viernes, 11 de mayo de 2012

A la venta



Había llegado a pesar de todo. Después de un invierno excesivamente cálido, la primavera había hecho su aparición como un huésped inesperado. Y aquel domingo de principios de mayo, el sol caía a plomo sobre la ciudad aún adormecida a aquellas tempranas horas de la mañana.


Miré a mi alrededor desolada. Lo había ido vendiendo todo: libros, discos, cedés, muñecas de porcelana, móviles primitivos, vasos, cucharas de alpaca, barbies despeinadas, y ajados peluches. La casa parecía haber sido víctima de un concienzudo saqueo. Los primeros rayos de sol que entraban por la ventana orientada al este, iluminaban estanterías vacías, repisas despojadas de objetos que habían dejado su esencia en cada rincón.

No podía dejar de sentir cierta desesperación. Poco quedaba ya en aquella casa de desprotección social situada en el que algún tarado llamó el barrio Ideal. Cogí una figura de porcelana de desconocido origen y unas cuantas piedras de playa pintadas, y lo guardé todo en el carro, junto al anuncio que tan laboriosamente había escrito la noche anterior.

Cuando salí a la calle apenas había tráfico, el aire era aún fresco y olía a pan recién cocido, como en los pueblos pequeños. Atravesé los Jardines del Real observando cada árbol, cada arbusto, cada rosa. Qué hermoso podía ser todo si teníamos la serenidad para poder devorarlo con los ojos y llevarlo después junto a nuestros mejores recuerdos. Pero no era ese el caso.

Seguí caminando por la avenida de Blasco Ibáñez buscando la larga sombra de los plátanos, y me detuve un momento en el lugar en el que los putos hijos de ETA acabaron con la vida del profesor Broseta, un hombre bueno. Y mientras seguía caminando arrastrando mi carro de la compra por la acera cuarteada, me pregunté una vez más si la bondad era una buena opción o una estúpida pérdida de tiempo; si la nobleza de carácter era una apuesta segura o una acción desfasada con prima de riesgo. De todas formas, la decisión estaba tomada.

Cuando llegue al rastro, situado frente al campo del Mestalla y envuelto en una valla conejera, extendí la mesa junto al puesto de Antonio, el gitano. La policía miraba aquí y allá, tratando de encontrar objetos robados, y el publico comenzaba a husmear entre toda aquella basura travestida de antigüedad. Yo saqué del carro la porcelana china y las piedras de playa pintadas de vivos colores. Después, sin dudarlo ni un instante, dejé sobre la mesa el papel que tan laboriosamente había escrito la noche anterior.

Vendo mi alma
Estaba segura de que, más pronto o más tarde, el diablo pasaría por allí.

1 comentario:

  1. Tienes razón. Es triste, pero no más que otros relatos, ya sean tuyos o de otros autores. También es muy hermoso de leer, como todos tus relatos.

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