sábado, 15 de octubre de 2011

La maleta rosa (II parte)

Caminé distraidamente hacia la enorme cristalera que se extendía a mi izquierda. Nunca lo había hecho pero tenía una justificación. No podía irme a.. ¿Madeira, las Maldivas?. Bueno, cualquiera de ellas sería buena. No podía irme sin un mísero bikini. Contemplé la maleta rosa con inquietud ¿Y si la propietaria de aquella maleta de marca pensaba viajar a Alaska? Miré angustiada la parrilla de salidas.  En las próximas horas sólo había  un vuelo a San Petersburgo y allí no debía hacer un tiempo caribeño. Había visto en alguna ocasión imágenes de esa ciudad en internet, cuando estaba sitiada por los alemanes y la gente moría de hambre entre enormes montones de nieve. A pesar de que sudaba por cada uno de mis poros, sentí un leve escalofrío, y no ya por el perturbador pensamiento,  sino porque noté el movimiento de una sombra junto a mí.
-¿Necesita ayuda?
Era una auxiliar de vuelo con cara de niña y un ligero acento de fatiga
- No, en absoluto-contesté rápidamente- todo está bien.
Todo menos mi corazón que daba más trompicones que un viejo coche de segunda mano.
Dos guardias andaban lejos, hablando entre ellos.  La atenta auxiliar de vuelo, que sin duda había notado mi angustia, se había alejado con paso firme y, seguramente, con la sensación del deber cumplido. Era el momento.  Me acerqué rápidamente, cogí la maleta, arranqué la tarjeta de identificación y la tiré a la primera papelera que encontré.
Sentada de nuevo en mi banco, confeccioné  con buena letra otra tarjeta y la adherí a la maleta, Me había situado en un lugar discreto y no muy bien iluminado. Ahora sólo era necesario esperar, mantener la sangrer fría, intentar dormir durante el vuelo y llegar por fin al paraiso soñado.
No hubo problema alguno en el embarque. La aeronave era pequeña y acogedora. Una azafata me trajo un refresco- yo hubiera preferido algo más fuerte- mientras densas nubes blancas pasaban bajo nuestros pies. Era un milagro volar, mantener aquel armatoste pesado en el aire como si se tratase de un pequerño vencejo. Cerré los ojos. Era curioso comprobar cómo olvidaba las cosas más tontas y no conseguía borrar de mi memoria aquellas otras, horribles, que habían roto el ritmo melódico de mi vida. ¿Hasta qué día, hasta qué minuto había sido feliz? ¿Cuándo mi sonrisa fácil y alocada había sido sustituida por una mueca de desconcierto? Sentí el peso de los recuerdos indeseables como si todo el cielo cayese sobre mí en una masa compacta. Debía olvidar de una puta vez los malos recuerdos para dejar lugar a los buenos, aquellos que servían para saber adónde íbamos, quienes éramos y qué podíamos esperar ya de la vida.
El avión tomó tierra con serenidad mientras  un trueno retumbaba en el aire húmedo. "Mal empezamos" -pensé- . Recogí la maleta sin problemas mientras contemplaba cómo una extensa cortina de agua se había tragado el paisaje. Pero no me importó mojarme. Incluso dejé que mis pies, calzados con sandalias, fueran chapoteando en cada uno de los charcos de la terminal. Sin saber por qué, advertí que esa sensación me hacía sentir libre y confiada.
El hotel estaba junto a la playa. Se trataba de un pequeño bungalow con un diminuto jardín delanterro donde había una sencilla mesa junto a una silla de mimbre.Había dejado de llover y las nubes, abriéndose en canal como el mar rojo al paso de Moisés, dejaban ver enormes claros de un azul eléctrico. Tiré la maleta sobre la cama mientras me percataba de que aún quedaba un problema por resolver: la contraseña. Probé:0000, 1234, 8765... Nada. Quizá fuera mejor intentarlo con fechas: 2000, 2005, 2011. Imposible de abrir. Siempre quedaba la posibilidad de abrirla a patadas, pero esa opción aún estaba en la reserva. ¿Por qué no probar con mi contraseña? era bastante vulgar: 2020.
Y el sistema de seguridad cedió. Descorrí la cremallera con emoción contenida  y la maleta se abrió.
No podía creer lo que veían mis ojos. Era tan increible como estúpido.
Era mi maleta.

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