jueves, 20 de octubre de 2011

Domingo de verano

Pasados unos días Pablo dijo a Bernabé: volvamos a pasar por todas las ciudades en que anunciamos la palabra del Señor…” La voz del sacerdote sonaba monótona en aquella vieja iglesia donde parecía haberse concentrado todo el calor del mundo. Desde los altares laterales, dorados, azules y rosas, la Virgen Dolorosa, San José y el Cristo yacente, me observaban con sus miradas perdidas veladas por el humo de los cirios. Yo llevaba un vestido de batista blanco con pequeñas lorzas que desembocaban en una falda con mucho vuelo, zapatos de charol y calcetines de perlé. Las mujeres, a mi alrededor, vestían discretos trajes de media manga y cubrían sus cabezas con velos de tul negro, mientras musitaban oraciones en voz muy baja sin importarles demasiado lo que dijera aquel enorme sacerdote de pelo escaso y gris.

- ¡Estate quieta ya! - dijo mi madre viendo cómo no paraba de patear el terciopelo del reclinatorio-.
-¿ Pero cuánto falta?
- Ya falta poco.
La paciencia no era mi virtud. Realmente, la paciencia no podía ser nunca la virtud de una niña de seis años ansiosa de salir a la calle, bajo el sol de justicia, y tomarse un chambi en la plaza, a la sombra brevísima de una acacia. Los domingos de verano tenían entonces un olor especial, a aire seco, a fiesta, a gaseosa muy fría, a ensaladilla rusa. Pero aquel domingo era un poco más especial porque me habían hecho una promesa, y yo no podía dejar de pensar en ella. Por eso, si Pablo y su amigo Bernabé se iban por ahí de viaje a ver a viejos amigos, no me importaba demasiado. La iglesia estaba oscura y la luz radiante de la calle me llamaba con la fuerza de una tentación irresistible. Ya quedaba poco.
Me gustaban las excursiones. Salir por la tarde, cuando el sol caía lentamente hacia el horizonte, con la merienda en una bolsita de tela hecha con cualquier retal sobrante. Me gustaba corretear por las acequioletas y esconderme entre las viñas cargadas de fruto ante la proximidad de septiembre. Disfrutaba dando de comer a las hormigas, que arrastraban los granos de arroz con una agilidad envidiable. Y era agradable volver a casa cuando la noche llegaba de repente, arrastrando los pies de tanto cansancio y sentarme a la puerta de casa para escuchar lo que decían los mayores, aunque no entendiera nada de nada.
Por eso estaba tan ansiosa, porque aquella excursión era algo más que un breve paseo por los alrededores del pueblo. Tenía dos ingredientes que la hacían especial y yo estaba tan nerviosa que cuando por fin acabó la misa dominical, salí a la plaza dando pequeños saltos como una rana atacada por algún mal extraño.
El destino era Sanchet, un caserío situado a casi cinco kilómetros del pueblo. Allí estaba la casa de verano de mis abuelos, a quienes nunca conocí, una casa grande pintada de rojo y rodeada de olmos. Enfrente de la casa había - aún hay-, una higuera que daba unos frutos negros por fuera y rojos por dentro que, al morderlos, dejaban caer un zumo dulce y pringoso que arruinaba por completo la bata recién puesta. Desde las ventanas de la casa se veían los montes de la umbría, cuajados de pinos, y los campos, dispuestos en terrazas, de almendros y olivos. Allí olía a tomillo,y a saxulia y a romero.
Mi madre había preparado una fiambrera con tortillas de patatas, longanizas y morcillas de cebolla, y en un saco bordado a punto de cruz, había guardado de barras de pan recién cocidas. La Pelegrina estaba preparada y la tartana también. Subir hasta el caserío en tartana era una experiencia nueva, emocionante, mágica, seguramente inolvidable.
Seguramente inolvidable. Salimos de casa con la mula, la Pelegrina, recién cepillada, la tortilla de patatas, las zapatillas impolutas, las pupilas dilatadas, aunque el sol caía a plomo. Dimos la vuelta hacia la calle que bajaba hacia el abrevadero, y desde allí, pasando por delante de la ermita de la Aurora, llegamos al azagador, un camino entre enormes nogales que llegaba hasta el río. Yo iba callada, las mejillas coloreadas por la emoción, el viento de poniente, ardiente, colándose por las rendijas del entoldado que cubría la tartana.
Nunca supimos si fue ese viento enloquecedor, o quizás una serpiente que se cruzó en el camino, o simplemente que la Pelegrina no estaba por la labor, el caso es que, a mitad del azagador, la mula alzó las patas delanteras como si se tratara de un caballo de raza y perdió el control por completo. Durante unos segundos, fuimos dando tumbos como muñecos de trapo atrapados en un saco. La vieja mula nunca se había encabritado de aquella forma, pero poco a poco, entre babas y extraños bufidos de pánico, se fue calmando. Sin embargo, estaba claro que el soñado viaje había llegado a su fin, así que dimos la vuelta y volvimos a casa, con la tortilla de patatas, las zapatillas impolutas, las pupilas aún dilatadas -ahora por el terror-, y las lágrimas deslizándose mejillas abajo en un torrente difícil de contener.
Es uno de mis primeros recuerdos, tan inolvidable como pretendíamos. Es también mi primer sueño roto.



  


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