jueves, 20 de octubre de 2011

La elegancia del visón


Abrió las puertas del armario de par en par y sintió un ligero escalofrío. La ocasión lo merecía. Esa noche había quedado con Claudia, su amiga, para ir a la opera, aunque a ella la música le producía la misma emoción que el felpudo de la puerta. Pero reconocía que era un placer entrar despacio por aquel hall cuyas baldosas brillaban como espejos rotos. Era agradable ver de qué forma la miraban de arriba a abajo. Sabía que su elegancia estaba fuera de toda duda, y sentía placer al adivinar miradas de envidia en los ojos de las mujeres y de deseo en los hombres. Acarició las perchas de terciopelo. Tenía tiempo de sobra para elegir, para probarse mil vestidos, medias de seda, zapatos cuajados de lentejuelas, bolsos de piel de cocodrilo, y aquel abrigo, aquel hermoso y suave abrigo de visón que se ocultaba bajo la funda de algodón, esperando la noche fría y llena de glamour. Y esa noche había llegado.
¿Para qué era la ropa sino para lucirla? La ópera, el teatro, una charla solidaria, cualquier evento era la excusa idónea para sacar a la luz aquellos trapitos que no sólo daban vida a su armario sino a ella misma. Pasó los dedos suavemente por las prendas: seda, algodón, piel y muy poco poliester, sólo el justito para que sus prendas no se arrugasen como el rostro de las ancianas campesinas que habían trabajado durante toda su vida de sol a sol.
Se puso las medias lentamente y sus piernas brillaron con un dulce color de melocoton maduro. Sobre la ropa interior, de delicado encaje, dejó caer el vestido de seda natural, ceñido hasta la cadera y adornado con pequeños volantes que tapaban sus rodillas. Se contempló en el espejo del vestidor y sonrió. Era como una diosa a punto de asomarse al balcón de los pobres mortales. Aquellos seres sufrientes que esperaban el autobús bajo aguaceros impacables. Aquellas madres que arrastraban niños hacia el colegio mientras los infantes bramaban como cerdos conducidos a la matanza. Qué vulgaridad. Cuánto esfuerzo inútil reflejado en rostros anónimos que sólo delataban carencia y mediocridad.
El móvil que había dejado sobre el velador sonó con insistencia.
- Paso a recogerte en diez minutos.
Era Claudia, su amiga.
- Se dice, al menos, buenas noches.
- Buenas noches ¿ya estás lista?
- Sólo un par de minutos ¿A qué tanta prisa?
- Si llegamos tarde no nos dejarán entrar hasta el segundo acto. Lo sabes- advirtió Claudia con un claro tono de fatidio-
- ¿Y qué más te da? son sólo un grupo de gorditos lanzando tales alaridos que podrían romper mis delicados tímpanos.
- Por Dios, Carmen, qué cosas dices.
-Venga mujer ¿qué te has puesto para esta maravillosa ocasión?
- El vestido negro, el que tiene el escote de pico, y la estola de nutria.
-¿ Otra vez?
-Ya ves ¿Y tú?
- el de los volantitos, de Gucci, medias de seda y el abrigo de visón.
- No sé si deberías. Ya sabes que hay por ahí locos ecologistas que lanzan pintura roja sobre los abrigos de piel.
- No me dan miedo esos ecolotontos- alzó la voz a punto de perder los nervios-. Cuatro chiquillos no me van a decir a estas alturas lo que me puedo poner o no. Y no me alteres, que se me dilatan los poros y se me va al traste el maquillaje.
-Como tú quieras. Lo dicho. En diez minutos paso.
El sofoco se le había subido al cuello y le había invadido todo el escote. La conversación telefónica le había puesto repentinamente de mal humor ¿Qué sabían aquellos rastafaris de mal barrio, en qué consistía el glamour, el estilo, la elegancia? Sacó cuidadosamente el abrigo de la funda y se lo puso con lentitud, como deleitándose en su propio desafío.
Cogió el pequeño bolso de cocodrilo. Se puso unas gotas de Mademoiselle, de Chanel, tras las orejas y movió la cabeza de un lado a otro para contemplar el brillo de sus pendientes. Fue entonces cuando sintió un pequeño pinchazo a la altura del cuello. Y después otro en la cadera. Un calor inmenso se extendió por todo su cuerpo, como si la sangre se hubiese puesto a circular a toda velocidad por sus venas. Otro pinchazo a la altura de las tetas. Y otro.. Y otro. Eran como pequeños pero punzantes mordizcos por todo el cuerpo. Trató de quitarse el abrigo pero no pudo. Aquellas suaves pieles de visón la apretaban más y más. Rodó por el suelo intentando calmar el insoportable dolor. Ahora eran dentelladas, feroces dentelladas sobre sus brazos de porcelana, su vientre, su espalda.
Se desplomó sobre su propia sangre, pálida, inerte. Mientras, el timbre de la puerta sonaba con insistencia.

2 comentarios:

  1. Eso se llama ponerse en la piel de los demás, para sentir lo que ellos sintieron. Ecolocos, jajaja no había oído ese termino y parece que saben también hacer budú, además de tirar pintura roja.

    Excelente relato, has descrito la vanalidad de esa mujer de categoría.

    Besos.

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    1. Gracias amparomar- Cada día estoy mas sensibilizada con el sufrimiento de los animales. El término ecolocos lo invente yo, ja, ja. Quizás es un relato un pelín desagradable, pero es lo que pretendía. Gracias.

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