sábado, 25 de julio de 2020

1984

Páginas antiguas escritas a mano. Páginas antiguas y antiguas ...


Hace unos días cayó una tormenta impresionante. Ya era hora. Rayos y truenos iluminaban un cielo oscuro y amenazante. Una tarde perfecta para descansar y leer. Y así lo hice. A eso de las siete, mi hija, que buscaba un paraguas desesperadamente, me preguntó de que me reía a carcajadas, y yo le respondí: de mí misma.
Me explico: ese día de tormenta inesperada encontré un diario que escribí en 1984, Hace la friolera de 36 años. Comencé a leerlo con una cierta curiosidad no exenta de ternura, y reconozco que acabé completamente entusiasmada. Inocencia, tensión, esperanza, tristeza, intensidad, pasión... La verdad es que sí, me reí a carcajadas, me odié, me amé, me asombré, e incluso al leer algunos pasajes me hubiera abofeteado con la mano bien abierta. pero sobre todo, me emocioné. Me emocioné porque todo lo que estaba leyendo lo estaba viendo desde el futuro, porque cuando lo leía ya sabía, para bien o para mal, cómo acababan las diversas historias que en aquellas hojas amarillentas se contaban. Me conmovió mi tardía inocencia, mi increíble capacidad de soñar, de nadar contra corriente. Entonces era joven y todavía no sabía que las esperanzas incontroladas construyen pero también destruyen al que las alberga.
A veces, y aunque nos duela, hay que observar con detenimiento el campo de batalla y decidir si lo mejor es batirse en retirada, huir campo a través, desistir, rendirse, sacar la bandera blanca y volver a la oscura y húmeda trinchera. Pero, vuelvo a repetir, entonces era joven y esas palabras no estaban en mi diccionario. Había que luchar hasta la desesperanza para lograr lo que ansiábamos, porque en aquella época todo parecía posible, fácil, amable.
Pero no lo era. Definitivamente, no somos los que fuimos. No pensamos como pensábamos, pero a veces te sorprendes al darte cuenta de que quizás sigues sintiendo lo que sentías.
¿O acaso es todo un espejismo?

sábado, 18 de julio de 2020

La caja azul

Gran azul magia misteriosa asistente de rompecabezas libro de caja ...



El helicóptero de la policía sobrevolaba aquel barrio de las afueras de la ciudad una y otra vez. Sus hélices plateadas rompían el aire como si lo pasara a través de un pasapuré. Por lo demás, todo era silencio.
El niño  asomó la cabeza por la puerta del pequeño despacho de su madre.
—Mamá, ¿qué pasa?
—¿Por qué?
—El del helicóptero va diciendo cosas.
La mujer dejó de prestar atención a la pantalla del ordenador.
—No pasa nada. Seguramente hay alguien por ahí que está incumpliendo las normas del confinamiento.
El niño permaneció en la puerta.
—Me aburro como una ostra.
—¿Has hecho los deberes de inglés?
—Todos.
—¿Y las mates?
—No las entiendo.
—Cuando venga tu padre que te las explique. Y ahora déjame trabajar. Yo no estoy de vacaciones. Trabajo desde casa. ¿Lo entiendes?
Lo que entendió Raúl era que su madre tenía un humor de perros. Estaba trabajando con el batín puesto y con el pelo recogido con una pinza de tender las ropa. Estaba en casa pero en realidad no estaba.
Raúl volvió a su habitación. Era una estancia grande y luminosa que incluso contaba con un pequeño balcón que daba a un gran parque. Por lo general, por las tardes, el parque estaba lleno de familias con niños que gritaban como gaviotas  y  ancianos sentados en los bancos, pero ahora estaba vacío, silencioso, quieto.
Raúl era un gran buscador de tesoros. De hecho, eso es lo que quería ser cuando fuera mayor, buscador de tesoros. Le gustaba jugar en casa y husmear por todas partes. De todas formas, y aunque ya había cumplido los diez años, sus padres no le dejaban bajar solo al parque. Y era extraño, porque los padres de sus amigos sí les dejaban ir, incluso podían ir a merendar a la hamburguesería del  centro comercial. El ansiaba esas pequeñas libertades que los otros tenían, pero se tranquilizaba pensando que todo era cuestión de tiempo. En dos o tres años el problema estaría solucionado.
Entró en el trastero y abrió una caja al azar: las bolas del árbol de navidad. Abrió otra: libros antiguos y amarillentos. Estaba a punto de cerrar el trastero cuando, al fondo del mismo, vio otra de un azul discreto, cerrada con cinta aislante, como si quisiera decir: ni se te ocurra abrirme. Pero la abrió con cuidado, como si la caja pudiera estallar en cualquier momento.  Dentro había algunos archivadores. Se preguntó qué sería aquello, sobre todo al ver que los textos estaban escritos en un alfabeto que no conocía. Pasó las páginas y encontró el que supuestamente era el mismo documento escrito en inglés. Ese idioma ya lo entendía. De hecho, era el primero de la clase en la asignatura de inglés. Leyó atropelladamente palabras sueltas: Ucrania, abandonado, una fecha, orfanato, requisitos, adopción... Y al final de la página la foto de un bebé, un bebé excesivamente parecido a él; sus ojos, sus labios, su mentón decidido.
—¡Raul, baja! Ha llegado tu padre y te va a explicar las mates. 
El niño metió otra vez los papeles en su sitio; los archivadores en la caja azul, e intentó pegar de nuevo la tapa con la cinta aislante. No fue fácil, sobre todo porque le sudaban las manos como si una fuente se ocultase bajo su piel y manase a través de sus poros.
—¡Ya bajo, mamá!
No pensaba decir nada. Callaría como un muerto. El confinamiento estaba sacando a la luz demasiados secretos, algunos de ellos completamente inesperados.

sábado, 11 de julio de 2020

Los pendientes de perlas.

Pendientes de perlas barrocas de agua dulce Natural GLSEEVO para ...


Su primer libro había sido un éxito. Un éxito inesperado para ella misma, pero no para su editor que había visto muchas posibilidades en aquella escritora de mediana edad que no fumaba, bebía cerveza sin alcohol y, para relajarse, hacía punto de cruz. Pero con el segundo libro todo estaba siendo distinto. Debía entregarlo a finales de junio y a principios de marzo apenas había escrito unas cincuenta páginas. Mas de una vez había entrado en pánico. Los personajes no acababan de convencerle e incluso uno de ellos, el policía sabelotodo, la sacaba un poco de quicio. Apagó el ordenador cuando sonó el teléfono. Era su madre. 

 —¿Cómo va el libro, hija?
—Despacio y  mareado, mamá. No consigo encauzarlo, no logro darle la chispa que tenía el primero.
—¡Vaya! — exclamó la madre con pesadumbre—. Cógete unos días de descanso. No escribas. Igual tus musas necesitan unas vacaciones.
—Mamá, lo de las musas es un cuento chino. Hay que trabajar y trabajar... La editorial me ha puesto un plazo. 
—Entonces, ¿no podrás venir el domingo?
—Imposible del todo. En cuanto me aclare con esto y pueda escribir unas cincuenta páginas más, voy.
—Pues cuando vengas tráeme los pendientes de perlas. Están en el primer cajón de mi tocador. Vamos a celebrar el cumpleaños de Consuelo. Cumple 99 y está como una rosa.
—¡Qué suerte! No te preocupes. Te llevaré los pendientes. 
—De acuerdo. Te dejo que me llaman para comer.
Carmen colgó la llamada y se recostó sobre la silla. Quizás su madre tuviera razón. Ella había empezado a escribir diez años atrás, para que fuera un placer, una amable distracción, no para que acabara convirtiéndose en una tortura. Miró por la ventana. La luz de la cercana primavera entraba descaradamente a través de los cristales. En el parque corrían los niños y algunos ancianos jugaban a la petanca. Volvió a abrir el ordenador. ¿Y si mataba al policía que la ponía de los nervios? Un resbalón en la ducha, un tiro en la nuca, cualquier cosa. Después de todo se trataba de una novela negra. "Cuantos más muertos, mejor"— pensó mientras esbozaba una sonrisa traviesa. Aquella noche, por fin, pudo escribir las mil quinientas palabras que se había propuesto, y eso le hizo sentir un poco más relajada. 
A eso de las nueve se preparó un sandwich y puso la televisión. El locutor del telediario decía que en China las cosas no andaban nada bien. Aquel nuevo y extraño virus estaba haciendo de las suyas entre la población. "Bueno—pensó distraída—, aquí no va a llegar. Y decidió que al día siguiente, en las próximas mil palabras, se cargaría de la forma que fuese al policía insolente. Incluso podía tratarse de un error. El narco gallego podría confundirle con uno de los otros, con uno de los policías leales e íntegros. En la oscuridad todos los gatos son pardos y uno ya no sabe ni a quien mata. 
El teléfono sonó pasadas las once de la mañana. Había dormido mal y le dolía la cabeza. Miró el número. Era Rosa, una de sus amigas. 
—¡Hola guapa! —exclamó a voz en grito—. ¿Cómo va tu libro?
—Despacio, y voy mal de tiempo. ¿Qué haces tú?
—Desayunando en la playa, con mi chico. Se está de lujo. ¿Vas a venir a la manifestación esta tarde?
—Imposible. Tengo que ir a ver a mi madre a la residencia, y aún tengo que escribir las mil palabras diarias.
—¡Vaya! ¿Cuántas llevas hoy?
—Ciento veintidós.
—No es mucho.
—No es nada. Perdona, me suena el fijo. Te dejo.
No, no sonaba el fijo, ni el timbre de la puerta, ni el móvil que tenía para temas profesionales. No sonaba ni la música que solía poner su vecina adolescente a todo trapo. Abrió el ordenador. El editor le había sugerido que tenía que meter alguna palabra soez y alguna escena subidita de tono. "Es lo que se lleva —le había dicho—, lo que el público quiere. Y si puedes incluir algo de violencia y sangre, mejor"—había acabado afirmando. 
Y lo haría. No había otra.  Comenzó a imaginar una escena turbulenta, en un paraje solitario, a las afueras de la ciudad industrial, sobre un colchón abandonado y sucio. Volvió a sonar el teléfono. Era su madre. 
—Hija, ¿vienes hoy por fin?
Y tras unos segundos de duda, Carmen le dijo que no, que había una manifestación muy importante y la ciudad estaba cerrada al tráfico, que era una locura coger el coche en un día como aquel. 
—No te preocupes, hija. Ya vendrás otra semana. Y acuérdate de los pendientes. 
—Claro, mamá. Un beso. 
Y volvió al ordenador, a sus líneas, donde la esperaban pacientemente un narcotraficante enamorado y un colchón maloliente.

Mediados de marzo. El aire olía bien, como a colonia de bebé. Carmen dejó caer las manos sobre el teclado del ordenador y respiró hondo. La historia ya estaba encarrilada. Al personaje indeseable se lo había cargado el primo del narco por error; la historia de amor continuaba a buen ritmo entre sirenas de coches de policías, chivatazos y traiciones. Le había enviado unas cuantas páginas a su editor y éste había contestado entusiasmado. Le dijo que aquella novela sería un gran éxito y que recibiría las mejores críticas. Nada más colgar, Carmen se preguntó si a pesar de todos esos buenos augurios,  era esa la novela que ella había querido escribir. Y prefirió no contestarse. Estaba triste. Dos días atrás el Gobierno había decretado el estado de alarma y el obligado confinamiento, y eso le impedía ir a ver a su madre. Se reprochó haberlo pospuesto tantas veces y se prometió a sí misma que en cuanto todo pasase, iría a verla y le llevaría los pendientes de perlas. Y pasaron los días, todos iguales, tanto que empezaban a confundirse en su memoria. En la residencia donde vivía su madre los ancianos morían como moscas atrapadas en una tela de araña. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para que su novela no se volviera aún más siniestra de loo que ya era. Su editor le daba ánimos. "No te preocupes—le decía—. Esto es como una gripe, que los políticos lo exageran todo para tenernos más controlados". Pero Carmen adivinó entre líneas que a él solo le importaba que la novela avanzase y poder sacarla al mercado en cuanto se llegase a la tan cacareada nueva normalidad. 

Aquel dos de abril se había despertado muy pronto. Hacía un día insolentemente espléndido. Puso la lavadora y unas cuantas verduras en el horno. Dejaría trabajar a los electrodomésticos mientras ella seguía escribiendo. Se asomó a la ventana. Vaya, su vecina, la rara, parecía haber adoptado a una gaviota. No sabía lo que hacía. Sonrió. Ese día tenía que hacerle frente al crimen más truculento de su novela. Se esmeraría. "El público quiere sangre,      cuanta más mejor", le había dicho su editor. Sería cruel, incluso un poco sádica. Además, el protagonista... Sonó el teléfono. Apenas eran las nueve de la mañana. ¿Quién podía llamar a aquellas horas? Miró el número antes de coger el teléfono. Era de la residencia. Seguramente era su madre reclamándole de nuevo sus pendientes de perlas. Se equivocó. Era la directora. 
—Carmen... —su voz sonaba extrañamente dulce—. Siento comunicarte que tu madre ha fallecido de madrugada. Lo lamento mu...
El teléfono cayó de sus manos y se hizo en mil pedazos. Su corazón también.