Sopla el viento de poniente y hace calor. Nadie diría que estamos a 24 de diciembre. Mi hija trajina en la cocina. Se ha empeñado en hacer el postre.
—Mamá, hay que poner las luces al árbol de Navidad.
Niego con las manos.
—Ni pensarlo, hija, lo que hay que hacer es esconderlo.
—¿Qué estas diciendo? ¿Esconderlo?
—Sí. Que esta noche viene a cenar la tía Julieta y para ella lo de poner el árbol es un acto pagano que nada tiene que ver con el espíritu de la Navidad.
—Pero mamá, si lo ponen hasta en el Vaticano —me contesta indignada mi hija.
—Para ella es solo una perversión del cristianismo. Quita el árbol y pon un nacimiento.
—!Pero si ya hay tres!
—Pues otro.
—A San José le falta una oreja y al niño Jesús un pie.
Mejor. Así no escuchará las tonterías que decimos durante la cena. Y guarda el árbol de una vez.
Me siento agotada. Esto de ir en feria en feria cansa a cualquiera. Y también estoy un poco preocupada. He dejado a Polífilo solo, allá en el pueblo,y a saber lo que es capaz de hacer. Además, en Navidad los recuerdos escapan de sus escondrijos y nos asaltan como ruines bandoleros. Menos mal que pasa pronto.
Lo siguiente que oigo es un sonoro estruendo y un grito.
—¿Qué pasa?—chillo desde la cocina.
Pasa de todo. Intentando esconder el árbol navideño en el estrecho ropero, a mi hija le ha caído la caja de herramientas encima. Un reguero de sangre fresca se desliza por su mejilla.
—¡A urgencias! Rápido. Hijo, saca el coche. Tu hermana se ha descalabrado.
—Vale. ¿Y la cena? Ya sabes lo que se suele decir, cuando entras en urgencias nunca sabes cuándo vas a salir.
Y tanto que lo sé —pienso—. Un día entré y me quedé cuatro meses.
—Dale las llaves a la vecina. Yo mandaré wasaps a todos para que las recojan y vayan cenando.
—El tío Ernesto no tiene wasap. Lo odia.
—Pues que no venga. Uno menos. Venga, vámonos que tu hermana no reacciona.
La ciudad vestía de fiesta. Luces, árboles decorados, papas noeles somnolientos, niños vestidos de domingo y gente que caminaba deprisa, arrebujada en sus abrigos a pesar de que no hacía frío.
A la altura del cementerio, un hombre se plantó en medio de la calzada con los brazos abiertos.
—¿Qué hace ese loco? gritó mi hijo dando un volantazo a la izquierda.
—Atropéllalo —susurró mi hija mientras se sostenía la cabeza con la mano ensangrentada. Igual es un zombi.
—La niña delira. Acelera hijo.
Pero el hombre volvió a situarse frente al coche de forma suicida.
—Para hijo. Sólo nos falta matar a alguien en Nochebuena.
Bajé la ventanilla. El hombre parecía muy nervioso. Cerca de él había una mujer en avanzado estado de gestación que se cogía la panza con ambas manos.
—Mi mujer va a dar a luz. Por favor, acérquenos al hospital. Se acaba el tiempo.
— Vamos, venga suban.
No era la nochebuena soñada, pero era lo que había. La mujer se quedó mirando a mi hija.
—¿Qué le ha pasado a la chica?
—Le ha caído la caja de herramientas encima mientras escondía el árbol de Navidad.
El hombre no dijo nada. Supongo que tampoco entendía nada.
Nada más llegar al hospital se llevaron a la mujer a la sala de partos y a mi hija a hacerle un TAC. A los demás nos mandaron a la sala de espera.
Curiosa sala de espera. Reyes magos al borde del coma etílico, Santas Claus que habían dado pasos en falsos y chicos de Glovo que se habían estampado contra un belén viviente con la bicicleta.
El futuro padre se paseaba inquieto como un león enjaulado.
—Vaya nochebuena —dijo con un hilo de voz.
—Diferente —dije tratando de rebajar la tensión.
En mi móvil escuché el sonido del wasap. Era el tío Feliciano que no encontraba la sidra el Gaitero. No contesté. Cada día la gente quiere las cosas más fáciles. Qué la busque, pensé. A los cinco minutos, otra vez el wasap. Era la nuera de mi prima Maruja, la que vive enfrente de la Ximeta. Llamaba desde el pueblo.
—¿Queeeeé? —dije en voz alta nada más leerlo.
—¿Qué pasa ahora?—preguntó mi hijo dando un brinco de canguro.
—Que se ha escapado Polífilo
—¿Su marido?—preguntó el futuro padre.
—No. Mi burro. Qué tragedia. ¿Adónde puede haber ido?
Todos me miraban, incluidos los reyes magos alcoholizados. Y en ese tenso momento una enfermera se asomó a la puerta.
—¿Familiares de Sofía?
—Yo —dije alzando la mano como una colegiala.
—Familiares de María
Y el futuro papá levantó una mano temblorosa.
Acompañamos a la enfermera por un pasillo largo y excesivamente iluminado. Mi hija había salido indemne del salvaje ataque de la caja de herramientas y el futuro papá ya era papá. Un niño de casi cuatro kilos y medio metro de alzada.
Le di un abrazo como si lo conociera de toda la vida.
—¿Cómo le vais a llamar?
—¿En esta noche? ¿No se lo imagina?
Estaba claro. El hombre, que probablemente se llamaba José, se fue a abrazar a María y a conocer a Jesús. Nosotros volvimos a casa . La ciudad estaba en silencio. Era ya bien entrada la madrugada. El wassap volvió a sonar. Era de nuevo la nuera de mi prima. Leí
"Hemos encontrado a Polífilo. No os preocupéis. Está en el Belén de la plaza, junto al buey y la mula. Los niños le han echado una mantita por encima. Feliz navidad".
Abracé a mi hija mientras miraba por la ventanilla del coche. Al fin , aquella nochebuena, y a pesar de todo, había sido una buena noche.
Feliz Navidad y mejor año 23
PD. Pues al final sí va a ser una nochebuena diferente. Yo sigo con el Covid puesto. Voy a intentar secuestrar los langostinos. Sed felices. Seamos felices. Nos lo merecemos.