lunes, 10 de octubre de 2011

La maleta rosa ( Primera parte)



Llegué al aeropuerto cuando caía la noche. El avión salía de madrugada pero era mejor tomarse las cosas con tiempo. Temía no encontrar ni la puerta de embarque. De un tiempo a esta parte olvidaba las cosas más cotidianas, tenía unos despistes inesperados que me hacían sentir en el fondo de la nada. Por ejemplo, salía del supermercado sin saber muy bien qué había ido a comprar. Me quedaba quieta, en medio de la avenida, preguntándome qué dirección tomar.  Al final, acababa volviendo a casa y sentándome acurrucada en una esquina de la terraza, un lugar desde donde poder el cielo abierto y la luz.
Quizás fue esa la razón que decidió a mi terapeuta recomendarme hacer este viaje. "Te sentará bien cambiar de aires"- había dicho con mucha convicción. Sin duda, el stress me había puesto contra las cuerdas y éstas cedían bajo mi leve peso. Ahora pensaba que quizás no había sido tan buena idea. En el aeropuerto la gente caminaba deprisa, por todas partes, como si intentaran alzar el vuelo sin necesidad de subirse a un avión.
De repente, note aquella extraña sensación. Subía como un escalofrío desde la punta de los pies hasta la nuca. Después vendrían aquellos puntitos negros que veía flotar frente a mis ojos como diminutos satélites, y a continuación, el olvido.
Sentí un gran calor, como si me fuesen introduciendo en una caldera de agua hirviendo.
- ¿Dónde está el servicio?
El joven a quien había clavado literalmente las uñas en el brazo me miraba con terror. Sin articular palabra, me indicó con la mano un estrecho pasillo que se abría a la derecha. Corrí hacia aquel pasadizo gris buscando apoyo en las paredes, como si en cualquier momento fuese a caer redonda. En los servicios, para mi sorpresa, no había nadie. Abrí el grifo del agua fría y haciendo un cuenco con las manos, tiré el agua sobre mi rostro cada vez más pálido. Las piernas me temblaban y el enorme espejo que tenía frente a mí reproducía una imagen de mí misma que no me gustaba en absoluto, La puerta se abrió de un golpe.
-Buenas tardes.
Le respondí sin mirarla, pero sin duda aquella mujer de mediana edad había visto mi lívido rostro reflejado en el espejo.
-¿ Se encuentra bien?- preguntó-
- Regular- vacilé-. Tengo miedo a volar.
-¡Vaya!-contestó riendo francamente- ¿y quién no lo tiene? Pero en cuanto el aparato alza el vuelo, el miedo también se va de viaje. 
-¿Va muy lejos?
No lo recordaba. ¡Dios! no sabía adonde iba. Afortunadamente, llevaba el billete en el bolso. Lo saqué y se lo mostré con la esperanza de que aquella mujer leyese mi destino en voz alta.
-¡ Oh! -exclamó en un tono de auténtica sorpresa- Va a Madeira. Precioso.
Iba a Madeira. Tenía que recordarlo  a toda costa. Debía salir rápidamente del servicio y plantarme frente a la parrilla de salida repitiendo sin cesar, Madeira, Madeira.
- ¿Y usted?- 
No me interesaba en absoluto pero supongo que era una cuestión de mutua costersía.
- A Londres, de compras.
- Estupendo - contesté deseando cada vez más abandonar aquel enorme habitáculo iluminado  con luz fría de bajo consumo.
Salí al inmenso hall del aeropuerto. Me sentía algo mejor, pero sabía que no acabaría de encontrar la tan ansiada calma hasta que estuviese instalada en mi asiento de clase turista del avión. Volví al banco donde había estado sentada anteriormente, o a alguno que se le parecía mucho.  En aquel laberinto de gente que huía de qué se yo, todas las paredes eran iguales, las ventanas acristaladas, incluso las azafatas que iban y venían como enormes muñecas barbie vestidas de azul marino.
Me senté con la mirada fija en la parrilla de salida: Madeira, la isla. Debería recordarlo repitiéndolo una y otra vez. De súbito, sentí un sobresalto al no ver mi maleta. ¿Dónde la había dejado? ¿De qué color era? Seguro que si la veía la podía reconocer ¿O no? Deslicé la vista por toda la sala. Había maletas de todo tipo, rodeadas de personas que no les prestaban demasiado atención. Incluso había alguna maleta sola.
Sola. Se me estaba ocurriendo algo terrible. Después de todo, lo importante era llevar una maleta, y si no  lograba encontrar la mía... Sentí cómo la sangre subía por mi cuello e inundaba mi rostro como un agua mansa. ¡Qué idea más perversa! Sin embargo, ese pensamiento diluyó la angustia que sentía hasta hacerla casi desaparecer. No era tan difícil, pero tenía que ser rápida. El avión salía en menos de una hora y no había tiempo que perder.
Allí estaba. Apenas a unos veinte metros de mí. Y, aparentemente, no tenia vigilancia. Miré a uno y otro lado. Aquello que parecían pequeñas lámparas incrustadas en el techo eran sin duda cámaras de seguridad. ¿Y si cogía la maleta y alguna loca salía corriendo tras de mí? Debía idear una estrategia de retirada, decir algo así como "Oh, disculpe, mi maleta es igual. No sabe cómo lo lamento", y saldría del enredo caminando despacio, como si mi inocencia fuera absoluta.

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