sábado, 22 de octubre de 2011

Catorce años atrás


 

Guardamos secretos. Los escondemos en el fondo de la memoria no para que los demás no los conozcan, sino para no poder recordarlos. Pero un día como otro cualquiera, hoy mismo, un viernes por la tarde, mientras anochece lentamente, los secretos se rebelan y tratar de salir a la leve luz de la puesta de sol.
Han pasado catorce años pero los recuerdos están nítidos, se resisten a pasar a la carpeta del olvido. Son como un relámpago mortal que queda prendido en la retina por mucho tiempo. Al día siguiente de aquel jueves de febrero tenía que hacerme una analítica, una de esas en las que te sacan tanta sangre que llegas a pensar que vas a caer redonda ante la joven enfermera. No estaba enferma, sino felizmente embarazada. Sólo había un problema en aquel panorama dulce y esperanzado. Todavía no había comunicado a mi empresa el feliz acontecimiento. Y reconozco que el hecho de decirlo me producía una sensación bastante próxima al pánico.
Pero no había más remedio. Hinché mis pulmones como si fuera a sumergirme en el más profundo de los océanos y subí a hablar con la jefa, una mujer malhumorada y cruel que no lanzó fuegos artificiales al conocer mi novedad. Antes, más bien, su mirada se volvió gélida y dura.
-Qué sorpresa – me dijo con sequedad- ¿te lo has pensado bien?
- Claro -respondí-
- ¿Y crees que vas a poder con tu trabajo y dos niños a tu cargo? – su voz ser había vuelto aún más dura-
- Estoy segura.
Sonrió con maldad.
- ¿Seguro que tu marido te ayuda en casa? Igual no vas a poder con todo.
- Bueno -dudé- mi marido ayuda un poco, como todos los hombres.
¿Pero por qué estaba respondiendo a aquel absurdo interrogatorio? ¿Por qué no recobraba mi dignidad de una vez y le preguntaba yo a ella a qué santo venía aquella reacción tan estúpida? ¿Qué clase de cobardía paralizante me estaba trabando la lengua hasta sentir casi que me ahogaba? Pero ella siguió, con la sangre de hielo recorriéndole las venas.
- Tú sabrás lo que haces. Ya veremos si cuando vuelvas de tu baja eres capaz de hacer frente a todo. Y si no, ya sabes…
- Aún estoy de cuatro meses. Ya me iré organizando.
- Eso espero, que sepas organizarte. Entonces, ¿mañana no vienes?
- Yo no he dicho eso. Sólo que llegaré un poco más tarde.
- Tú sabras lo que haces- y siguió mirando los papeles que tenía sobre la mesa como una forma de decirme “Ya puedes irte por donde has venido”.
Cuando salí de su despacho, la barbilla me temblaba como a un bebé apenado y las lágrimas ya corrían a chorros por mis mejillas. Antes de entrar en mi oficina, me refugié en el cuarto de baño y lloré hasta que me dolió todo el cuerpo. “Puta”-pensé- ¿quién te has creído que eres para tratarme así? ¿Qué clase de monstruo llevas dentro que te impide darme la enhorabuena y desearme que todo vaya bien?
Aquella noche apenas dormí. Las hormonas alteradas del embarazo se aliaron contra mí y me hicieron sentir toda la pena del mundo. Al día siguiente no pude desayunar y cuando me crucé con ella por el pasillo, bajé la vista como una rata acorralada. Mi felicidad se había evaporado como el agua de un charco. Ya sólo quedaba el barro.
Una semana después sangré levemente. No le dí importancia pero, por si las moscas, me acerqué al hospital. Mientras me sentaban en el horrible potro, pensaba que aún no había comprado la cena. !Dios! y tenía que hacer varias llamadas para concertar un par de entrevistas. Aquel “tú sabrás lo que haces” me había sonado a clara y abierta amenaza. La doctora me miró y volvió a mirar el monitor.
- Ha dado algún traspiés recientemente? ¿Ha tenido alguna caída?
Negué con la cabeza.
- ¿Alguna mala noticia? ¿algún disgusto?
-Sí.
Las doctoras, muy jóvenes, se miraron y luego me miraron a mí.
- Lo siento- dijo una de ellas- el feto está muerto. No se mueve. No tiene ritmo cardiaco.
Esta vez las lágrimas brotaron lentamente y resbalaron por mis mejillas hasta la comisura de mis labios resecos. Era domingo, hacía frío y estaba anocheciendo, como ahora mismo, una tarde cualquiera de invierno.

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