domingo, 23 de octubre de 2011

De tardes de verano, de perros, pájaros y serpientes.

  

El sol caía a plomo en aquella tranquila tarde de agosto. En la calle no se oía ni una mosca y yo dormía la siesta con la ventana abierta de par en par y la persiana bajada. No corría una pizca de aire, aunque de vez en cuando llegaba alguna racha de poniente que hacía aún más insoportable el ambiente. Estiré las piernas en la cama buscando una zona de frescor en algún rincón de las sábanas. Todo habría seguido siendo perfecto si la puerta de la habitación no se hubiera abierto de repente.
- Mamáaa, levántate. Tienes que acompañarnos.
Lo había olvidado por completo. Mi hija y sus amigas habían quedado para ir a tomar el baño a una cercana casa de campo a la que habían sido invitadas días atrás.
- Pero si es muy pronto- protesté pataleando como una cría caprichosa- A estas horas sales a la calle y te mueres de calor.
Mis pataleos no sirvieron para nada, así que diez minutos después estábamos bajo el sol abrasador. Ellas, con los bañadores, las toallas y la mejor de sus sonrisas puestas; yo, con el mal humor que suele causar una siesta interrumpida. Por las calles del pueblo no encontramos a nadie, y no era extraño, ya que el termómetro de la plaza superaba los cuarenta grados.
Pronto dejamos el pueblo atrás, y el polvo acumulado en el camino me recordó que no había llovido en todo el verano. Pasamos junto al antiguo lavadero buscando la más leve de las sombras, y a continuación, tomamos el camino que conducía a la finca. El interfono se hallaba curiosamente en una pequeña caseta situada al menos a trescientos metros de la puerta corrediza de entrada. Y no digo esto por hacer una descripción aún más detallada, sino por el hecho de que desde el momento que te abrían la puerta, tenías que salir corriendo por el camino para llegar a tiempo y no encontrarla de nuevo cerrada. Y esa carrera, claro está, se producía a las cinco de la tarde, en agosto y con una temperatura subsahariana.
Llegamos a la casa echando el higadillo, y nos recibió una alborozada Lola, la perra de cuatro meses que durante las pasadas Pascuas habíamos encontrado abandonada junto a un contenedor de basura. Aquel pequeño cachorro muerto de hambre y aterido de frío, estaba allí junto a nosotras, dando brincos de alegría, yendo y viniendo en locos y atropellados sprints.
Mientras yo hablaba con los dueños de la casa, las niñas salieron a curiosearlo todo con la agitación propia de quien ha conseguido lo que quería. Las encontré junto a las jaulas de los pájaros, situadas en un rincón, en un pequeño huerto de almendros y olivos. De repente, dí un paso atrás. En una de las jaulas había una gran serpiente que se retorcía con dificultad.
- Mirad -dije- hasta tienen una serpiente enjaulada.
Mientras yo hablaba alegremente, el animal trataba de salir de aquella estrecha prisión. Las niñas se habían quedado extasiadas viendo cómo el reptil hacía las mil maravillas tratando de escapar.
- Son un poco brutos aquí ¿eh? – dijo de pronto una de las niñas-
-¿Por qué? -inquirí- ¿no ves que les gustan los animales. Hay perros, pájaros, perdices… ¿por qué no pueden tener una serpiente?
- ¿Hasta el punto de darles de comer los propios pájaros?
Miré hacia la jaula y sentí una repentina inquietud. Era cierto. Dos o tres pajarillos yacían junto a la serpiente con las cabezas arrancadas y los pequeños cuerpos ensangrentados.
-Corred- dije a las niñas-, preguntadle a Carmen si por casualidad tiene alguna serpiente enjaulada.
Era un pregunta estúpida, lo reconozco y, por lo tanto, la respuesta fue inmediata. El hombre de la casa apareció por el camino armado con un palo de azada; detrás, las niñas chillando como poseídas y, cómo no, lola, que estaba disfrutando como el cachorro que era, en aquel caos imprevisto.
Efectivamente, la serpiente había acabado con la vida de cuatro pajarillos. Uno de ellos lo había engullido de una pieza, y de los otros había dejado restos sanguinolentos aquí y allá. El hombre comenzó a darle palazos al animal, mientras yo, como una histérica, gritaba.
- No la mates, no la mates!
A pesar de la masacre que había acabado de cometer aquel resbaladizo reptil, no dejaba de ser desagradable ver cómo moría apaleado.
El hombre cesó en sus golpes. El animal estaba ya moribundo. Lo cogió con el palo y lo sacó de los límites de la finca.
-Si puede sobrevivir, ya es cosa suya. – dijo-
Aquella tarde de verano, ardiente, hermosa, tranquila, se había roto en mil pedazos. La vida, la muerte y la supervivencia se habían concentrado a cuarenta grados a la sombra. Las niñas, con los ojos abiertos como soles, habían perdido su alegría. Pensé que era urgente romper el encantamiento, recuperar la sonrisa, regresar a la tarde plácida y feliz.
Venga- dije tratando de recuperar mi propio ánimo-,  a ver quien llega antes a la piscina.
Y, cómo no, la primera que llegó a la piscina fue Lola.

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