jueves, 17 de mayo de 2012

La boda de Rosana

La cremallera del vestido se deslizaba suavemente, intentando no engancharse en el delicado tul que cubría la recia tela de raso. El escote del vestido era generoso y la falda, larga y holgada, como una gran campana fría y blanca.

La mujer introdujo suavemente el liguero por la punta del pie, subiéndolo poco a poco hasta el muslo, cubierto por una suave media de seda. Luego se calzó unos zapatos de salón de fino tacón de aguja y se levantó no sin sentir cierta inseguridad.

- Soy muy feliz, mamá -murmuró mientras contemplaba su imagen en el espejo del armario de luna.

La mujer que la acompañaba en aquella estrecha habitación con vistas a un desolado patio de luces, no dijo nada. Su rostro se ensombreció mientras una furia silenciosa cruzó por su mirada como un rayo en la noche. La joven, sin mirarla, siguió blandiendo el velo como si tratara de cazar inexistentes mariposas.

- Mamá… -volvió a decir alzando la voz-

-Ya lo he oído hija, que eres muy feliz

La joven se volvió hacia ella con el rostro enrojecido por la ira. Sus ojos, inyectados en sangre, traslucían rabia contenida y dolor. De un zarpazo, le arrancó de las manos el tocado de tul y lo tiró al suelo.

- Tienes que amargarme hasta el día de mi boda - gritó fuera de sí--

El portazo que dio a continuación resonó como un trueno seco que anunciase la peor de las tormentas. La mujer, sin inmutarse, recogió el tocado del suelo y volvió a colocarlo sobre la cabeza del maniquí que había instalado en medio de la pequeña habitación. Luego abrió la ventana de par en par. Necesitaba aire y lo necesitaba con una urgencia enfermiza. Desde alguna casa vecina la radio sonaba indecorosamente.

“Dos gardenias para ti

Con ellas quiero decir…”

- ¡Mierda! -exclamó en voz alta- ¿dónde he dejado el ramo?

No recordaba dónde lo había dejado aquella mañana. Dios no quisiera que lo hubiera destrozado el gato.

Y salió de la habitación dejando tras de sí un dulce aroma de perfume barato.


La inquietud que sentía Daría aquella cálida y esplendida mañana del mes de mayo, y que le había improvisado un nudo marinero a la altura de la garganta, no era nueva. De hecho, había comenzado años atrás y desde entonces no le había abandonado ni un solo día.

Recordó aún sin querer. Era una noche bochornosa. Húmeda y densa como un puré de patatas. Rosana, su hija, no había llegado a la hora a la que la tenía acostumbrada. Daría se había asomado al balcón una y otra vez, cada vez más nerviosa. Alrededor de las once, sintió el aullido de sus tripas. Corrió a la cocina, abrió una lata de sardinas y las alineó una junta a la otra en un pan recién cortado. Volvió al balcón mientras sentía un inesperado frío y un hilo de sudor le caía como una gota de rocío por toda la espalda. Cogió el móvil y marcó el número. Nada. Apagado, fuera de cobertura.

Se sentía cada vez más inquieta. Aquel chico que salía con su hija no le había gustado desde el principio. De porte chulesco, impertinente, retorcido como el tronco de un viejo olivo, pero con unos profundos ojos verdes que hubieran podido romper de una mirada el corazón de cualquier estúpida jovencita.

Y la jovencita estúpida había sido precisamente Rosana, su niña, la que ahora se había convertido en una joven tan bella como insolente. A pesar de sus divagaciones mentales, pudo por fin escuchar el ruido de un motor. Un coche se acercaba despacio hacia la calle mal iluminada. Ella, instintivamente, se echó atrás y quedó protegida por la sombra que le proporcionaba el murete del balcón. El coche se detuvo frente al portal con un brusco frenazo. Era un viejo Renault pintado de rojo con unas grandes alas doradas en el lateral izquierdo. Escuchó unas voces alteradas y no pudo evitar asomar un poco la cabeza. Fue entonces cuando vio bajar a Rosana del vehículo dando un fuerte portazo. El conductor salió por su puerta, la alcanzó y la detuvo cogiéndola del brazo. Ella le gritó con rabia y la contestación del muchacho fue una bofetada que la hizo tambalear sobre sus finos tacones de aguja. Daría ahogó un grito en la oscuridad de su escondite y corrió hacia la puerta. Escuchó como giraba la llave y vio entrar a Rosana llorando y con la mejilla visiblemente enrojecida.

- Lo he visto todo.

La voz no le llegaba al cuello.

- ¿Y qué?

- He visto como ese hijo de puta te pegaba una bofetada.

Rosana siguió andando por el pasillo taconeando con paso decidido.

- Eso no es asunto tuyo.

- Que no es asunto mío- chilló- ¿Te has vuelto loca? ¿Cómo permites…?

- ¿Y por qué lo permitiste tú? - le interrumpió la joven fulminándola con la mirada- Déjame en paz de una puta vez.

Desde aquella desventurada noche habían pasado ya tres años y durante todo eso tiempo ninguna de los dos había vuelto a hablar del episodio. Daria pensó que, por la tendencia habitual de los jóvenes de hacer justamente lo contrario de lo que les decían los mayores, cuanto más le aconsejara a su hija, más empecinada estaría ella en seguir con aquel hombre de las cavernas. Sin embargo, la estrategia del silencio no surtió efecto y la relación siguió a pesar de todo.

Unos meses después del incidente, Rosana apareció un día con las mejillas radiantes y la mirada desbordada de felicidad. En sus brazos dormitaba la causa de tanta emoción: un pequeño felino de mirada dulce y afilados dientecillos. En la cabeza, entre las puntiagudas orejas, alguien le había puesto un ridículo lazo azul.

- Me ha regalado un gatito, mama ¿lo ves? Mira que cosa más dulce.

Daría lo miró con desconfianza.

- De pequeña le tenías alergia a los gatos - advirtió frunciendo el ceño-

- Pero ahora ya no.

- Se hará pis en las esquinas y querrá dormir en tu cama.

- Pues que duerma.

Daría estaba dispuesta a ser implacable.

-Morderá tus zapatillas y nos destrozará el sofá afilándose las uñas.

- El sofá ya está destrozado, mama, no sé si te has dado cuenta.

Y con la cabeza alzada y el minino en los brazos, se refugió en su habitación como una princesa despechada.



 

- Has encontrado el ramo?

Rosana entró en la salita con las mejillas arreboladas, sudando por cada poro de su rostro recién maquillado.

- Lo he encontrado - contestó Daría intentando aparentar una felicidad que no sentía- y da gracias que Silim no lo haya encontrado antes que yo. Ya sabes como le gusta mordisquear las plantas y, por Dios, intenta no sudar a chorros, que vas a llegar a la iglesia como si vinieras de la sauna.

- Encuentra al gato y enciérralo. No quiero que ensucie mi vestido con sus torpes patas.


Aquel cachorrillo pequeño y peludo como un ovillo de perlé se había convertido en un gato enorme de pelaje brillante, con profundos ojos verdes y un cuerpo recio y atlético La relación de Daria con el minino, que en un principio había sido tensa y distante, se había ido estrechando hasta el estrangulamiento. Silim - así le habían puesto de nombre y aún no sabían por qué- se convirtió en la alegría de la casa. Carreras, derrapes, saltos… Su energía no tenía límites y sus ganas de jugar tampoco. Efectivamente, tal y como temía Daría, aquel gato alocado había acabado de destrozar los sofás y hasta se había atrevido un día a colgarse de las cortinas de falso encaje. Pero la risa que arrancaba de su pecho pesaba mucho más que los destrozos. Aunque en algo se equivocó. Silim nunca quiso dormir con Rosana sino con ella. Al caer la noche, el gato caía rendido a los pies de su cama, con un ronroneo incesante y tranquilizador.

La boda era a las doce y la peluquera vino pasadas las diez. Rosana ya le había dicho que sólo quería un moño a la altura de la nuca y el cabello bien estirado. Estaba segura de que así destacarían sus enormes ojos redondos “Quizá demasiado” - pensó Daría- pero no tuvo el valor de decírselo.

A las once siguió vistiéndose. No era tan complicado. Medias de seda sobre sus piernas perfectamente depiladas. Las bragas y el sujetador de encaje y sobre las dos piezas, el traje blanco y brillante, como el de una primorosa hada de bosque encantado.

-Podías llamar a Pablo…

El tono de su voz era irritante cuando contestó.

-¿ Para qué?

¿Que podía decirle? ¿Que lo que más temía era que la dejara plantada a los pies del altar? ¿Qué posiblemente llegaría tarde y ella quedaría en ridículo delante de todos? Realmente lo que ansiaba era que aquel muchacho prepotente y tosco no llegara nunca.

Sin embargo, no hizo falta llamar. El móvil sonó dejando en el aire una musiquilla chabacana.

- Es él.

- Pues cógelo ¿a qué esperas?

Le dolía tanto el error que iba a cometer Rosana que no podía admitirlo. Le hubiera gustado encerrarla en la despenda bajo llave y dejarla allí unas cuantas horas. Nada mejor que un buen castigo para obligarla a recapacitar. En un sí quiero, en apenas dos palabras de absoluto y ciego consentimiento, podía concentrarse el resto de una vida desgraciada. Y su silencio cobarde le hizo un nudo en la garganta, un nudo que sabia tan amargo como la bilis.

La vio llegar por el pasillo. Seguía siendo un hada, pero esta vez escapada de un cuento de terror. Por la palidez de su rostro, parecía que la sangre había desaparecido de sus venas. .

-Mamá, que dice Pablo que ha tenido un accidente.

- ¿Cómo?- inquirió Daría mientras en su interior bendecía a Dios y a los santos patronos de su pueblo natal-

- No ha sido nada, pero me ha dado la sensación de que…

- ¿De qué?- Interrumpió Daría esperanzada- ¿Crees que mentía?

- No.

- ¿Entonces?

- Por su voz, me ha dado la sensación de que había bebido.

Daría se tiró las manos a la cabeza y estalló en lágrimas mientras daba tremendos quejidos como si algo afilado y frío cruzase su cuerpo de arriba a abajo.

- Rosana, hija, recapacita… así no puedes…

Pero la joven no la escuchó. Salió corriendo hacia la habitación y se tumbó sobre la cama. Su respiración era tan agitada que Daría pensó que iba a perder el conocimiento de un momento a otro. Fue a la cocina, llenó un vaso de agua hasta los bordes y cogió unas de aquellas pequeñas pastillas mágicas que la ayudaban a dormir a pesar de su insoportable insomnio..

- Tómatela - dijo poniendo la pastilla junto al vaso-

- Tengo que hablar con Pablo, mamá.

- Por encima de mi cadáver, hija.

Rosana se incorporó y se tomó el agua junto a la pastilla, muy lentamente. Su rostro estaba anegado en lágrimas y el rimmel que unos momentos antes alargaba sus pestañas, ahora corría por sus mejillas como un negro y húmedo hilo de alquitrán

Daría volvió a la cocina y cogió una mandarina del frutero. Dos o tres gotas de zumo cayeron sobre su vestido de gasa azul. No le importó. Nada importaba. Los minutos pasaban sin darle tiempo a pensar. Quizá debía llamar a la parroquia y decir que la novia había decidido dar marcha atrás. Quizá debía coger a Rosana del brazo y salir corriendo hacia cualquier punto del planeta que no fuera la iglesia de San Esteban. Pero a pesar de que su cabeza giraba como un tornado tratando de hallar una respuesta, ella siguió sentada sobre la silla de cocina, dejando que el zumo de las mandarinas fuese calando lentamente su precioso vestido de ceremonia.

Hasta que sonó el timbre de la puerta. Lo esperaba. Estaba segura de que aquel imbécil acudiría a pedir perdón y a suplicar como un perro. Presintiendo algún incierto peligro, Silim se infló como un globo y bufó.

- Ven aquí, pequeñín.

Daría cogió en brazos a aquel tremendo gato que en ese momento, más que nunca, parecía un aguerrido tigre. Abrió la puerta lentamente y se encontró con el espectáculo lamentable que ya esperaba ver. Pablo, con los ojos idos, el sudor perlando su frente, la corbata caída, la lengua de trapo.

-¿ Está Rosana?

- No.

El hombre la miró con odio y se tambaleó.

- Déjame entrar, bruja. Tengo que casarme.

- No entrarás. No llevarás a mi hija al altar. Aunque sea lo último que haga.

- Aparta vieja chillona.

Fue en ese momento cuando él le dio un tremendo empujón que le hizo perder el equilibrio. Aterrorizado, Silim saltó sobre el hombre sacando sus afiladas uñas. La sangre corrió por su camisa blanca dejando finos ríos de color púrpura.

- ¡Puto gato!

Fue lo último que dijo antes de retroceder con torpeza, perder el equilibrio y caer escaleras abajo produciendo un terrible ruido de huesos rotos.

Daria cerró la puerta despacio después de dejar entrar al gato. Le temblaba todo el cuerpo pero el miedo había pasado. Comenzó a rezar muy despacio aunque hacía años que no recitaba una oración. Fue de nuevo a la cocina donde había dejado las mandarinas desparramas sobre la mesa de railite. A pesar de todo, no podía dejar que aquel desgraciado muriera al pie de su rellano. Cogió el móvil y llamó a emergencias.

-Manden una ambulancia al número seis de la calle Acacias. Creo que en la escalera hay un hombre borracho y herido. Dense prisa.

Después, abrió la nevera y sacó una pequeña lata.

- Ven pequeño tigre- dijo- Hoy te la has ganado.

El aire que entraba por la puerta entreabierta de la terraza olía a menta y a tierra mojada. A pesar de todo, era primavera.


 

 

1 comentario:

  1. Sí, me ha gustado mucho. Escribes con rabia, contra algo o contra alguien. Pero escribes con garra.
    Vuelves a escribir con pasión. Enhorabuena.

    ResponderEliminar