viernes, 23 de diciembre de 2022

Una Nochebuena diferente


 Sopla el viento de poniente y hace calor. Nadie diría que estamos a 24 de diciembre. Mi hija trajina en la cocina. Se ha empeñado en hacer el postre. 

—Mamá, hay que poner las luces al árbol de Navidad. 

Niego con las manos. 

—Ni pensarlo, hija, lo que hay que hacer es esconderlo. 

—¿Qué estas diciendo? ¿Esconderlo?

—Sí. Que esta noche viene a cenar la tía Julieta y para ella lo de poner el árbol es un acto pagano que nada tiene que ver con  el espíritu de la Navidad. 

—Pero mamá,  si lo ponen hasta en el Vaticano —me contesta indignada mi hija. 

—Para ella es solo una perversión del cristianismo. Quita el árbol y pon un nacimiento. 

—!Pero si ya hay tres!

—Pues otro. 

—A San José le falta una oreja y al niño Jesús un pie.  

Mejor. Así no escuchará las tonterías que decimos durante la cena. Y guarda el árbol de una vez. 

Me siento agotada. Esto de ir en feria en feria cansa a cualquiera. Y también estoy un poco preocupada. He dejado a Polífilo solo, allá en el pueblo,y a saber lo que es capaz de hacer. Además, en Navidad los recuerdos escapan de sus escondrijos y nos asaltan como ruines bandoleros. Menos mal que pasa pronto. 

Lo siguiente que oigo es un sonoro estruendo y un grito. 

—¿Qué pasa?—chillo desde la cocina. 

Pasa de todo. Intentando esconder el árbol navideño en el estrecho ropero, a mi hija le ha caído la caja de herramientas encima. Un reguero de sangre fresca se desliza por su mejilla. 

—¡A urgencias! Rápido. Hijo, saca el coche. Tu hermana se ha descalabrado. 

—Vale. ¿Y la cena? Ya sabes lo que se suele decir, cuando entras en urgencias nunca sabes cuándo vas a salir. 

Y tanto que lo sé —pienso—. Un día entré y me quedé cuatro meses. 

—Dale las llaves a la vecina. Yo mandaré wasaps a todos para que las recojan y vayan cenando.  

—El tío Ernesto no tiene wasap. Lo odia. 

—Pues que no venga. Uno menos. Venga, vámonos que tu hermana no reacciona.  

La ciudad vestía de fiesta. Luces, árboles decorados, papas noeles somnolientos, niños vestidos de domingo y gente que caminaba deprisa, arrebujada en sus abrigos a pesar de que no hacía frío. 

A la altura del cementerio, un hombre se plantó en medio de la calzada con los brazos abiertos. 

—¿Qué hace ese loco? gritó mi hijo dando un volantazo a la izquierda.   

—Atropéllalo —susurró mi hija mientras se sostenía la cabeza con la mano ensangrentada. Igual es un zombi. 

—La niña delira. Acelera hijo. 

Pero el hombre volvió a situarse frente al coche de forma suicida.

—Para hijo. Sólo nos falta matar a alguien en Nochebuena. 

Bajé la ventanilla. El hombre parecía muy nervioso. Cerca de él había una mujer en avanzado estado de gestación que se cogía la panza con ambas manos. 

—Mi mujer va a dar a luz. Por favor, acérquenos al hospital. Se acaba el tiempo. 

— Vamos, venga suban. 

No era la nochebuena soñada, pero era lo que había. La mujer se quedó mirando a mi hija. 

—¿Qué le ha pasado a la chica?

—Le ha caído la caja de herramientas encima mientras escondía el árbol de Navidad. 

El hombre no dijo nada. Supongo que tampoco entendía nada. 

Nada más llegar al hospital se llevaron a la mujer a la sala de partos y a mi hija a hacerle un TAC. A los demás nos mandaron a la sala de espera. 

Curiosa sala de espera. Reyes magos al borde del coma etílico, Santas Claus que habían dado pasos en falsos y chicos de Glovo que se habían estampado contra un belén viviente con la bicicleta. 

El futuro padre se paseaba inquieto como un león enjaulado. 

—Vaya nochebuena —dijo con un hilo de voz. 

—Diferente —dije tratando de rebajar la tensión. 

En mi móvil escuché el sonido del wasap. Era el tío Feliciano que no encontraba la sidra el Gaitero. No contesté. Cada día la gente quiere las cosas más fáciles. Qué la busque, pensé. A los cinco minutos, otra vez el wasap. Era la nuera de mi prima Maruja,  la que vive enfrente de la Ximeta. Llamaba desde el pueblo. 

—¿Queeeeé? —dije en voz alta nada más leerlo. 

—¿Qué pasa ahora?—preguntó mi hijo dando un brinco de canguro. 

—Que se ha escapado Polífilo

—¿Su marido?—preguntó el futuro padre.

—No. Mi burro. Qué tragedia. ¿Adónde puede haber ido? 

Todos me miraban, incluidos los reyes magos alcoholizados. Y en ese tenso momento una enfermera se asomó a la puerta. 

—¿Familiares de Sofía?

—Yo —dije alzando la mano como una colegiala. 

—Familiares de María 

Y el futuro papá levantó una mano temblorosa. 

Acompañamos a la enfermera por un pasillo largo y excesivamente iluminado. Mi hija había salido indemne del  salvaje ataque de la caja de herramientas y el futuro papá ya era papá. Un niño de casi cuatro kilos y medio metro de alzada. 

Le di un abrazo como si lo conociera de toda la vida. 

—¿Cómo le vais a llamar? 

—¿En esta noche? ¿No se lo imagina?

Estaba claro. El hombre, que probablemente se llamaba José, se fue a abrazar a María y a conocer a Jesús. Nosotros volvimos a casa . La ciudad estaba en silencio. Era ya bien entrada la madrugada. El wassap volvió a sonar. Era de nuevo la nuera de mi prima. Leí

"Hemos encontrado a Polífilo. No os preocupéis. Está en el Belén de la plaza, junto al buey y la mula. Los niños le han echado una mantita por encima. Feliz navidad". 

Abracé a mi hija mientras miraba por la ventanilla del coche. Al fin , aquella nochebuena, y a pesar de todo, había sido una buena noche. 

Feliz Navidad y mejor año 23


PD. Pues al final sí va a ser una nochebuena diferente. Yo sigo con el Covid puesto. Voy a intentar secuestrar los langostinos. Sed felices. Seamos felices. Nos lo merecemos. 







 






martes, 20 de diciembre de 2022

Covid 19

 Cerrado por Covid 19. No puedo ni darle a la tecla. Mi hija por segunda vez, y yo me he estrenado. La Pandemia no ha acabado. Cuidadín. 

Y encima me he perdido la feria del alfiler afilado. 

Nos leemos. 

domingo, 11 de diciembre de 2022

Libros y feria de la cerámica



 A mi padre le gustaba coleccionar piezas de cerámica y alfarería. Era capaz de coger el coche y en el día más oscuro de noviembre dirigirse a cualquier pueblo de las provincias próximas para comprar un botijo determinado o compartir una charla con cualquier alfarero en vías de extinción. Hace ya más de veinte años que duerme el sueño de los justos, pero sus piezas, sus afanes, sus libros de cerámica, sus apuntes de alfarería, sus cántaros, sus vasijas, sus botijos,  siguen con nosotros. 

Por tal motivo, cuando vi que celebraba una feria de alfarería en Navarrete, cerca de Logroño, no tuve la menor duda. Me pasó justo lo contrario que en la feria de la miel.  Lo tenía claro y me fui de cabeza. ¿Qué si en mi libro aparece la cerámica? pues lo cierto es que no, pero como diría José Mota, debería ser que sí.

Ilusionada al cien por cien monté ni pequeño stand entre el de cerámica de Sargadelos y el de cerámica de Manises. La verdad es que se me iban los ojos, y no porque en aquella feria hubiera algún feriante de belleza singular, como ocurrió en la feria de la miel,  sino porque ese olor a barro cocido, a arcilla, a campo, y a aire sano me traía recuerdos que creía definitivamente perdidos. 

Al cabo de un rato, un hombre de mediana edad con aspecto de romano de principios del primer milenio se acercó a mí stand. 

—¿Le gusta la feria, señora?

—Me entusiasma —dije aunque apenas había podido verla. 

—¿Y su libro trata sobre cerámica?

Tierra trágame. 

—Pues la verdad es que  no. 

Su gesto cambió. Hasta tal punto que pensé me iba a echar a los leones. 

—¿Entonces?

Tenía que pedir clemencia y salvar mi dignidad. 

—Voy a decirle la verdad. Estoy realmente desesperada. Mi libro no se vende. Ocupa toda mi casa.Tengo libros en los armarios, en el botiquín, bajo el fregadero. Así que he decidido acudir a todas las ferias que se celebren en el país a ver si me deshago de ellos.

—¿Y ha probado a ir a alguna feria del libro? 

"Touché"

—¿Se puede creer que no? 

—Pues quizá debería empezar por ahí. 

No contesté. Realmente tenía ganas de echar a correr. Mira que estoy  haciendo deporte desde que me apunté a esto de las ferias. El "romano" se apiadó de mí.

—De todas formas, ¿sale alguna pieza de cerámica en su libro? 

—Un jarrón — repuse rápidamente. 

—Algo es algo.

Mi padre coleccionaba alfarería— añadí sin venir a cuento. Podría decirse que tengo una cultura alfarera. 

— Eso es bueno. La gente ya no aprecia nuestro trabajo. ¿Sabe a qué se dedica mi hijo?

—¿Sigue la tradición familiar?

—En absoluto, Es informático. Crea juegos de esos en los que todos acaban muertos. Parece que ese es el futuro. 

—Un futuro sin barro— dije apesadumbrada. 

—Un futuro de litio — repuso él—. Deme cinco libros, para mí cuadrilla. Y le regalo el botijo que más le guste. 

 Me gustaban todos. Y escogí uno de arcilla blanca con cuatro pitorros, ojos y orejas.

Y al volver a mi jardín de jazmines abandonados, pensé en mi padre y en lo que le hubiera gustado aquel hermoso botijo. Un futuro sin barro, pensé, y sin arcilla y sin manos expertas que les dieran forma y vida. 

¿Cómo se habría portado Polífilo durante mi ausencia?

Pues os lo digo ya. Se había zampado mi querido tarro de miel. Ahora tenía un burro hiperglucémico. 


jueves, 1 de diciembre de 2022

Libros y la Feria de la miel


 

Cuando era pequeña me picó una abeja. Fue una tarde de verano, en el caserío donde mis abuelos, a los que nunca conocí, tenían una casa de veraneo pintada de color rojo, entre campos de olivos y vides. Mis padres y mis tíos, al ver como mi mejilla se hinchaba más y más, me pusieron barro por toda la cara para rebajar la inflamación. Remedios caseros de la época.

Por esa razón, y porque hay recuerdos que a pesar del tiempo transcurrido permanecen diáfanos, cuando recibí una invitación para participar en la feria de la miel de Ayora, fruncí el ceño y dudé.

—Me han invitado a una feria de miel, le comenté a Polifilo que pacía tranquilo junto a mi. 

Por toda respuesta, el asno rebuznó y se topó contra mi como si de un gato se tratase. 

—¿Eso es un sí o un no?— le dije. 

Movió la cabeza de arriba a abajo porque una mosca no cesaba de molestarle. 

—Eso es  un sí— exclamé feliz de ser capaz de enfrentarme a uno de mis primeros miedos, las abejas, tan laboriosas, tan dulces ellas. 

Y me fui a Ayora, cargada con mis libros y mis ilusiones intactas. Mi sencillo stand de mesa de camping se hallaba situado entre el de la miel de flores silvestres y el de apicultura sedentaria. Afortunadamente, abejas no vi ni una. 

A la media hora de estar allí se me acercó el vecino apicultor. Una tiene ya sus años pero aún sabe apreciar la belleza, y qué belleza. 

—¿Vende usted libros en una feria de miel? 

Me sentí tan avergonzada que tentaciones me dieron de recoger mis cosas y salir corriendo de allí cual abeja reina.  

—Pues ya ve —fue todo lo que se me ocurrió decir. 

—¿Acaso su libro tiene algo que ver con el cultivo de la miel? 

Ni de casualidad, pero ladeé la cabeza de un lado a otro como un perro viejo. 

—Según se mire. Una buena rebanada con miel no le hubiera venido mal a alguno de mis protagonistas. 

—La miel es oro, señora. ¿Sabía usted que los egipcios hacían cerveza fermentando la miel?

Sabía yo tanto  de miel como de energía nuclear, o sea nada. 

—Algo había oído —mentí. 

—¿Y sabe que los griegos consideraban la miel el alimento de los dioses del Olimpo? 

—¡Hombre, claro! ¿Quién no sabe eso? 

Yo, evidentemente. 

—Pues le compro el libro y le regalo un tarro de miel. 

Enrojecí como una colegiala. 

—Es usted muy amable —susurré con voz ronca. 

 —¿Alguien la espera en casa? ¿Quiere cenar conmigo? 

Aquella sí era una ocasión de oro. 

—Bueno—dudé—, el caso es que en casa me espera Polifilo.

—¿Su compañero? 

—Así puede llamarse. 

—Seguro que habrá otra ocasión. 

—Quién sabe —repuse mientras parpadeaba como  si de repente el sol me hubiera deslumbrado. 

Pero en cuanto el bello apicultor se dio la vuelta, recogí mis libros y me fui al trote calle abajo. Una no está ya para determinadas tentaciones. 

Y mientras caminaba hacia la estación del tren creo que me picó una abeja, o una  avispa. Probablemente fuera un simple y asqueroso mosquito tigre.

Había vendido un solo libro, me habían regalado un tarro de miel, pero la mirada de aquel hombre me había quitado de encima unos doscientos años. 

O más.