sábado, 29 de junio de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XVII


El otoño llegaba con pasos de gigante, apartando a manotazos las luces deslumbrantes del verano. Desde el día del encuentro con François, no había vuelto al cercano parque de San Julián. A pesar de que ahora sabía la verdad, era mejor no buscarse problemas, ya que lo único que tenía claro era que la familia de Alice y aquel hombre desdichado no tenían, por la razón que fuera, una buena relación. 
Los días se volvieron grises y cortos, y yo comencé a echar de menos el clima de mi ciudad, cálido y suave. Pero unos cuantos nubarrones panzudos y plomizos no iban a poder conmigo ni con mi ánimo. Había tomado una decisión y si algo me disgustaba de verdad era defraudar a los que habían confiado en mí. Alice iba aprendiendo poco a poco cosas nuevas y demostraba día a día tener un inteligencia bastante despierta. Sus primeras palabras fueron una graciosa mezcla de francés y castellano que sólo yo conseguía entender. Javier subía todos los días a verla, mientras que Juliette lo hacía de tarde en tarde, y cuando venía, se limitaba  sólo a preguntar qué había desayunado, qué había comido, si había dormido bien y cómo habían sido sus deposiciones. Como si la niña se tratara de un pavo que había que comerse el día de Navidad.  Alice no tenía un pelo de tonta, y daba la sensación de que percibía el frío distanciamiento de su madre y no le prodigaba muchas carantoñas. Yo comenzaba a asumir que aquella situación era normal, aunque sin duda no lo era,  y dudaba bastante que algún día las cosas cambiaran.
Aunque seguía subyugada por los indudables encantos de la ciudad de la luz, admito que había dejado de ser una novedad para mí. La rutina del trabajo había acabado imponiéndose y tampoco me permitía conocer a fondo los rincones más hermosos de la ciudad. Además,  el mal tiempo nos obligaba a quedarnos en casa montando rompecabezas o viendo hasta la extenuación cómo la Sirenita abandonaba su cuna de nacimiento,  el mar, para estrechar lazos con su príncipe azul, que, por otra parte, tenía una cara de alelado bastante preocupante. 
 Y aun quedaba por llegar el invierno. Aquella tarde de principios de octubre estaba siendo especialmente mala. Había comenzado a llover durante la sobremesa y a las siete de la tarde aún no había parado. No era una lluvia torrencial, pero si fría y persistente. Alice tenía unas décimas de fiebre debido a una irritación de garganta, y yo la mantenía sentada en el sofá, bien arropada en su cálido batín de Winie de Poo. 
A punto estaba la Sirenita de tomar la decisión de su vida- abandonar a su gente y a su propio padre- - cuando escuché en la calle el claxon de un vehículo que no paraba de sonar. Intenté no escucharlo, pero aquel sonido impertinente  no paraba. Harta ya, me asomé a la ventana a ver quien era el imbécil que estaba causando tan gran alboroto, y comprobé con enorme sorpresa que el imbécil conducía una moto de gran cilindrada y ocultaba su rostro bajo un enorme casco negro. Era Guillermo. Nunca pensé que volvería a verlo.
- El otro día no me diste tu teléfono - gritó desde la calle- 
Se había quitado el casco y el viento golpeaba sus rizos castaños y se llevaba su voz. Estuve a punto de preguntarle que por qué se lo tenía que dar, pero inmediatamente me pareció una impertinencia, sobre todo teniendo en cuenta lo que había hecho por mí. Con gestos le indique que se acercara al telefonillo de la portería. No era cuestión de entrar en pormenores a grito pelado. 
-¿ Qué haces por aquí?
- Vuelvo del Museo de Ciencias naturales. He ido a consultar algunas cuestiones. ¿Qué haces tu? 
- Cuidar a la niña, como siempre. ¿Cómo está el barrio?
- Más tranquilo, aunque en cuanto salta la chispa, aquello es un polvorín dispuesto a estallar. 
- ¿Y las clases?
- Bien. Intentando que esos críos tengan un futuro algún día. 
- Me alegro. 
Se produjo un corto silencio. 
- Si no tienes inconveniente - volvió a decir-, ¿puedes darme tu número de móvil? 
 ¿Debería tener algún inconveniente? - me pregunté-. Le dí el numero de mi móvil mientras percibí, a través del telefonillo un rumor que iba cada vez a más. 
- Está lloviendo a cántaros - me dijo-. ¿Puedo subir un momento?
No lo dudé ni un instante. 
- Imposible - dije-. No me parece apropiado. 
- Claro - dijo él en tono jovial-. No te preocupes, ya te llamaré. 
Escuché el ruido de la moto al arrancar y cómo se alejaba entre el rumor creciente de la lluvia.  Me sentí repentinamente mal, pero no había podido decirle otra cosa. Ni yo podía bajar a la calle y dejar sola a la niña, lo cual hubiera sido sido una irresponsabilidad intolerable; ni él podía subir y que en ese momento aparecieran Javier o Juliette y me viera en un serio compromiso.  Sabía, por los noticiarios, que las batallas campales en el barrio habían cesado, pero también sabía que habían sido brutales. A los actos vandálicos llevados a cabo por jóvenes inmigrantes en protesta por la muerte de dos jóvenes, la policía había respondido con extrema dureza y se contaban por decenas los heridos, tanto de uno como de otro bando.
Sin darme cuenta se me había pasado la tarde.  Eran ya más de las ocho, así que bañé a Alice, le dí la cena y la acosté. Sentía la imperiosa necesidad de estar sola, de preguntarme a mí misma cómo me sentía, por qué razón todo estaba pasando tan deprisa y por qué motivo estaba dejando que aquel perfecto desconocido, Guillermo, se incorporara a mi vida. Un personaje más en aquel grupo de extrañas amistades que me habían ido surgiendo desde mi llegada a París: una joven prostituta, un anciano marcado por la tragedia, un maestro vocacional en un barrio marginal... sólo me faltaba un perro vagabundo y un gato callejero para sentirme en mi propia salsa. Sonreí sin pretenderlo. No tenía sueño, nada. La inesperada visita de Guillermo había roto la monotonía de aquella tarde gris y lluviosa. Pensé que la mejor opción era leer y recordé los libros que había comprado unas semanas antes en una de las paradas que se instalaban junto al Quai de Montebello. Cogí uno de ellos: Y siguió la fiesta de Alan Riding. Leí la contraportada para hacerme una idea de qué iba, aunque la portada era tan explicita que pocas dudas dejaba por disipar. Hitler aparecía en primer término acompañado de dos de sus secuaces y en la parte inferior de la portada, unas señoritas con escasa ropa bailaban en lo que parecía ser una sala de fiestas. La trama comenzaba a partir de la entrada de las tropas alemanas en París en  junio de 1940, al ritmo de la marcha de San Lorenzo.  A consecuencia de esta tragedia en toda regla, la respuesta de los parisinos había sido diversa y, más de una vez, desesperada.  Algunas personas habían puesto fin a su vida de forma voluntaria, otras habían pasado a engrosar las filas de la Resistencia, y la mayoría habían seguido con su vida cotidiana, adaptándose como podían a la nueva e indeseada situación.  Según afirmaba el autor del libro,  los bares seguían abiertos, los cabarets lucían sus mejores galas y la respuesta de los intelectuales había sido confusa y plural. Sin duda habían sido los ciudadanos judíos los que habían corrido la peor suerte, ya que muchos de ellos habían sido detenidos en sus propias casas para ser después  conducidos al campo de exterminio de Auswitch.
La verdad es que la lectura, aunque tenía todo el aspecto de ser muy interesante, no era quizás el libro que yo necesitaba en aquel momento. Sin embargo, me atrapó y seguí leyendo. Su  autor, Alan Riding, periodista británico,  afirmaba que no se atrevía a juzgar a aquellas personas que se acercaron peligrosamente al enemigo para poder sobrevivir, para decir a continuación que cualquiera de nosotros podía llegar a preguntarse qué habría hecho en una situación similar. 
Dejé la lectura. Era increíble. A pesar de ser una ciudad invadida,   humillada y derrotada, París había seguido siendo una fiesta, una ciudad de luz enmarañada, pero luz al fin y al cabo.  Los bares habían seguido abiertos  y los cines y los cabarets funcionaban a pleno rendimiento.  Las fiestas de los intelectuales que se quedaron en la ciudad se prolongaban hasta bien entrada la madrugada, evitando como podían el toque de queda impuesto por las tropas nazis.. El autor ponía contra las cuerdas al lector al cuestionar qué habríamos hecho cualquiera de nosotros en una situación similar. Yo me lo pregunté en aquel momento, aunque tampoco estaba muy propensa a la reflexión. ¿Qué se puede hacer o dejar de hacer por miedo? - pensé- ¿Qué se puede hacer o dejar de hacer por amor?   No era la primera vez que alguien planteaba la validez moral de un juicio sin tener en cuenta la época ni el momento. Pero, de todas formas, y a pesar del interrogante que cuestionaba el escritor, para mí lo intolerable no dejaba de ser intolerable.  ¡Dios! -pensé- cuántas cosas que no sabia se presentaban ante mí como un camino que se va abriendo entre una niebla inesperada. Me sentía tan ignorante que me hubiese pasado toda la noche leyendo. Pero los párpados me pesaban como sacos de hormigón. Tenía que dormir o de lo contrario a la mañana siguiente no podría levantarme y tendría un humor de perros. Precisaba respuestas y creía saber quien podía dármelas: Francois Pallier. Sólo Dios sabía lo que habían visto aquellos viejos y tristes ojos, qué secretos guardaba su memoria aún lúcida. Al día siguiente, o al otro o cuando fuera, me haría la encontradiza en el parque. Estaba segura de que él seguiría día tras día apoyado en la verja de la Iglesia de San Julián, vigilando que los niños no saliesen corriendo a la calzada para acabar bajo las ruedas de cualquier coche.  Necesitaba información y estaba segura de que la lista de nombres encontrada en la casa de Normandía, era sin duda un as de oros. 
No sé si siguió lloviendo durante toda la noche, pero yo ya no me enteré. El móvil no sonó.  Me pregunté más de una vez si llamaría algún día Guillermo. O si ese ya te llamaré era una de esas frases hechas que se dicen cuando no se piensa llamar nunca a la persona en cuestión. Ya veríamos. El tiempo lo diría. Pero me daba pánico volver a estar pendiente de una llamada de teléfono. Ya lo estuve una vez y no había sido agradable.  Sumida en estos pensamientos, llevé el plato vacío que había sobre la mesilla a la cocina y apagué la luz. Si ponía la televisión, posiblemente caería en un sueño profundo. Fui cambiando de canal hasta que di con una imagen y una frase que me sonaban: jefe, váyase a dormir- decía uno de los personajes- a lo que el otro contestaba: no, estoy esperando a una dama. Aquella era la película que necesitaba para arrancar mi alma de la inquietud que la dominaba y llevarla hasta el oscuro bar en el que Humphrey Bogart e Ingrid Bergman se debatían entre el amor y el deber. Estaba cansada - incluso dolida - de historias - reales o ficticias-   que hablaban de generaciones perdidas, de jóvenes que crecían en barrios  sin futuro, de aquellas otras que se veían reflejadas en el libro de Alan  y que nunca se perderían en la calima del olvido, aquellas que no sólo habían visto roto su futuro tras la invasión alemana, sino también su presente.  
A la una de la mañana me desperté con una extraña sensación. No sabía si era de día o de noche. Miré el móvil. Parpadeaba. Tenía un mensaje. Era de Coraline. Lo abrí. 
J´ai peur. 
Tengo miedo, decía. Lo había enviado a la una de la madrugada. ¿De qué tenía miedo Coraline? Era demasiado tarde para llamarla y me sentía tan cansada... Pero me prometí que a la mañana siguiente, nada más más levantarme, la llamaría. La inquietud que me produjo el mensaje de Coraline no había podido despejar  mi intensa fatiga.
La televisión seguía encendida. Bogart se despedía de una Bergman que no quería abandonarle. Siempre nos quedará París- decía.
No podía estar más en lo cierto. 

6 comentarios:

  1. Muy bueno este capítulo, muy denso. No sé cómo me atrevo a decir de un capítulo que es bueno, cuando todos los son.
    Pero es el caso que nada más leer la primera metáfora, que me ha encantado, esa de: "apartando a manotazos las luces deslumbrantes del verano", ya he quedado prendido de la acción.
    Y, encima, ahora reaparece Coraline con la promesa de más misterio...

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    1. Tu si que eres bueno conmigo, Elías. La verdad es que me lo tomo con interés aunque ahora, afortunadamente, dispongo de poco tiempo. Me alegro de que te guste. Tengo pocos lectores para mi novela, pero buenos lectores.

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  2. Me encanta la historia, sigue teniendo un especial atractivo y una forma tan fácil de ller, que me quedo con ganas de mas.
    No tardes mucho en el siguiente capitulo... la intriga va "In crescendo"

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    1. Ay Rosa, te digo lo mismo que a Elías, qué buena eres. Si algo tienen mis relatos es que son fáciles de leer. A mí, complicaciones, las justas. Ya estoy con el siguiente capítulo.

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  3. Mucha intriga y ahora empieza entreverse un bonito romance, que a buen seguro, la ayudará en lo que se avecina. Eso creo. Yo tambIén espero el siguiente capítulo.

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    1. Yo también espero el siguiente capítulo, que muy pronto verá la luz.

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