domingo, 1 de septiembre de 2019

Verano del 19

Resultado de imagen de tormentas y gatos


Ya estoy de vuelta. De la ensoñación a la realidad. Del paréntesis a la vida cotidiana. Con todo lo que ello conlleva. Ha sido un verano de familia y calor extremo. Hijos que venían y se iban, sobrinos, hermanos, amigos, primos, charlas alrededor del desayuno, cenas improvisadas, lecturas en la calle y —lo reconozco—, poca escritura. El que más nos ha preocupado ha sido Tito, el gato, que en el pueblo ha descubierto que es un gato. Y como todo gato que se precie se ha escapado por las noches, ha tenido sus peleas nocturnas, ha vuelto al amanecer hecho unos zorros y, probablemente, más de un amorío habrá tenido porque es un gato guapo y poderoso.
Ha hecho mucho calor, excesivo. Desde buena mañana, el poniente sahariano soplaba ardiente y nos obligaba a recluirnos en las casas hasta bien entrada la tarde. Así, en la frescor de las estancias construidas hace casi doscientos años, pasábamos las veladas entre charlas, abanicos y una horchata bien fría. 
El verano se despidió con una gran tormenta, una de esas tormentas que llega precedida de un viento huracanado y tiñe el cielo de negro. La única tormenta, la única lluvia en una zona que se desertiza año a año ante la desesperación de los agricultores. Ni las malas yerbas salen ya adelante. 
Y ese día, el de la tormenta, cuando la furia del cielo cesó y el asfalto brillaba a la luz de las farolas, me fui a ver a mi gata acogida, una gata feral que vive a las afueras del pueblo, en las viejas escuelas abandonadas. Nada más verme, salió de su escondite y vino hacia mí ronroneando. Y en aquella soledad pasada por agua, en aquel atardecer sombrío y calmo, con aquella gata sedienta de caricias, sentí que aquel estaba siendo uno de los mejores momentos del verano.
—¿Qué va a ser de ti cuando yo me vaya?—le pregunté mientras le acariciaba el lomo. 
Y ella me miró desde sus ojos verdes y siguió ronroneando. 
El verano del 19 tocaba a su fin.