jueves, 13 de junio de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XVI



Mis esperanzas fueron vanas. Ocho horas después de conciliar el sueño, me desperté sobresaltada y entresudada. Mi inconsciente aquella noche había hecho de las suyas, probablemente desbordado por toda la información que había tenido que procesar. Había soñado que recorría un bosque incendiado a lomos de un minotauro indómito, y que el capitán Trueno había venido a rescatarme antes de que llegara a caer a un río de aguas turbulentas. Cuando toqué las aguas heladas del río, me desperté. Nada más abrir los ojos, noté un sabor amargo en la boca. Supe de inmediato que era la maldita bilis acumulada de tanto nervio. Me serví un vaso de agua fría y puse la televisión. A primera hora de la mañana solía ver los noticiarios. Aunque  todavía no entendía muy bien lo que decían, las imágenes hablaban bien claro de lo que el día anterior había pasado en el suburbio de Clichi sous bous: barricadas, coches incendiados en medio de la calzada, cargas policiales, gritos... Se me aceleró el pulso y si seguía viendo aquello no tardaría en vomitar. Apagué la televisión con los ojos aún semicerradus y fui a ver a Alice, que seguía durmiendo plácidamente. 
No me sentía con el ánimo capaz para visitar más parques con patos, así que comencé a pensar en un plan sencillo para pasar la mañana con la pequeña, un plan que no aburriera a la niña ni me machacara a mí más de lo que ya estaba, Consultaría el mapa  de nuevo porque, para mi desconcierto, Javier no subió ni siquiera para dar los buenos días. Supuse que la conversación que había escuchado la noche anterior, había ido a más, aunque tampoco me pareció tan gran delito haberme acercado hasta el barrio de Clichi. Después de todo, yo no sabía que iba a meterme en la boca del lobo el peor día de su historia. Me equivoqué, sencillamente,  de día y de lugar. 
Me preparé una manzanilla a ver si conseguía arrancar de mi boca aquel sabor asqueroso. No debía darle más importancia a lo que no la tenía. Miré el móvil. Eran  las ocho y cuarto y tenía tiempo suficiente para comer lo que mi cuerpo estuviera decidido a admitir. Luego, me arreglaría adecuadamente y despertaría a Alice con la enorme sonrisa que ella se merecía.  
Después de una ducha corta y con agua que casi hervía, decidí maquillarme. Había que enterrar de alguna forma aquella cara de cadáver que se me había quedado tras la aventura del día anterior. Abrí el neceser para comenzar a usar a fondo mis armas de mujer, y allí, junto a las pinzas de depilar, encontré un papel doblado que había adquirido la misma tonalidad dorada que mi sombra de ojos. Desplegué con cuidado el papel. Ya ni me acordaba. Era la lista de nombres que había encontrado en la biblioteca de la casa de Normandía. Los volví a leer muy despacio: Jean Guy Bernard, Henri Frenay, François Pallier, Maurice Cravoisier, Agnes Humbert y Jean Moulin. ¿A quien pertenecerían aquellos seis nombres? Estaba claro que sólo conocía a uno de ellos, a Maurice, pero, ¿quienes eran los otros? Dejé el papel sobre la mesilla central y, junto a él, extendí el mapa de la ciudad. Necesitaba encontrar pronto un objetivo para aquella mañana, un paseo tranquilo que me reconciliase con el París amable, luminoso y feliz. 
A un tiro de piedra estaba el Square René Viviane, un pequeño parque situado junto al Quai de Montebello, y muy cerca de casa. Era suficiente para pasar la mañana y para que la pequeña Alice pudiera corretear un poco sobre el césped. Si la niña se cansaba, podríamos acercarnos a visitar la pequeña iglesia de San julián el pobre, adosada al jardín y rodeada de pequeñas y antiguas casas pintadas de vivos colores. Cerré el mapa. Estaba decidida El día era bueno, la predicción del tiempo había sido inmejorable y moverme por el quartier me aportaría la tranquilidad que necesitaba después de la emocionante jornada anterior. 
Desperté a Alice a la hora acostumbrada, Supuse que mi maquillaje había surtido su efecto porque la niña me saludó con una gran sonrisa. Después de darle el desayuno y vestirla, salimos a la calle. Eran poco más de las once y el sol iluminaba la inmensa mole de Notre Dame dando la impresión de que se trataba de un barco anclado en tierra contra su voluntad. 
Crucé la calle mirando hacia uno y otro lado, y en apenas unos minutos llegué al parque, No era muy grande, pero lo consideré suficiente para pasar el par de horas que quedaban para la comida. Me senté sobre el césped y tumbé a Alice  sobre su mantita para que no cogiera humedad. Le había bajado una pelota para jugar y en ese momento la estaba haciendo rodar de una mano a la otra. Miré a mi alrededor complacida mientras me dejaba acariciar por los rayos del sol. En el centro del parque había una fuerte en la que destacaba una escultura esculpida en bronce.que representaba a varias personas entrelazadas. Sobre el césped, algunos jóvenes leían o charlabam. Era la calma que había ansiado, la tranquilidad que tanto precisaba. Comencé a pensar en el día anterior, en el ruido, las voces, el miedo. Pensé en Guillermo. ¿Volvería a verlo alguna vez? Había dicho "Nos vemos" antes de irse, pero eso es precisamente lo que suele decirse cuando no piensas ver a alguien nunca más. Así que más valía no alimentar esperanzas.  Saqué el libro que me había llevado para leer un rato, pero, fue entonces, en aquel preciso momento, cuando advertí que alguien me miraba. Unos metros más allá, junto a la verja que rodea la iglesia de San Julián, estaba aquel hombre, el anciano que días atrás me había hablado mientras esperaba que cambiase el color del semáforo, el que me había preguntado si Alice era la nieta de Maurice. Noté un escalofrío por todo el cuerpo. Otra vez aquel anciano perverso instalado en un lugar estratégico del parque, seguramente espiando a inocentes niños que jugaban sobre la yerba. Sentí un repentino asco, y en un movimiento instintivo, cogí a la niña y la senté sobre mi falda. Mi enfado crecía como la marea en luna llena. Si el parque era precioso, si el día era plácido, ¿por qué siempre había algo, -en este caso alguien- que acababa estropeándolo todo? Alice se estaba poniendo irritable, quizás porque sentía mi propio nerviosismo. En vez de pasarse la pelota de una mano a la otra, ahora se había empeñado en lanzarla lo más lejos posible. Me levante airada, cogí la pelota y la guardé en la bolsa de red del cochecito, Ahí se acabó la paciencia de la pequeña que comenzó a llorar desconsoladamente. Miré en dirección a la iglesia. Allí continuaba aquel hombre indecente, apoyado en la pared, observando a su alrededor con mirada vigilante, como una pantera a punto de saltar sobre su presa. 
Me percaté de que la indignación subía por mi garganta como un vómito indeseable. Era preciso coger el toro por los cuernos y plantar cara a la situación. Coloqué a la niña en el coche, a pesar de su tenaz resistencia, y avancé hacia él con paso firme. Tuve la sensación de que me estaba esperando porque en ningún momento hizo ademán de rehuirme. 
- Bounjour- le dije con la cara contraída por la rabia que sentía- 
- Buenos días- contestó en castellano, supongo que para intentar sorprenderme- 
Fui al grano. No estaba para tonterías. 
- ¿Qué es lo que hace aquí?-interrogué- 
- Tomo el sol.  N´est pas possible?
No me arredré. 
- He visto cómo mira a los niños y no me gusta nada.
Me miró fijamente. Tenía los ojos grises como un atardecer sombrío. 
- Es usted una mujer muy bonita, pero tiene una mente ecceurant... enfermiza..
No podía creer lo que estaba escuchando. 
- Creo que la mente enfermiza es la suya- dije, y no pude evitar que mi voz temblase levemente. 
El hombre miró hacia otro lado. 
- Usted no sabe nada de nada. Peut être, está muy mal informada. 
-Eso es lo que usted quiere creer. 
Se volvió hacia mí, lentamente. Sus ojos estaban enrojecidos, su pupila, dilatada como la de un gato en una noche oscura.   
- Sí, madame, sí- dijo alzando la voz agitada-, es verdad que miro a los niños, a esos niños torpes y revoltosos que corren como galgos detrás de las pelotas...
No podía más. 
- ¿Está reconociendo...?
-¡ Sí! -gritó enfurecido-. Miro aux enfants  que corren sin ver y se lanzan a la calle detrás de un balón. Igual que hizo mon fils. 
- ¿Qué?
la voz del anciano se convirtió en un susurro quebrado. 
-Mon fils de seis años jugaba en el parque, un matin comme ça. Se le escapó el balón y salió corriendo. Era el año 1942. París estaba ocupada por los alemanes. Une voiture  de la carlingue...
- ¿la carlingue?
- La gestapo francesa, un hatajo de canaille - aclaró sin mirarme-.   Le voiture pasó a toda velocidad y lo arrolló. Nadie pudo hacer nada. 
No supe qué decir. En aquel momento sólo pensé en lo arriesgado que era hacer juicios precipitados sobre las personas. 
- Perdón- pude al fin murmurar-. No podía saberlo. 
El anciano me miró. Creí ver lágrimas en sus ojos.  
- Claro que no podía saberlo - afirmó- Je ne veux pas ni pensar que le ha contado la familia de Maurice. 
Creí oportuno no dar explicaciones. 
- ¿Eran ustedes muy amigos?
- Sí -contestó lacónicamente- 
- ¿Puedo preguntarle su nombre?
- Siempre que usted me diga el suyo.
Ironizaba. Parecía haber superado el mal trago. 
- Asun, me llamo Asun Gascó.
Me tendió la mano, un tanto temblorosa. 
- François Pallier, a votre servicio. 
- Gracias. Debo irme ya - dije mientras observaba los gestos  de enojo que hacía la pequeña-. Alice está un poco enfadada. 
- Tenga cuidado, madame. 
Y formulada esta clara advertencia ¿o amenaza?, comenzó a caminar muy lentamente en dirección a la calle. Yo le observé mientras desparecía entre la gente sin dejar de hacerme una pregunta ¿ habría sido capaz de mentirme? 
Volví a casa despacio, absorta en mis pensamientos. Así que aquel anciano fisgón no era un repugnante pederasta, sino un responsable padre traumatizado por las terribles circunstancias que rodearon la muerte de su hijo. Me avergoncé de mi misma y de mis malos pensamientos. Menudo chasco y menuda forma de hacer el ridículo. Aceleré el paso al cruzar el semáforo, Una idea se abría camino en mi mente como un relámpago en la noche más opaca. Llegué a casa con la respiración agitada. Coloqué a Alice frente a la televisión, puse la película de la Sirenita, para variar, y corrí hacia el cuarto de baño. Dentro del neceser seguía la lista de nombres que había encontrado  por casualidad esa misma mañana. Me senté en el sofá y volví a releerla. Allí, en tercer lugar, estaba su nombre: François Pallier, marcado con un punto que algún día debió ser rojo y que ahora apenas era visible. Respiré hondo para tratar de serenarme y encontrar el hilo conductor de todas aquellas casualidades. ¿Por qué el nombre de aquel anciano que había perdido a su hijo bajo las ruedas del imperio nazi aparecía en aquella vieja lista?
Estaba tan cansada y confusa que esa tarde opté por no salir. Alice y yo nos quedamos leyendo cuentos y viendo películas de dibujos. 
Aquel ambiente distendido y sosegado me animó a pensar que quizás fuera mejor olvidar todas aquellas historias y dejar que el pasado se quedara en su sitio para siempre. 
Pero no estaba muy segura de querer hacerlo. 

4 comentarios:

  1. La trama engancha. Lo malo es que tenga que ser por entregas, pues, al principio, cuesta un poco retomar el hilo.
    Se parece a cuando yo era pequeño, allá por 1950 y..., que en el cine del pueblo "ponían" "La mujer pantera", "Fumanchú" y cosas así. Era un capítulo por semana y ¡hala! a esperar a la próxima semana para ver qué pasaba.
    Pero allí, al empezar, hacían un resumen de lo anterior.
    Me gusta. De verdad.

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    1. Es una idea muy buena hacer un resúmen del anterior capítulo porque ahora, afortunadamente, tengo poco tiempo para escribir, pero esto no lo voy a dejar nunca. El siguiente capítul ya está n marcha.

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  2. Interesante el impulso que le das en este capítulo a la novela. Aquí ya empieza ha haber miga, se abre una redijita en la puerta del misterio. Sigue, Amparo, que te espero en el próximo capítulo.

    Besos.

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    1. Gracias mar. Pues aún se abrirán más rendijitas, aunque este capítulo, por ahora, sólo tenga 13 visitas. Pero aunque me quede con un lector, seguiré escribiendo para él o ella.

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