sábado, 22 de octubre de 2011

Flor de azahar sobre la mesa abandonada

 

Mi padre, que duerme el sueño de los justos desde hace casi ya una década, tenía una colección de piezas de alfarería: jarras, botijos, cántaros y toda una serie de cachivaches hechos de barro y cuyo nombre desconozco, así como también su utilidad.
Uno de esos jarros, pequeño, de color verde oliva, barnizado y con una decoración espartana,, vino a parar a mi casa, y como no encontré el sitio adecuado para colocarlo, acabó en lo alto de una estantería, a veinte centímetros bajo el techo y expuesto a una finísima lluvia de polvo que borró todo su brillo.
Hace dos o tres años, un día cualquiera, entré en un bazar chino dispuesta a comprar cualquier cosa. Miré y miré pero nada lograba seducirme lo suficiente para gastar el solitario euro que llevaba en el bolsillo. Hasta que al final lo ví. Era un sencillo mantel de ganchillo, blanco polar y adormado con pequeños dibujos geométricos. Costaba sólo setenta céntimos ¿Se puede ser más feliz con menos? Pues yo salí la mar de contenta de la tienda china aquella tarde de invierno, a la hora en la que las farolas de la rotonda comenzaban a encenderse. Al llegar a casa, lo fuí probando en todas las mesas. En la del salón quedaba pequeño; en la de la cocina, grande; en la de la salita, no pegaba ni con cola. Entristecida y desanimada, guardé el mantel en el armario de nunca jamás. No, no se trata de un recurso estilístico. Simplemente, tengo un armario donde muchas de las cosas que entran, ya nunca vuelven a encontrarse.
Pasaron los años cargados de acontecimientos y olvidé por completo tanto el jarrón verde como el mantel de ganchillo.
Hasta la otra noche. Volvía a casa, más deprisa que despacio. Las aceras estaban empapadas de humedad, y frente a los bares, la gente fumaba como si aquellos pitillos fueran los últimos de sus vidas. Entonces la ví. Estaba apoyada contra la pared, junto a otras. Era perfecta. Pequeña, blanca, con las patas largas y un poco abiertas. La miré de cerca y la tanteé. Era una antigua mesa de cocina, sólida y sencilla. Un pequeño cartel junto a ella rezaba: “Recoger por el Ayuntamiento”. Sin duda, le esperaba un horrible final en cualquier vertedero de reciclaje. Miré hacia un lado y hacia el otro. Había gente pero no me importaba. Al cogerla me dí cuenta de que no pesaba mucho, aunque cuando llegue a casa los dedos de mis manos estaban amorcillados y levemente amoratados. La puse en mi estrecha cocina, la limpié y rápidamente recuperó su dignidad. Quedaba perfecta frente al fregadero, al lado de la terraza. Pero le faltaba algo, algo que le diera un toque cálido y hogareño. Enconces recodé el mantelillo chino que años atrás había guardado en el armario de nunca jamás. Tuve que sacar, aproximadamente, media tonelada de ropa antes de encontrarlo. La mesa era estilizada y aquel sucedánero de encaje blanco resaltaba su esbeltez. Sin embargo… seguía faltando algo, Y de nuevo, como en una rocambolesca asociación de ideas, recordé el antiguo jarrón verde cubierto de polvo. Lo rescaté de la estantería, lo puse bajo el chorro del agua y al momento recuperó todo su esplendor.
Era como si todo aquello siempre hubiera estado allí. Sólo faltaba un detalle.
A finales de febrero, los naranjos que adornaban las aceras ya estaban en flor. Su perfume dulzón se extendía como un bálsamo por toda la ciudad. Bajé a la calle como una flecha y corte dos pequeñas ramas que ya tenían la flor de azahar. Ya estaba. La mesa abandonada y, sobre ella, el mantelillo chino con el jarrón barnizado. Y el perfume del azahar.
Y fue entonces cuando me paré a pensar.
A veces sólo había que esperar para que cada cosa, o quizá cada persona, encontrara su lugar o su momento adecuado.

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