sábado, 22 de octubre de 2011

Diálogos al atardecer


Y mira que le dije a mi hijo que a ver a quien metía en casa. Los amigos hay que saber elegirlos y mirarlos con lupa. Y, aún así, a veces, pasa lo que pasa.
El caso es que, casi sin darnos cuenta, se instaló en nuestro salón. Aquí lo teníamos todos los días, precisamente a la caída la tarde, cuando las ojeras llegan a media mejilla y el cansancio es algo más que una leve y desagradable sensación. 
Hablando a todas horas, enzarzado en diálogos interminables, rompiendo la sana sencillez de nuestras vidas y la austeridad de nuestras palabras. Y no hablaba de cualquier cosa, no. Que si la justicia, que si la injusticia, que si el bien , que si el mal, grandes temas para rincones cotidianos y vidas anónimas. Yo, mientras él disertaba, iba poniendo la mesa para cenar, a ver si así cerraba la boca de una vez.
Pero ni por esas. Hace ya varios días me harté de tanta palabra culta y grité:
- Que la vida no es justa. Mas bien diría que es totalmente injusta. Cuanto más bueno eres, más te…
-Pero mamá… -me interrumpió mi hijo nervioso-, que él sólo cuestiona si seríamos igual de buenos o malos si no existiesen premios o castigos.
Sus ojos todavía reflejaban la inocencia aún no perdida.
Volví a gritar. Estaba cansada.
- ¿Y a mí que más me da el cielo o el infierno? Los que nacimos tontos, tontos moriremos.
Y el caso es que, a pesar de todo, se estaba convirtiendo en uno de la familia. Una noche, después de cenar, se quedó mirándome fijamente desde sus ojos duros como piedras. ¡Estaba echado en el sofá y guardaba silencio! Sentí ganas de echarle una manta de algodón por encima y dejarlo allí, al calor del radiador, hasta el amanecer.
-¿De que nos va a hablar esta tarde el joven barbudo -pregunté-. Estoy harta de que la cena se quede fría.
No tardó mucho en aparecer. Como siempre, con las últimas luces del día, cuando en la calle se encendían las farolas y la gente corría presurosa hacia sus hogares. Aquella tarde de nubes algodonosas y brisa cálida, después de un breve silencio, se puso a hablar del alma. ¡Dios bendito! Apenas puedo recordar lo que decía, pero sí me quedó claro una cosa, que el alma se sentía atrapada en el cuerpo, sumida en un desasosiego que sólo acababa con la muerte y el regreso a un mundo ideal.
- Pues sí- dije en un arranque de atrevimiento- En eso ya estoy más de acuerdo. Mi cuerpo y mi alma hace ya tiempo que cogieron caminos diferentes. Cuando me miro al espejo ya no me reconozco. Sin duda, yo soy más guapa y más joven, tengo el pelo más largo y brillante que esa gorda pecosa que se atreve a mirarme desde el otro lado del espejo. Tienes razón, muchacho. Mi alma se rebela y supongo que encontrará la paz cuando halle la salida definitiva.
Llegó la primavera con tal ímpetu que casi nos tira de espaldas. La luz se hizo más intensa, la tarde más larga, los diálogos llegaban hasta el anochecer. La belleza, la justicia, el alma, el conocimiento, la verdad, la razón, la vida. Un día tras otro, un tema tras otro. Lo cierto es que aquel muchacho de largo cabello rizado cada vez me caía mejor. Sin darme cuenta me fui acostumbrando a sus largas parrafadas y descubrí en él un alma pura, sencilla, inocente, lúcida. Mientras, el sol, como un dios de segunda categoría, se ponía tras las terrazas de los áticos como una enorme naranja incendiada.
Pero aquella tarde de finales de mayo fue distinto. Anochecía y por la puerta semiabierta del balcón entraba el aire perfumado de azahar.
-Bueno -dije-, ¿hoy qué? ¿de qué hablamos?
Mi hijo guardaba los libros en la mochila.
- Se acabó, mamá.
- ¿Cómo que se acabó?
Sonreía de oreja a oreja.
- Y deberías estar contenta, muy contenta -dijo-
Sentí un leve escalofrío.
- Se acabaron los diálogos, mamá. He aprobado filosofía. Ya no tendremos que estar todas las tardes leyendo a Platón.
Juro que aún lo echo de menos.

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