris no sin antes asegurarse de que el frigorífico y la despensa estaban lo suficientemente llenos para que no nos faltara de nada en los próximos días, ni a nosotras ni a los pobladores en diez kilómetros a la redonda. 

-En veinticuatro horas volvemos, Asun -me dijo Javier poniendo cara de circunstancias- Hubiera preferido que Juliette se quedara con vosotras, pero parece ser que también tiene ella un tema pendiente por resolver.

Mentía. Mentía y se notaba a la legua. Simplemente era que Juliette no quería quedarse con Alice y conmigo mientras Javier viajaba solo a Paris, pero yo sabía perfectamente lo que tenía que decir en estos casos. 

- No te preocupes -afirmé con una enorme sonrisa-. Alice y yo estaremos perfectamente. Aunque, eso sí, me va a sobrar casa por todas partes. 
Lo noté intranquilo.
- Podéis bajar al pueblo, es muy bonito y hay alguna pequeña tienda donde venden de todo, y la playa...
- No te preocupes - interrumpí-. Vamos a estar bien. 

Cuando por fin se fueron ya entrada la tarde, no pude dejar de sentir cierto alivio. Los últimos días, además de tensos, habían sido extraños. Demasiados misterios, demasiadas conversaciones que cesaban en cuanto yo entraba por la puerta, cosas tan raras como que aquella madre no hiciera caso de su propia hija o de que no hubiera forma de leer la prensa, ya que en cuanto ellos la leían, la rompian Pero lo cierto es que la casa sin ellos se transformó. Adquirió una luz nueva y recuperó un silencio reconfortante, sólo roto por los graznidos de las aves que sobrevolaban la casa al amanecer. Por la mañana, Alice y yo bajábamos a la playa con el almuerzo, el cubo y la pala, dispuestas a hacer magníficos castillos de princesas en la arena. Y por la tarde, merendábamos en el jardín, y cuando comenzaba a refrescar, volvíamos a ver, una vez más, la película de La Sirenita. Alice no quería ver otra, sólo la historia de aquella muchacha que, por amor, renunció a ser sirena y prefirió abandonar para siempre las profundidades del mar. Y por las noches, cuando Alice se quedaba dormida, yo bajaba al porche acristalado, y seguía leyendo la obra de Victor Hugo,  el relato sobre aquel muchacho deforme que, también por amor, se había enfrentado a todo hasta  llegar a perder su propia vida. 
Lo que en principio tenían que ser dos días, se convirtió en una semana. Javier me llamaba todas las tardes, poco antes de la hora de la cena, para preguntarme cómo estaba Alice y si teníamos algún problema. Yo le contaba nuestras excursiones a la playa, las compras en el pueblo, y las sesiones dobles de la Sirenita. El siempre acababa las conversaciones con un "seguramente, mañana estamos ahí", pero pasaban los días y aquella situación que en un primer momento había sido pasajera, acabó convirtiéndose en crónica. 
Me sentía el ama de aquella preciosa casa.  Cuando por las tardes Alice se dormía, yo me dedicaba a entrar en cada habitación, a subir a la buhardilla que estaba llena de trastos viejos, o a curiosear en la biblioteca. Cada habitación de la casa, y tenía seis, estaba pintada de un color y decorada con extrema elegancia. Cuadros de paisajes alpinos, jarrones austriacos de vidrio esmaltado en oro, flores de seda levemente descoloridas, edredones de cretona estampada, pequeños sillones instalados junto a los miradores. Sin duda alguna, cada rincón de aquella casa había sido diseñado para que el que la habitara se sintiera completamente a gusto. 
Aquella cálida tarde de principios de agosto, Javier me acababa de llamar cuando tocaban las seis de la tarde en el reloj de la biblioteca. Según me dijo, todo estaba arreglado y llegarían al día siguiente, sino surgía ningún problema. Estaban - y lo había dicho en plural- locos por ver a la niña. En París- añadió- llovía un poco pero hacía calor. Yo le dije que en Cauville sur Mer no había dejado de caer un suave sirimiri desde buena mañana, así que Alice y yo estábamos pasando el día en casa. 
Uno de los lugares más acogedores de aquella mansión, era sin duda la biblioteca. Situada en la segunda planta del edificio, se llegaba a ella por una estrecha escalera que apenas tenía tres escalones anchos y profundos. La sala era amplia y tenía un enorme mirador que daba al jardín. Toda una pared estaba ocupada por una estantería llena de  libros, la mayor parte de ellos muy antiguos. El suelo era de parquet y, probablemente, estaba muy estropeado porque sobre él habían extendido una gruesa alfombra de lana que lo tapaba casi por completo. Era aquel un buen lugar para pasar una tarde tranquila porque, entre otras cosas, estaba de La Sirenita, hasta las mismísimas escamas. 
Coloqué la manta de Alice sobre la alfombra y dejé a la niña con sus rompecabezas de cubos. Me acerqué al mirador. La lluvia que estaba cayendo sin tregua desde primeras horas de la mañana, había reverdecido aún más el paisaje cercano. No podía sentirme ni más a gusto ni más tranquila. 
Cogí un libro al azar: "el retrato de Dorian Grey", demasiado inquietante. Lo volví a dejar en su sitio y cogí otro: La nausea, de Jean Paul Sartre, todavía más inquietante. De todas formas, lo tomé y me senté junto a la gran mesa central al tiempo que encendía el flexo de sobremesa, aunque en realidad no hacía falta. Se podía leer perfectamente con la breve luz que entraba por la ventana. Fue entonces cuando escuché un ruido a mis espaldas. Me levanté sobresaltada y miré hacia el lugar donde había dejado a la niña. Alice no estaba en su mantita. 
- Alice- llamé nerviosa-, ¿dónde estás?
Un sonido que venía del otro lado de la sala me hizo saltar en aquella dirección. Alice estaba de pie, apoyada en la estantería con una mano, mientras que con la otra iba tirando al suelo todos los libros que estaban  a su altura. 
- Alice - grité -, eso no se hace. 
Le quité el libro de las manos y volví a ponerlo en la estantería. La niña me miró sorprendida, como si no comprendiera nada. Era la primera vez que la regañaba. 
- Venga princesa -le susurré en voz baja-, vamos a devolver los libros a su casita. 
Y en ese momento me di cuenta de que Alice se había metido algo en la boca y comenzaba a masticarlo con entusiasmo.
- ¿Qué llevas en la boca, cariño. Dámelo.
Ella apretó los labios con fuerza y negó con la cabeza. Hacíendo palanca, conseguí introducir mis dedos en su boca.
- ¿Qué estas comiendo? Venga, abre esa boca, Alice,  o me voy a enfadar.
A duras penas conseguí separarle los dientes y sacar el trozo de papel que estaba masticando.
- ¡Serás cochina!- exclamé- El papel no se come. 
Alice comenzó a llorar desconsoladamente y volvió a su mantita murmurando una serie de palabras ininteligibles. Si la ignoraba, no tardaría en calmarse; por el contrario, si le hacía caso, la tendría toda la tarde lloriqueando. Así que volví a la mesa sin decirle nada y abrí el papel que había sacado de su boca. Estaba muy arrugado y lleno de babas, pero aún así me pareció que se trataba de una lista, una breve lista en la que sólo había seis nombres: André Cordier, Claude Argy, Jean Pallier, Marcel Abattu, Roland Archin y Fabián Cravoisier. Los dos primeros y el último estaban tachados con una fina linea azul, y el tercero tenía un interrogante junto al nombre. La letra era refinada y picuda, sin duda, letra de hombre.
Alice había dejado de llorar pero suspiraba como si le hubieran arrebatado lo más querido. De pronto, dejó de llorar y levantó su barbilla como si hubiera escuchado algo. Y yo también lo escuché.  A pesar del dulce rumor que producía la lluvia al caer sobre el cesped, pude oír claramente una voz que venía del jardín. 
- Juliette, Javier ¿Êtes-vous à la maison?
Supuse que sería un vecino que, alertado por la abundancia de luces encendidas, había venido a saludar. Pero lo que menos me apetecía en ese momento era hablar con desconocidos. Me acerqué con el sigilo de un ladrón al mirador y vi a un hombre de edad avanzaba en el jardín. Parecía confundido. Miraba hacia todas partes como si hubiese esperado una cálida acogida. No tenía más remedio que bajar. Le dí la mano a la niña y bajamos lentamente las escaleras en dirección al vestíbulo. El hombre se había refugiado de la lluvia en el porche, y había tomado asiento en uno de los sillones de mimbre que había junto a la cristalera, 
- Hola - dije al tiempo que le tendía la mano-. Soy Asun, la niñera de Alice.
El hombre se levantó con dificultad y me tendió la mano mientras mostraba una enorme sonrisa. 
- Je suis Jean Paul, le propietaire de ce maison. ¿Española?
- Sí - respondí odiándome por no saber expresarme en francés. ¿Es el dueño de la casa? Debo decirle que es preciosa. 
- C´est la verite- contestó riendo- Merci beaucop, Javier, Juliette, ils sont a la maison?
- Están en París. Y vienen mañana. ¿Me entiende?
- Sí. Comprendo y también parlo algo.- Oh, mon Dieu!- exclamó como si acabara de caer en la cuenta-  alors ? no están.
-Lo siento. Vienen mañana- volví a decir- 
Fue entonces cuando reparó en la niña que se escondía detrás de mí aferrándose a mi pierna. 
- N´est pas possible! - dijo con exagerada vehemencia- ¿Es ésta la petite Alice?
- Sí, es la hija de Juliette y Javier. 
- C´est tres jolie... muy bonita. ¿Ya camina? 
. Ya lo creo. Y dice muchas palabras. Estábamos en la biblioteca ¿Quiere subir y tomar un café? Aquí hace mucha humedad. 
El hombre sonrió con una mueca de ironía.
- Je suis chez moi, mademoiselle.
Qué tonta, claro. El estaba en su casa y yo había tenido el detalle de invitarle a subir a la biblioteca. Pensé que no tenía remedio con mis escasas habilidades sociales. Así que había que reparar aquel estúpido desliz y tratar ser amable. Pero la curiosidad me pudo una vez más. 
- ¿Vive usted cerca de aquí? 
La pregunta que quería hacer no era realmente esa. En realidad era: si ésta es su casa, ¿por qué no vive aquí? Parecia que me había leído el pensamiento. 
-Vivo en el village, en une maison plus petite que ésta... más pequeña. Esta casa es muy grande pour moi.
Subíamos las escaleras al lento ritmo de Alice. 
-¿La construyó usted?
-  Oh, no. no... Mon pere. El había beaucoup de fills. 
- ¿Tenía muchos hijos?
- Sí, y quería una maison grande y muy  cómoda. Yo seulement construí esta ala, la que da al oeste.
-Es un sueño de casa- dije sinceramente- 
- Qui, vraiment. Fue su sueño et apres, el mio.
Llegamos a la biblioteca. El ambiente era reconfortante. Encendí la luz y volví a sentar a Alice sobre su manta. 
- Formidable biblioteca - sentencié- 
- Oh, no madame - contesto riendo- la biblioteca no es mía. Juliette y Javier la tenían en l´outre maison, , en París. Cuando cambiaron de casa, la biblioteca no cabía. Ellos querían faire une... ¿cómo se dice? 
-¿Donación?- apunte intentando acertar-
- Exactamente, mais je les dije que podían traerla chez moi.
Pasó los dedos suavemente por los lomos de los libros como si cada uno de ellos estuviese lleno de recuerdos. 
- Son libros tres vieux, tres intéressant. Algunos son de Maurice, le pere de Juliette.
- Han encontrado sin duda un buen lugar para vivir- dije, para añadir de inmediato- ¿Quiere usted tomar un café?
- Estaré encantado. Y Vous le dit a Juliette que demain, je vais venir manger avec eux.
Cuando se fue casi había anochecido. Yo, siguiendo mi arraigada y nefasta costumbre, no había dejado de hacer preguntas, y Jean Paul había respondido con suma amabilidad a todas mis dudas. Según me contó, o al menos yo entendí, había sufrido un accidente laboral mientras trabajaba en unas ruinas arqueológicas junto a la ciudad de Marsella. Después de mucho pelear, le habían dado la baja definitiva y le habían concedido una pensión que le permitía vivir con holgura. La ciudad de París le agobiaba en exceso y decidió trasladarse a Normandía, donde aun vivía su padre. Una vez se hubo acostumbrado a la tranquilidad de la vida rural, no quiso volver a París. 
Después de cenar, Alice se quedó dormida en mis brazos. Apagué las luces del porche después de cerrar la cancela del jardín, y subí a la primera planta donde estaba nuestra habitación. Le puse el pijama a la niña y ni siquiera se despertó. Yo me eché el batín sobre los hombros y me senté en la cama. Saque el papel que había arrancado de la boca de Alice y volví a leer: André Cordier, Claude Argy, Jean Pallier, Marcel Abbatu, Roland Archin y  Fabián   Cravoisier.
¿A quién pertenecían aquellos seis nombres?

viernes, 4 de enero de 2013

Viernes, 4 de enero

Hace una buena noche- sobre diecisiete grados-, y mientras en esta víspera de reyes la gente compra convulsivamente todo lo que le ponen por delante, otros buscan chatarra en los contenedores o, enfundados en viejos y largos abrigos, ayudan a aparcar en las pocas zonas no azules que quedan en la ciudad. Yo también regreso de comprar cuatro tonterías con los pies doloridos y los dedos de las manos amoratados por el peso de las bolsas. A mi derecha, a mi izquierda, la gente corre como si ahora sí que se fuera a acabar el mundo, pero lo único que se nos acaba es el maldito dinero. El barrio que crece a la sombra de la Fe semiabandonada huele a sardinas asadas y a colonia de Playboy. La banda sonora de este paisanaje enloquecido son las sirenas de las ambulancias que hoy suenan a todas horas mientras yo sueño con llegar a casa de una vez. Y mientras camino entre familias que parecen huir de algún siniestro total, pienso que ojalá existieran realmente los Reyes magos. Pero no. Los Reyes Magos no existen, ni el gordinflón de Papa Noel, ni Santa Claus, ni los pajes de Oriente, ni la mula, ni el buey, ni el limbo, ni el infierno, ni el ratoncito Perez, ni la cigüeña que traía los niños de Paris, ni Winie de Poo, ni las cosas buenas, bonitas y baratas a un tiempo, ni el regalo ideal, ni los bancos buenos, ni los políticos honestos...
Cuando llego a casa y me quito por fín los malditos zapatos torturadores de cansados pies, me pregunto de qué forma puede funcionar una sociedad cuya cultura se ha construido sobre mentiras, muchas mentiras, quizás tantas que no me atrevo ni a imaginar las que todavía no hemos descubierto. 
Queridos Reyes magos, si de verdad andáis por ahí perdidos entre la ardiente arena del desierto y la locura que desprende hoy la ciudad, este año que he sido buena, sólo os pido una cosa: unos zapatos cómodos que me ayuden a seguir andando por este camino pedregoso que, después de todo, es la vida.