domingo, 23 de octubre de 2011

No es país para viejos

 

Ni de coña. Victor de la Peña había cumplido los 55 años hacía dos meses. Su hijo había emigrado a Bruselas y tenía un buen trabajo en una empresa informática. Su mujer, Daría, había emigrado al otro mundo tras una espantosa y cruel enfermedad. Estaba solo como una fruta nacida a destiempo y nadie iba a obligarle a seguir trabajando hasta los 67 años. ¿Sobre qué sueños? ¿Para qué realidades? Seguir trabajando con el lumbago crónico, la hernia de hiato jodiendo a toda hora y un principio de artrosis en las rodillas, no era el plan que él había pensado para su vejez. “Este no es país para viejos”- pensó mientras hacía la maleta. Tenía algunos ahorros y una pequeña casa de campo perdida en la montaña. Con dos gallinas, dos conejos y algunas semillas saldría adelante. Nadie le iba a quitar el derecho de ver atardecer a la sombra de un pino piñonero. Nadie tampoco podría obligarle a trabajar ocho horas bajo la fría luz de neón cuando la muerte estaba ya a un tiro de piedra.
Sonrió Victor como un niño pequeño a punto de hacer una travesura. ¿Acaso un pobre vendedor ambulante no había conseguido con su inmolación levantar en rebeldía a todos los pueblos árabes? ¿Acaso era necesario aceptar que éste o aquel -qué importa quién- intentase romper nuestros legítimos sueños?
Llamó al trabajo y dijo tajantemente que no volvía más, que no quería morir repasando aburridos informes, que se fueran a tomar viento, que él tenía una casita en el monte, pequeña, como de cuento, donde pensaba que aún podía ser feliz. Cuando salió con su pequeña maleta de su casa y dió la vuelta a la llave se sintió el hombre más libre del mundo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario