viernes, 17 de febrero de 2012

El secreto de Maurice. Capítulo VI



Setecientos kilómetros. Ocho horas de insufrible trayecto con dos cortas paradas para tomar algo y visitar los servicios. Nunca hubiera pensado que Paris estaba tan lejos. Era como si la ciudad soñada por tanta gente se hiciera de desear hasta el último momento. Pero ya quedaba poco y, afortunadamente, el súbito mareo que me había aquejado al principio del viaje, había desaparecido dejándome una sensación de estómago vacío que, al menos, no era tan desagradable.

París. Eran las doce del mediodía y el sol iluminaba con intensidad cada calle, cada jardín. Pegué mi nariz al cristal de la ventanilla como una niña curiosa que comenzaba a recuperar la ilusión de llegar a su destino a pesar del hartazgo. El extrarradio de la ciudad no era visible desde la autopista, y a mi derecha e izquierda sólo podía ver enormes prados interrumpidos de vez en cuando por corrillos de árboles que parecían hacerse sombra unos a otros.

La estación de autobuses estaba plagada de gente. Era un mediodía claro y cálido, y cuando me levanté del asiento sentí como si todo mi cuerpo se hubiera quedado acartonado. Después de enderezarme por completo como un folleto desplegable, cogí la bolsa con el oso y saqué la maleta de los bajos del autobús. Mi compañero de asiento ni siquiera se dignó en decirme adiós. Ni falta que me hacía.

Observé a mi alrededor con ojos nuevos. Era sobrecogedor mirar hacia todas partes y no reconocer nada ni a nadie. Era como si de repente hubiera aparecido en uno de esos videojuegos donde, desde cualquier esquina, te puede salir un agresor enloquecido y, sin ningún motivo, darte una patada en el trasero. Lo peor de todo era que tenía que coger un taxi y sólo Dios sabía que podía costar una carrera en aquella ciudad donde los sueños también se contaban en euros.

Arrastré la maleta y la bolsa hasta la salida de la estación. Las piernas aún no me respondían como a mí me hubiera gustado. Me sentía como una vieja anquilosada y rota. El agotamiento, que había supuesto llegaría más pronto o más tarde, hacía su entrada con todos los honores. A la salida de la estación, junto a la acera, una fila de taxis esperaba a los pasajeros que no tenían o no conocían otra opción, como era mi caso. Me puse junto al primero de la fila y el chofer bajó del vehículo y tras una breve sonrisa, que más bien pareció una mueca, instaló mi maleta convenientemente. Después me abrió la puerta mientras me hacía una pequeña reverencia. Me sentí como una princesa en una película Disney.

- Rue de la Boucherie, si vous plait.

- Oui madame.

El coche se puso en marcha. Era un citroën Picasso, ancho y espacioso. Estiré las piernas mientras contemplaba la ciudad a través de la ventanilla entreabierta. El tráfico era intenso a aquellas horas y el vehículo parecía deslizarse entre hermosas calles arboladas en las que destacaban pequeños restaurantes y bazares chinos. Veinte minutos después y treinta euros menos en mi bolsillo, el taxi me dejó en la dirección que le había indicado. Una hermosa calle junto al Sena donde destacaba un mercadillo callejero en el que se exhibían láminas y óleos de vivos colores. Y un poco más allá, la basílica de Notre Dame, enorme, magnífica, instalada en su pequeña isla como una paloma dispuesta a emprender el vuelo río arriba.

El taxi se fue y yo me quedé frente a un edificio antiguo, estrecho y pintado de gris. Tras sus ventanas podían verse las cortinas blancas echadas. Me pregunté cómo podían tener los ventanales cegados pese a las magnificas vistas que sin duda debían tener desde allí.

Llamé al interfono mirando a uno y otro lado como si acabara de robar algo. No tardaron en contestarme. Dos días antes había informado de mi llegada, aunque no había concretado la hora de la misma porque, con tanto transbordo, no tenía ni idea. Por teléfono, el primo de Ana me pareció un encanto, aunque no quise darle demasiada importancia a esa primera impresión ya que a mí me parecían encantadores a través del hilo hasta los teleoperadores de las compañías telefónicas. Insistió en que no era necesario que me trasladara a Paris, que ya vendrían ellos durante el mes de agosto a arreglar todos los papeleos y recoger el regalo de Ana. Pero yo ya tenía los planes hechos y era difícil que diese marcha atrás.

La puerta se abrió con un chirrido eléctrico. Entré en el ascensor y pulsé el cuarto piso. Me contemplé en el espejo panorámico que llevaba el habitáculo. De pena. Mi imagen era de pena, y ni siquiera los retoques que a toda prisa me había hecho en la lavabos de la estación de Montpellier, habían podido darle un mejor aspecto a mi rostro. Javier, el primo de Ana, me esperaba en el rellano con una enorme sonrisa. Era un hombre alto y moreno, fibroso, de mandíbula cuadrada e intensa mirada. No se parecía en nada a la pequeña y delicada Ana.

- ¿Has tenido un buen viaje- inquirió mientras cogía mi maleta-

- Larguísimo- Contesté por no decir una palabra malsonante- pero bueno, lo importante es que ya estoy aquí.

- Pasa, por favor. Mi esposa está trabajando y la pequeña Alice está con mi cuñada en una preciosa casa de campo, muy cerca del aeropuerto Charles De Gaulle. Seguro que te vendrá bien un café.

La puerta daba directamente, sin más preámbulo, a un amplio salón de paredes blancas rematado con dos enormes ventanales que daban a la calle. Las ventanas estaban abiertas y una agradable brisa hinchaba las cortinas de finísimo algodón bordado. Situado junto a la pared, un mueble minimalista de estructura muy básica y sobre él. una televisión de pantalla panorámica. Enfrente, un inmenso sofá tapizado de rojo en el que Javier me hizo tomar asiento. Observé que en aquella acogedora estancia había dos ramos de flores frescas, uno de claveles y otro de rosas, pero ambos igualmente rojos.

- ¿Prefieres un café o algo fresco?

Contestar que necesitaba las dos cosas hubiera sido una grosería, así que opté.

- Mejor un refresco.

Durante unos segundos, Javier desapareció por la pequeña puerta basculante. Yo seguí pegada al asiento sintiendo que nunca más podría levantarme, aferrada a mi maleta y a la bolsa del oso, del que sólo eran visibles sus grandes orejas. Javier no tardó en volver con una bandeja en las manos sobre la que había colocado dos naranjadas y un cuenco con galletas integrales.

-Cuéntame - dijo mientras colocaba la bandeja sobre la mesa- Necesito saberlo todo.

Era lógico que tuviera ansias de saber pero yo no tenia deseos de contar. Hablar sobre hechos que ya habían pasado supone revivirlos, imaginarlos, sufrirlos de nuevo.

- Ana tenia muchísima ilusión de venir a París a conocer y a cuidar de la pequeña Alice -Tomé aire- Poco antes del accidente me había contado sus proyectos y lo cierto es que yo me quedé un poco sorprendida. Después le encargaron aquel estúpido encargo que ella nunca debiera haber hecho y… sucedió lo que ya sabes, el terrible accidente del Metro.

No quise entrar en detalles ¿Para qué contarle que el cuerpo había quedado totalmente destrozado? ¿Qué en su rostro aún podía leerse el terror? Hay cosas que siempre es mejor no contar para poder olvidarlas

- Es terrible - dijo tras unos tensos instantes de silencio- Cuando lo ví en las noticias de la televisión no podía imaginarme que precisamente ella tuviera que estar en ese maldito lugar y precisamente ese día.

- Ya ves.

Se me había hecho un nudo en la garganta y temía que si la frase era más larga, iba a acabar envuelta en lágrimas. Porque lo absurdo de la situación era que Ana no tenía que haber estado allí ni ese momento ni ese lugar, pero las circunstancias lo quisieron así. Y la pequeña y divertida Ana había emprendido su último vuelo cuando aún sus alas aún no estaban hechas para volar.

- Perdona- dijo Javier de repente, como si quisiera zanjar la conversación- no te he enseñado tu habitación.

No lo pude evitar.

-¿ Mi habitación?

- Claro. La buhardilla que está sobre este piso también es nuestra. Es reducida, apenas tiene veinte metros cuadrados, pero reúne todo lo suficiente para vivir con comodidad. Venga, coge la maleta.

No estaba dispuesta a ocupar el lugar de Ana, a contemplar las bellísimas vistas que ella debiera haber contemplado, a ver caer la noche sobre Paris desde su propio palco.

- Ni hablar, de verdad . Afirmé completamente convencida- Tengo que buscar un hotelito barato. Seguro que hay algo por aquí cerca que puedo pagar.

- Ni lo sueñes. Estamos en Paris y en el centro de esta gran ciudad no hay hoteles baratos, además - añadió- esto no es negociable. Te vas a quedar con nosotros. Alice no volverá del campo hasta dentro de tres días, y aquí en la rue Boucherie, estás cerca de todos los sitios. ¿Has visto Notre Dame? Esta justo enfrente.

- Casi casi- bromeé- he visto a Quasimodo saltando de ventana en ventana.

No se hable más. Coge tus cosas y subamos. Te va a encantar.

Y tanto que me encantó. La buhardilla era un sueño, diminuto, pero un sueño. El salón, al que ser accedía directamente desde el rellano de la escalera, incluía una cocina americana pequeña pero suficiente. Sobre la tarima de madera había una alfombra de pelo largo con enormes círculos multicolores. Tres lámparas en forma de cono iluminaban la estancia con una luz anaranjada y cálida. A la derecha de la estancia, había una puerta lacada en blanco que daba a la habitación, de paredes rosa pálido y con numerosos cuadros infantiles colgados en la pared. Una ventana cubierta con cortinas de delicadas flores violetas, daba a la calle principal. La cama, pegada a la pared estaba recubierta con una colcha azul celeste, igual que la alfombra que descansaba a sus pies. Y al otro lado de la habitación, estaba la cuna de Alice, amplia, blanca, con un gracioso cabecero de bolas azules y rosas. Expresé en palabras lo que sentía por dentro.

- Es precioso.

Pues ya verás cuando anochezca. La vista de la ciudad iluminada te deja sin aire. No te la puedes imaginar.

Sí me la podía imaginar. Paris, la ciudad de la Luz ¿diurna o nocturna? ¿Qué importaba? Aquello era más de lo que había imaginado. Miré a mi alrededor y por alguna desconocida razón, me sentí como en casa.

- ¿Bajarás luego a cenar? - inquirió Javier en tono jovial.

Todo tenía un límite.

- No, sólo quiero descansar. Tengo tanto sueño que no siento ni el hambre. No lo tomes a mal, pero prefiero darme una ducha y descansar un buen rato

Javier se fue dejando tras un agradable aroma de perfume masculino. Me quité las sandalias con dificultad- parecían estar pegadas a mis pies- y me tumbé en la cama. La luz de la tarde entraba por las ventanas abiertas. Hubiera deseado bajar al Quai y contemplar el reflejo de la gran mole de Notre Dame en las aguas del Sena, pero no podía más. Mi cuerpo ya no respondía a los deseos de mi espíritu. Casi sin darme cuenta, me quedé dormida. Pero antes, saqué el oso de su bolsa reciclada y lo dejé sobre la cuna de Alice. Él también merecía un buen descanso.

1 comentario:

  1. Sigo esta historia desde hace algún tiempo. Cuesta porque la leo de tarde en tarde, pero con todo y con eso, te puedo decir que tiene muy buena pinta y está bien narrada. Lo complicado es seguirla.
    Besos

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