jueves, 28 de mayo de 2020

La invasión final

Funda y vinilo para iPad «paseo solitario, silueta de hombre ...

El hombre leía ávidamente el periódico mientras se rascaba la cabeza con deleite. En la calle reinaba un silencio amenazante y extraño. Hasta se podía escuchar el piar de los pájaros. 
—¡Te lo dije, te lo dije!—exclamó mirando a su mujer que tejía junto a la ventana entreabierta.
—¿Qué me dijiste?

—Mira lo que dice el periódico.

—¿Qué dice?
—Que japón está preparando un  protocolo para un posible ataque extraterrestre.
La mujer dejó con delicadeza su labor en el costurero  mientras de sus labios salía un disimulado suspiro. 
—Venga ya —dijo—. ¿Es que acaso es hoy el día de los inocentes? Yo creo que estamos en mayo, pero no me hagas mucho caso. 
—Que no va de broma, Carmen, que aquí lo dice bien clarito. ¿Es que no lo ves?
—¿Qué tengo que ver?
—Escucha, primero nos atacan con el virus, un virus muy peligroso que nadie conocía hasta ahora.  Nos asustan, nos encierran en casa y luego nos invaden. Yo lo veo clarísimo. Es una estrategia de libro.
La mujer suspiró de nuevo. Parecía muy cansada. 
—Desde aquella noche no eres el mismo, Juan. Tendrías que ir a ver al médico.Si a ti te da cosa, yo llamo.
—¿Y que me tomen por loco? ¿ Quieres que me tomen por un pirado y me encierren quien sabe dónde? Para eso no voy.
—Cada día dices más tonterías. Estoy empezando a preocuparme.
—Pues preocupate, y mucho. Porque cuando salgamos a la calle no sabemos a quien nos vamos a encontrar detrás de las mascarillas.
—Por favor...
Había pasado ya una semana desde el suceso, pero desde entonces se había trastornado. Juan había salido a tirar la basura, pero como necesitaba dar un paseo porque los nervios se lo estaban comiendo vivo, decidió ir al contenedor de la avenida, a casi un kilómetro de su casa. El aire de la noche era puro, olía bien. La primavera había traído perfumes dulces,  brisas suaves y pequeñas y jóvenes flores. Un hombre caminaba delante de él, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de una cazadora de cuero. De repente, el hombre tropezó y cayó al suelo. Juan se precipitó para ayudarle, pero el hombre, malcarado, blanquecino, lo apartó con el brazo. Se había hecho un corte en la mano, y de la herida salía un liquido viscoso verde. Juan se echó hacia atrás y volvió a casa a buen paso. Nada más llegar le contó a su mujer lo que había visto: un hombre se había herido en la mano y de la herida no manaba sangre roja, como era lo normal,  sino un repugnante líquido verde. Desde entonces no había salido de su cuarto. Pegado al ordenador buscaba artículos  de avistamientos ovnis, textos conspiranoicos, teorías sobre vida extraterrestre.
—Me voy a hablar con el delegado del gobierno o con quien sea que quiera escucharme.—le dijo aquella mañana muy decidido a su mujer. 
—Te van a encerrar, Juan. El maldito confinamiento te está sentando como un tiro. Creíste que viste lo que no viste.
—Mañana voy. Ya no espero más. 
Y fué. Sudaba a mares bajo la mascarilla. En el palacio que albergaba la delegación le preguntaron si tenía cita y él contesto que no, pero que se trataba de un asunto muy importante, de interés nacional—dijo.
Tuvo que esperar casi una hora. Le sudaban las manos y se le empañaban las gafas por culpa de la mascarilla. El conserje le miraba con desconfianza. Por un instante, Juan temió que acabara llamando a la seguridad privada. Al fin le dijo:
—Puede subir. Primer piso, la puerta del fondo del pasillo.
Cuando llegó, a Juan le faltaba el aire, no por el esfuerzo sino por lo propios nervios. 
—¿Y bien? — dijo aquel hombre de mirada serena y gesto confiado—. ¿Qué es eso tan urgente?
Y Juan se lo contó todo, atropelladamente, sin dejarse detalle alguno, lo del hombre, lo de la caída, lo de aquel líquido viscoso que salía de su herida, lo del protocolo japonés, todo.  
—Creo que nos van a atacar los extraterrestres—dijo al fin. 
El hombre de mirada serena endureció su gesto. 
—¿Y para eso me hace usted perder el tiempo?
—¡Estoy seguro! Están entre nosotros. primero nos mandan el virus y luego nos invaden. ¡Es de libro de primaria!
El hombre cruzó las manos sobre la mesa. 
—A ver... ¿Cómo se llama usted?
—Juan, para servirle. 
—Pues mire Juan, esta situación tan inesperada como extraordinaria nos ha sobrepasado a todos. Estamos confundidos y nerviosos. Hasta yo he creído tener todos los síntomas del coronavirus. Es normal que nos pongamos nerviosos y nos preocupemos. Si lo que usted dice fuera cierto, los servicios de inteligencia de todo el mundo ya lo sabrían y estaríamos avisados.
—Pero entonces...
—La imaginación aunada con el miedo juega muy malas pasadas y nos hace ver lo que realmente no existe. No se preocupe, vuelva a su casa, tómese una tila caliente y descanse. 
Juan salió del despacho enfadado y triste. Ni siquiera le habían tomado por un loco, sino más bien por un tonto del culo, un miedoso, un hombre sin coraje al borde de los nervios. 
Pero en cuanto Juan salió del edificio, el hombre cogió el teléfono y marcó un número. Su mirada se había vuelto de hielo. 
—¿Carmen? Tu marido acaba de salir de mi despacho. Nos han descubierto. ¿Tu sangre  ya es roja?
—Sí. Desde hace un par de meses.
—Perfecto. No olvides la reunión de mañana.
—No la olvido. Todo está saliendo bien. 
En la calle reinaba el silencio, un silencio irritante y turbador.  




miércoles, 20 de mayo de 2020

La niña y el dragón


DRAGONES » Criaturas Mitológicas, Descúbrelos

La luna de las mil flores brillaba en el cielo. Era tanto el silencio en aquella ciudad que incluso se escuchaba el canto de un grillo.
—Mamá, cuéntame un cuento.
—Estoy muy cansada, así que uno cortito. ¿Cuál quieres?
—Uno nuevo.
—¿Uno nuevo? No puedo inventar cuentos todos los días.
—Sí que puedes. Yo lo sé.
La niña cruzó los brazos sobre el pecho. Era pequeña, rubia y testadura.
— Bueno, pues a ver qué sale. Erase una vez una niña que vivía en el bosque junto a sus tres hermanos, que eran mayores que ella.
—Lo has dicho mal, mamá.
—¿Cómo?
— Esa niña no puede vivir en el bosque. Vivirá en una casita que está en el bosque.
—Tienes razón, hija. Pues bien —continuó la madre—. Hacía dos o tres días que el paje real había leído un importante mensaje para que pudiera escucharlo todo el mundo.  Por lo visto, había un dragón suelto por el Reino, un dragón enorme y furioso que no solo lanzaba fuego por sus fauces sino también por sus ojos y orejas.
—¡Hala!
—Y, además, el fuego era invisible. No podía verlo nadie.
—¡Hala!
—Así que el rey de aquel pequeño reino le dijo a todo el mundo que se quedase en sus casas, que cerrase puertas y ventanas y que solo saliera de sus casas si era muy, muy preciso.
—¿Como estamos nosotros ahora?
—Exacto.  Los primeros días fueron muy bien. Todos tenían miedo de aquel enorme dragón y se quedaron en casa jugando al parchís y cocinando sabrosos platos, pero cuando pasó un cierto tiempo el hermano mayor dijo con voz muy fuerte: "Ya no puedo más! Voy a salir a dar una vuelta por el bosque. Me apetece cazar algo y ver a mis amigos. Esto es un aburrimiento".
"Pero si no se puede..."—le dijo su hermana.
Sin embargo, aquel grandullón cogió la puerta y se fue dando un portazo tan fuerte que temblaron hasta las paredes. Los días iban pasando y no volvía, así que el segundo hermano dijo: "Tengo que salir a buscarlo. Ningún dragón de mala muerte impedirá lo que debo y puedo hacer". Así que cogió la puerta y se fue dando un  portazo tan fuerte que hasta temblaron los árboles del bosque. Pasaron los días y las noches y el segundo hermano no volvió. "Seguro que nuestros hermanos han matado al dragón y se están repartiendo los favores y riquezas que les debe haber dado el rey. No lo voy a permitir"—dijo muy enfadado el tercer hermano. ¿No me irás a dejar sola? —le dijo su hermana. Pero él no contestó. Cogió la puerta y se fue dando otro  portazo tan sonoro que la niña tembló como una hoja mecida por el viento.
—¿Y la niña se quedó sola?

—Con su gato Mau, que era un poco cabezota pero muy cariñoso. Y esperó y esperó hasta que, pasados muchos días, el paje de la Corte volvió al bosque con un nuevo mensaje.

—¡El dragón estaba muerto!
—No, cariño. El dragón se había ido por donde había venido, y ya todos pudieron salir de sus casas y volver a hacer las cosas que siempre habían hecho. 
La niña se quedó pensativa. Fruncía el ceño y apretaba los labios.
—¿Y tú crees —dijo—que ese bicho con corona que está ahora en la calle se irá algún día?
—Seguro que se irá.
—¿Y no volverá nunca más?
—Eso ya forma parte de otro cuento. Ahora, a dormir. 
La luna de las mil flores seguía brillando en el cielo. El grillo cantaba aún más fuerte, como si quisiera borrar el silencio de las calles. 

miércoles, 13 de mayo de 2020

La gaviota

Gijón cierra el pico a gaviotas y palomas

 A Paula nunca le habían gustado las gaviotas. Le parecian grandes,  chillonas y descaradas. Hasta que llegó ella aquella mañana de primavera y se  posó en el alfeizar de la ventana, picoteando una migas de pan que a ella se le habían caído durante el almuerzo. El primer día la había espantado agitando un trapo de manos; el segundo la había dejado posarse sobre la ropa tendida. El tercero la muy zorra ya se había atrevido a entrar al salón. Ese día Paula  pensó que era demasiado grande para encararse con ella.  «No vaya a ser—había pensado— que salte sobre mí y me saque los ojos».
Paula era una mujer disciplinada y consecuente.  No se había atrevido a salir durante todo el confinamiento. Había cumplido ya los setenta y no estaba para bromas. Le habían traído la compra a casa y se había organizado el tiempo como tenía por costumbre. Había hecho ganchillo, punto de media, patchwork, macramé, sudokus, haikus, pilates... Había cocinado platos chinos, hindúes, incluso se había lanzado al ruedo y había horneado pan. Mientras, la gaviota la observaba desde sus ojos cristalinos. Desde hacía un par de días se había vuelto algo agresiva. No dejaba que ninguna otra entrara en la casa. Defendía a muerte su territorio, a picotazo limpio, chillando, espantando a quien osara acercarse.
Y por fin llegó el cuatro de mayo, el día deseado.  El gobierno había dicho que se podía salir de diez a doce, no más. Paula se acicaló como si fuera a la misa del domingo, se pintó solo los ojos porque la mascarilla taparía el resto del rostro. Estaba nerviosa, la inquietud corría bajo su piel como la lava por la ladera de un volcán. Esperaba no encontrarse con nadie, sobre todo con la vecina parlanchina, la que al hablar, se acercaba  mucho más de lo debido. Hacía un calor insoportable aquel cuatro de mayo, así que cogió el sombrero de paja y se echó crema solar sobre los hombros y el escote. Tomó aire, La calle estaba ahí, esperándola. Fue a buscar el bolso y las llaves. El bolso estaba colgado en el perchero, donde lo había dejado cincuenta días atrás, pero las llaves... ¿Dónde había dejado las llaves? Buscó por todos lados, incluso en los fondos del sofá, donde solo encontró tres pinzas de tender y dos bolígrafos. Debajo de las camas tampoco había nada, ni en la cesta de la ropa sucia. Hasta que se asomó a la ventana y la vio.  Allí estaba. su gaviota, en la azotea de la finca de enfrente, posada sobre unas sábanas blancas que bailaban con el viento. Y de su pico colgaban las llaves.¡ Maldito bicho! —exclamó en voz baja.
Cerró la ventana y se sentó en el sofá con las piernas encogidas como una niña enfadada. Bueno, otro día sería. Tampoco había que precipitarse. Salir a la calle no era obligatorio. «Maldita gaviota»—volvió a pensar antes de quedarse dormida. 

domingo, 10 de mayo de 2020

Miedo a salir a la calle

Tomar el sol en tiempos de cuarentena?: Cómo 'suplir' la vitamina ...


El confinamiento había comenzado apenas unos días atrás. Era una situación nueva, desconocida, incierta. Juana entró en la cocina y comprobó que olía a pestes. Si no tiraba aquella basura pronto cogería el tifus o algo peor. Había que tirarla aunque salir a la calle le daba un poco de miedo. La "tele" decía que el virus estaba por todas partes. Al salir del portal miró a un lado y a otro como si presintiera que algún peligro inimaginable acechase desde detrás de la hilera de coches aparcados. Nadie por aquí; nadie por allá. Ni siquiera el paseante de perro exhausto, el perro, que ya había visto aquel día tres veces desde su ventana. Tampoco vio al anciano que, con una bolsa bajo el brazo, solía acercarse a la verdulería pakistaní a comprar un limón y dos cebollas por la mañana, y una lechuga y tres patatas por la tarde.
Nadie. Un silencio incómodo, irreal y triste reinaba en el barrio.  Tiró la basura. El vidrio al contenedor verde; el plástico al azul y todo lo demás al gris. También debía haber tirado la ropa al contenedor naranja, pero para ello habría tenido que dar la vuelta a la esquina y eso ya eran palabras mayores.
Cuando regresaba a su casa, apenas a cien metros, vio acercarse un coche de la policía. Se dio cuenta de que la observaban y sintió terror. Estaba segura de se iban a detener y le iban a preguntar de dónde venía y adónde iba. ¿Cómo podía justificar que acababa de tirar la basura? No podía, evidentemente. Aceleró el paso siendo consciente de que eso la convertía en más sospechosa. Solo quería llegar al portal y sentirse a salvo. Afortunadamente, la llave entró con facilidad. Cuando subía en el ascensor escuchó cómo la vecina del quinto tosía como una loca. Parecía a punto de ahogarse ¿Acaso habría cogido el virus? Al llegar a casa se lavó las manos hasta dejarlas enrojecidas.  Pensó que aquello de bajar la basura habría que echarlo a suertes. Ella no estaba dispuesta a pasar otro mal rato como aquel. 

lunes, 4 de mayo de 2020

Los abrazos perdidos

4 beneficios de un abrazo para nuestra salud — Mejor con Salud
Dicen los psicólogos, los sociólogos o Dios sabe quién, que mientras haya miedo. no habrá abrazos ni besos. Terrible afirmación. "El miedo guarda la viña" —avisa el refranero—, pero a veces la guarda tanto que la uva muere reventada, abandonada al sol más cruel, olvidada.
Hay que tenerle cierto miedo al miedo, sobre todo al miedo que nos aleja. Porque, queramos o no, pertenecemos a la cultura del roce, de las caricias, de la palmada en la espalda, del abrazo más intenso. Y ahora nos dicen que no se puede, que hay que mantener una distancia de seguridad, como si abrazar a alguien a quien amas fuera como lanzarse a un precipicio con los ojos cerrados. Queremos —necesitamos— volar negándonos a admitir que quizás ya nada vuelva a ser como antes. reconozco que siento cierta aversión hacia eso que nuestro presidente llama —quizás en exceso— nueva normalidad. Yo quiero volver a la normalidad de antes, la de toda la vida, la de la cercanía y el contacto. Cierto es que no soy muy de dar besos, pero sí de coger a alguien del brazo, como las mujeres de la posguerra, o de la mano, como las mujeres románticas.
Dicen algunos, probablemente psicólogos o sociólogos, que saldremos cambiados de esta catástrofe. Pero yo no creo que "el bicho" saque lo mejor de nosotros. Pienso, por el contrario, que los buenos seguirán siendo buenos, incluso más, y los malos seguirán siendo malos, incluso más.
Que el miedo razonable que ahora sentimos no se convierta en una muralla que nos encierre, sino que nos proteja. Que el miedo nos haga ser prudentes, pero no cobardes. Que el miedo no mate nuestros sueños, porque una vida sin sueños no es vida. Que el miedo se quede con nosotros en su justa medida, pero nunca en una sobredosis.
Nadie dijo que la vida iba a ser fácil. Y si alguna vez os lo dijeron, os mintieron. Posiblemente, con la peor de las mejores intenciones.